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¿Qué saborean las plantas?

La mayoría de las plantas saben mejor cuando han tenido que sufrir un poco.

DIANA KENNEDY

Ahora sabemos que la cuscuta detecta a su presa por el olfato y diferencia entre la tomatera, que le encanta, y el trigo, que le repugna. Podemos decir, por tanto, que es una planta con preferencias. Tras haber catado el zumo de tomate y el de trigo, la experiencia personal me dice que la cuscuta va atinada. Pero ¿significa eso que la cuscuta y otras plantas tienen sentido del gusto?

Analicemos nuestro sentido del gusto para determinar cómo puede saborear una planta. El sentido del gusto humano es muy similar al sentido del olfato. Los humanos olemos las sustancias químicas volátiles y paladeamos las solubles. Por ejemplo, olemos limoneno en la monda del limón y saboreamos el ácido cítrico, responsable de su acidez. Para los mamíferos, el gusto es la sensación de sabor percibida en la boca y en la garganta al entrar en contacto con una sustancia. Tal como la nariz contiene receptores olfativos que fijan moléculas volátiles y reaccionan a ellas, la boca contiene miles de papilas gustativas que fijan moléculas solubles y provocan una reacción. Los bultitos minúsculos que tenemos en la lengua se denominan «papilas gustativas». Cada papila (al igual que otras partes de la boca) contiene numerosos receptores gustativos, que se clasifican en las cinco categorías de gusto principales: salado, dulce, amargo, ácido y umami. Y cada uno de dichos receptores conecta con un nervio gustativo, que a su vez enlaza con los centros del cerebro donde se procesa el gusto.

Los receptores de las papilas gustativas funcionan de manera muy parecida a los receptores olfativos de la nariz: mediante un mecanismo de cerradura y llave. La sustancia química disuelta particular encaja con una proteína específica situada en la parte exterior del receptor. Por ejemplo, un receptor de salado se combina con el sodio y dicha combinación envía una señal eléctrica que se propaga mediante la neurona gustativa desde el receptor hasta los centros cerebrales receptores del sabor, que interpretan la señal como un sabor salado. Puesto que cada papila gustativa puede reaccionar de manera simultánea a múltiples señales, nuestra lengua es capaz de interpretar las complejas combinaciones que originan los sabores que tanto nos gustan.

Obviamente, las plantas no tienen boca, pero ello no obsta para que discriminen las diferentes sustancias químicas solubles. Si una planta fuera un animal, su «lengua» estaría en las raíces. Las raíces sondean el suelo y absorben el agua y los minerales necesarios para la nutrición, el crecimiento y el desarrollo de las plantas. Además, las raíces también perciben los mensajes químicos transmitidos a través del suelo por las raíces y los microorganismos vecinos. Tal como nuestra nutrición depende de lo que nos aportan los alimentos que comemos (que inician su viaje como los alimentos que saboreamos), los minerales que las plantas absorben del suelo son componentes esenciales para su nutrición.

A diferencia de los seres humanos, las plantas producen la mayor parte de su alimento. Mientras que nosotros obtenemos las calorías de comer vegetales o alimentos derivados de estas (en muchos casos suministrados a través de la ventanilla del restaurante de comida rápida), las plantas tienen una habilidad única para generar sus propias calorías (que luego nos comemos nosotros). Fabrican azúcares mediante la fotosíntesis, utilizando solo dióxido de carbono y agua como bloques de construcción, y luego transforman esos azúcares en proteínas y carbohidratos complejos. Ahora bien, aunque las plantas fabrican sus propios azúcares, dependen por completo de fuentes externas para obtener los minerales que necesitan para vivir. El nitrógeno, el fósforo, el potasio, el calcio y el magnesio, junto con los micronutrientes del hierro, el cinc, el boro, el cobre, el níquel, el molibdeno y el manganeso, son los elementos fundamentales de la nutrición vegetal. La fotosíntesis, por ejemplo, no tiene lugar sin magnesio y manganeso en cantidades cuantiosas. El magnesio está presente en el centro de cada pigmento de clorofila verde, tal como el hierro está presente en el centro de cada hemoglobina de nuestros glóbulos. Los iones de manganeso son esenciales para una fase crucial de la fotosíntesis denominada «división del agua». En esta complejísima serie de reacciones fotoquímicas se separan los electrones de dos moléculas de agua y se canalizan hacia el interior de las proteínas fotosintéticas. El sol carga de energía los electrones y genera un gradiente electroquímico similar a una batería que, literalmente, enciente el cloroplasto. A consecuencia de la división del agua, dos moléculas de oxígeno se combinan para formar O2, que luego se libera en el aire como el oxígeno que respiramos. El manganeso forma el puente químico que canaliza el electrón desde el agua hasta la fotosíntesis. Sin manganeso, el agua no se divide y nos quedamos sin oxígeno para respirar. De manera que lo que una planta saborea en el suelo es esencial para su supervivencia (y para la nuestra).

Mientras que en los humanos las papilas gustativas contienen células específicas para cada tipo de sabor, en el caso de las plantas la situación es un poco más general. Las plantas no tienen células especializadas en saborear el magnesio o el potasio en sus raíces; cada célula cuenta con sus propios receptores específicos para diversos minerales. Así, dos tipos de proteína hallados en el exterior de una célula se unen y transportan nitrógeno a las raíces. El manganeso lo detectan también al menos dos tipos distintos de proteínas localizadas en las membranas de las células de la raíz, y los científicos han identificado proteínas específicas que fijan cada uno de los macro y micronutrientes. De manera que cada célula individual contiene numerosas proteínas que le permiten identificar y absorber varios minerales del suelo. A diferencia del ejemplo humano, en el que el sabor y la nutrición están físicamente separados, en las plantas la fijación de los nutrientes por parte de los receptores permite su asimilación y transporte a través de toda la planta y conecta directamente la sensación con la señalización y la nutrición.

Las plantas regulan la cantidad de un mineral concreto que absorben en un momento determinado. Por ejemplo, sometidas a estrés, las plantas absorben más cantidad del mineral que las ayudará a sobrevivir en las condiciones adversas. A título de ejemplo, según un estudio reciente, las arabidopsis absorben más magnesio del habitual cuando sus raíces notan que el pH del suelo se ha vuelto relativamente ácido.1 En los terrenos agrícolas, tal acidificación está provocada por un uso indebido de fertilizantes. Las deficiencias de nutrientes también pueden desencadenar reacciones. Por ejemplo, las raíces de las arabidopsis cultivadas en suelos con deficiencia de hierro secretan sustancias químicas como la cumarina, que, según creen los científicos, protege la planta por su capacidad potencial para fijar el hierro o acabar con los microorganismos vecinos que podrían consumir el poco hierro disponible.2

No le quepa duda de que, al detectar minerales en el suelo, una planta sabe determinar qué cantidad de cada mineral concreto precisa. Las raíces absorben el agua y la distribuyen a través del xilema (las venas encargadas de transportar el agua) hasta el tallo y las raíces. La cantidad de nutrientes que las raíces absorben del suelo y su transporte de célula en célula en última instancia se rigen por una estricta regulación biológica. Si bien cada célula de la raíz puede absorber y disolver minerales de manera pasiva, las raíces regulan con precisión cuáles se abren camino hasta los tubos de xilema que transportan el agua.

Para entender cómo regulan este proceso las raíces conviene tener algunas nociones acerca de la arquitectura del sistema radical. Si se corta una zanahoria en rodajas horizontales, el círculo que se aprecia en el centro de la rodaja se denomina «cilindro vascular». Contiene numerosos tubos de xilema, que transportan el agua desde las raíces hasta las hojas, y también tubos liberianos, que transportan los azúcares en la dirección opuesta, desde las hojas hasta la raíz. (Para realizar un experimento rápido, pruebe a separar una zanahoria en las distintas partes y compruebe cuál es la más dulce. Descubrirá que es el centro, donde se encuentra el líber.) Al cortar una zanahoria a lo largo se aprecia que el cilindro vascular la recorre en toda su longitud. Para que un mineral llegue a dicho cilindro y penetre en los tubos de xilema, que lo transportarán hasta el brote, primero tiene que atravesar una delgada capa de tejido llamada «endodermis» (claramente visible sin necesidad de microscopio). La endodermis envuelve el cilindro vascular y, a su vez, está rodeada por un anillo de una sustancia cerosa que impide el paso al agua y a los minerales disueltos que intentan colarse entre las células. En lugar de ello, los minerales tienen que atravesar las membranas de las células endodérmicas y, desde ahí, salir por el lado opuesto y penetrar en el xilema. Esto solo ocurre si en las membranas de la endodermis están presentes y activos los receptores específicos de cada mineral. De este modo, la endodermis funciona como un portero que regula quién entra en el xilema y el resto de la planta y quién no. Comparándolo grosso modo con nuestro aparato digestivo, la planta «cata» los minerales del suelo con la superficie de la raíz y luego decide cuáles asimilará plenamente en el nivel de la endodermis (tal como nuestros intestinos regulan la ingesta de nutrientes). En un nivel básico, el mecanismo de cata presente en las plantas es muy similar al que interviene en cómo una célula humana mantiene su homeostasis mineral.

PLANTAS BEBEDORAS

Como es bien sabido, comer no basta para mantenernos con vida. También necesitamos agua. Y lo mismo les sucede a las plantas: no solo necesitan agua para realizar la fotosíntesis, sino también, al igual que nosotros, para mantener el equilibrio de líquido en sus células. Algunas plantas emplean el agua en unas minibombas hidráulicas que mueven sus hojas, y todas la precisan para que sus hojas y tallos mantengan el lustre. Si alguna vez ha olvidado regar las plantas del hogar habrá comprobado que sus hojas se enroscan y los tallos se marchitan; esto sucede debido a la pérdida de presión del agua en las células de la planta. Las raíces absorben agua del suelo y la transportan hasta el tallo y las hojas a través del xilema. La cantidad de agua que necesita cada planta varía enormemente. Una planta en crecimiento requiere más agua que una durmiente, y, además, las plantas necesitan más agua en los días calurosos que en los días frescos. Por otro lado, el agua es lo que impulsa el movimiento de los minerales disueltos desde las raíces hasta las hojas, donde son necesarios, y de los azúcares disueltos desde las hojas hasta las raíces. Las plantas tienen su propia manera de sudar, denominada «transpiración»; una planta pierde más agua en un día caluroso que en uno frío debido al agua que se evapora de sus hojas para mantenerla fresca. ¿Alguna vez se había preguntado por qué la hierba natural nunca se calienta en los días soleados mientras que la artificial puede quemar los pies? La respuesta está en la transpiración. Una planta pierde agua de manera constante debido a la transpiración. ¡Un roble transpira más de trescientos ochenta litros de agua un día caluroso de verano!

Obviamente, la disponibilidad de agua y nutrientes en el suelo puede influir y limitar el crecimiento de una planta. Las raíces, el órgano que primero detecta el agua y los nutrientes en el suelo, deben ser capaces de hallarlos o, dicho de otro modo, de «catarlos».

Los científicos tienen una idea bastante certera de los mecanismos moleculares que participan en la percepción de la luz en el fototropismo y del efecto de la gravedad en el gravitropismo (que explica cómo una planta distingue arriba de abajo, tema que abordaremos en el capítulo 6). No obstante, sigue siendo un enigma cómo las plantas detectan y crecen hacia el agua, un fenómeno descrito por primera vez por el gran botánico del siglo XIX Julius von Sachs.3 Mi amigo Hillel Fromm y su equipo de la Escuela de Ciencias Botánicas y Seguridad Alimentaria de la Universidad de Tel Aviv han intentado resolverlo. Han demostrado que las raíces de las plantas que crecen en arena seca se curvan y avanzan hacia una fuente de agua. Sorprendentemente, esa curvatura es independiente de la hormona auxina, un elemento fundamental en el proceso de combado de una planta hacia la luz.4 De manera que, aunque el resultado del «arqueo» sea el mismo, al parecer las plantas cuentan con más de un mecanismo que les indica cuándo doblarse.

Las raíces también señalan a las partes verdes de la planta cuando caen los niveles de agua, y las plantas utilizan esta información para modificar la arquitectura del sistema radicular.5 Es interesante señalar que, pese a que podría pensarse que una planta ralentizaría su crecimiento cuando no hay demasiada agua cerca, en un principio ocurre justo lo contrario. Al inicio de una sequía, las plantas extienden sus raíces hacia las capas profundas del suelo en busca de nuevas fuentes de suministro.6 En paralelo, la planta detiene el crecimiento de las raíces poco profundas, donde el suelo suele ser más seco. De este modo, la planta hace una apuesta compensatoria y se concentra en crecer hacia donde existen más posibilidades de hallar agua. Aunque sabemos cómo penetra el agua en las células, pese a los largos años de investigación apenas empezamos a elucidar cómo detecta una planta dónde hay agua y decide profundizar sus raíces.7

¡ALERTA: SEQUÍA!

En el capítulo anterior he explicado que Ian Baldwin y otros biólogos vegetales demostraron de manera convincente que las plantas utilizan sustancias químicas volátiles para comunicar la presencia de patógenos o herbívoros. Pero ¿pueden usar las raíces para transmitir estados fisiológicos, como la escasez de agua?

Mi colega Ariel Novoplansky y sus alumnos de la Universidad Ben-Gurion sentían curiosidad por cómo las plantas se comunicaban las condiciones ambientales.8 Más en concreto, se propusieron comprobar si plantas que crecían en condiciones óptimas se comportarían de manera diferente en caso de crecer junto a plantas sometidas a estrés ambiental. Dicho de otro modo, en caso de sequía, ¿una planta podía comunicar a sus vecinas que se aproximaban tiempos adversos?

Bautizaron el diseño de su experimento con el nombre de «raíz dividida». En un experimento de raíz dividida se extrae una planta de su maceta y se trasplanta, de tal manera que sus raíces quedan repartidas entre dos tiestos (n.º 1 y n.º 2). A continuación se planta una segunda planta en ambas macetas, con la mitad de las raíces en la misma maceta que la primera planta (maceta n.º 2) y la otra mitad en un nuevo tiesto (maceta n.º 3). A continuación, estas dos plantas pueden conectarse a una tercera planta, cuyas raíces se reparten entre la maceta que contiene la segunda planta (maceta n.º 3) y un cuarto tiesto, y así sucesivamente. Como parte del estudio Novoplansky se conectaron seis plantas de guisante (Pisum sativum) mediante siete macetas. Los investigadores sometieron la primera planta a una sequía simulada alterando las condiciones de la primera maceta. Para ello bastó con añadir a la tierra un azúcar inerte llamado «manitol». Los botánicos acostumbran a usar manitol para determinar las reacciones de las plantas a la sequía.

Una de las primeras respuestas de una planta a la escasez de agua es cerrar los pequeños orificios llamados «estomas», que tienen en las hojas. Observados bajo el microscopio, los estomas recuerdan a bocas pequeñas. Estas aberturas permiten la entrada en la planta de dióxido de carbono, necesario para la fotosíntesis, y la emisión a la atmósfera de oxígeno, el producto de la fotosíntesis. El vapor de agua también escapa a través de los estomas abiertos mediante la transpiración. Las plantas abren y cierran activamente sus estomas en respuesta al ambiente. Así por ejemplo, para reducir la pérdida de agua en época de sequía, cierran sus estomas. Y pese a que, evidentemente, ello ralentiza o incluso detiene la fotosíntesis, también conserva el agua y permite que la planta se adapte y sobreviva a una carestía de agua pasajera. La información originada en las raíces indica a los estomas que se cierren.

Guisante (Pisum sativum)

Novoplansky y sus estudiantes averiguaron que, al añadir manitol a la tierra de la primera maceta, los estomas de la planta se cerraban en menos de quince minutos, aunque la mitad de sus raíces continuaran recibiendo riego. Tal reacción rápida no fue ninguna sorpresa, pues se conocía desde hacía años. Lo sorprendente fue que los estomas de la segunda planta, que tenía la mitad de las raíces en la maceta bien regada que compartía con la tercera planta, también se cerraron al cabo de quince minutos de echar manitol a la primera maceta. Tal reacción indujo al equipo a pensar que las raíces estresadas por la sequía de la primera planta emitían una señal que viajaba hasta las raíces no estresadas de la planta, que a su vez enviaban alguna señal al suelo que hacía que la planta vecina supiera que se acercaba una posible sequía.

Diseño del experimento de raíz dividida de Novoplansky

Cuando Novoplansky examinó los estomas de las hojas de las otras plantas, la 3, 4, 5 y 6, comprobó que también estaban cerrados, si bien habían tardado un poco más en cerrarse tras echar el manitol en la primera maceta. En otras palabras, detectaron una señal retardada enviada por la planta estresada a la planta no estresada más cercana y a las plantas situadas a hasta cinco macetas de distancia. Sabían que dicha información debía transferirse a través del suelo, de un sistema radicular a otro, ya que otras plantas que no compartían sistemas de raíces con la planta tratada, es decir, que estaban en tiestos aparte, pese a hallarse cerca de ella, no registraron ninguna reacción en sus estomas.

Los resultados obtenidos por Novoplansky no demuestran necesariamente que las plantas sometidas a estrés «pretendan» advertir a sus vecinas. Por razones obvias, el concepto de «pretender» resulta resbaladizo en el ámbito de la biología vegetal. Es cierto que este tipo de comportamiento altruista está fuertemente arraigado (no es un juego de palabras) en la teoría de la biología evolutiva, sobre todo en lo referente a la adecuación de la comunidad. Pero la comunicación entre las raíces también puede interpretarse como un fenómeno entre plantas. Si tenemos en cuenta que las raíces de un árbol pueden extenderse muchos metros, es harto posible que partes de estas encuentren un suelo más seco que otras. En tal caso, si las raíces que primero detectan las limitaciones de agua pudieran advertir a las demás de una sequía inminente liberando una señal química en el suelo, la planta podría prepararse rápidamente para el desafío de las nuevas condiciones. El grupo de Novoplansky ha continuado investigando la idea de las posibles interacciones entre raíces y recientemente ha demostrado que la comunicación entre ellas podría incluso regular la floración.9 Sus estudios han demostrado que plantas de canola mantenidas en condiciones de laboratorio de días cortos, que retrasan la floración, florecían antes si se regaban con agua extraída de suelo donde crecían plantas en condiciones de días largos, inductores de la floración.* Y aunque se desconoce cuál es el principal agente de esta comunicación, sin duda alguna se trata de algo que las raíces catan.

ALÉJATE DE MÍ

El matorral del desierto Larrea tridentata se conoce vulgarmente como chaparral o arbusto de la creosota y en México recibe el nombre de «gobernadora». Las plantas de creosota reducen el crecimiento de sus vecinas haciendo acopio de los valiosos recursos de agua. Si el chaparral fuera un país, las Naciones Unidas lo llamarían al orden por no respetar el derecho al agua de sus vecinas. Pero ¿cómo sabe el chaparral si sus vecinas son amigas o enemigas? Y, en caso de tratarse de enemigas, ¿cómo se las apaña para hacerse con toda el agua y no dejar nada a sus vecinas?

Bruce Mahall, de la Universidad de California en Santa Bárbara, planteó la hipótesis de que quienes se encargaban del asedio eran las raíces, que operaban de manera clandestina bajo tierra, donde no puede vérselas. Si las raíces de una planta podían limitar el crecimiento de las de otra, ello explicaría por qué el chaparral y el arbusto de la Ambrosia, por ejemplo, crecen de manera natural en matas definidas y homogéneas.

Para comprobar esta hipótesis, Mahall y su alumno Ragan Callaway llevaron a cabo el experimento siguiente: primero cultivaron plantas de Ambrosia y Larrea en bandejas individuales poco profundas con un fondo transparente que permitía ver sus raíces.10 De esta manera, colocando las bandejas inclinadas podían calcular la velocidad de elongación de las raíces hacia el fondo. Una vez las raíces adquirieron un tamaño concreto, colocaron las bandejas vecinas de tal modo que el sistema radicular de la planta de una bandeja (la planta de prueba) se alargara hasta penetrar en la bandeja que contenía la segunda planta (o planta objetivo). Ello les permitiría seguir midiendo la velocidad de crecimiento de las raíces de la planta de prueba mientras se aproximaban a las de la planta objetivo. A modo de control construyeron unas raíces «objetivo» artificiales de hilos de dacrón que enterraron en la arena.

Y descubrieron algo fascinante. Las raíces de ambas especies hacían caso omiso de las de dacrón y continuaban prolongándose a una velocidad normal por encima de estas. En cambio, si las raíces de una Ambrosia tocaban las de una Ambrosia vecina dejaban de alargarse, mientras que el resto de las raíces de la planta sí continuaban creciendo en otras direcciones donde no hubiera ninguna raíz de Ambrosia que les cortara el paso. Ello llevó a Mahall a concluir que, de este modo, la Ambrosia se aseguraba de que su sistema radicular no compitiera con vecinas de la misma especie; en lugar de ello, se ampliaba la superficie de suelo colonizado por el sistema radicular de ambas plantas y, por ende, la probabilidad de obtener agua adicional. Es interesante destacar que si las raíces de una misma planta se tocaban entre sí no dejaban de alargarse, lo cual refuerza la hipótesis de que la Ambrosia discrimina entre su ser y otros seres.

Hierba búfalo (Bouteloua dactyloides)

Por su parte, las raíces de la Larrea mostraban poca consideración por la presencia de otras raíces de Larrea o Ambrosia y continuaban creciendo incluso tras entrar en contacto con raíces ajenas. De manera que es probable que la Larrea compita directamente con la Ambrosia por el agua. En cambio, las raíces de la Ambrosia sí detenían su crecimiento ante la presencia de raíces de Larrea. Cuando las raíces de Ambrosia se hallaban a varios centímetros de unas raíces de Larrea dejaban de alargarse. De manera que la Larrea no solo se hacía con los recursos de agua de la Ambrosia, sino que la mera presencia de sus raíces disuadía a las plantas de Ambrosia de invadir su territorio. Al parecer, la Larrea libra una guerra química, liberando algún tipo de señal soluble que las raíces de la Ambrosia catan y las hace alejarse.

Ahora bien, no todas las plantas reaccionan a la presencia de vecinos extraños rehuyéndolos. Las plantas de zacate o hierba búfalo (Bouteloua dactyloides) también discriminan entre raíces propias y ajenas. Estas plantas desarrollan menos raíces y más cortas en presencia de otras raíces del mismo espécimen y, en cambio, crecen rápidamente en presencia de otras plantas de hierba búfalo, quizá en un intento por competir con ellas por los recursos. Con todo, lo verdaderamente asombroso, a riesgo de incurrir en antropomorfismo, es que la hierba búfalo puede «olvidarse» de quién es. Una vez los esquejes procedentes de una planta se separan, van alienándose cada vez más y acaban por relacionarse como plantas genéticamente distintas.11 En otras palabras, tras dos meses de separación, las raíces procedentes de la misma planta ya no reconocían a sus raíces hermanas y se esforzaban por crecer más que estas.

LO QUE SABOREA UNA PLANTA EN RELACIÓN CON LA AGRICULTURA

Teniendo en cuenta la importancia de lo que catan las plantas para su fisiología, puede afirmarse que la nutrición es tan importante para el diente de león como para las plantas ornamentales o para un campo de trigo duro cultivado en Italia para elaborar pasta. Una planta cultivada en un suelo pobre en nutrientes amarillea y tiene problemas para crecer fuerte. En nuestros hogares y en la agricultura moderna complementamos la nutrición de las plantas con fertilizantes que contienen grandes cantidades de minerales. Tal como muchos de nosotros tomamos una dosis diaria de multivitaminas porque los alimentos de nuestra dieta no siempre son óptimos para nuestra salud, las plantas domésticas necesitan fertilizantes añadidos porque a la tierra y al agua del grifo suelen faltarles los nutrientes que garantizan que crezcan saludables.

Nuestros conocimientos en materia de nutrición vegetal y lo que una planta saborea están íntimamente relacionados con la agricultura moderna y los intentos de alimentar al planeta. La población humana mundial alcanzó los mil millones de habitantes a principios del siglo XIX, una época en la que casi un tercio de las personas pasaba hambre. Durante mi vida he sido testigo de cómo la población mundial pasaba de tres mil a más de siete mil millones de personas. Y aunque aproximadamente 700 millones de personas siguen yéndose a la cama con el estómago vacío cada noche, en proporción en la actualidad hay menos personas que pasen hambre que en toda la historia de la humanidad. En otras palabras, si bien hoy en día la Tierra tiene más habitantes que en ningún otro momento de la historia, nos las apañamos para alimentar a la gran mayoría del mundo, todo un logro si tenemos en cuenta que cuantos más habitantes tiene el planeta menos superficie se destina a la agricultura. Incluso hoy, con un 28 por ciento de la superficie terrestre potencialmente arable, perdemos 100.000 kilómetros cuadrados cada año a manos de la urbanización y otras fuerzas.12 Pese a ello, la agricultura moderna ha conseguido reducir el hambre multiplicando sobremanera las cosechas.

Tres avances capitales en la agricultura cambiaron la historia de la humanidad. La primera revolución agrícola tuvo lugar hace diez mil años, cuando nuestros ancestros empezaron a cultivar alimento en distintas partes del planeta. Esta domesticación de las plantas fue de la mano de la introducción de nuevos rasgos genéticos. Por ejemplo, los granos del trigo silvestre, que sigue creciendo como una mala hierba en Israel, Siria, Turquía y otros países del Creciente Fértil, caen al suelo al madurar, cosa que complica bastante su recolección. En cambio, los granos del trigo domesticado permanecen en la espiga al madurar, lo que permite cosecharlos más fácilmente. Una mutación en un único gen denominado Q es responsable de este rasgo y condujo a la aparición de cepas de trigo cultivado que se han utilizado en la agricultura desde entonces.13 La domesticación del trigo en Oriente Próximo, del maíz en las Américas y del arroz en el Lejano Oriente, junto con la domesticación de otros cereales, legumbres, árboles frutales y hortalizas, permitió el desarrollo de la vida urbana y la civilización moderna tal como las conocemos.

Entender qué saborea una planta fue una consideración que entró en juego en una segunda revolución agrícola cuyas raíces se remontan a los albores del siglo XX. El inmenso incremento del rendimiento de las cosechas durante el siglo pasado se debió a tres logros tecnológicos: el desarrollo de cepas de alto rendimiento de distintos cultivos, la adopción de métodos de irrigación de alta tecnología que redujeron de manera drástica la dependencia de la agricultura de las precipitaciones, y la invención y el uso generalizado de fertilizantes químicos.

Los agricultores modernos no fueron los primeros en entender que las plantas necesitan una buena nutrición para dar cosechas abundantes, pero sí fueron los primeros en engranar la ciencia de la alimentación de una planta con la química y la agricultura. Hace miles de años, distintas culturas ancestrales desde la China hasta Europa utilizaban estiércol para abonar el suelo y mejorar su productividad.14 En efecto, los excrementos son muy ricos en potasio, nitrógeno y otros minerales esenciales que las raíces de las plantas perciben y absorben de la tierra.

A mediados del siglo XIX y principios del XX, a medida que la agricultura fue industrializándose cada vez más, se realizaron numerosos intentos por inventar un estiércol artificial que fomentara el crecimiento sin necesidad de recoger y extender excrementos de verdad. Los primeros fertilizantes verdaderamente sintéticos se produjeron en la primera mitad del siglo XX, después de que los premios Nobel Carl Bosch, Fritz Haber y Wilhelm Ostwald perfeccionaran los métodos para transformar el nitrógeno de la atmósfera en ácido nítrico y amoníaco utilizables. La producción y adopción de fertilizantes sintéticos con contenido en nitrógeno y fosfato posibilitaron una mayor productividad de los campos y la incorporación de cultivos agrícolas de alto rendimiento.

Los cultivos desarrollados a partir de mediados del siglo XX producen más proteínas y carbohidratos que nunca debido a los nuevos rasgos genéticos, que influyen en el momento de la floración y en el tamaño de las frutas y semillas. Una de las características más destacadas de las cepas de alto rendimiento de trigo y arroz fue que eran bajitas («enanas» en la jerga agrícola) y presentaban tallos gruesos que les permitían sostener en alto granos más grandes y pesados. Además, estas cepas enanas de trigo y arroz destinan más energía a producir granos que a desarrollar sus tallos y hojas, lo cual aumenta aún más la cosecha. Pero este rendimiento asombroso depende de que se les aporte una nutrición mejorada mediante fertilizantes externos desarrollados en la primera mitad del siglo XX. En otras palabras, para producir más frutas y semillas para nuestro consumo, estas nuevas cepas necesitan «comer» más rápidamente y en más cantidad que las anteriores.

Entre 1960 y 1980, el uso de fertilizantes de potasio, fosfato y nitrógeno en la agricultura estadounidense se duplicó, triplicó y cuadruplicó, respectivamente. ¡Y el uso de estas sustancias químicas en el cultivo de la soja aumentó en cerca del 1.000 por ciento! En 1964, menos de la mitad de los campos de trigo de Estados Unidos se trataban con fertilizante de nitrógeno sintético; en 2012, cerca del 90 por ciento de los trigales se fertilizaban con fertilizante sintético. A lo largo de este período, los campos de trigo prácticamente han duplicado su producción a unas cincuenta fanegas por media hectárea (el quíntuple que a principios del siglo XX). Las inmensas ganancias agrícolas tanto en Estados Unidos como en otros países agrícolas occidentales empezaron a apreciarse también en países del mundo en desarrollo, como México, India, China, Vietnam y muchos otros lugares que adoptaron las nuevas tecnologías.

Norman Borlaug recibió el Premio Nobel en 1970 por su aportación al desarrollo de cepas enanas de alto rendimiento y por su papel en la implantación de estas en la agricultura en los países en desarrollo. Cabe destacar que Borlaug no recibió dicho galardón en una de las categorías científicas, sino el Premio Nobel de la Paz. Se cree que su labor evitó que más de mil millones de personas murieran de inanición. Entre 1965 y 1970, las cosechas de trigo en Pakistán y la India se duplicaron gracias a la labor de Borlaug y de tantos otros científicos que se dedicaban a desarrollar cepas de alto rendimiento de cereales, a ampliar las infraestructuras de irrigación, a modernizar las técnicas de gestión y a distribuir semillas híbridas, fertilizantes sintéticos y pesticidas entre los agricultores. A mediados de la década de 1960, en la India, con una población que bordeaba los 700 millones de habitantes, había hambre, y los agricultores no eran capaces de satisfacer la demanda. En 2016, el país contaba con el doble de esa población y, pese a ello, ¡exportaba alimentos! Con ello no quiero decir que en la India no se pase hambre; por desgracia, la desnutrición está extendida en muchas zonas. Pero se debe a motivos económicos, no agronómicos. Con la adopción de las tecnologías modernas, la India se convirtió en una potente central agrícola.

Estos avances recibieron el nombre de «revolución verde» (debido a la moda del momento de poner un color a las revoluciones, como roja o blanca). La revolución verde no está exenta de problemas. La cantidad de fertilizantes aplicados a los campos es superior a la que necesitan las cosechas, de manera que la mayoría de los minerales se desperdician y pueden acabar en reservas de agua naturales, donde pueden hacer que prosperen las algas y aparezcan «zonas muertas» hipóxicas en las que a los peces y otras criaturas marinas les cuesta sobrevivir. El fosfato y el potasio son recursos mineros no renovables y, si bien al ritmo de consumo actual quedan reservas suficientes para muchas décadas, conviene conservar estos recursos para el futuro. Además, el cultivo de cepas de alto rendimiento ha conllevado una drástica reducción de la diversidad genética de los cultivos de uso agrícola. Antes de la revolución verde se cultivaban en la India miles de variedades de arroz, mientras que en la mayoría de los arrozales actuales del país se siembra una de las diez únicas variedades de alto rendimiento comercializadas.

Una tercera revolución agrícola que actualmente tiene lugar en los laboratorios de todo el mundo tiene por meta solventar los detrimentos de la revolución verde a la par que se mantiene el alto rendimiento necesario para alimentar a los miles de millones de habitantes del planeta. La tercera revolución agrícola tiene por objetivo, precisamente, controlar cuánto come una planta. Tal como la medicina personalizada tiene por fin proporcionar tratamientos precisos para cada persona, la «agricultura de precisión» busca ofrecer soluciones exactas para cada cultivo, campo e incluso planta. Por ejemplo, mediante tecnologías informáticas y de detección remota, los agricultores aplican en la actualidad cantidades precisas de fertilizantes a sus campos justo cuando y donde se necesitan. Además de idear nuevas prácticas agrícolas sostenibles, los botánicos desarrollan nuevas cepas. Ahora que los científicos conocen la base genética de muchos de los rasgos de la «revolución verde», dichos rasgos pueden incorporarse a muchas otras variedades más tradicionales e incrementar con ello la diversidad de las cosechas al tiempo que se conserva su rendimiento. Científicos botánicos de todo el mundo se esfuerzan por desarrollar nuevas cepas que retengan el rendimiento y requieran un uso mucho más reducido de fertilizantes y agua. Para lograrlo primero debemos entender cómo «saborea» una planta los minerales, cómo los percibe y los absorbe, y luego esforzarnos por desarrollar nuevas cepas que lo hagan de una manera mucho más eficaz, cosa que permita reducir el uso de fertilizantes.

Y si las plantas pueden «oler» a su modo único sin nervios olfativos y «saborear» las sustancias químicas del suelo sin tener lengua, ¿es posible que puedan «notar» sin tener nervios sensoriales?