Cuatro guardias enanos, con el capitán Robbie McLaur a la cabeza, guiaron al doctor Pym y a los chicos por una serie de pasillos y escaleras hasta el salón del trono del rey Hamish.
—No es de mi incumbencia, brujo —empezó Robbie McLaur mientras avanzaban por el pasillo iluminado con antorchas—, pero por el bien de los chicos te advierto que con mi hermano no se puede jugar.
—Apreciamos su interés, capitán —dijo el doctor Pym—, aunque sabemos cuidarnos.
—Bueno, el pellejo es vuestro. Solo lo digo porque no me gusta que descuarticen a niños si puede evitarse. Creo que ese castigo ya no está de moda.
Pronto empezaron a pasar junto a enanos que avanzaban en sentido contrario llevando bandejas llenas de los restos de un copioso festín. Uno pasó con una docena de jarras vacías que tintineaban ensartadas en un palo. Luego, en un cruce de caminos, tuvieron que apartarse para que dos enanos que empujaban un tonel de madera pudieran pasar.
—¡El rey quiere más cerveza! ¡Más cerveza para el rey! —gritaron.
—Vaya —exclamó el doctor Pym—. Espero que no esté demasiado borracho.
— Yo no me apostaría nada —musitó Robbie McLaur.
Se acercaron a una enorme puerta doble de color dorado y el capitán gritó con voz atronadora:
—¡El capitán Robbie McLaur con los prisioneros a quienes el rey Hamish quiere ver!
Y los dos enanos que montaban guardia junto a la puerta la abrieron y les permitieron entrar.
Kate cogió a Michael de la mano.
—Quédate cerca.
Michael asintió, pero no dijo nada, temeroso de que si hablaba su hermana notara lo emocionado que se sentía de entrar en el salón del trono de un enano rey.
—Y no sonrías tanto —le sugirió Kate.
—¡Silencio! —gruñó Robbie McLaur cuando cruzaban el umbral. No le habría hecho falta decir nada, pues el aspecto imponente del salón había acallado a los chicos.
Era la sala más grande que los dos hermanos habían visto jamás, con metros y metros de extensión. El techo era tan alto que las columnas de piedra que lo sostenían parecían elevarse hasta perderse en la oscuridad. Sin embargo, más sorprendente que el tamaño era la riqueza de la que hacía ostentación: los diamantes incrustados en el techo brillaban como estrellas en el cielo nocturno, piedras preciosas cubrían el suelo como si fueran adoquines, las paredes estaban tapizadas de murales pintados con oro y plata que representaban victorias de los enanos contra trolls, trasgos, dragones y hordas de salmac-tar. Todo el salón estaba diseñado para impresionar al visitante con la majestuosidad del trono de los enanos.
Kate y Michael permanecieron en la puerta observándolo todo.
Al fin Kate exclamó:
—Menuda pocilga.
Estaban rodeados de platos sucios, restos de comida putrefacta, jarras de cerveza medio vacías y enanos en estado de embriaguez. Los sirvientes, exhaustos, andaban de aquí para allá por los corredores laterales del salón, reponiendo las jarras y los platos vacíos. Robbie McLaur soltó un gruñido de desagrado.
—El rey Hamish es famoso por su apetito —susurró el doctor Pym—. Los festines pueden durar días, a veces incluso semanas enteras.
—Eso no está bien —opinó Michael—. No es propio de los enanos comportarse así.
—Exacto, chico —gruñó Robbie McLaur—. Nunca se ha dicho verdad más grande.
—¡Mira, mira! —exclamó una voz desde la otra punta del salón—. ¡Pero si es el ilusionista! ¡Y trae a los mocosos! ¡Venid, venid!
Los guardias hicieron avanzar al grupo. Los chicos sortearon con cuidado a enanos dormidos y charcos de cerveza.
—¡Me alegro de que te hayas dignado visitarnos, mago! ¡Qué tonto eres!
Hamish se encontraba sentado a una gran mesa, en el centro de la misma y rodeado de enanos de rostro grasiento. Había unos cuantos que aún comían y bebían, pero la mayoría estaban inconscientes, bien con la cara pegada a la mesa, bien apoyados contra su vecino. Hamish era el único que conservaba la compostura.
Era con diferencia el enano de mayor tamaño que los niños habían visto hasta el momento. Aunque su estatura era la de un hombre bajito, tenía el cuerpo muy voluminoso. A Kate le recordó un jabalí gigante y barbudo.
—Espero que os hayáis sentido cómodos en la mazmorra. Nos gusta tener contentos a nuestros huéspedes. No queremos que la gente hable mal de nosotros. —Rió de forma repugnante y dio un gran sorbo de cerveza que acabó cayéndole por la barba. Kate pensó que aquella barba que le cubría el pecho como un abanico parecía un delantal peludo. Podía ver restos de cosas enredadas en ella: trozos de pastel de queso, un pedazo de pan, un muslo de pollo, un tenedor. El rey era en gran medida la antítesis del capitán Robbie McLaur, que se apostaba junto a ellos con su barba bien cuidada y su uniforme impecable.
Cuando Hamish apuró la jarra de cerveza, un sirviente retiró la bandeja vacía y se dispuso a marcharse a toda prisa.
—¡Eh! —gritó Hamish lanzando la jarra, que rebotó en la cabeza del enano—. ¡No he terminado!
Entre reverencias y disculpas, el enano volvió con la bandeja, y Hamish reunió los restos de comida y se los embutió en la boca.
—¡Ya puedes llevártela! —masculló, y arrojó la bandeja hacia atrás, cayendo al suelo con estrépito. Luego se limpió los dedos en la barba (lo que hizo que cayeran al suelo varias salchichas de pequeño tamaño) y eructó. El estruendo rebotó contra las paredes del salón y dio la impresión de despertar a los enanos dormidos sobre la mesa, pues de repente todos se incorporaron en las sillas y eructaron al unísono, como si trataran de disimular la falta de educación de su rey. El salón retumbó con la sinfonía de eructos.
—Brrraaafff…
—Errrapppf…
—Grrrapppfffaaa…
—Bllluuupppggg…
—Ugggrrraaafff…
—¡YA VALE! —gritó Hamish dando un puñetazo en la mesa. Los enanos se callaron al instante, y al cabo de unos segundos el último eco se apagó.
—Para ser sincero —dijo el doctor Pym—, está dando un pésimo ejemplo.
—Doctor Pym —Kate tiró al anciano de la manga—, ¿qué vamos a hacer?
Pero el brujo la hizo callar y siguió observando al rey.
De pronto, Hamish empezó a dar palmadas. Al principio no ocurrió nada. Luego, en la distancia, los niños oyeron un sonido rítmico, cada vez más fuerte, y entonces las puertas se abrieron y dos hileras de enanos con sus armaduras entraron marchando en el salón. Se separaron estampando en el suelo los pies enfundados en la malla mientras descendían junto a las filas de columnas; y, en cuestión de segundos, cientos de enanos llenaban el salón, con sus yelmos relucientes y las afiladas hojas de sus hachas destellando a la luz de las antorchas.
—Muy bien, hechicero de tres al cuarto —Hamish pronunció la palabra con todo el desprecio del que fue capaz—. Creo que estoy preparado para oír tu historia, pero antes de empezar, ¿cómo se llaman estos mocosos que osan entrar en mis tierras cuando y por donde les parece? Dímelo.
—No lo hemos hecho expresamente —empezó a decir Kate—. Nosotros…
—¡Oye! —Hamish golpeó la mesa—. ¡¿Te he pedido yo que hables?! ¿He dicho: «Quiero que hable uno de los mocosos»? ¿He dicho: «Quiero que los mocosos desembuchen»? —Los enanos que lo rodeaban sacudieron enérgicamente la cabeza—. ¡No! He dicho: «Hechicero de tres al cuarto». ¡El hechicero es él! —Señaló al doctor Pym con un muslo de pollo—. Así que cierra la boca, mequetrefe, que eres una maleducada.
—Permítame presentárselos —dijo el doctor Pym con toda tranquilidad—. Son Katherine y Michael. Su apellido es «P».
Kate logró hacer una especie de pequeña reverencia, pero Michael continuó observando a Hamish sin pestañear, como si estuviera entrando en estado de shock.
—Creo que Katherine iba a contarle que su presencia en sus tierras es puramente fortuita. Ya ve, iban huyendo de la condesa… —Al mencionar a la condesa, se oyó un clamor de inquietud y enojo—. Y, corriendo, corriendo, acabaron en sus tierras.
—Es una historia bastante creíble —opinó Hamish—. Bien atada y muy clara.
—De hecho, en el laberinto perdieron a su hermana pequeña. Si Su Majestad les permite marcharse, le estarán muy agradecidos porque no ven el momento de reunirse con ella.
—¿Su hermana pequeña? ¿Cuántos años tiene?
—Once —respondió Kate—. Se llama Emma.
—La pequeña Emma sola en el laberinto. Es horrible. Estoy a punto de echarme a llorar. ¿Tú no? —Hamish dio un codazo al enano de su derecha, que asintió y se enjugó un poco de salsa de carne de la mejilla.
»Muy bien —dijo el rey—, puesto que habéis sido sinceros conmigo al explicarme cómo habéis llegado aquí y por qué, no tengo más remedio que dejaros marchar. Tal vez unos cuantos de mis hombres podrían acompañaros hasta que encontréis a vuestra hermana. ¿Qué os parece?
El doctor Pym sonrió satisfecho.
—Eso sería muy amable por su parte, alteza.
—Sobre todo —Hamish hundió su manaza en el centro de un pastel de carne con queso y arrancó un trozo— porque los chicos son inocentes, ¡no como tú y esa bruja, que andáis detrás de no sé qué libro de magia enterrado en una cripta secreta bajo la Ciudad de los Muertos y que pertenece a los enanos!, ¿verdad?
Hamish se embutió el pedazo de pastel en la boca y sonrió al doctor Pym. Kate sintió que las piernas le flaqueaban de repente: estaban metidos en un buen lío.
—Alteza… —empezó a decir el doctor Pym.
—¡Cierra la boca! —Hamish dio un bote en la silla y barrió la mesa con el brazo, haciendo que varias bandejas y jarras se estamparan contra el suelo. Tenía el rostro encendido y de su boca saltaban pedacitos de comida mientras agitaba su rechoncho dedo señalando al doctor Pym—. ¡No te atrevas a mentirme! ¿Con quién te crees que estás hablando? Te crees que Hamish es un simplón, un enano estúpido, ¿verdad? Crees que porque soy bajito, porque mi cuerpo es más pequeño que el tuyo, mi cerebro también lo es, ¿no? ¡¿Te crees que es tan fácil engañarme?! ¡¿Crees que no oigo todo lo que se habla en mis mazmorras?! ¡¿Que no hay enanos que se dedican a escuchar todos vuestros ronquidos y susurros?! ¡¿Que no obtengo todas las mañanas una transcripción completa de lo que mis prisioneros se atreven a murmurar a medianoche?! —Se llevó la mano al pecho, y de debajo de la camisa sacó un pergamino que arrojó sobre la mesa—. ¡Venís aquí y os atrevéis a mentirme! ¡A mí! ¡Queréis arrebatarme un tesoro que pertenece a los enanos! ¡El maldito Libro de los Orígenes! ¡Pues me parece que no lo vais a hacer! ¡Ni so ñarlo!
El doctor Pym prosiguió en voz baja:
—No, alteza. El libro no pertenece a los enanos, ellos solo lo custodiaban.
—¡Está enterrado en el subsuelo de nuestra ciudad! ¡En una cripta construida por enanos! ¡Es de los enanos y no hay más que hablar!
El doctor Pym miró a los chicos y sonrió.
—No os preocupéis.
—¿Que no nos preocupemos? —susurró Kate—. ¿Cómo no vamos a preocuparnos?
—Bueno —reconoció el doctor Pym—, pero solamente un poco.
Hamish seguía despotricando.
— Ya te enseñaré yo a jugar con los enanos, mi querido ilusionista.
—Mi rey…
Hamish agitó la mano.
—No, no me vengas con «mi rey». Ya es tarde para eso. —Se puso en pie y empezó a caminar de un lado a otro mientras se acariciaba la barba y hablaba consigo mismo—. Ya veréis lo que vamos a hacer. Entraremos sin decir nada por la puerta de emergencia, cogeremos el libro y desapareceremos como si nada; la bruja nunca sabrá que nos lo hemos llevado nosotros, encontrará la cripta vacía y pensará: «¿Qué ha pasado?».
—Sí, pero como bien debe de haber leído en la transcripción, no me acuerdo de cómo…
—Ya, ya, no te acuerdas de cómo llegar a la dichosa cueva dorada. —Hamish se volvió y gritó—: ¡FERGUS!
Un enano viejísimo, tan encorvado que casi se doblaba por la mitad y con una barba blanca que rozaba el suelo, emergió de la penumbra y avanzó muy, pero que muy despacio.
Hamish empezó a refunfuñar.
—Por el amor de… ¿Quieres darte prisa, Fergus? ¡Te morirás antes de llegar a la mesa!
Kate vio que los enanos intercambiaban dinero, seguramente apostaban si Fergus llegaría vivo o no a la mesa. El capitán Robbie se puso en pie y lo acompañó.
—Vamos a ver, Fergus —empezó a decir Hamish—. Ya conoces esto. —Chasqueó los dedos y un sirviente hizo una gran reverencia y se acercó con la transcripción. Hamish la extendió sobre la mesa y leyó—. «Don Listillo habla de una “cueva dorada” bajo la Ciudad de los Muertos.»
La voz del enano era muy débil, áspera y temblorosa.
—Ah, sí, sí… La cueva dorada. La Ciudad de los Muertos… un pasadizo debajo de… de… de… —Kate ya pensaba que se iba a quedar atascado en la palabra cuando logró proseguir— del salón del trono.
—Exacto, Fergus. Muy bien. La Ciudad de los Muertos. Un pasadizo secreto debajo del salón del trono. Dices que tú conoces la forma de acceder a la cueva, ¿verdad?
Fergus no respondió.
—¿Fergus?
Por un segundo Kate pensó que el enano la había palmado. Lo mismo que un número considerable de enanos, que volvieron a apostar.
—¡FERGUS!
—¿Hummm? ¿Qué…? —El viejo se había quedado dormido.
—¿Me dijiste que conocías una forma de entrar en la cueva dorada?
—Ah, sí. Hay una forma, claro que es peligrosa. Por un pasadizo muy oscuro…
—Muy bien —resolvió Hamish con aire satisfecho—. Veréis lo que vamos a hacer: tú —dijo dirigiéndose al doctor Pym— vas a entregarme la llave de la cripta, y entonces tal vez, solo tal vez, no os corte la cabeza cuando vuelva con mi libro mágico. ¿Qué os parece?
—Me temo que eso no es posible, alteza —repuso el doctor Pym en tono sumiso—. La llave soy yo.
—¿Qué?
—Ni la entrada principal ni la de emergencia están cerradas a la vieja usanza. La puerta se cerró con un encantamiento y solo unos pocos elegidos pueden abrirla.
Kate y Michael observaron que la cara de Hamish perdía su enfermizo tono habitual y se volvía roja, luego granate, después purpúrea hasta tornarse de color morado, como un cardenal. Entonces empezó a gritar:
—¡¿Te crees que soy idiota?! ¡¿Te crees que por que me digas eso voy a llevarte conmigo para que idees algún truco de los tuyos y te escapes con mi libro?! ¡¿Te crees que…?! —Hamish se interrumpió—. Espera, dices que pueden abrirla unos pocos. ¿Quién más?
El doctor Pym abrió la boca para contestar, pero volvió a cerrarla.
—¡Ja! ¡Te pillé! ¡Vamos! ¿Quién más?
—Es mejor que no lo diga —repuso el doctor Pym.
—«Es mejor que no lo diga, es mejor que no lo diga.» —Ha mish señaló a Michael—. ¡Cortadle la cabeza!
—¡Espere! —gritó el doctor Pym, y suspiró—. Muy bien. La cripta solo la pueden abrir estos chicos y un servidor.
Los dos chicos se volvieron de golpe a mirar al doctor Pym, pero él seguía mirando a Hamish.
Michael susurró:
—¿De qué está hablando?
—No lo sé. —Kate no tenía la más remota idea de si el doctor Pym mentía, de si aquello formaba parte de un plan que no les había explicado o de si, en efecto, estaba diciendo la verdad. Pero, si decía la verdad, ¿cómo era posible que ellos pudieran abrir la cripta? ¿Qué significaba eso?
Hamish, por su parte, parecía dar por cierta la afirmación del doctor Pym, como si fuera lo más normal del mundo. Se rascó la barbilla (o más bien la barba, porque a saber dónde paraba la barbilla) y arrugó la frente con aire pensativo.
—Ya me imaginaba que esos mocosos tenían algo especial. Me parecía muy sospechoso que anduvieran vagando por el laberinto y dieran con nuestra puerta por casualidad. ¡Muy bien! ¡Que alguien encierre al mago y coja a los gamberrillos! Nos vamos de excursión.
—No pienso ayudarle. —Kate oyó las palabras antes de ser consciente de haberlas pronunciado.
En el salón se hizo un gran silencio. Hamish se inclinó sobre la mesa y apoyó la cabeza en las manos como un gorila.
—¿Qué has dicho? —inquirió con voz grave y amena zante.
—No pienso ayudarle a abrir la cripta. —Kate no estaba segura de por qué se enfrentaba a Hamish, pero pensó que en su mayor parte se debía a que era un grosero. Soltó la mano de Michael para cruzarse de brazos, creyendo que eso le daría un aire más resuelto.
—Esto es increíble… —Hamish se volvió hacia los enanos que lo rodeaban—. ¿Habéis visto qué grosería? ¿De quién es este maldito salón? ¿Quién es el maldito rey de los enanos? Ya lo creo que vas a ayudarme, jovencita. Créeme, vas a ayudarme. ¿O es que hoy es el día de los caraduras? Me parece que no. Porque… —Hizo una pausa, sin saber muy bien cómo continuar, y luego dijo—: Bueno, ¡porque ese día no existe!
—Me da igual —soltó Kate volviendo la cabeza hacia un lado con testarudez—. No pienso ayudarle.
Hamish no se movió de su sitio, se limitó a soltar un resoplido de indignación y a quedarse mirándola.
—Qué narices tienes, mequetrefe. Ya te enseñaré yo. Tienes suerte de que no necesite tu ayuda, porque según este imbécil de mago con tu preciosa manita tengo bastante. —Arrojó un tenedor a uno de los soldados para captar su atención—. ¡Eh, tú! ¡Tráeme la mano de esa niñata! ¡Pero el resto ni la toques! ¡Ya le enseñaré yo quién es el rey aquí!
—¡Usted no es un enano ni es nada!
Todos los presentes, incluido el propio Hamish, se volvieron a mirar a Michael. El rey levantó la mano para detener al enano que se dirigía hacia Kate.
—¿Qué has dicho, chico?
Michael lo miraba con el rostro encendido y expresión furiosa, los brazos en jarras y los puños apretados.
—¡He dicho que usted no es un enano ni nada que se le parezca! ¡Y tengo razón!
Kate comprendió enseguida lo que Michael quería decir. Sabía lo mucho que Hamish, el rey de los enanos, lo había decepcionado.
—Sé más cosas de los enanos que cualquiera —prosiguió Michael con vehemencia—. Llevo toda la vida leyendo todo lo que cae en mis manos sobre el tema. Los enanos son soldados valientes, amigos leales. La gente siempre los subestima, pero acaban ganando todas las batallas porque son los más listos y los más trabajadores.
Los enanos sentados a la mesa estiraban la cabeza con interés mientras Michael hablaba. Kate vio que el capitán Robbie miraba a su hermano con expresión atónita, sin poder mantener por más tiempo su máscara de soldado.
—Pero usted… —prosiguió Michael—. Usted es un desgra ciado.
—¿Eso piensas? —preguntó Hamish con frialdad.
—Michael —susurró Kate tirándole de la manga hacia ella. Pero Michael tenía toda la atención puesta en el rey de los enanos, dio un paso adelante y se zafó de su hermana.
—Eso pienso. Y si supiera la mitad de las cosas que mi hermana ha hecho, sería usted el que se arrodillaría ante ella y no al revés. Es más valiente de lo que usted jamás será. Nosotros solo queremos el libro para poder volver a casa, pero usted lo quiere por avaricia. Si quiere cortarle la mano a alguien, córtemela a mí. —Y se acercó a la mesa y posó encima su delgada muñeca.
Durante un rato nadie se movió ni dijo nada. Los cientos de enanos que llenaban el salón, tanto los que estaban sentados a la mesa como los que permanecían en pie, se habían quedado quietos como estatuas. Kate estaba aterrada y a la vez orgullosísima de su hermano. Michael, el crío que se había pasado la vida de orfanato en orfanato, a quien su hermana pequeña siempre tenía que salvar de las peleas, el niño a quien siempre le robaban las gafas y se las tiraban al váter, se estaba enfrentando a un enano rey provisto de un hacha (y claramente desequilibrado). Parecía tan poca cosa. Sin embargo, con la mano sobre la mesa, mantenía el pulso firme y miraba fijamente a Hamish. Kate siempre había considerado valiente a Emma, pero no pensaba que Michael lo fuera. Se dijo que nunca más volvería a tenerlo en tan mal concepto.
Hamish se encogió de hombros y agitó la mano con aire despreocupado.
—Está bien. Cortadle la mano. Y luego cortad también la de la chica.
Kate miró al mago desesperada.
—Doctor Pym, ¡haga algo!
—¡Vamos! —gritó Hamish dando un puñetazo en la me sa—. ¡Adelante con la carnicería!
Un soldado se adelantó y sacó el hacha del cinturón, pero no logró dar más de dos pasos cuando de repente se desplomó y su hacha rebotó en el suelo con gran estrépito. El capitán Robbie lo había herido en el pecho.
—¿Qué…? —empezó a decir Hamish. Pero el capitán Robbie se volvió hacia él, y la furia y la superioridad moral presentes en su voz acallaron al rey.
—No, hermano. No pienso permitirlo.
En el salón, la tensión creció aún más, si cabía.
Hamish desplegó toda su corpulencia (que, tratándose de un enano, tampoco era tanta). Sus pequeños ojos bullían de rabia, pero mantuvo la voz serena.
—Me parece que se te ha olvidado quién es el rey aquí, ¿eh, hermano?
—No soy ningún traidor —repuso el capitán Robbie—. Y es posible que debamos ir a por el libro para salvarlo de la bruja. Pero lo que tendríamos que hacer es ayudar a estos chicos y no pensar en nuestro beneficio.
»El chico tiene toda la razón: eres una deshonra para nuestro pueblo y la mejor forma que tengo de servirte es pararte los pies. Te has pasado de la raya, hermano. La corrupción y la falta de rigor han durado demasiado y tienen que acabarse de una vez. Piensa en lo que diría nuestra madre si viera en qué te has convertido. —Hizo un gesto para mostrar todo el salón, las jarras de cerveza tiradas por el suelo, los enanos borrachos…
Por un brevísimo instante, Hamish pareció vacilar y Kate albergó una vaga esperanza, pero enseguida levantó la mano y señaló al capitán Robbie con su pequeño dedo.
—Apresad a este traidor.
Tres enanos corrieron hacia él. El capitán Robbie no hizo el mínimo intento de resistirse.
—Su alteza —terció el doctor Pym—, permítame decirle que preferiría tener el libro yo; pero si me obligan a elegir entre usted y la condesa, lo elijo a usted. Ahora bien, le advierto que una mano cortada no abrirá la cripta. La misión debe realizarla uno de los niños con vida. Garantíceme su seguridad, y le prometo que le ayudarán.
Por un momento, Hamish pareció querer negarse, pero acabó a regañadientes cogiendo un pedazo de pastel de chocolate y blandiéndolo delante del mago y el capitán Robbie.
—Muy bien, encerrad juntos a estos dos. Ya me encargaré de ellos cuando termine con este asunto. Partimos de inmediato.
Las dos hileras de enanos con sus cotas de malla se dieron media vuelta y salieron marchando del salón.
El doctor Pym se arrodilló junto a Kate y Michael.
—Lo siento, tendréis que arreglároslas solos.
—¡Espere! —exclamó Kate—. ¿Es verdad lo que ha dicho? ¿Podremos abrir la cripta?
—Ah, sí, sí que podéis abrirla.
—Pero ¿cómo sabe…?
—Querida mía, desde el momento que pusiste un pie en mi celda supe que el libro te había marcado. Eso solo podía significar que tus hermanos y tú sois los niños a quienes he estado esperando. —Sonrió y, por la forma en que la miró, Kate supo que su rostro le confirmaba algo que llevaba mucho tiempo sospechando—. Que de entre todos los niños tengas que ser tú… No me equivocaba con las señales…
—¿Qué quiere decir? No…
—No hay tiempo para explicaciones. De todas formas… —bajó la voz hasta convertirla en un susurro—, tienes que ser tú quien coja el libro, y no Hamish, ¿lo entiendes? No puedo decirte cómo hacerlo, pero tienes que asegurarte de cogerlo tú. Es imprescindible. —Entonces posó la mano sobre la cabeza de Kate y musitó unas palabras, y ella notó un cosquilleo extraño.
—¿Qué me ha hecho?
—El libro te ha elegido a ti, Katherine. Solo tú tienes acceso a todo su poder, pero tus órdenes no se cumplirán hasta que tu corazón esté curado. Espero haberte proporcionado los medios necesarios.
Antes de que Kate pudiera preguntarle qué quería decir con eso, los guardias se lo llevaron.
—Que alguien traiga aquí a esos mocosos —gruñó Hamish—. Y despertad a Fergus.