Emma y Gabriel, junto con la chica llamada Dena y el resto del grupo, ascendieron por la montaña sin seguir aparentemente ningún camino a ojos de Emma; sin embargo, Gabriel y los demás parecían conocerlo de memoria. Gabriel le explicó que rodearían la cima hasta un túnel secreto que los exploradores de la ciudad utilizaban para espiar lo que ocurría en la Ciudad de los Muertos. El camino era empinado y rocoso. Llevaban ascendiendo menos de media hora cuando, de repente, Gabriel subió a Emma a su espalda.
—Tenemos que ir más deprisa.
Gabriel no quería llevar a Emma con ellos, pero la abuela Peet había insistido.
—Tiene relación con el Atlas. Si lo encuentras, la vas a necesitar.
—Es verdad —había dicho Emma—. Y también tienes que llevar a Dena, si no yo no vengo.
Así las cosas, proporcionaron a Emma ropa nueva, unas botas y un cuchillo, y una hora después de la reunión, Dena y ella junto con un pequeño grupo de hombres recibieron la bendición de la abuela Peet y partieron montaña arriba.
Gabriel les indicó que se detuvieran en una pineda que quedaba justo por debajo de la cima y envió a un hombre a explorar la entrada del túnel. Este entornó los ojos y examinó sus armas en silencio. Gabriel estaba consultando en voz baja a dos de sus hombres y, mientras, Emma dio una vuelta por la pineda. A diez metros de distancia, la montaña daba a un brusco precipicio. Emma cruzó la pineda, vio una gran roca que sobresalía de las demás y se subió a ella.
Se tumbó en el suelo boca abajo, desde donde se divisaba todo el valle y, por primera vez en dos días, vio Cascadas de Cambridge. El azul del lago relucía cual piedra preciosa bajo el sol de mediodía. En el extremo más alejado, Emma distinguió un macizo oscuro que supuso que eran las casas del pueblo.
Al volver a ver Cascadas de Cambridge, el lugar donde había empezado todo, se acordó de sus hermanos. La abuela Peet decía que el doctor Pym estaba con ellos, y eso le daba esperanzas. Tal vez Kate y Michael estuvieran esperándola en el pueblo cuando Gabriel y ella volvieran. ¿No sería fantástico? Llegar al pueblo tras haber derrotado a los chirridos de la condesa al frente de todos aquellos pobres hombres agradecidos. Michael querría enterarse de la batalla con todo lujo de detalle, pero ella lo ahuyentaría con un gesto de la mano y le diría: «Ya sabes cómo son las batallas. Vista una, vistas todas». Y si Kate le reñía por haberse apartado de ellos en el túnel, Emma se disculparía y le diría que tenía toda la razón del mundo. «Claro que —añadiría tras una pequeña pausa— si no hubiera vuelto atrás, no le habría salvado la vida a Gabriel. Pero tú siempre tienes razón, querida Kate.» Emma sonrió y, por unos instantes, se relajó y se permitió disfrutar del calor de la roca bajo su cuerpo, del frescor del viento en su rostro y de lo que era, en muchos aspectos, un bonito día de verano.
—Será mejor que bajes de ahí.
Emma se incorporó y se volvió a ver quién era. Dena le hablaba desde la pineda.
—Alguien podría verte.
Ella se echó a reír.
—¿Quién quieres que me vea aquí subida?
—Nunca se sabe. La bruja tiene sus propios medios. No deberías correr riesgos.
Pensó que la chica tenía razón, pero, por desgracia, siempre que alguien le decía «debes hacer esto» o «no debes hacer lo otro», Emma sentía una especie de resorte que la impulsaba a hacer justo lo contrario.
—Déjame mirar. La bruja no me da miedo.
Justo en ese momento resonó un graznido en el valle. Emma levantó la cabeza y vio un gran cuervo negro que remontaba el vuelo por encima de donde ellas se encontraban. De repente, se le hizo un nudo en el estómago al recordar lo que Abraham había dicho la noche que se escaparon de la mansión, que la condesa utilizaba pájaros como espías. Emma trataba de decidir qué hacer cuando oyó los pasos entre los árboles y vio a Gabriel, que la llamaba en voz baja pero enfadado.
—¡Baja! ¡Baja de ahí ahora mismo!
Emma bajó de la roca y, al hacerlo, se rascó las palmas de las manos.
Gabriel se descolgó el fusil y apuntó al pájaro, pero no disparó, a pesar de que se estaba alejando y a cada aleteo se volvía más pequeño. Se limitó a seguirlo con la mirada, como si desde el pájaro hasta la punta del fusil se extendiera una cuerda invisible. El miedo de Emma aumentaba cada segundo que pasaba, y rezaba para que Gabriel disparara, como si matando al animal pudiera borrar su error. Por fin lo hizo cuando no se veía más que un punto negro en medio del azul del cielo. Transcurrieron unos instantes sin que pasara nada, y Emma creyó que había fallado. Entonces el pájaro se volvió de lado y cayó en picado hasta perderse entre los árboles.
Los demás hombres se habían reunido junto a Gabriel al borde del precipicio.
—Es uno de los mensajeros de la bruja. Lo sabe.
—Tal vez. —Gabriel volvió a colgarse el fusil del hombro—. Nuestra única esperanza es darnos prisa. Salimos de inmediato.
Todos a una, los hombres desaparecieron en la pineda y siguieron ascendiendo por la montaña.
Emma cogió a Gabriel de la mano, a punto de llorar.
—Gabriel, yo… Es culpa mía. Dena me pidió que bajara, pero soy una tonta y… y…
Gabriel se arrodilló a su lado. Emma esperaba que estuviera enfadado. La misión ya era lo bastante peligrosa para complicarla aún más. Sin embargo, cuando la miró vio en sus ojos decepción, lo que, de algún modo, todavía era peor.
—Si el cuervo nos estaba siguiendo, nos habrá visto salir del pueblo. Da igual que ahora te haya visto a ti. Vamos.
Gabriel se dio media vuelta y la ayudó a subir a su espalda. Ella le rodeó el cuello con los brazos y hundió la cabeza en su hombro a la vez que él se ponía en pie y empezaba a subir por la montaña. En silencio, las lágrimas de rabia empezaron a rodar por las mejillas de Emma. La escena que hacía un momento había imaginado como un triunfo, su comportamiento altivo cuando se reuniera con Kate y Michael, se había vuelto en su contra. Se prometió a sí misma que a partir de ese momento sería más precavida. Haría lo que Gabriel le dijera, se sacrificaría en todo lo que se le pidiera, si eso significaba volver a reunirse con sus hermanos. Se comportaría mejor.
Cerró los ojos y se dejó conducir por la montaña sin hacer el mínimo esfuerzo.