En Flandes, en 1547, Teofrastus me lo explicó todo. “Nos dieron la diversidad del mundo”, me dijo, “pero nosotros sólo queremos el oro. Tú encontraste un tesoro, una selva infinita, y sentiste infinita decepción, porque querías que esa selva de miles de apariencias tuviera una sola apariencia, que todo en ella no fuera más que leñosos troncos de canela de Arabia. Anda, dile al designio que hizo brotar miríadas de bestias que tú no quieres ver más que tigres. Dile al artífice de los metales que sólo estás interesado en la plata. Dile al demiurgo que inventó las criaturas que el hombre sólo quiere que sobreviva el hombre. Ve y dile al paciente alfarero que modela sin tregua millones de seres que tú sólo quisieras ver un rostro, un solo rostro humano para siempre. Y dile al incansable y celeste dibujante de árboles que sólo te interesa que un árbol exista. Es eso lo que hacemos desde cuando surgió la voluntad. Apretar en el puño una polvareda de estrellas para tratar de condensarla en un sol irradiante. Reducir a la arcilla las estatuas de todos los dioses para alzar de su masa un dios único, desgarrado de contradicciones, atravesado de paradojas y por ello lastrado de imposibles”.