3.

APARECIERON UN DÍA EN
LAS PLANICIES AMARILLAS








Aparecieron un día en las planicies amarillas que rodean el Titicaca, el más alto de todos los mares. Se llamaban Manco Cápac y Mama Ocllo Huaco; traían una cuña brillante de una vara de largo y dos dedos de ancho, que según algunos era una barra de oro macizo y según otros era un rayo de luz que había puesto en sus manos el Sol, y en cada región que cruzaban intentaban hundirla en la tierra. No preguntes de dónde procedían porque en las montañas cada quien tiene una respuesta distinta para esa pregunta, pero todos estuvieron siempre de acuerdo en que eran los hijos del Sol. Recorrieron los llanos de polvo, entre montañas blancas, recorrieron las cumbres pedregosas y los cañones resecos por donde resbala un hilo que alguna vez fue de agua y ahora es de arena interminable, recorrieron desiertos donde las pobres arañas tejen sus telas en la noche sólo para atrapar al amanecer unas mezquinas briznas de rocío, cruzaron la landa y la puna fracasando siempre en su intento de sembrar aquel objeto luminoso. Sólo cuando iban cruzando el cerro de Huanacauri ocurrió lo que esperaban: la cuña se hundió sin esfuerzo en el suelo y desapareció sin dejar rastro: era la señal para que los mensajeros fundaran allí su residencia.

Habían encontrado el centro del mundo, y por ello lo llamaron Quzco, que en la lengua de los montes de piedra significa “ombligo”. Manco Cápac enseñó a los hombres a sembrar y a cultivar y a obtener frutos de la tierra, y Mama Ocllo enseñó a las mujeres a hilar y a tejer. Por eso se dijo que la ciudad fue primero sembrada y tejida, antes de alzarse en piedra sobre las montañas. Cuando tiempo después los reyes hicieron que legiones de hombres trajeran de las canteras lejanas las piedras inmensas y las ensamblaran hasta formar murallas y fortalezas, todo seguía el plano secreto que habían trazado en el suelo los tejidos de surcos de los hijos del Sol.

En unos peñascos cercanos a Quzco los recién llegados encontraron una suerte de ventana grande, rodeada por otras más pequeñas. La mayor estaba enmarcada en oro y tachonada de piedras preciosas, en tanto que las otras solamente tenían su marco de oro sin ningún adorno adicional. Y cuentan los indios, sin explicar cómo pudo ser aquello, que Manco Cápac y la Coya Mama Ocllo Huaco entraron al Quzco por la ventana central, en tanto que tres hermanos suyos entraron por las ventanas laterales, cada uno con su Coya: y se llamaban Ayar Cachi, señor de la sal; Ayar Uchu, señor de los pimientos; y Ayar Sauca, señor de toda alegría. Por lo cual los incas sabían que los hijos del Sol no sólo trajeron el arte de sembrar y de tejer la lana de los rebaños, sino también el arte de conservar los alimentos, de guisar y sazonar buenos platos y de regocijarse en las fiestas.

Pero cuando nosotros llegamos al Quzco no sólo hallamos las ruinas recientes, sino vestigios de monumentos mucho más viejos que las piedras del Inca, porque allí todo comienzo es apenas el reflejo de una fundación anterior, y a lo mejor es cierta la leyenda que dice que la primera ciudad del tiempo se construyó sobre las ruinas de la última. Cuando lo recorras mejor comprobarás que ningún reino del mundo escogió un escenario de más vértigo, que en ninguna parte las ciudades están hechas como allí para prolongar los caprichos de las montañas, que de verdad aquellos hombres doblaban cumbres y trenzaban abismos. Eran fieles al ejemplo de sus primeros dioses, que hablaban con la voz de los truenos y tenían uñas de sal y dientes de hielo. A lo largo de la costa se suceden desiertos, un viento de mar grande parece secar toda cosa, y los flancos occidentales de la cordillera fueron tierra muerta hasta cuando los rezos de los incas, que no estaban sólo en los labios sino también en las manos, hicieron bajar aguas desde el cresterío de los montes y abrieron jardines en la costa reseca.

Las cosas que encontré excedían en mucho lo que vieron los ojos de mi padre. No sé contar lo que sentí cuando entré por primera vez en aquella ciudad que era mi sueño de infancia. Dicen que sólo los hombres y los animales dejan sobre la tierra fantasmas, pero yo vi piedras fantasmas, edificios fantasmas, porque de cada ruina, de cada piedra rota, mi mirada extraía lo que fue. Yo me iba solo, a veces, a reinventar con mis ojos el esplendor de la ciudad vencida, y creo que ella supo, aun desde su postración y sus cenizas, que por los ojos abiertos de sus murallas la estaba mirando el último de sus adoradores. Llevaba todavía conmigo la carta de mi padre, y a veces la leía, tratando de comparar lo que vieron sus ojos con lo que ahora estaba a mi alrededor. Conocí lo que quedaba del templo del Sol: había sido un edificio de piedra laminado de oro, con un gran sol irradiante en el fondo. Por sus canales dorados corrió un agua que parecía nacer allí mismo; tenía sitiales de piedra donde estuvieron sentados los cuerpos de los reyes difuntos. Más allá estaba el templo de la Luna, con un gran disco de plata presidiéndolo, donde se sucedieron los cuerpos de las coyas en sus sillas trenzadas. Visité lo que había sido la cámara de las Estrellas, que estuvo tachonada de piedras brillantes; visité el templo de la Lluvia, la mansión del triple dios que se toca en el rayo, que se ve en el relámpago y que se oye en el trueno, y visité finalmente la cámara del Arco Iris, el signo mágico de los señores incas, cuyo estandarte de colores iba sobre todos los demás en las campañas guerreras. Ese templo final, según la leyenda, sólo podía estar vivo si era sostenido día a día por ofrendas y por canciones.

Uno de los fornidos capitanes de Pizarro fue capaz de llevarse a cuestas el sol gigante cuando llegó la hora del saqueo, pero lo perdió después a los dados, en la borrachera que siguió al gran pillaje. Y un dios que se pierde a los dados en una noche de borrachos es una cruel ironía. Otro soldado se apoderó de la luna enorme de plata, a pesar de que había normas claras sobre cómo todas las riquezas obtenidas en aquellas campañas debían ser minuciosamente registradas, para que la Corona supiera bien a cuánto ascendían sus quintos, pero todos los invasores se dieron al saqueo, arrancaron las láminas de oro, socavaron a lanza martillada las piedras de la cámara de las Estrellas, y nadie supo decir, porque tras el saqueo sobrevino, para beneficio de todos, una gran confusión, a cuánto ascendía la riqueza que se repartieron. Debes añadir a esto que cada rey muerto no legaba sus bienes a sus descendientes, sino que cada palacio de rey era cerrado a su muerte con todas sus riquezas, y sólo la llegada de nuestros guerreros abrió las entrañas de aquellas cavernas llenas de tesoros. Nadie podrá decir jamás el monto de esos siglos saqueados.

Para los incas fue como si el Sol, sin ponerse, se hubiera apagado de repente, y en toda su extensión el imperio deploró la caída de aquella reliquia de piedra que ahora sólo estaba viva en la penumbra de los corazones, furtivamente prolongada en oraciones y en cantos. Sin embargo, fueron las propias manos de los incas las que encendieron el fuego final. Quzco había sido un centro tan sagrado y tan venerado por el pueblo, que a lo largo de las rutas del imperio el caminante que iba hacia la ciudad tenía el deber de inclinarse ante el que procedía de ella, porque este venía ya contagiado de divinidad. Era una joya de oro enclavada en las orejas de la montaña, como los pesados adornos de oro que los señores incas de la casta real llevan en sus orejas. Para ellos las montañas son rostros antiquísimos de señores de piedra, rugosos y eternos, que dialogan con el Sol y con la Luna, que duermen sobre profundos lechos de fuego, y que sueñan a veces con el pequeño hormigueo de los imperios.

Yo había soñado tanto con la ciudad, que muchos de los hombres que interpelé sintieron que les hablaba de un sueño: esos tropeleros toscos y nuevos no eran ya las águilas que apresaron a Atahualpa en un lago de sangre, sino los buitres que llegaron después atraídos por la leyenda y por el oro que Pizarro envió al emperador. Y algo de buitre tenía yo también, buscando las huellas de oro de mi padre sobre las piedras profanadas.

Pero encontrar sus rastros fue más fácil que hallar a quienes debían responder por mi herencia. Los que diez años atrás eran aventureros en andrajos mascando cangrejos eran ahora varones ricos e inaccesibles, dueños de cumbres y de abismos y del destino de incontables indios, y llenos de recelos. El primero que hallé fue Alonso Molina, quien al comienzo declaró haber oído hablar de mi padre y más tarde recordó muchas anécdotas de su extravío en las islas, pero no supo decirme quién era el responsable del tesoro. Comprendí que había que andar con pies de gato sobre esas montañas envenenadas por la guerra; todos querían saber primero a cuál de los bandos estaba yo afiliado, antes de dar cualquier información. Vine creyendo que mi padre era un paladín de la Corona y pronto me sobresaltó la posibilidad de andar buscando la sombra de un traidor, o de que muchos de mis interlocutores lo vieran de ese modo.

Harto había mencionado a quienes padecieron con Pizarro y con él los días de fango de la isla del Gallo, y yo pensé tan a menudo en esos hombres que compartieron su infierno que me parecía conocerlos: Pedro Alcón, gran comedor de iguanas; Alonso Briceño, de quien alguien dijo que hablaba dormido una lengua que ignoraba en el día, y el griego formidable Pedro de Candia, a quien busqué sin descanso muchos días porque mi padre lo alabó con frecuencia. Después de la batalla de Salinas el griego había perdido el afecto de los Pizarro, y cuando por fin lo hallé me habló de Hernando Pizarro con palabras llenas de amargura.

Buscando recuerdos de mi padre di con Juan de la Torre, que había perdido la pierna derecha después de caer a un abismo; hablé con Antonio Carrión, nacido en Carrión de los Condes, y con Domingo de Soraluce, de las penalidades que pasaron en la costa en los días de mayor desamparo. Allí supe de los dibujos de las costas de Túmbez que uno de los viajeros, aunque no supe cuál, había hecho en la primera expedición, y que dejaron perplejo al emperador Carlos V. Nada como esos dibujos favoreció la empresa de Pizarro. Y muchas cosas menudas recogí de los labios de Nicolás de Ribera, de Francisco de Cuéllar y de García de Jarén, aunque otros veteranos, como Martín Paz y Cristóbal de Peralta, no aparecieron nunca, y de Bartolomé Ruiz, el famoso marino que guió su proa hacia las doradas estrellas peruanas, sólo supe que se había dedicado a viajar sin cesar por los mares del Sur y ya nadie sabía si estaba vivo o muerto. Yo habría querido encontrar, con admiración y con espanto, a todos los que estuvieron en la tarde sangrienta de Cajamarca, a todos los que entraron en el Quzco en el día de su perdición.

Lo cierto es que de los veteranos de la conquista conocía al más libre de todos, Hernando de Soto, porque un día lo vi llegar a La Española, de vuelta de sus hazañas, y narrar los episodios del Perú. Te imaginarás, después de los sueños que despertó en mí la carta de mi padre, lo que sentí viendo llegar a la isla a uno de los héroes vivientes de aquella conquista. Habló de su amistad con el Inca prisionero, de los diálogos que sostuvieron, y del modo sinuoso como Pizarro, sabiendo que se habían hecho amigos, envió a De Soto a investigar si las tropas indias preparaban una insurrección, sólo para que no estuviera presente en el momento en que juzgaron y ejecutaron a Atahualpa. Entre tantos guerreros, únicamente las manos de Hernando de Soto, que estaba ausente, y de once de sus compañeros, que estuvieron presentes y se opusieron al hecho, quedaron limpias de la sangre del Inca, pero está claro que eso no se notaba mucho en unas manos tan manchadas de sangre. Mucho me conmovió conocer a alguien que había merecido la amistad del hijo del Sol, y nunca olvidé todo lo que le contó a mi maestro en el gran salón de la fortaleza, a la luz vertical de las saeteras, o recorriendo las murallas frente al mar, donde ya se llenaban de viento las velas que lo llevarían de regreso a su tierra.

Por años yo fui el mudo espectador de las visitas que Oviedo recibía; pasaba inadvertido, porque la infancia es tímida, pero todo lo estaban contando para mí, pues nadie los oía con más avidez y admiración. Y esos relatos del Perú fueron los primeros licores de mi vida: la entrada de los jinetes en la llanura bajo el granizo súbito, entre una multitud de guerreros nativos; el Inca impasible casi bajo los cascos de las bestias; la camisa de Holanda y las dos copas de cristal de Venecia que estuvieron en manos de Atahualpa como regalo de Pizarro, antes de la traición; la noche que pasaron en vela los invasores viendo como un cielo estrellado las montañas titilantes de antorchas de los millares de guerreros incas; los brazos españoles entumecidos de matar alrededor del trono de oro y plumas; la cámara que se iba llenando de objetos de oro; los increíbles delitos por los que juzgaron a Atahualpa; el saqueo del Quzco; los combates por las escalas de la montaña. Es posible que me engañe la vanidad, pero tal vez no hubo en las Indias un testigo más fiel, aunque a distancia, de las cosas que ocurrieron en aquellos tiempos.

Hernando de Soto tenía su talante de príncipe y se cansó más temprano que nadie de la ambición de los Pizarro. Ante nuestros guerreros yo tenía el corazón repartido entre la admiración y el rechazo: tan valerosos eran los hechos que cumplieron, tan brutal la destrucción que obraron sobre un mundo que yo en mi corazón veneraba. Por los días en que llegué al Perú, De Soto había regresado a las Indias, pero nombrado gobernador de Cuba: nada lo atraía menos que volver a la tierra conmocionada por los Pizarro. Iba listo a seguir los pasos de Cabeza de Vaca por las islas Floridas, y sé que por los meses en que nos arrastró el río más grande del mundo, él estaba descubriendo otro río casi igual en las llanuras polvorientas del norte.

Estas Indias no dejan de crecer ante nuestros ojos. De Soto se fue más allá de las mesetas de México, por las aguas del golfo de Fernandina, por islas cuyos bordes son los colmillos de los cocodrilos, y llegó a un reino tan extenso e indómito que ni siquiera el emperador se ha animado a creer en su existencia, aunque cada tanto tiempo esas praderas devoran sus expediciones.

Tú me recuerdas a De Soto, el capitán que le enseñó a jugar al ajedrez al prisionero Atahualpa. Lástima que terminó vuelto alimento de los peces en el gran río del Espíritu Santo, al que los indios llaman Mitti Missapi, un río inmenso, pero apenas un hermano menor de este otro río que buscas. Es bueno que sepas que otros tan valientes y poderosos como tú fueron derrotados por el espíritu de los ríos, en estas Indias que una vida no abarca.