Si he aceptado contar otra vez cómo fue nuestro viaje es sólo para convencerte de que no vayas a esa expedición que estás soñando. Lo que viviste en tierras de panches y de muzos, de tayronas y muiscas, es poca cosa al lado de las penalidades que encontrarás por estas selvas. Dices que es muy posible que por el reino de las amazonas pueda entrarse también al país del Hombre Dorado, pero yo que estoy harto de verlas te digo que esas tierras están hechas para enloquecer a los hombres y devorar sus expediciones.
Sí: nosotros sobrevivimos, pero fue sin duda una excepción. Siempre vuelvo a preguntarme cómo es posible que tantos hombres sobreviviéramos a un peligro tan extremo, y a lo mejor tienen razón los indios cuando dicen que la selva piensa, que la selva sabe, que la selva salva a los que quiere y destruye a los que rechaza. No importa que todo esto te parezca locura: esa locura debería demostrarte que nadie sale indemne del río y de la selva que lo ampara.
Pero yo puedo explicar de otro modo esa convicción de los indios: nosotros en la selva necesitamos armaduras, cascos, viseras y miles de cuidados, para protegernos de los insectos, de las plagas, del agua y del aire. Vemos amenazas en todo: serpientes, peces, púas del tronco de los árboles, ponzoña de las orugas vellosas, y hasta en el color diminuto de los sapos de los estanques; pero a la vez comprobamos que los indios se mueven desnudos por esa misma selva, se lanzan a sus ríos devoradores y salen intactos de ellos, parecen tener el secreto para que la selva los respete y los salve.
No es que la selva los ame, no es que la selva sepa que existen, más bien es lo contrario: que todos procuran no ser sentidos por ella. Se desplazan de un sitio a otro, no derriban los árboles, no construyen ciudades, no luchan contra la poderosa voluntad de la selva sino que se acomodan, respiran a su ritmo, son ramas entre las ramas y peces entre los peces, son plumas en el aire y pericos ligeros en la maraña, son lagartos voladores, jaguares que hablan y dantas que ríen.
La selva los acepta porque ellos son la selva, pero nosotros no podremos ser la selva jamás. Mírate a ti mismo: tan gallardo, tan elegante, tan refinado, un príncipe que no se siente hecho para alimentarse de gusanos y para beber infusorios en los charcos podridos. Ellos podrán mirar con amor estas selvas, pero para nosotros son una maraña de la que brotan flechas envenenadas, aunque quizás no haya sido así siempre, quizás es sólo nuestra presencia lo que hace brotar tantas flechas. Nosotros tenemos que protegernos de la selva, tenemos que odiarla y destruirla, y ella lo advierte enseguida y vuelve en contra nuestra sus aguijones, cientos de tentáculos irritantes, miles de fauces hambrientas, y miasmas y nubes de mosquitos y pesadillas.
Es porque la conozco que te digo que no pienso volver. Después de atravesar sus dominios tardamos mucho en volver a ser nosotros mismos, nos persiguen sus aullidos, sus zumbidos, su niebla, una humedad que repta por los sueños, que invade las casas donde dormimos aunque ya nos encontremos en ciudades remotas. Estarás a salvo en el día, pero en la noche, alrededor de tu sueño, crecerán follajes opresivos, sonarán cascadas y arroyos, rugirán cosas ciegas en los tejados de las torres, el aire de las alcobas se llenará de vuelos fosforescentes y de cosas negras con hambre, cosas que afilan sus dientes en la tiniebla.
Y lo peor es que los hombres mismos se vuelven feroces en contacto con esas ferocidades. La selva despierta en tus colmillos al caimán y en tus uñas al tigre, hace ondular la serpiente por tu espinazo, pone amarillos ávidos en tus pupilas y dilata por tu piel recelos como escamas y espinas. Los amigos se vuelven rivales, los hermanos se hieren como erizos que quisieran acompañarse, los amantes se devoran como la mantis religiosa en la cópula. Y esto lo digo de nosotros, no de los indios, que saben vivir esa condición con otros sueños y otros rezos, porque pertenecen a ese mundo y están comunicados con él. Nosotros, llenos de ambición y enfermos de espíritu, no podemos convivir con la selva, porque sólo toleramos el mundo cuando le hemos dado nuestro rostro y le hemos impuesto nuestra ley.
Pero ya veo que no quieres que me aparte más del relato que esperas. Deberías aprender que en todo lo que llega a los oídos hay lecciones que pueden ser definitivas. Yo he aprendido aquí a no desdeñar ni un relato, ni una historia casual. Quién sabe en qué trino de pájaro o en qué frase balbuciente de esclavo está el secreto de nuestra salvación. Y hay ejemplos, lecciones y experiencias que no debe descuidar nadie que aspire a emprender aventuras en estas tierras que respiran enigmas.
Tal vez podrías cumplir hazañas memorables, si todavía quedaran reinos como los ya descubiertos, pero otra vez te juro que te engañas si piensas que las selvas a las que yo bajé pueden ser conquistadas. Decir que uno es su dueño o decir que uno no es su dueño es exactamente igual, no significa nada. Dios dudaría en decir que es dueño de la selva, y pienso que más bien preferiría confundirse con ella.
Un bosque debe tener ciertas dimensiones para ser la propiedad de un hombre, un país ciertos límites para ser el dominio de un príncipe, un río cierto caudal para ser aprovechado y gobernado. Por encima de esos límites toda región del mundo sólo obedece a sus dioses. Los faraones no intentaron avasallar el desierto, los mongoles no se atrevieron con el Himalaya; Europa puede retacearse en reinos humanos porque es pequeña, un mundo en miniatura, porque allí no hay verdaderos desiertos ni verdaderas selvas, y por ello se ha acostumbrado a llamar bosques a sus jardines y selvas a sus bosques. Lo único verdaderamente salvaje que produce la tierra europea son sus hombres, capaces de torcer ríos y decapitar cordilleras, de hacer retroceder las mareas y de reducir a ceniza sin dolor las ciudades, y sólo por eso hasta quisiera verte midiendo la voluntad de tu sangre con la fuerza del río, el poder de tu brazo con los tentáculos de las arboledas inmensas.
Ahora puedo seguir con mi relato.
Los otros veteranos de la conquista eran ya a mi llegada al Perú poderosos encomenderos más difíciles de encontrar que el tesoro. No querían saber de solicitantes; mencionar a mi padre antes que abrir las puertas parecía cerrármelas, como si esa sombra de un difunto viniera a perturbar el disfrute de sus bienes. Los hermanos de Pizarro estaban empeñados en apoderarse de todo lo restante. Hernando acababa de llevar a España un nuevo tesoro para el emperador, pero allí, después de recibir el tributo, las potestades le cobraron con cepos dentados y prisión duradera el asesinato de Almagro. Quedaba en las Indias Gonzalo, con ojos fijos de centinela y oídos alertas para descubrir reinos silenciosos y riquezas secretas.
Cuando supe por fin que mi padre había alcanzado a militar en las filas de Pizarro contra Almagro, me atreví a merodear por las casas grandes de Lima. Logré acercarme a Nicolás de Ribera, señor de la gran encomienda de Jauja y tesorero de Pizarro desde el primer día. Por años su cargo había sido una ilusión, pues no había tenido nada que administrar: pero llegada la hora vio correr por sus manos un increíble río de oro. Recordaba a mi padre, me juró que había sido su amigo, y tenía clara conciencia de que una parte del tesoro de Quzco nos correspondía.
“Por desgracia tu padre murió antes del reparto”, me dijo. “Yo alcancé a calcular la porción del tesoro que sería suya, pero lo atrapó el derrumbe de la mina sin que hubiera declarado a quién transferir sus bienes, y el oro pasó a la gobernación, a las manos del marqués don Francisco. Justo por esos días yo recibí mi encomienda y abandoné el cargo de tesorero. Ya sólo la familia Pizarro puede responder por tu herencia, y puesto que Hernando está en España, y tardará mucho en volver, ahora es Gonzalo quien administra el tesoro y define las empresas. Desde la muerte de tu padre, muchacho, han pasado los años, y aquí nadie sabía de tu existencia”.
No me quedaba más remedio que hablar con el marqués, pero tú sabes, tú has aprendido en carne propia qué difícil es para un muchacho sin rumbo entrevistarse con las potestades de un reino donde incontables conflictos respiran cada día fuego vivo. Y fue el Demonio de los Andes quien primero me habló del viaje que se preparaba. Hombres de la guardia de Gonzalo Pizarro estaban bebiendo esa tarde en una madriguera a la que llamaban pomposamente La Fonda de la Luna, una enramada sobre los arenales calurosos en las afueras de la Ciudad de los Reyes de Lima. Muchos capitanes habrían negado simplemente la herencia, pero mi padre tuvo buenos amigos en la tropa y ese escamoteo podía producir algún malestar.
Aquella tarde yo buscaba a Gonzalo Pizarro y no pude encontrarlo, pero conseguí hablar con Francisco de Carvajal, el único de los bebedores que no estaba borracho. Tenía por lo menos setenta años pero era corpulento y temible, y a pesar de su edad bebía con los soldados, harto menores que él. Parecía resumir en su rostro y su cuerpo la memoria de muchos sitios: tenía mil historias que contar, pero sus crueldades eran incontables. Me asustó verlo, porque tenía fama de ser el mismo diablo, pero esa tarde no parecía respirar azufre. Sólo por relatos pude saber después qué clase de diablo subalterno era, y qué papel jugaba frente a diablos más poderosos y más altos. También había conocido a mi padre y parecía apreciarlo. Cuando por fin me atreví a mencionar los ducados de mi herencia, me dijo con una risotada que todo el oro de Quzco se estaba invirtiendo en una expedición hacia el norte.
Por las plazas ya empezaban a oírse rumores de aquella expedición, pero sólo allí lo supe con certeza. Sentí ante el viejo lo que sentirá el ratón conversando en la noche con el gato. Me preguntó mi edad, y cuando le dije que tenía diecisiete años opinó que ya estaba pasado de alistarme en la tropa. “Si eres bueno para matar indios, tal vez Gonzalo te lleve a buscar el País de la Canela”. Abandonó su aire amenazante, y me arrojó una moneda de contorno irregular pero reluciente de plata, un real de a ocho que tenía por una cara el escudo de armas de Aragón y por la otra una cruz con dos torres y dos leones en los cuarteles.
Acostumbrado a pagar con piezas endebles de metal que se doblaban al menor esfuerzo, mucho antes de conocer los táleros de Austria y los gúldiners del duque Segismundo, aquella fue la primera moneda de verdad que tuve en mi vida, y el hecho es tanto más notable cuanto que sólo conozco historias de Carvajal arrebatando monedas, y el mío es el único caso en que haya regalado una. La moneda resonó sobre la mesa húmeda de vino, y yo recordé unidos desde entonces el destello de la pieza de plata y el nombre de ese país que el Demonio de los Andes casi me había prometido. Ya sabía a qué atenerme: o iniciaba un litigio por años ante los tribunales de ultramar para obtener lo que me debían, o aceptaba ir a hacer valer mis derechos en la expedición y reclamar mi parte en lo que se descubriera.
Finalmente logré ser recibido por el propio marqués Francisco Pizarro, que no olvidaba a mi padre entre los doce rostros que se quedaron para siempre a su lado. Me trituró en su abrazo y habló con agitación de los antiguos padecimientos. Para mí ese hombre era a la vez la causa última de mis desgracias y la puerta final de mis esperanzas. No sabía qué pensar de él: en su rostro duro de tirano había como un ascetismo de mártir; en su cuerpo vestido de lujo, el desamparo de un tronco a la intemperie; en su voz de humano se sentían el gruñido del cerdo y un rumor de aguas tormentosas. Parecía conmovido por el encuentro, juró que yo era un hijo para él, y al cabo de tanto aspaviento sólo obtuve un papel firmado con una cruz de bárbaro pero refrendado por lacre ceremonial, que conservé mucho tiempo, donde se reconocía la parte de mi padre, Marcos de Medina, conquistador de Quzco, prefecto de Lima y jefe de encomiendas de Ollantaytambo, y sus derechos sobre los bienes que se obtuvieran en la expedición que saldría hacia Quito a buscar la canela, lo mismo que mi condición de heredero de esos derechos.
Todavía pasó un año antes de que pudiera ingresar en la tropa. Cuando por fin entré, ya comenzaban los preparativos.