6.

VAS TRAS UNA CIUDAD IMPONENTE
Y ENCUENTRAS UNA TUMBA








Vas tras una ciudad imponente y encuentras una tumba llena de reproches, persigues un bosque de maravillas y desembocas en un río de amenazas, buscas un tesoro de metales y te detienen unos labios de piedra. Vives hallando cosas sin descanso, pero lo que encuentras no se parece a lo que buscas. Tal vez en este mundo nada es lo que parece, y la verdad de las cosas tiene que ser revelada a nuestros sentidos por los dioses o por sus enviados. Dicen los indios que hay virtudes de las plantas que sólo conocen las plantas, y dicen los alquimistas que hay secretos de los metales que sólo nos darán las estrellas.

No sé por qué nos invadió por siglos ese afán misterioso de transformar todas las cosas en oro. En un sótano de Lieja, hace tiempo ya, alguien me dijo que llegar a la clave de muchos poderes del mundo requiere iniciación y revelación. Allí me enteré de que legiones de magos, encerrados en sus gabinetes, intentaron siglo tras siglo encontrar el secreto del oro escuchando el susurro de los planetas e interrogando la rosa de los números. Fueron los árabes quienes nos enseñaron a dibujar esos signos, cuya magnitud va creciendo a medida que aumentan sus ángulos. Pero los alquimistas no se limitaron a enumerar el mundo: miraban el abismo de las proporciones, exploraban la selva de las equivalencias, cambiaron el arte médico de los algebristas, que vuelven a poner cada hueso en su sitio, en un refinado arte de equilibrios, que juega a descubrir magnitudes ocultas.

También yo gasté mis años tratando de aprender la ciencia de los números y su relación con metales, planetas y animales. Hombres que se escondían para pensar y que veneraban estrellas me enseñaron que el uno es el ser y la unidad, que el dos es la generación y el encuentro, que el tres es la complejidad y la dispersión, que el cuatro es el equilibrio y la perpetuación, que el cinco es la ramificación y la estrella, el seis la simetría y el secreto de la conservación, el siete la disonancia y el principio de la virtud, el ocho la infinitud y el arte de la repetición, el nueve la armonía por la cual todo está en cada parte, y el cero la desmesura y el secreto del vacío del mundo.

Pero nunca pude obtener de esas fórmulas un poder efectivo: se requieren mucho más que nociones para que la magia obre en las cosas. Me quedé sin saber lo que revelan al que sabe escucharlos el trote del unicornio, la regeneración del fénix, el vuelo alto del cisne, la cadencia del león, la fuerza invasiva del sol negro, la laboriosidad de la abeja, el temblor de la rosa de siete pétalos, la danza de fuego de la salamandra, el giro tornasolado del pavo real y el graznido del águila de dos cabezas. No alcanzaron mi paciencia o mi sabiduría para producir transmutaciones con lo que los sabios que mezclan las sustancias llaman condensación, separación, incremento, fermentación, proyección, solución, coagulación, exaltación, putrefacción y calcinamiento.

Sólo sé que, de pronto, el oro que estaban a punto de alcanzar las manos maravilladas de los magos en Córdoba y en Brujas, en Budapest y en Praga, apareció en el mundo por otro camino. Detrás de los mares, en estos templos del Nuevo Mundo, cubriendo las cabezas de los guerreros, perforando sus narices, sus labios y sus lóbulos, tañendo sobre sus pechos y sus vientres, todo el oro que invocaron los nigromantes deslumbró de repente los ojos de otros aventureros. Tú mismo, sin hallar todavía tu tesoro, habrás visto más oro que el que vieron todas las generaciones de tus abuelos.

Esta es la edad de la riqueza. Oro de filigrana sobre las balsas muiscas, plata pulida de los chichimecas, collares de esmeraldas sobre los pechos desnudos, socavones riquísimos del Potosí, densos hilos de perlas en torno a las piernas de los cumanagotos: la riqueza tiene todas las formas, pero ninguna para mí más extraña que esa corteza roja que altera las bebidas y da a los alimentos una dulzura exótica. La canela: oro, sí, pero astillado en aroma, el túmulo de leños que hace siglos borraba en sus humaredas los palacios del Tíber, cuando, para despedir a su emperatriz muerta, Nerón hizo quemar sobre las plazas de Roma toda la cosecha que Arabia había producido en un año.

Fue en las terrazas saqueadas del Quzco donde Gonzalo

Pizarro oyó por primera vez hablar del País de la Canela. Él tenía como todos la esperanza de que hubiera canela en el Nuevo Mundo, y cuando pudo dio a probar a los indios bebidas con canela, para ver si la reconocían. Un día, indios de la cordillera le contaron que al norte, más allá de los montes nevados de Quito, girando hacia el este por las montañas y descendiendo detrás de los riscos de hielo, había bosques que tenían canela en abundancia. Sé que los indios no pudieron haberle descrito todo con exactitud, porque las dificultades de comunicación eran muchas, pero Pizarro adivinó las arboledas rojas de árboles leñosos y perfumados, un país entero con toda la canela del mundo, la comarca más rica que alguien pudiera imaginar. Buscando canela habían venido las tres pequeñas barcas del comienzo, a las que me parece ver diminutas en el pasado, como tres cascarones de nuez embanderados por un niño y arrojados sobre un azul sin bordes, pero hasta entonces la canela del Nuevo Mundo no había aparecido.

Cuando nos hablaron del País de la Canela escribí a mi maestro Oviedo pidiéndole información sobre el árbol prodigioso, y él en su carta me contó todo lo que había llegado a saber a lo largo de muchas décadas sobre esas especias que siguen siendo nuestro desvelo. Ya es una buena prueba del afán que tenía Europa por salir de sí misma, buscando un cielo nuevo y una tierra nueva, esa fascinación por todas las sustancias que llegan de lejos. Más valioso que cuanto se produce en su mundo cristiano ha terminado siendo para Europa todo lo exótico: sedas tejidas con capullos de oruga, que los genoveses traen desde hace siglos por un camino que se rasga en las fronteras de China en dos rutas distintas: la fría y desolada de Fergana, y la ardiente de Bactria por los desiertos del sur; y también las porcelanas, las perlas y las piedras brillantes, que descargan los juncos livianos en los muelles de Málaca, y esas especias aromadas que enloquecieron al mundo: la pimienta, el jengibre, la menta, el cardamomo, la nuez moscada y el comino, el anís, la canela.

Olores y sabores que parecen tener un mundo en ellos, traen las especias como un soplo de músicas insinuantes, de serpientes que ascienden de sus cestas de mimbre, danzas salaces entre las humaredas. Esa pimienta negra y verde y roja de la India, el placer de los portugueses, que se cosecha en las costas malabares, que acarrean caravanas de camellos hasta Trebisonda, hasta Constantinopla y Alejandría, y que los pálidos comerciantes de Amberes distribuyen por todo el imperio. O esa nuez moscada, que se apreciaba tan poco cuando era sólo un remedio contra la flatulencia y el resfriado, pero que empezó a llegar en grandes cargamentos cuando los médicos de Holanda descubrieron que era el remedio final contra la peste. O el cardamomo digestivo que se acumula en las bodegas de Ormuz. O esos barcos cargados de clavo de olor que vienen de las islas Molucas, y que los galeones españoles compran en alta mar a los chinos.

Pero sobre todo la canela, el cinamomo de Ceylán, ese perfume de victoria y rocío, que según dijo Heródoto, crece en lugares inaccesibles protegido por dragones o duendes. Oviedo me contó que los sacerdotes de Egipto la utilizaron para embalsamar cadáveres y para agravar hechizos, pero las gentes ricas de España la usan para aromar los alimentos que tienden a dañarse, cuando no para fabricar jabones y ungüentos, o pócimas que dan energía sexual. Es tanta la fascinación por las sustancias lejanas, que algún día se apoderará del gusto de Europa el qahwa, negro como la noche, que beben en infusión en Turquía y en Siria, y que espanta el sueño de los viajeros venecianos.

Cuando corrió la voz de que lo que nos esperaba tras las montañas no era un pequeño bosque sino todo un país de caneleros, el delirio dominó a los soldados. Todos creyeron, todos creímos a ciegas en el País de la Canela, porque alguien había contado que ese país existía y centenares de hombres necesitábamos que existiera. Cada día Pizarro nos repetía que fue buscando canela, y no oro, como llegó Colón al Nuevo Mundo. Por fin se iba a cumplir el sueño de los descubridores: después de tantas guerras y penalidades, un tesoro más fabuloso que todo lo visto hasta entonces estaba esperando por nosotros.

A mi edad no importaba tanto la riqueza: yo iba buscando algo que se me debía por justicia, pero viví con todos la certidumbre de que seríamos ricos. Otras cosas embriagaron mi imaginación: sin duda recorreríamos comarcas donde el viento olía a canela, donde los árboles no ofrecían frutos a la avidez humana sino troncos encendidos que se descascaraban en leños de aroma. Hasta llegué a pensar que los secretos habitantes de aquel país harían casas perfumadas, barcos dejando estelas de aroma sobre los ríos escondidos. Yo había leído en los viejos poemas latinos que me enseñó mi maestro Oviedo, que los hombres de Samotracia fabricaban navíos de sándalo.

Pero, según los informes de los indios, el terreno sería difícil, los bosques estaban muy lejos y la comarca poblada de tribus guerreras. Había que prepararse para una violenta travesía.