Para entender la caída de los incas no basta pensar en la ferocidad de los invasores. También hay que saber que el imperio había estado unido desde su fundación, y que sólo a la muerte del inca venerable Huayna Cápac se repartió entre sus hijos en dos partes distintas: el reino grande del sur, cuya capital era Quzco, que le fue entregado a Huáscar, el heredero por tradición, y el reino del norte, que le correspondió a Atahualpa, el hijo preferido del rey.
Huayna Cápac era hijo de Túpac Inca Yupanqui y nieto del gran Pachacútec, a quien veneran los incas como el noveno de los reyes y el más grande de todos, porque recibió del Sol los dones de expansión, claridad y renovación, y por ello engrandeció el reino de Wiracocha, su padre, y cubrió con sus leyes la cara arrugada de las montañas, y dio nuevos propósitos a un mundo sembrado sobre ruinas de mundos. Después se había sentado para siempre en el templo del Trueno.
La división del poder no sólo se debió al amor desmedido que Huayna Cápac sentía por Atahualpa, sino a la decisión de extender por el norte el imperio más allá de las gargantas inclementes del Patía, donde pueblos aguerridos se resistían a su avance. No tardaron en aparecer discordias entre los hermanos por alguna franja de tierra, y después de un día de eclipse en que el Sol tuvo dos colores, la rivalidad tomó alas de guerra, y Atahualpa, más audaz y belicoso, derrotó a Huáscar y lo redujo a prisión. En esa guerra estaban, el Sol contra el Sol y la montaña contra la montaña, cuando aparecieron diminutas por el occidente a la vista indignada del dios las tropas fieras de Francisco Pizarro y avanzaron desde el litoral y remontaron la cordillera, hasta que finalmente urdieron su emboscada en la gran plaza rectangular de Cajamarca.
Cada vez que miro ese episodio de sangre, como en el espejo mágico de Teofrastus, veo otra cosa. Huáscar murió estando cautivo de las tropas de Atahualpa; Atahualpa murió estando cautivo de los soldados de Pizarro, y quien supiera leer en los signos del tiempo podría ver a la muerte atenazando a los reyes y pisoteando los reinos con una furia desconocida. Muchos dicen que el astro de Quzco, Huáscar, murió por orden de Atahualpa, a quien también la muerte le venía pisando los talones, pero lo cierto es que los dos soles del imperio sufrieron uno tras otro un eclipse del que ya no se repondrían.
Pizarro hizo sepultar a Atahualpa en los propios llanos de Cajamarca, pero sé que sus súbditos lo desenterraron y emprendieron una peregrinación luctuosa por las montañas. No se entierra a un emperador como a un animal de los caminos: todo su pueblo se levantaba en las noches para rendir honores a aquel sol apagado, el cortejo enlutó las montañas, y músicas y llantos recorrieron el firme camino de piedra por el que antes los mensajeros llevaban en seis días las órdenes imperiales de un extremo a otro de sus dominios. Si ya no se podía llevar al muerto glorioso a sentarse con sus abuelos a las mesas de oro de Quzco, al menos tendría en Quito su refugio hasta el día en que su sangre, fertilizada por los años, lo hiciera surgir de la tierra de nuevo y volver a reinar sobre un mundo regenerado.
Y ya que lo preguntas, nadie supo después dónde quedaron las cenizas del Sol.
Por ese camino avanzó Belalcázar más tarde, enviado a tomar posesión de las provincias del norte, y librando duros combates con Rumiñahui, el gran general que estaba recogiendo y concentrando la tardía respuesta de los guerreros incas. Tras semanas de calzadas junto al abismo y puentes sobre el vértigo, llegaron a un templo que mantenía intactos su riqueza y sus cultos, y era la morada de más de mil quinientas mujeres de todas las edades, desde ancianas que oficiaban rituales antiquísimos, hasta muchachas púberes que intentaban en tiempos de eclipse mantener la dignidad y la majestad de su oficio. Eran las vírgenes del Sol, dedicadas al culto del dios celeste, y aunque por su lujo y sus severos rituales daban la sensación de ser únicas, eran apenas una de las muchas comunidades de mujeres entregadas al culto. Otras fueron llevadas, según me contaron los indios, a ciudades secretas en los peñascos, donde anidan los cóndores, y donde hay ventanas de piedra para contemplar las estrellas.
Ese fue el camino que tomamos para ir a buscar la canela. Después del cortejo de la muerte el cortejo de la guerra, y ahora venía el cortejo de la ambición. Tres caravanas que iban siguiéndose a través de los años por el mismo camino: primero el hondo desfile nocturno de músicas de duelo del cortejo fúnebre, con sus pendones negros y rojos; después el tropel de espadas y arcabuces de Belalcázar, con su reguero de sangre y su rastro de cráneos y fémures; y después nuestra larga procesión de hombres y de bestias, que iba buscando hacia el norte las escalas de la montaña.
Yendo hacia Quito, Pizarro tomó la decisión de visitar la ciudad de Guayaquil, donde desemboca uno de los pocos ríos de la cordillera que escapan al llamado de la serpiente. Esta ciudad, fundada por Belalcázar y destruida por los indios, había sido refundada por Francisco de Orellana, famoso por su suerte en los negocios y por haber perdido un ojo en un combate por los litorales. Había sabido prosperar a la lumbre de los cuchillos que enfrentaban a los conquistadores, recibió a Pizarro con cortesía, y se mostró dispuesto a renunciar al gobierno de la ciudad y dejarla bajo su mando si el capitán lo demandaba. Pero Gonzalo no tenía interés en quedarse gobernando una población húmeda y fatigosa, calcinada por las brasas del mar del Sur. Llevaba los ojos y los labios demasiado llenos de la fiebre de la canela como para prestar atención a otra cosa. De modo que en vez de entusiasmarse Pizarro por la ciudad de Orellana fue Orellana quien se contagió con nuestra expedición, y tomó la decisión de alcanzarnos muy pronto. Le pidió a su primo que lo esperara, pero habría sido más fácil pedirle al río que detuviera por unos días su descenso hacia el mar: Pizarro ordenó retomar el camino, y atrás quedó Orellana vendiendo de prisa sus cosas para financiar su campaña y sumarse finalmente a la nuestra. Tierras que serían impenetrables en otras condiciones iban a ser franqueadas por la expedición que Pizarro había organizado, y sobre todo sus armas y sus provisiones eran la promesa de un éxito que de otro modo sería impensable.
Quito fue ciertamente una puerta de sueños para el viaje. Nunca oímos tantas historias, ni tan increíbles, como en esos días en que esperábamos que finalizaran los preparativos. Pizarro iba y venía, resolviendo millares de asuntos, había un nerviosismo en la atmósfera, una expectativa de cosas grandiosas, y también un recelo. Mirábamos la cordillera que sería nuestra escala hacia el tesoro, las lomas secas que allá en lo alto tienen peñascos en forma de muelas del diablo, como si miráramos una muralla invencible, veíamos la sequedad de esas tierras fatigadas por el viento del oeste y no imaginábamos qué podía haber más allá.
Abajo se abría un gran valle con escasas arboledas, antes de comenzar los peñascos. Nos reuníamos en la zona central de la ciudad, donde estaban la mansión de Belalcázar, recién construida, y un templo en homenaje a la Virgen al que también entraban los indios con ofrendas. En las plazas había danzas incaicas que los señores no se animaban a dispersar, para no acabar de crear un clima de tensión con los nativos. Un viejo nos contó que la Virgen que veneraban los españoles era una diosa india desde siempre, la señora de arcilla de las montañas, que tenía alas como los pájaros y un penacho de coya inca en la frente. La diosa ayudaba por igual a indios y a españoles, hacía fértil para todos el suelo de los montes, que pisan día y noche apacibles llamas y vicuñas, y estaba de luto por Atahualpa pero no guardaba rencor a quienes lo mataron, porque la montaña es más generosa y más grande que los hombres, y también a veces hace cosas ciegas, como arrojar llamas por sus pezones de piedra, como hacer cruzar lenguas de rayos por el cielo aborrascado, como traer en vuelo temible las bandadas de cóndores que presagian cambios turbulentos.
No habíamos visto pasar ningún vuelo de cóndores, pero nuestro ánimo oscilaba entre los grandes entusiasmos y los presentimientos sombríos. Al calor de la hoguera en la plaza central, el jefe indio nos dijo que para curarse de los malos presagios no había otro remedio que la música, e hizo venir un grupo de flautistas que, acompañados por quenas y tambores, pretendían conjurar nuestros temores. Un andaluz sonriente, Melchor Ramírez Muñoz, les preguntó por qué la música inca era tan triste, pero ellos no aceptaron la pregunta. Dijeron que aunque los árboles no ríen, nadie puede decir que están tristes. Que tal vez los árboles sólo están meditando, y rememoran las lunas que han visto, o los cuentos que susurra el viento en las ramas, o los recuerdos de los muertos. “No es triste la selva cuando se oscurece, ni el jaguar cuando ruge, ni la llama cuando mira la blancura de las montañas”, dijo.
Y fue esa misma noche cuando le pregunté a uno de esos hombres de cobre, cubierto con un turbante de muchos colores, qué tan lejos estaba de Quito el país de los caneleros, y para mi asombro me contestó que no había tal cosa, que en estas tierras los árboles son todos distintos y que él no había oído jamás de un bosque donde todos los árboles fueran iguales. “Si eso es lo que esperan encontrar, se nota que no saben nada de la tierra. Estas montañas no son terrazas de cultivo”, añadió, “donde abundan el maíz y la papa por un esfuerzo de los cultivadores”. Añadió que la tierra no sabe demorarse en un solo pensamiento y que detrás de las montañas lo que estaba era el reino de la gran serpiente, pero que ni siquiera los indios conocían su extensión, porque aquel país, más grande que todo lo imaginable, era el bosque final, brotado del árbol de agua. Dijo que la serpiente dueña del mundo no tenía ojos, de modo que nadie podía saber dónde estaba su cabeza ni dónde su cola, y que por eso iba a veces hacia un lado y a veces hacia el otro.
A mí me afectaba esa manera de hablar. Recordé los relatos de Amaney, contando cómo el mar inmenso está guardado en una caracola, cómo el cielo lleno de ramas es a veces la casa de los animales, y cómo los trazos luminosos en la playa son las huellas que va dejando la noche al caminar. Aquella noche en el frío de Quito me dormí recordando a mi nodriza casi con remordimiento, viendo en sueños que sobre el mar de mi infancia brotaban lunas grandes del color de las perlas, y oyendo decir a una voz desconocida en el sueño que cuando llegaron las últimas guerras la Luna se fue haciendo negra y roja como el ojo de un buitre.