9.

NUNCA HABÍAN SENTIDO
AQUELLOS MONTES








Nunca habían sentido aquellos montes el avance de una expedición semejante, y nosotros nunca habíamos visto un camino que cambiara tan continuamente. Enfundados en corazas de hierro, soportamos primero el frío de los montes nevados al este de Quito. La cordillera es una sola, pero la cara que mira al occidente es seca, como si la barrieran los vientos. Lomas que nos parecen más viejas que el mundo, porque no las refresca ni las renueva la vegetación, sino que apenas las recubre una maleza amarilla menuda y árida. A veces un árbol oscuro y retorcido como un fantasma, a veces una hilera de peñascos que emergen de la tierra como las ruinas de una construcción aniquilada hace milenios. Por entre esas formas primitivas avanzaba el tumulto, afrontando los vientos fríos y buscando las lomas más altas, detrás de las cuales todos esperábamos ver aparecer el país presentido.

Así alcanzamos las laderas resecas, donde lo más despiadado era el viento, después la apretada vegetación de los páramos, con sus hojas vellosas y flores diminutas de colores vivísimos, y por último los riscos de hielo, para los cuales no estaban preparados ni suficientemente protegidos los indios. A más de uno vi palidecer en aquellos filos, primero agarrotados por el esfuerzo, tan rígidos que no podían dar un paso, y después con la risa congelada en los labios, mostrando los dientes blancos a la blancura de la escarcha. Allí supe que Dios no está en las alturas: cuánto más sube uno, más lejos se siente de Dios en aquellas montañas. Hasta los indios parecían desamparados de su fe en la Tierra, la diosa madre como la llaman, porque ese hielo inclemente no puede ser maternal para nadie. Después de la última cumbre siempre aparece otra, más empinada y desalentadora, bajo una luz oscura en donde a toda hora del día es el anochecer. Pero gastadas las últimas esperanzas, superados los pedregales filosos, las cumbres superpuestas y los hielos mortales, es tan distinta la otra cara de la cordillera, que uno cree estar viendo otro mundo.

Todo enseguida está cubierto de una vegetación apretada y fragante, que va creciendo a medida que se desciende. Musgos, hierbas, helechos, juncos, arbustos, lianas, enredaderas, marañas que se extienden, grandes árboles, y comienza a gotear entre todo una humedad persistente que se va convirtiendo en pequeñas y casi imperceptibles caídas de agua. Ahora sé que en cada rizo de agua de esos follajes de las montañas está naciendo el río más grande del mundo, pero eso uno no puede adivinarlo. No podíamos siquiera oír la música de los nacimientos de agua por el bullicio de nuestra caravana. Debería ser un alivio salir de la aridez y vivir el comienzo de la fecundidad de la tierra, pero en ese momento todo el mundo viene quemado por el frío, entumecido, las manos rotas por los peñascos, los labios reventados por la resequedad y la fiebre, y la primera humedad encona las heridas, aviva los dolores.

Si los pobladores de esas regiones nos sintieron venir, debieron correr a esconderse en las cuevas más secretas, o trepar por los árboles a esperar en la altura a que terminara de pasar aquella cosa aterradora, llena de animales desconocidos y de hombres extraños. Las partidas de indios que se nos cruzaron, por temeridad o por inadvertencia, estaban enseguida tan espantadas ante la novedad y el bullicio que no acertaban a escapar, y eran presa inmediata de las bestias sangrientas. Esa es tierra de indios feroces que los incas jamás pudieron dominar, y si apenas nos atacaban y nunca aparecían en grandes ejércitos, es porque nuestra marcha era demasiado amenazadora y en lugar de disimularse se anunciaba sin cesar.

Estas Indias son reinos del sigilo. Casi sin proponérselo, los indios no hacen ruido y caminan por las colinas y los bosques como avanzan la noche y la niebla. Has visto que se bañan cada día y con frecuencia varias veces al día, no porque padezcan enfermedades o plagas sino porque quieren eliminar el olor de su cuerpo, para que la selva, los animales que también son la selva, no puedan advertirlos.

Pizarro quería estar seguro de que teníamos suficientes pertrechos para resistir los ataques de los pobladores, y no se equivocó al llevar los mastines para disuadir a los enemigos posibles. Seguimos la ruta que Díaz de Pineda recordaba, hasta una región de grandes desfiladeros, abajo de las crestas de hielo. Sólo los bosques presentidos de canela balsámica, más codiciables que reinos de oro, nos animaban a afrontar la inminencia de aquellos pueblos indios a los que Díaz de Pineda describía, silenciosos en la acechanza y ensordecedores en el ataque, que se habían ensañado con todos los que nos precedieron.

Apenas terminado el primer descenso, se cerraron los bosques. El hielo y el páramo habían matado más de cien indios, a pesar de los esfuerzos de Baltasar Cobo, un soldado a la vez valiente y bondadoso, por ayudarles, pero Pizarro dio la orden de avanzar y no contar los muertos, afirmando que el camino sería menos riguroso con los cristianos.

Una mañana, sin motivo aparente, los perros empezaron a aullar de un modo angustioso, los indios se pusieron a gritar, a gemir y a alzar los brazos hacia la montaña, una bandada de pájaros pasó en bullicio, y un momento después la cordillera se movió desde las raíces. Ninguno de nosotros había visto temblar la tierra, pero aquello no era un simple temblor. Si hubiera ocurrido un mes más tarde, habríamos pensado que era una venganza de los dioses incas por las crueldades de Pizarro contra los indios, pero en ese momento todavía no habían ocurrido las masacres. Algo rugía y palpitaba bajo la tierra, hubo un deslizamiento de piedras y de árboles; mientras todo temblaba, se abrió una grieta en la montaña frente a nosotros, un estruendo repercutió por los cañones, y los que iban adelante dijeron que habían visto rodar y rebotar por los abismos un peñasco del tamaño de una catedral. Los indios clamaban al cielo, los perros ladraban, las llamas abandonadas por los portadores huían por las pendientes, y todavía el temblor no cesaba, de modo que sentimos que aquellas avalanchas iban a ser nuestra tumba. Finalmente, cuando cesó la catástrofe, todos seguimos sintiendo que la tierra temblaba, y entre la consternación de los indios y la desesperación de los perros, cada uno esperaba el derrumbe que lo sepultaría.

Yo busqué el amparo de un árbol, sintiendo que sin duda habría resistido a otros desastres, y no encontré oraciones en mi memoria sino apenas el nombre de Amaney, que repetí como sin darme cuenta hasta cuando oí que ya todos estaban hablando o gritando, pasado el enmudecimiento del pánico. Es así como recuerdo los hechos. Durante años hice lo posible por olvidarlos, y si no lo he logrado es porque ya otras veces tuve que volver a contar esta historia, que cada vez se convierte en una historia distinta.

Tú eres el primero que quiere saberlo todo. Oviedo, en La Española, sólo quiso saber cómo era el mundo que recorrimos, las montañas, las selvas, cómo son el río grande y las bestias del río. Interrumpía mi relato para indagar por árboles y tigres, para hacer que yo recordara los peces y las tortugas, y creo que su interés por los indios no era distinto del que sentía por los animales. Hasta para él a veces los indios eran animales, al menos tan curiosos como los otros. Después hallé alguien en Roma que no estaba interesado en el río, ni en sus tortugas ni en sus árboles, sino sólo en los seres fabulosos que encontramos. Todavía me parece ver al viejo cardenal, vestido de seda roja bajo la barba larga y blanquísima, preguntando por las sirenas y por los hombres de una sola pierna, por los delfines humanos y por los duendes de los árboles. Nada le interesaba más que saber si de verdad habíamos visto a las amazonas, si conocimos sus costumbres. Y más tarde, en España, al marqués de Cañete, que parecía presentir su nombramiento como virrey, lo tenían sin cuidado las selvas y sus bestias, y más aún las sirenas o los endriagos; ni siquiera pensaba en las ciudades llenas de tesoros que todos persiguen: sólo preguntaba y sigue preguntando cómo fueron los conflictos en la selva y el barco, cómo se comportaron los capitanes, cómo ocurrió aquello que Gonzalo Pizarro, mientras tuvo la cabeza sobre los hombros, llamaba, lleno de ira, “la gran traición”.

Sólo cuando se convierte en relato el mundo al fin parece comprensible. Mientras los vamos viviendo, los hechos son tan agobiantes y múltiples que no les encontramos pies ni cabeza. O tal vez tiene razón Teofrastus, quien me dijo que lo que les da orden a los recuerdos es que ya conocemos el desenlace, que los vemos a la luz del sentido que ese desenlace les brinda. Al soplo de los hechos, todo va gobernado por la incertidumbre, y los únicos seres que parecen coherentes son aquellos que, a falta de saber cómo terminarán las cosas, tienen claro un propósito que buscan imponerle a la realidad. A cada paso eligen en función de lo que persiguen, les resulta más fácil optar entre alternativas y tomar decisiones, saben escoger con resolución un camino y prescindir de otro.

Tal vez entenderás mejor que yo estas cosas que cuento, porque yo las viví por accidente y a ciegas pero tú buscas algo, todas estas historias para ti tienen un sentido. Basta ver tu mirada y tus gestos para entender que cada cosa que escuchas va ocupando un espacio en tus planes, y no será fácil convencerte de que estás intentando una locura. Sólo se puede ir a esas tierras como fuimos nosotros: por azar y por accidente, y no está en sus cabales el que emprenda el camino sabiendo qué le espera. Por eso me importa contártelo todo con el mayor detalle, aunque sé que no escuchas estas cosas buscando advertencia o consejo.

Quieres saber lo que pasó después de que se abrió la tierra, cuando los perros aullando nos hicieron sentir que cruzábamos la boca del infierno. Nadie durmió en las noches siguientes, temiendo que el temblor se repitiera. La imagen, que sólo unos habían visto pero que todos recordábamos, del peñasco rodando, la conciencia de que sobre las arboledas se alzaban las paredes inestables de la cordillera, se imponían a la imaginación. Los indios hablaban con miedo de la furia de la montaña y al parecer atribuían esa furia a nuestra expedición, que para ellos era monstruosa.

Creíamos llevarlos como guías, pero se veían tan extraviados como nosotros, porque eran incas de la cordillera, gentes de las terrazas bien pensadas, del maíz florecido, de los templos con canales de oro; no estaban preparados para afrontar hoy los peñascos de hielo cortante y mañana el calor húmedo de las selvas espesas. Para ellos el temblor era expresión de la voluntad de alguien que nos miraba severamente desde las grietas y desde los torrentes, pero ¿cómo burlarnos si, en el fondo, también nuestra religión piensa lo mismo?