Acostumbrado a las alamedas y los olivares, a los robledales y los pinares que se encuentran al otro lado del mar, Gonzalo Pizarro ignoraba, como todos nosotros, que esta región del mundo no produce bosques de una sola variedad de árboles, y nada le parecía más natural que la posibilidad de hallar un interminable bosque de canela. Pero aquí en el suelo más estrecho proliferan árboles y plantas diferentes, y cuando Pizarro llegó con sus tropas a la región que le habían anunciado los guías indios, donde esperaba encontrar caneleros sin fin, sólo halló entre la selva árboles espaciados de una canela nativa, de sabor semejante, pero que no justificaba la búsqueda porque no podía aprovecharse para negocio alguno.
Posiblemente nunca se había organizado en las Indias una expedición más costosa y más ardua, pero Pizarro no sabría decir si lo peor de esta fueron sus costos en oro o en esfuerzo. Todos en su familia tenían propensión a la cólera y esa pasión violenta fue capaz de los hechos más espantosos. Cuando acabó de entender lo que pasaba no podía creerlo. Recontó en su mente la riqueza que habían acumulado en el saqueo del Quzco, la piel de oro macizo de los templos del Sol, y no supo a qué horas se había dilapidado una porción tan grande del tesoro en jornadas de miseria y fatiga y en un viento oprobioso de ladridos de perros. Más que frustrado, más que engañado, pálido de rabia, sintió que la selva empezaba a girar en torno suyo como un remolino. Alguien tendría que pagar por esto. Los falsos caneleros iban a ser los testigos de su ira, los indios recordarían para siempre que no se puede engañar a un Pizarro.
Los indios tampoco entendían: les habían preguntado por el árbol con el que se aroman las bebidas, ellos no sólo le habían dicho al capitán dónde estaba ese árbol sino que habían ido con él a mostrárselo. Ahora al capitán no le bastaban los árboles que hallaron: quería que la selva entera tuviera un solo tipo de árbol, que debía ser rojo, que no podía ser el árbol que ellos conocían desde siempre sino otro que sembraban manos desconocidas en reinos distantes. El capitán parecía querer vengarse de la selva por no producir sus árboles como a él le gustaban, y volvía a someter a los nativos a toda clase de interrogatorios, para ver dónde estaba el error, quién había mentido, quién era el responsable, qué interés tenían ellos en hacer fracasar una expedición tan costosa.
Por momentos incluso alentaba la ilusión de no haber llegado todavía al lugar indicado; quizá más adelante estarían los bosques verdaderos. El País de la Canela había existido tanto en su imaginación, que tenía que existir también en el mundo. Pero no es tan fácil negar lo real ni ocultar lo evidente. Dilató su ilusión hasta lo imposible, pero al final no pudo seguir diciéndose que el país verdadero estaba oculto. La selva oscura y húmeda nos estaba mostrando su verdadera cara, estanques con bestias, móviles manchas de hormigas bermejas, troncos en la hojarasca con agujeros habitados por enormes arañas. Todo en aquellos limos era resbaloso y estaba vivo, a veces en el aire se formaba un cuerpo espeso y zumbante, un animal hecho de animales, un enjambre de insectos diminutos formando un volumen que por momentos parecía mostrar antenas, extremidades, vientres, alas.
Pizarro quería quitarse el calor como si fuera un traje; parecía en su ira uno de esos picados de flecha que quieren quitarse también el pellejo. Y en su interior se fraguaban ideas atroces. Llamó a sus capitanes más fieles y les dio una orden horrible que algunos no comprendieron: había que escoger diez indios de los más influyentes y arrojarlos en trozos a los perros. “¿Para qué, capitán?”, preguntaron.”Para que aprendan a decir la verdad”, contestó. “Para que estas bestias aprendan que no se nos puede mentir”. Y después dijo, como tratando de justificarse: “Y para castigarlos por traidores”.
Muchas veces, cuando lo he contado, quienes me escuchan me entienden mal, y tengo que explicarles de nuevo que Pizarro no empezó a matar a los perros para alimentar a los indios sino que empezó a matar a los indios para alimentar a los perros. La confusa crueldad de tomar diez hombres y destrozarlos con hacha y machetes para entregarlos a la voracidad de los mastines causó terror entre la multitud indígena pero no produjo cambio alguno en sus respuestas. Todos siguieron jurando que habían actuado bien, que habían cumplido sus promesas. “Pero si nosotros hemos sufrido más que ustedes en esta expedición”, decía uno de los viejos incas, “¿cómo pueden pensar que los hayamos traído a sufrir y a morir si somos nosotros los que ponemos siempre los muertos?”. Pizarro hizo anunciar entonces con bandos de guerra en español y en la lengua de los hombres de la montaña que cada día haría aperrear a diez indios hasta que reconocieran su culpa. Esto, te lo confieso, no lo había contado antes. Sé que para muchos miembros de la expedición aquel trabajo de exterminio fue tan horrible como para los indios, porque un soldado está dispuesto a matar en su propia defensa pero no todo guerrero se complace en las carnicerías.
Más grave aún es que la locura de Pizarro crecía con las horas, ya nada más ver a los indios le causaba malestar físico, y así llegó el momento en que tomó la decisión de acabar con todos. Había estado un rato mirando la selva, solo, y cuando salió al campamento de nuevo: “Hay que matarlos”, les dijo a sus ayudantes. “¿Matar a quiénes, capitán?”, contestaron, fingiendo no entender la orden, tan loca era. “Que no quede vivo un solo indio”, gritó. Los nativos veían venir aquello, pero estaban atrapados en una región que no les era familiar, de la que muchos apenas habían oído hablar, a merced de las armas, de las bestias y de la crueldad de sus jefes, a los que sin embargo habían servido con paciencia y con resignación. Pizarro ordenó que a la mayoría los amontonaran en círculo, y que se mantuviera a los perros amarrados, listos para saltar sobre ellos. Había concluido que nuestra supervivencia dependía de que los indios murieran: “Son más de tres mil malditas bocas que alimentar, si no los matamos no saldremos vivos de aquí, ni ellos ni nosotros”.
Habría podido dejarlos en libertad: muchos se las habrían arreglado para encontrar de nuevo las montañas, pero Pizarro necesitaba vengarse, quería sangre, quería demostrar que de su linaje no se burlaban impunemente unos pobres diablos que adoraban piedras y estrellas. Tal vez de lo que llevo tantos años huyendo es de ese recuerdo. De los cuatro mil indios que habían salido con nosotros en aquella campaña, una parte se la entregó a los perros, y a muchos otros los quemó vivos junto a los caneleros falsos que hallaron. Así me lo contaron sus propios soldados, porque nosotros, con el capitán Orellana, nos habíamos quedado a la retaguardia. Para alcanzarlo de nuevo tuvimos que cruzar por verdaderos campos de horror, cuyas moscas y cuya pestilencia no me siento capaz de describir; orientados sólo por el lejano y cada vez más escabroso ladrar de los perros.
Baste decirte que el primer perro que vimos traía una mano mutilada en las fauces. Yo he visto todas las cosas horribles, pero esa imagen fue suficiente para llenar muchos sueños de aquellos días, y allí sentí por primera vez una fatiga insoportable, un malestar de tener cuerpo, de no poder detener la locura, de estar sin remedio donde estaba, viendo lo que veía, porque todos estábamos atrapados en una cárcel de árboles y de agua, rodeados de bestias y a la vez obligados a serlo, cohonestando con todas las demencias en el vago proyecto de sobrevivir.
Muchos hechos crueles se ven legitimados en estas tierras por la presión de las circunstancias, por el deber imperioso de sobrevivir a como dé lugar. Cada vez que los ejércitos avanzaban contra las escuadras guerreras coronadas de oro, empenachadas de plumas, sentíamos que era en defensa de nuestras vidas, de la religión o de la autoridad del rey, que había que triunfar sobre aquellos seres indescifrables. Pero en la selva sentí que la crueldad de Pizarro nacía sólo de su furia y se vengaba precisamente en los pobres y dóciles portadores que nos habían salvado por las montañas, llevando sobre sus espaldas cuanto necesitábamos para el viaje.
Uno de los soldados, Baltasar Cobo, que había curado a varios indios heridos en los riscos de hielo, no soportó más la indignación que le causaba el hecho y le gritó a Pizarro que lo que estaba haciendo era infame. “Capitán: ¿no le bastó con traernos al infierno? ¿Tenemos que convertirnos en demonios también?”. El capitán, ciego de furia, caminó en silencio hacia él bajo un raudal de la selva, e increíblemente, sin mediar diálogo ni juicio alguno, como si fuera un enemigo cualquiera en medio de la batalla, lo atravesó en el vientre con la espada, y después, ya caído, le dio un tajo en el cuello, y ordenó a sus soldados a gritos que se lo entregaran también a los perros.
De modo que sólo un español acompañó a los indios en esa marcha cruel hacia regiones más justas. Y yo en las noches le rezo todavía a Baltasar Cobo, con el que recuerdo haber hablado en Quito, como a un santo, porque hizo lo que nadie más se atrevió a hacer en aquel remolino de sangre, lo que muchos habríamos debido hacer aunque nos costara la vida. Nadie más se atrevió a rebelarse, y yo fui de los muchos indignos que aceptaron en silencio la infamia. Sé que en esos días he debido morir, sé que el amor que me había brindado una india de las Antillas exigía que yo me opusiera también a aquel holocausto, pero cerré los ojos anhelando despertar en La Española, ante el mar que todo lo purifica, cerca del regazo de aquella india que siempre me había cuidado, lejos de la jungla de árboles y de locuras en la que ahora nos hundíamos, lejos de la ambición que precipitaba estos hechos salvajes.
Por eso, aunque mis manos no mataron ni descuartizaron a ningún indio, yo me sentí tan responsable como Pizarro por aquella carnicería en la selva, y ni siquiera el hecho de ser el más joven de la expedición y el menos experimentado de todos me protegió del sabor amargo que llevé después en la boca por mucho tiempo, y del frío de vergüenza que sentí viajar en mis huesos. Esa mortandad era casi equivalente al crimen de Cajamarca, que también significó el sacrificio de miles de seres, pero era peor, porque en Cajamarca Pizarro y mi padre y sus hombres pudieron sentir que en ese estrago les iba la vida, pero ahora en la selva matar a aquellos indios era el más innecesario de los crímenes. Cuando dejamos atrás la pesadilla teníamos las almas turbias como ciénagas, y sentimos el deber de empezar a rechazar las ensoñaciones. Seguíamos en medio de un desafío mortal, asediados por peligros pasados y futuros, con sólo un horizonte de aguas crecientes y de bosques insondables esperando por nosotros.
También recuerdo la actitud de los pocos indios sobrevivientes. Eran los que podían hablar en castellano y resultaban por ello necesarios para entendernos con los pueblos de la selva, eran los más fuertes para cargar con todas las cosas que no podíamos llevar nosotros, los pocos que habían llegado a establecer algún lazo de colaboración o de servidumbre con los blancos. Casi nunca volvieron a hablar por su propia voluntad, enmudecidos por una especie de horror sagrado. Sabían ya sin duda que estaban en poder de los demonios, y siguieron a la caravana como autómatas, hundidos en la resignación o el espanto.
Ya te conté que de todos los peñascos de musgo y de la raíz de los bosques brotaban chorros de agua. Al cabo de cada nueva jornada de marcha los arroyos se hacían quebradas y las quebradas se ampliaban en riachuelos, y en menos de una semana ya corría junto a nosotros un río de muchas varas de anchura. Caminábamos en la noche oyendo su rumor, dormíamos, y al amanecer el cauce se había duplicado. Te he dicho que no buscábamos el río, pero el río sí parecía buscarnos a nosotros. Lo evitábamos, para esquivar el riesgo de que los cerdos que quedaban se despeñaran, e incluso el riesgo de que los pocos sobrevivientes indios improvisaran canoas y escaparan; pero aunque torcíamos el rumbo para no avanzar siempre bordeándolo, volvía a aparecer ante nosotros, terco y sinuoso, encajonado entre arboledas o entre barrancos lisos, y hasta tuvimos que retroceder alguna vez porque el cauce se arqueaba totalmente y parecía envolvernos.
Los indios sobrevivientes tenían motivos para deplorar no haber sido asesinados como los otros: el peso de la carga se había multiplicado, mayor era el trabajo y el descanso ninguno. Comían poco, y casi nunca los mismos alimentos que nosotros. Ya en las montañas donde están sus ciudades habíamos advertido que les repugnan los huevos de aves y la carne de cerdo. Y aunque a nadie le importaría si esos cuatro centenares de siervos se alimentaban o no, ahora iban llevando nuestra carga y tenían que estar en condiciones de resistir la dureza de los caminos. En otras circunstancias los látigos de los capataces los habrían convencido de comer a la fuerza, pero ahora convenía que la mejor alimentación estuviera reservada para nosotros, y algunos indios, los más familiarizados con el monte, ya empezaban a flechar pájaros al vuelo y peces lentos en los remansos.
También llevábamos maíz, el único alimento que compartíamos con ellos. Pero el esfuerzo de la expedición nos hizo más voraces y los cerdos fueron disminuyendo por el camino. Los bosques se hacían espesos, a veces llovía el día entero y la expedición resbalaba en caldos de fango y de raíces muertas. Y aunque los jinetes, vigorosos y ansiosos, soportaban bien la travesía, porque los caballos se adaptaban a los caminos pendientes y sabían sortear las tierras quebradas y traicioneras, y aunque los españoles de a pie, bien protegidos contra el clima, resistíamos mejor la adversidad, no tenían la misma suerte los indios descalzos que iban quedando desnudos por las ráfagas de la intemperie, y a los que forzosamente abandonábamos, no siempre muertos, cuando sus cuerpos, como dijo una vez Pizarro, se hacían inservibles. De más de uno me persigue la mirada desamparada y vacía, cuando nos veían alejarnos y se quedaban solos a merced de la lluvia por caminos que sólo frecuentan las fieras.