A esa altura el río ya tenía unas cien varas castellanas de ancho, y si bien un barco como el que estábamos en condiciones de armar no podía sacar de ese sitio a toda la expedición, al menos permitiría explorar las dos orillas en busca de provisiones. Orellana volvió a opinar que Pasto y Popayán serían mejor destino; que seguir la corriente y atarse a ella con un bergantín era sumergirse sin esperanzas en un mundo que sólo prometía peligros, y Pizarro, ya molesto, no dejó de recordarle que era él quien había insistido en unirse a la aventura, que no formaba parte de la expedición inicial, y que cuando existía la promesa cierta de una gran fortuna no parecían preocuparle tanto los peligros del camino. Sólo le faltó decirle que se devolviera, solo, por la ruta que había tomado por su cuenta, y que no interfiriera en una empresa de la que era apenas un recogido tardío.
Ahora pienso que, antes de que llegara su hora, ya Orellana estaba atrapado por los hilos de su destino; ni siquiera él entendería las cosas que estaban tomando forma en su mente y que a lo mejor en las noches ya se estaban apoderando de sus sueños. El rechazo violento puede ser la primera máscara de una tentación demasiado poderosa contra la que intentamos en vano luchar; acaso Orellana empezaba a sentirse culpable de algo que aún no había ocurrido y que se estaba decidiendo en la sombra.
Pizarro, por fortuna, no lo escuchó. Consultó a los armadores qué tipo de nave era posible hacer con los recursos disponibles, y varios días revisaron los manuales de la Corona. Yo miraba con fascinación esos esquemas preciosamente dibujados que venían en los cofres y que son parte necesaria de las grandes expediciones. Oí a los conocedores discutir modelos y requerimientos, me deleité con los nombres de las piezas y de las herramientas; baupreses y trinquetes, botalones y mesanas comenzaron a abundar en las conversaciones, porque mucho antes de ser un objeto en el mundo el barco empezó a vivir, disperso y fragmentado, en los diálogos, en exclamaciones de fatiga o de impaciencia, a volar con vida propia, con vida previa y creciente, en las palabras.
Los escasos indios cargadores, vecinos vertiginosos de la sierra, miraban pasmados el agua. Ninguno supo decirnos qué río era aquel ni hacia dónde fluía. Ninguno de ellos entendía muy bien de qué hablábamos, aunque evidentemente percibían que un ser nuevo, una forma desconocida, estaba gobernando nuestros actos. Esos hijos del cóndor se sentían mal lejos de sus cumbres, parecían odiar o temer el descenso, cuando se acercaban a la orilla lo hacían con una ceremoniosidad de persas, y pocos sabían hacer lo que todos los indios de los ríos hacen desde niños, ensartar peces en la corriente con sus largas y finas flechas que no fallan jamás.
A lo largo de la orilla empezaron a trabajar las sierras por el bosque; en aquel fango de hojas podridas se midieron las piezas de madera que se convertirían en cuadernas, varengas y baos, el costillar de maderas duras de aquel objeto que era casi un fantasma; ante el chillido de los monos fueron tomando forma listones y tablas; bajo la algarabía de los loros hubo un susurro de cepillos y lijas. Teníamos toda clase de maderas disponibles, y es verdad que son bien preciosas las maderas que ofrece la selva. Pero lo que faltaba eran clavos, y cuando esto se advirtió, pude ver por primera vez que Orellana entraba en acción, recogiendo una gran cantidad de herraduras viejas y disponiendo con otros la construcción de hornos para fundirlas. Al cabo de algunos días los martillos lograron modelar una buena cantidad de clavos de distintos tamaños. Después se pulieron los listones, las tablas y las vigas, que se iban convirtiendo en codaste y en roda y en quilla; los martillos hundieron los clavos, y día tras día vimos cómo iba formándose bajo el cielo de árboles salvajes la carcasa solemne de una nave española. Anochecía y amanecía sobre ese sueño que las palabras habían insinuado y que unas manos afanosas imponían al mundo, y un día los mástiles se alzaron, las sogas se anudaron, se tensaron los cabos de cáñamo, los largos remos entraron en sus orificios, y aquel objeto desconocido y casi incomprensible para ellos se reflejó en las pupilas de los indios silenciosos como un pájaro que se despereza. La nave crujió empujada por centenares de brazos y rodó sobre troncos hasta las aguas oscuras del río.
Nunca se había visto un barco como aquel en los altos pasos de la montaña y en los ríos encajonados de la cordillera. Sé que las selvas lo miraron con admiración y con envidia desde sus miles de ojos, y fue tanto el asombro de los indios, que fueron ellos quienes llamaron El Barco, en castellano, al sitio donde el bergantín fue construido. Presiento que así se llamará para siempre. Pero aunque desfilen mil barcos ante ese lugar, el nombre seguirá designando sólo a aquel objeto de madera y de fuerza, aquel solemne juguete del agua que en una mañana de mis veinte años contemplamos con ansiedad y con orgullo todos los miembros de la expedición de Pizarro: el barco que iría acompañándonos por el río impaciente, y que quizá nos daría también alguna orientación para la salida hacia el mundo, el barco que llevaría los enfermos y los fardos ahora que la locura había sacrificado a los cargadores silenciosos.
Gonzalo Pizarro confió inicialmente el bergantín al mando de Juan de Alcántara, a quien llamábamos el Marino, del maestrazgo de Santiago, que era el más experto de todos en cuestiones de navegación. Pacientemente fueron trasladadas al barco muchas de las cosas que habían acarreado los indios y, por fortuna, todas las ropas que traíamos como carga fueron depositadas en la bodega. Los más enfermos se acomodaron como pudieron en la cubierta y el barco empezó a navegar, seguido por las piraguas, y con el resto del real y unos pocos caballos avanzando por las inundadas orillas.
Aquello parecía un cortejo mitológico. Era como si muchas criaturas de la tierra fueran rindiendo tributo a una gran bestia del río. El bergantín cargado de dolor y de oro, de los llagados y los febriles, pero también de la parte del tesoro que todavía no se había gastado, básicamente metales y esmeraldas, navegaba con lentitud, seguido por las canoas y por un reguero de soldados vacilantes y de indios resignados. Así avanzamos, cada vez más difícilmente, durante varias semanas fangosas.
Orellana y Pizarro, los primos, procuraban entenderse bien, aunque no se podría decir cuál de los dos estaba más consternado por el rumbo desastroso que habían tomado las cosas, y por el casi seguro fracaso de nuestra aventura. Después de haber vendido sus posesiones en Guayaquil para proveer a su compañía, después de las demoras que terminaron siendo su ruina, Orellana no salía del abatimiento.
Entonces fue cuando, de repente, se ofreció para ir en el bergantín en busca de víveres, explorando las tierras río abajo, con los hombres que pudieran acomodarse en la nave. Era hábil para los idiomas, siempre se mostró capaz de aprenderlos al vuelo, y había oído a los indios comentar que en las selvas de abajo había una gran laguna con mucho alimento y poblaciones ricas, y que si las alcanzábamos estaríamos salvados. Era evidente que atrapados por el monte impracticable y sostenidos por alimentos escasos y repulsivos sería muy difícil escapar, pero creo que lo que más movió a Pizarro a aceptar su propuesta fue la costumbre de Orellana de rechazar todo lo que tuviera que ver con el río, su llamado continuo a que abandonáramos el avance por la selva y buscáramos las serranías que llevan a Pasto. El capitán vio en esa iniciativa la salvación providencial que estaba esperando y le dio su aprobación enseguida, pues crecía el descontento y algunos hablaban de emprender el regreso, incluso contra la voluntad de los jefes.
Sí, ya lo ves: también el riesgo de un motín ayudó a que Pizarro aceptara enseguida la propuesta, justo del hombre que más había rechazado la construcción del barco. Orellana prometió peinar las orillas, le pidió que avanzara también por tierra hacia aquella laguna y que allí lo esperara, y que si no regresaba en un tiempo razonable no se ocupara de él. Las precisiones eran necesarias porque en tan desastradas circunstancias todo podía pasar: el barco iba sujeto a los impredecibles azares del río. En el primer momento Pizarro aceptó esas frases de su primo con naturalidad, y nos despidió efusivo y confiado, pero tiempo después tuvo que recordarlas e interpretarlas de otro modo.
¡Cómo sabe engañarnos la esperanza! El jefe de la expedición no podía saberlo, pero acababa de abrirse en su vida la estrella más negra. Al rumor de esas palabras con que autorizaba nuestra exploración, el destino estaba trazando sobre su frente una vuelta fatal. Nadie puede saber cuándo empiezan las cosas, pero esa decisión de un instante fue definitiva para que con los meses sus agravios se sumaran a sus fracasos, y para que un día la ambición añadida al rencor lo convirtieran en el mayor rebelde de estos tiempos. Aquel día en el río se decidió secretamente que Gonzalo Pizarro se haría dueño del Perú, que tendría el arrojo de hacerse gobernador y aun la locura de pretenderse rey. Y fue también el giro de esa hora lo que hizo que al cabo de unos años su cabeza rodara sobre la tierra que estuvo a punto de ser suya, la tierra que él y sus hermanos habían manchado con la sangre del Inca. Pero es que hay días que se alzan entre los días, y ese del que te hablo decidió la suerte de cada uno de nosotros. Si yo soy quien soy, si estoy aquí hablando contigo, es porque el destino hizo que fuera uno de los hombres del barco.
Pudo ser mi juventud lo que determinó que yo fuera de los primeros en ser embarcados, al lado de los más hábiles en rastrear, de los buenos cazadores, de los que dirigieron la construcción del bergantín y de los marinos avezados de la expedición. Un barco como aquel podía llevar normalmente veinte hombres: la necesidad de provisiones y lo breve de la travesía proyectada hicieron que subiéramos casi sesenta, bajando a tierra algunos de los más enfermos, y que emprendiéramos el viaje, tratando de encontrar un alimento menos innoble y de romper el cerco que nos acorralaba contra las ciénagas malsanas y la arboleda sin caminos.
Ya imaginarás que no teníamos lienzo suficiente para hacer unas velas, pero por eso te he dicho que fue una fortuna que lleváramos mantas y ropas. Muchas manos torpes y temblorosas cosieron con ellas a su tiempo lo más parecido a una vela cangreja que se podía hacer en aquellas circunstancias, y otras velas cuadradas. Para la ida contábamos ante todo con la inclinación y la fuerza del río, y para el regreso sólo podíamos confiar en los remos, y en algo que no teníamos aún: la fuerza que nos darían los alimentos que íbamos a encontrar.
Orellana siempre afirmó que había embarcado cincuenta y siete hombres. Pero fray Gaspar de Carvajal declaró en sus memorias haber contado cincuenta y seis en el momento de partir y haberlo anotado así en nuestros papeles de viaje, para descubrir más tarde que éramos en realidad cincuenta y siete. A mí me ocurrió lo mismo, y después me dije que quizá los que contábamos no nos incluimos en la cuenta, pero es extraño que nos haya ocurrido a los dos. Y debo confesar que ni él ni yo incluimos en la cuenta a los esclavos negros ni a los indios. De todos los indios que sobrevivían apenas tres subieron al barco, y eso porque Orellana entendió en el último instante que necesitaríamos intérpretes en caso de hallar las aldeas prometidas. Él escogió a dos de ellos, y yo me animé a recomendarle al silencioso Unuma, que era respetado por los demás, y que tal vez infundiría el mismo respeto a los nativos de los otros pueblos. Por lo demás, los seres más inadvertidos son a menudo los más importantes. Ya se sabe que los negros, que nunca figuran en la lista, son los que reman sin descanso todo el camino.
Llevábamos en el barco pocas armas; fuera de las espadas y las dagas, sólo cuatro ballestas, tres arcabuces y una mediana provisión de pólvora, porque nadie pensó en principio en ir a cazar nada: la esperanza era encontrar aldeas de indios, y ni siquiera previmos llegar a combatir por alimentos. Cinco de las piraguas de colores vinieron tras nosotros; en la primera parte del avance llevamos esa escolta, y quién sabe si algún indio invisible no habrá montado también en el bergantín donde nos hacinábamos, porque en adelante la mayor parte de las decisiones pareció tomarlas el río.
Todavía me parece ver los restos desbaratados de una expedición que había sido ostentosa y amenazante cuando salió de Quito diez meses atrás. Todavía puedo verlos despidiéndonos, llenos de esperanza, desde la orilla cenagosa del río, el día después de la Navidad de 1541: unos hombres demacrados y horribles, muchos desnudos, otros con los trajes desgarrados, enrojecidos los ojos, castigados por la intemperie, que movían los brazos llenos de esperanza diciéndonos adiós por unos días, sin saber que ese barco pesado de hombres al que veían alejarse sobre las aguas caudalosas no regresaría jamás.