Si algo estaba lejos de nuestra intención era alejarnos demasiado por el río. Todos sentíamos la necesidad de volver, porque uno prefiere lo conocido, porque es poderosa la fuerza que une a los que comparten una misma desgracia, y porque allí no sólo quedaban compañeros de viaje sino algunos amigos entrañables por los que habríamos dado la vida.
Descendimos el día entero sin encontrar provisiones y comprendimos, tarde, que había sido un error no llevar recursos para siquiera tres días de viaje. La certeza de que bastaba descender un poco para encontrarlos nos había hecho partir casi sin víveres. Nada nos deslumbró tanto al comienzo como la sensación de libertad de ir navegando, de avanzar sin esfuerzo cuando hasta el día anterior cada paso nos resultaba doloroso. Descubrimos también el extraño silencio, lleno de todos los sonidos de la selva. El rumor blando del agua, los gritos de los pájaros, cada uno con su ritmo y su timbre, nos parecieron música.
Ahora bastaba remar un poco y dejarse llevar, mantener el rumbo por el centro del río, las dos orillas a la vista. La primera noche pasó, vigilante y ansiosa, pero al promediar la tarde del día siguiente, un tronco muerto, fijo en medio de la corriente, nos sumió una tabla del casco, y el barco empezó a hacer agua por su peso con tanta rapidez que, de no ser porque estábamos cerca de una isla en mitad de la corriente, nos habríamos hundido sin remedio. Sacar el agua y remendar la avería nos tomó el resto de la tarde y la noche, y sólo a media mañana pudimos emprender el viaje de nuevo. No habíamos encontrado alimento confiable: era nuestro deber seguir buscando esas despensas que nos habían anunciado y que esperaban con tanto afán los que se habían quedado en la orilla.
Sin cesar desembocaban por la derecha nuevos arroyos y ríos, y el caudal que nos llevaba corría tanto que a cada hora sentíamos más la angustia de los que se quedaron. Completamos tres días sin encontrar ningún poblado, acabamos con toda cosa remotamente masticable, y comprobamos qué torpe había sido nuestra idea inicial de volver enseguida. Emprender el regreso sin alimentos era más insensato que seguir el descenso y la búsqueda, pero al cuarto día ya nos atormentaba el hambre y sólo vino a distraernos la confluencia del caudal que nos llevaba con las aguas de un río todavía más grande. No era un río desembocando en el nuestro, era una avalancha de trescientos pies de ancho: de repente nos vimos arrastrados por la corriente salvaje en un solo río inmenso, y antes de que pensáramos en impedirlo, la tarde nos llevó aguas abajo viendo las arboledas que se prolongaban por ambas orillas.
Así llegamos al último día del año, que ya nos parecía el último día de la vida, y fue entonces cuando fray Gaspar de Carvajal y el otro fraile que venía en el barco, fray Gonzalo de Vera, decidieron celebrar una misa de náufragos en la cubierta del barco, como las misas que se celebran en alta mar, no sólo para despedir el año horrible sino para implorar a Dios que el nuevo no nos saliera peor. Los hombres que lidiaban con los remos y mantenían un pulso con la corriente asistieron de lejos, pero todos los otros, incluso los aterrorizados indígenas que nunca se habían visto navegando así sobre aguas turbulentas, escuchamos aquella voz que hacía resonar sus solemnes palabras latinas sobre la selva bulliciosa. Yo, que era el más joven, agité la campanilla cuando el sacerdote vestido de soldado con cota de malla alzó la hostia, el único alimento que quedaba y que él escondía con el celo de un guardián del firmamento. Puse en su cáliz de oro unas avaras gotas de vino, y él lo levantó como si quisiera alzar vuelo, intentando conjurar con la Carne y la Sangre el rostro inexpresivo de aquella selva, pero en el cielo abrumador del verano las nubes se ennegrecieron anunciando tormenta.
Ahora sé que los hombres del real que quedaron en la playa nos aguardaron muchos días. Habíamos prometido en caso extremo esperarlos más adelante, sin sospechar que entraríamos en aquel torrente, y sé que días después llegaron a la confluencia esperando el reencuentro y no hallaron ni sombra del bergantín y de los tripulantes. Entre maldiciones y lágrimas vagaron unas tardes consternados antes de emprender el regreso, por el odioso camino lleno de osamentas y de tristes recuerdos. Ese regreso tuvo que ser mucho más miserable de lo que había sido el avance desde la muralla de nieves perpetuas de los montes quiteños, y sé que al fin, después de mil hambres, de cientos de muertes y de muchas más agonías, unos hombres desnudos y decrépitos, barbados y amarillos, salieron otra vez con sus llagas a padecer el hielo de las altas montañas. No muchos se salvaron, y el capitán Pizarro entabló una querella ante el emperador, acusando a su primo Orellana, y por lo tanto también a nosotros, de premeditada traición. Dura palabra es esa cuando se viaja por reinos remotos en manos del destino, cuando necesitamos más que nunca la lealtad de los otros.
Yo no sé qué designios habría en la mente de Orellana, y no puedo jurar que las decisiones del azar no coincidieran con sus anhelos secretos, pero te aseguro que no sabíamos cómo remontar la corriente en aquel barco. Ya te he dicho que nunca antes se había visto en las aguas encajonadas de la cordillera un barco de tales dimensiones: ni Juan de Alcántara ni nadie sabría manejar un bergantín español contra aquella corriente. Pero debes pensar también que el barco estaba diseñado para veinte hombres y casi sesenta nos amontonábamos en él, temiendo a cada instante que los leños y los rápidos de la corriente lo hicieran voltear en las curvas.
El rencor de Pizarro duraría lo que le duró la cabeza sobre los hombros, pero la verdadera responsable de que nunca volviéramos fue la fuerza del río. Y tengo que contarte algo que entonces me pareció incomprensible: es tal la fuerza que imprimen al agua los ríos y los ríos que desembocan sin tregua sobre la gran serpiente, que el caudal es poderoso incluso cuando ya se explaya por las llanuras de Omagua, donde se esperaría que el agua fuera mansa, mansa y lenta. Esa fuerza de émbolo hace que el río siga corriendo poderoso, que su mole de agua y de trombas de fango y hojarasca no se precipite arrastrada por el abismo sino empujada por la fuerza de sus orígenes.
Mucho se discutió después sobre la supuesta traición de Orellana, y el propio capitán tuvo que ir en persona a desmentir las cosas que se decían de él en la corte. Tuvo suerte de no encontrarse otra vez con Pizarro, porque el primo colérico no lo habría perdonado, aunque desplegase ante él todos los argumentos. Tú has visto que hace poco, aquí, en Panamá, ni siquiera a mí me perdonaron haber sido parte de esa navegación, haber salido vivo de ella. El hombre rencoroso necesitaba que Orellana fuera culpable para sentirse justificado en su ira: no se deja abandonado a un Pizarro en medio de la selva y del hambre, así lo decidan todos los ríos del mundo.
El odio es persistente. Tiempo después, ya absuelto Orellana y reconocido por la Corona como gobernador de los territorios que habíamos descubierto, a los que llamaron Nueva Andalucía, cuando su sueño de conquistar lo trajo de nuevo desde España hasta el río, ¿no te parece extraño que no repitiera su viaje bajando de los montes quiteños, por el río ya conocido que desemboca en el Napo, sino que haya tratado de explorarlo en sentido contrario, entrando por la desembocadura? Esa decisión no respalda el argumento de que los barcos son ingobernables río arriba; pero creo que Orellana intentó su viaje contra la corriente para no encontrarse de nuevo con ese primo violento que pasó el resto de la vida pensando en degollarlo. El primo que ahora preparaba su tiranía en las montañas del Inca, exaltado en gobernador del reino, deseoso incluso de ser rey, y que no dejó de odiar y de maldecir a Orellana hasta que el padre La Gasca lo quebró como a un junco. De modo que la muerte se lo llevó primero, después de haber querido coronarse por mano propia para mostrarle al mundo todo lo que es capaz de intentar un Pizarro.
Peligros más grandes esperaban a Orellana por el camino, y cuando Pizarro fue ejecutado ya el pobre capitán Orellana no era más que un esqueleto pelado por los pájaros en la desembocadura del río de las Amazonas, a las puertas del mundo que habíamos descubierto y del que creía ser el gobernador porque así se lo decían unos títulos de la casa de Austria. Ahí tienes una buena prueba de la vanidad de nuestro orgullo: ese mundo del que una vez había salido ileso Orellana, tras mil penalidades, cuando no era más que un capitán invisible, no lo respetó cuando ya venía cargado de títulos y de poderes. La selva no se inclina reverente ante los mandatos de Carlos V y de su hijo Felipe, y legiones de criaturas limosas devoraron los títulos con sus lacres solemnes.
En sueños vi una vez ese fardo de huesos diciéndome con tono amenazante que nadie escapa dos veces a la furia del río, y al despertar me pregunté con asombro por qué Orellana, habiendo sobrevivido a la muerte que cada día nos mostraba su cara por el camino, con flechas barnizadas de curare y con el aguijón de los mosquitos que inyectan la fiebre, con borrascas y hervideros de peces carnívoros, con ojos de culebra agazapada bajo las piedras y con lanzas que salen sangrando al otro lado, volvió después a rendirse ante todo aquello de lo que había milagrosamente escapado.
Pero quieres saber cómo fue el descenso por el río. Más fácil es para mí recordar los primeros días que todo el tiempo que fuimos después navegando. Cada experiencia nueva se graba en la memoria con la fuerza de una amenaza o de una catástrofe. Al sexto día de ir bajando sin saber a dónde, ya eran tantas el hambre y la escasez que empezamos a buscar todas las cosas de cuero que nos quedaban: correas, trozos de alforjas y secciones de botas empezaron a caer en el agua que hervía hasta que parecían ablandarse, las adobábamos con hierbas desconocidas, y también fue repulsivo intentar encontrar algún sabor en esos cueros curtidos y viejos, llenar el vientre con residuos que después de ser fardos y ataduras, prendas y adornos, recuperaban su condición animal y se improvisaban como alimentos. Quizás en ese momento pudimos haber regresado, pero ya la corriente era muy fuerte, nuestras fuerzas muy pocas, y aún no teníamos nada que ofrecer a los que abandonamos. Volver era más peligroso, y sobre todo inútil, de modo que escogimos de dos males el menor, y tomamos la decisión de seguir descendiendo, hasta ver si la suerte se apiadaba de nosotros.
Sólo una vez por esos días nos acercamos a la selva; algunos hombres fueron en las piraguas a la orilla y después se metieron en las montañas, donde comieron hierbas y cortezas de árboles. Al regresar, unos parecían borrachos y los otros casi habían perdido el juicio, de modo que a nada le tomamos más miedo que a probar hojas o lianas de la selva sombría, y únicamente las raíces que ya antes conocíamos fueron de vez en cuando nuestro último recurso, salvo, ahora que recuerdo, cuando cinco de los nuestros se perdieron por los meandros de Tupinamba y vieron los seres diminutos, pero ya habrá tiempo de hablar de ello.
Aquel día de año nuevo de 1542 a algunos les pareció oír tambores en la selva cercana, y todos nos pusimos a escuchar con una ansiedad que daba lástima. Pero no se oyó nada más, aunque pasamos un día inmóviles y alerta, tratando de descifrar algún murmullo humano entre los mil sonidos de la selva, gritos, chillidos, rugidos, cosas densas que caen allá lejos, ecos tristes del mundo intraducible, y sonidos articulados de pájaros o de bestias que parecen el rechinar de una puerta, el rasgar de una tela, el estertor de una agonía abandonada en las ramas.
Algunos querrían echarse a llorar pero de eso tenían más miedo que del hambre, ya que el que llora se entrega a su miseria. El capitán nos consolaba, y oyendo sus palabras y royendo raíces nos dejamos llevar por el río, ya sin remar, ya sin hacer esfuerzos, incapaces de movernos sobre la cubierta, apenas evitando que la corriente nos llevara a la orilla, convencidos de ir viajando en un bergantín no hacia los peligros del mundo sino hacia la muerte que esperaba dentro de cada uno de nosotros.
Entonces resonaron otra vez los tambores.