16.

ESTA VEZ LOS SONIDOS
ERAN TAN INDUDABLES








Esta vez los sonidos eran tan indudables que fray Gaspar se extasió oyéndolos desde la cubierta, y por su buen oído educado en los claustros nos señaló que había por lo menos tres clases de tambores que se llamaban y se respondían: “Tienen su contra, su tenor y su tiple”, nos dijo. Ya no eran rumores lejanos, los tambores llenaban el mundo y nos hicieron sentir que las selvas a lado y lado, que habíamos imaginado despobladas en los días anteriores, estaban atareadas de gente. El único que no pudo oírlos al comienzo fue Hernán Gutiérrez de Celis, el mejor arcabucero de la compañía, que tal vez se había especializado en ese oficio porque oía mal y no padecía por ello la explosión de la pólvora y el estruendo de los disparos. Encontrar pueblos indios equivalía sobre todo a encontrar alimentos, pero la felicidad que daban los tambores se oscurecía con presagios de batallas y veneno de flechas, de modo que con las últimas fuerzas celebramos esa música preparando ballestas y arcabuces, petos y yelmos, manteniendo al alcance de la mano las casi insostenibles espadas.

Poco después se manifestó por el río una aparición milagrosa: eran cuatro canoas llenas de indios. Hicieron alto de pronto, ante el espectáculo inesperado de nuestro bergantín; se hablaban unos a otros señalando hacia el barco, dieron la vuelta entre maravillados y espantados, y otra vez se perdieron como fantasmas bajo las arboledas en una de las curvas del río. Remamos con más fuerza, si puede llamarse así al desaliento con que nuestros hombres trataban de empujar los remos largos, y muy pronto vimos aparecer una playa con sus casas atrás, entre los árboles, y cantidad de seres desnudos en la orilla, que parecían asistir a un ritual incomprensible, todos inmóviles, silenciosos y tensos, mientras persistía la algazara de los tambores, al fondo, selva adentro.

La certeza de que habría algo que comer nos hizo más valientes, pero cada minuto estaba lleno de esperanza y de angustia. Bien aconsejados por el capitán, que nos predicaba entereza de ánimo, en un último impulso bajamos casi todos a un tiempo del bergantín, con las ballestas y los arcabuces dispuestos, y algo serio verían los escuadrones desnudos de la orilla porque se fueron replegando lentamente, casi diría yo que se fueron sustrayendo a nuestra mirada como hojas que se pliegan y flores que se cierran, y no supimos cuándo desaparecieron por completo a medida que avanzábamos hacia ellos. Dos de los nuestros, Sebastián de Fuenterrabía y Diego Moreno, se desmayaron entrando al poblado, porque venían en el límite de la resistencia. Hallamos qué comer por todas partes, e hicimos un esfuerzo para no engullir hasta hartarnos, por la debilidad extrema que padecíamos, pero manducamos como unas bestias tristes, aunque tan recelosos que teníamos en una mano las viandas, peces o tórtolas o panes de yuca, y en la otra el pesado hierro al acecho; un ojo en los manjares y otro en el caserío y en la playa.

Las tímidas canoas pasaban lejos, los remeros se demoraban un instante para mirarnos, como espantados, y empujaban el agua de nuevo, con más relatos que contarles a los que estaban ocultos en la selva. Muchos de nuestros hombres habían estado antes en encuentros con indios que no sabían nada de España y de sus gentes, pero para mí aquello ocurría casi por primera vez. Dijeron que todo se repetía idéntico: que los indios cautelosos y tímidos pero llenos de curiosidad no tardaban en aparecer de nuevo, como vuelven los pájaros; querían aproximarse, tocar con sus manos las armaduras y las barbas. “A veces hay que cuidar que no tomen las espadas por el filo, porque desconocen tanto estos metales que los he visto cortarse con ellas mientras las acarician”, dijo Cristóbal de Segovia, que ya había recorrido casi todas las Indias conocidas.

A ese sí que lo recuerdo: había visto surgir islas en el Caribe y guerreado en aguas de Nicaragua, fue fundador de Quito con Belalcázar, y llevaba un paraíso en la memoria, porque había sido de los primeros en llegar al valle de samanes de Lilí, donde fundaron a Cali, y donde cierto cacique Pete coleccionaba pieles de enemigos. Siempre volvía a hablar de las colinas frente a un valle infinito, pesado de ceibales y liviano de garzas, donde saltaban en las ramas altas los monos diminutos, donde se perfilaban palmeras contra el cielo radiante, donde se duplicaban en el agua los macizos de orquídeas, y una brisa corría al atardecer densa de perfumes, y la Luna rojiza y enorme del verano brillaba suspendida sobre lagunas vegetales. Ahora venía de las guerras de Timaná y de los gualandayes de Neiba, donde dejó en custodia varias encomiendas, pero con uno de sus subalternos, Benito de Aguilar, no pudo resistirse en Quito a la tentación de la canela y a pesar de ser rico andaba por la selva tan hambriento como nosotros.

Más allá del título que le había dado Pizarro, Orellana era de verdad nuestro líder. Tomó la decisión de ir hasta el barranco frente a las aguas y empezar a llamar a los indios que pasaban en las canoas, modulando palabras en los idiomas caribeños que a medias comprendía, y consiguió que algunos se acercaran, atendiendo a sus maneras suaves y al galimateo de su lenguaje. Ayudado por los indios de nuestro bando les preguntó quién era su jefe, y con palabras vagas y con señas inciertas pidió que ese gran señor viniera a saludarnos, porque se proponía ser su amigo y pactar con él provechosas alianzas. Logró entender que se llamaba Aparia, y que gobernaba una gran extensión de la selva.

Lo cierto es que los nativos fueron a llamar a su rey, y finalmente, rodeado por hombres numerosos que lo trataban con gran reverencia, el propio Aparia vino, con plumas de colores en diadema, collar de oro y colmillos, y un bastón rumoroso de cascabeles. Orellana lo recibió con ceremoniosa cortesía, y le ofreció como presentes trajes de los nuestros, que aquel señor apreció mucho, y un rosario de cuentas de cristal, la rosa hecha de rosas, de dos que llevaba, con la esperanza de que esa cadena mística atrajera al jefe a la religión de Cristo. Pero el gran jefe se lo enrolló enseguida en la muñeca, donde tenía otros brazaletes, y nadie tuvo la oportunidad ni el tiempo de enseñarle a repetir cien veces el saludo del ángel a la joven inmaculada. Más tarde fray Gaspar deploraría haber abandonado ese rosario en manos de un idólatra, porque tuvo que improvisar uno con semillas rojas de la selva y le dolía rezar con un instrumento que se parecía más a un collar de indios que a la reliquia celeste que Domingo el santo recibió de manos de la Virgen para luchar a rezos contra los albigenses.

Nos costaba creer que el capitán lograra comunicarse, pero Aparia le dijo que eran trece los grandes señores de esa selva, y Orellana le pidió con urgencia que los invitara. Hallar gentes distintas trae siempre consuelo y zozobra: si nos alivia de la soledad, nos lleva a descubrir cosas que son posibles y que no concebimos, o cosas que ya estaban en nosotros y que no podíamos ver. En la canoa ya está el barco, pero llegar a él requiere orgullo y ambición, la decisión de desafiar al abismo y de someter el viento a servidumbre. En el arco y la flecha ya está la ballesta, pero llegar a ella exige una multiplicación del rencor o del miedo, la decisión, no de matar, sino de prodigar la muerte. Y cuántas cosas habría que decir del abismo que hay entre la desnudez cubierta de tintas y de sortilegios, de plumas y de cascabeles, y los trajes que no sólo nos amparan del mundo sino que nos protegen del pecado y nos ocultan de nosotros mismos. Esas cosas que no se dicen llenaban las miradas de recelo y los pechos de miedo.

Algunos de los jefes llegaron dos días después, contando que los otros estaban muy lejos por el río y la selva y tardarían demasiado en llegar. Y Orellana les habló con gestos vigorosos del gran emperador del que era emisario, del santo papa y de sus catedrales, y trató de hacerles entender también cómo era el Dios que nos enviaba, y cómo estaba in excelsis rodeado por nubes de ángeles, pero esta parte del discurso no pareció interesar tanto a Aparia y a los otros reyes. Menos les gustó que el largo relato pretendiera informarles que a partir de aquel momento todos ellos eran súbditos de tan importantes señores, y Aparia preguntó por qué no venían en persona aquellos príncipes para poder apreciar su valor y grandeza. Otro rey dijo que si tales monarcas gobernaban reinos tan magníficos como los que Orellana describía, qué interés podían poner en estas selvas sólo aptas para gentes capaces de cazar y de remar, cuyos reyes tienen que saber conversar con el árbol grande que trae las lluvias y con el pez que salta por las nubes y con la gran serpiente que pobló el mundo.

Viendo que cada vez era más difícil entender lo que decían, Orellana no insistió en el deber de los reyes de someterse, pero estos seguían extrañados de que emisarios de reinos tan poderosos tuvieran que andar mendigando maíz y casabe y carne dulce de los peces del río, pero a pesar de tantos misterios le ofrecieron a Orellana que se quedara el tiempo necesario, y que dijera qué requería. Siete de nuestros hombres estaban muy enfermos por las privaciones del viaje, y todos de verdad necesitábamos ayuda. El capitán pidió comida y bebida en abundancia para su compañía. De lado y lado había ojos de asombro: los nativos estaban maravillados como quien ve aparecer ángeles o demonios, y nosotros estábamos pasmados como quien descubre la locura o la inocencia. Los reyes retornaron a sus comarcas, y en adelante todos los días vinieron indios en canoas a traernos frutas y carnes y casabe y maíz, y tendieron hamacas para todos.

Fuenterrabía y Moreno intentaron comer pero murieron casi enseguida. Otros cinco viajeros no lograban sobreponerse a la fiebre y a la debilidad, y verlos morir de hambres pasadas cuando ya había comida de sobra fue cruel para nosotros. Cada bocado milagroso tenía el gusto amargo de haber llegado tarde para Mateo de Rebolloso, el valenciano, que nunca pudo digerir la carne de perro; para Juan de Arnalte, que había aprendido a hacer sextinas en Provenza, y trenzaba poemas incomprensibles, pero sufrió con su vientre por todo el camino; para Rodrigo de Arévalo, uno de los fantasmas de Orellana y el que padeció más la travesía; para Alvar González, un asturiano labrador de remos; y para Juan de Aguilar, que había nacido en Valladolid, en la vecindad de la corte, y que fue el único para quien la expedición no fue un fracaso, porque en sus últimas horas febriles creyó que habíamos llegado al País de la Canela y murió viendo en su delirio todas las cosas que habíamos soñado: los bosques rojos de canela, las cascadas espléndidas, las barcas perfumadas por los ríos, los árboles cantores, los conciertos de pájaros y los pueblos asfixiados de flores.

Los indios sucesivos que nos traían los alimentos llevaban sobre el pecho collares de oro, portaban el agua en vasijas de ese metal luminoso, e incluso alguna vez trajeron llena de frutas una bandeja de oro que nos quitó el aliento. Pero Orellana nos había prohibido mencionar siquiera el oro que veíamos, para que no descubrieran que lo teníamos en gran estima. Nos costó trabajo no pedirles aquellos objetos, porque eran tan dadivosos que querían darlo todo, y parecían felices si nos veían contentos, aunque el demonio que uno lleva dentro lo hiciera sospechar una traición en cada pecho y desconfiar hasta de la más espontánea sonrisa. Y no hubo día en que los indios no hablaran de un gran señor de la selva, aparentemente más poderoso que Aparia, al que llamaban Ica.

En las propias orillas de Aparia, Orellana nombró como escribano a Francisco de Isásaga, quien dejó registrada la toma ilusoria de aquel reino en nombre de Carlos Imperator y la paz celebrada con los jefes indios. Digo ilusoria porque tomar posesión de un reino de la selva una tropa extenuada y hambrienta que sólo podría estar unos días y que nada sabía de ese mundo, era apenas una ficción notarial. El capitán nos advirtió enseguida que el barco en que viajábamos no sería suficiente. Era preciso armar un bergantín más grande si queríamos que la aventura tuviera esperanzas. Allí empezó otra vez la discusión sobre las maderas convenientes, que por suerte abundaban, y otra vez fue la falta de clavos el principal obstáculo.

Hubo momentos de esta conquista en que la falta de herraduras volvió pedazos los cascos de los caballos y dejó a las bestias inhábiles para la marcha. Nadie ha olvidado aquel momento cerca del adoratorio de Pachacámac cuando Hernando Pizarro, falto de hierro, tuvo que ordenar a sus herreros forjar herraduras de oro con clavos de plata para todos los caballos de la expedición. Nadie podía ver aquello como un lujo, sino sólo como un desventurado derroche, pero el trote de las bestias bajo el sol produjo en las pupilas un centelleo de fábula. Por suerte para nosotros las herraduras ahora inútiles que llevábamos en el barco volvieron a ser nuestro auxilio. Había que hacer carbón y muchos nos internamos en la selva, hacha al hombro, para traer el alimento de los hornos. El trabajo fue tanto que logramos martillar hasta cien clavos por jornada, y al cabo de veinte días ya acumulábamos casi dos mil para construir la nave.

No había acabado esa faena cuando empezamos a notar a los indios menos solícitos en sus atenciones, ya la comida llegaba con desgano, y se hizo evidente que se estaban cansando de nosotros. No sabían si éramos hombres o dioses, pero hasta los dioses fatigan cuando la visita se alarga. Nos habían atendido con esmero por ser huéspedes desconocidos, o tal vez por ser muchos, o quizá por haber mostrado al comienzo cierta ferocidad. Eran indios pacíficos, todavía nos miraban con cierto pasmo y hacían movimientos extraños rezongando oraciones o conjuros, pero había cosas que no nos entregaban directamente sino que las dejaban en ciertos sitios para que las encontráramos cuando ellos ya se habían alejado, como si fuera para ellos importante que nos pareciera milagroso su hallazgo. Fue fácil advertir que ya querían que siguiéramos nuestro camino, y pospusimos, para cuando las circunstancias fueran propicias, la construcción del barco nuevo.

Lo que más nos retuvo en esas playas fue la fabricación de los clavos, y la certidumbre de que aquel país benéfico, con abundante comida y buen descanso tras tantos meses de penurias y horrores, era un regalo que había que aprovechar. Para lo que faltaba, más nos valía estar en buenas condiciones y con la salud restaurada, de modo que, gracias a la alimentación y al intenso trabajo, cuando llegó la hora de alejarnos del reino de Aparia habíamos recobrado el vigor que tuvimos antes de atravesar la cordillera.