A medida que descendíamos el río iba cambiando, aunque más bien debería decir que el río inicial nos había arrojado a otro más grande, este a su vez a un tercero inmenso, y cada semana teníamos la sensación de estar en otro río, en otro mundo. El cauce que navegábamos se había ensanchado de modo considerable, y pululaba a sus lados una vegetación más y más desconocida. Las hojas en las ramas parecieron crecer sin cesar; las arboledas, que se cerraban tanto al comienzo sobre la orilla que por largas extensiones desaparecían la playa, ahora se apartaban, dejando al mundo convertido en un desierto de agua iluminada. Las selvas prietas en la distancia formaban una sola cosa con su reflejo, y daban la ilusión de que había sólo una larga franja de bosques flotando en el cielo.
Lo mejor que habíamos hecho en los pueblos de Aparia era aprender a sobrevivir con los recursos del río. Claro que nadie aprendió a pescar con lanza como lo hacen los indios, ni a cazar pájaros con cerbatana, pero aprendimos a escoger los sitios donde pescar con caña y anzuelo, y supimos bien dónde dejan las tortugas charapas sus centenares de huevos en las islas en medio de la corriente, ya que desde entonces fueron huevos de tortuga nuestro principal alimento.
Todos los días rezábamos con la más sincera de las devociones, que es la que nace de la desesperación: nunca en nuestras vidas habíamos necesitado tanto a Dios. Pero es bien distinto rezar en un templo, donde todo supone su existencia y su amparo, que improvisar un culto entre orillas salvajes, sobre el lomo mismo de la serpiente. Apenas sostenidos por una fe de náufragos, a medida que avanzábamos vimos que en lugar de salir parecíamos internarnos más y más en un mundo innombrable, y las oraciones de fray Gaspar acabaron siendo nuestro último vínculo con el mundo del que procedíamos. Un hilo de sílabas latinas a punto de reventarse en el estruendo de las aguas, ruegos más débiles que el grito lejano de las guacamayas y que el chillido de los monos en las ramas altísimas. La fe robusta del comienzo parecía al final a punto de mezclarse con creencias más turbias, en la vecindad de lo desconocido y ante la cara escuálida del hambre.
Si en los primeros meses de la selva nos había causado malestar devorar a los buenos caballos y repulsión masticar trozos de carne de perro apenas asada con un poco de sal, ahora en ciertos tramos esas bestias eran mención de esplendor para los huéspedes hambrientos de un barco desbocado, que dudaban en acercarse a la orilla temiendo las flechas sigilosas y las cosas secretas. Cuantas veces intentamos desembarcar, hacer campamentos, sentir firmeza de tierra bajo nuestros pies, descansar de esa sensación de vértigo que produce el ir siempre sobre la corriente inestable, a merced del pesado declinar de las aguas, sentimos algo hostil en el aire que no siempre se resolvía en flechas o en insectos. Era un clima de horror impreciso, la conciencia de haber llegado a un mundo ajeno, donde nada nos comprende y donde casi nada comprendemos.
Al amanecer, entre espesos vapores, la selva era un fantasma lleno de gritos lúgubres, después una luz amarilla lo iba envolviendo todo. Desde el barco podíamos oír el bullicio de las arboledas, chillidos y silbos, crujidos y alborotos, saltos y caídas, el zumbar de los insectos, el chirriar de cigarras estruendosas, y a veces el rugido de un gato grande de la selva que se afirmaba en las ramas altas de un árbol. Después el calor se aquietaba como una capa de vapor sobre nosotros, el cielo se iba llenando de pequeñas nubes todas con la misma forma, pasaban volando pájaros enormes de plumas de colores, y hacíamos vanos intentos por pescar ya que la cacería estaba prácticamente vedada. No podía haber mejor fiesta que avizorar islas en medio del río, porque en ellas solía haber tortugas desovando nuestro más codiciado alimento.
Cada cierto tiempo bajaban nuevos tributarios al caudal que nos llevaba en su lomo, unos pequeños y mansos, transparentes riachuelos donde nos habría gustado sumergirnos a la hora de más calor (si fuera posible despojarse de aquellas estorbosas corazas, de aquellos colchados cautelosos), y ríos grandes y densos, que se precipitaban en un desorden de aguas y cielos, haciendo crecer más el torrente que nos arrastraba.
No teníamos nombres para los peces que a veces salían del espeso cauce del río, y si ahora sé nombrarlos es porque finalmente aprendí algunas cosas de labios de los indios. Nunca, a lo largo de aquel viaje, pronunciaron nuestros labios palabras como cachama o piraña, como curimatá, pirahíba o atuy, aunque de todos esos peces nos alimentamos en las escasas pero no siempre ingratas comidas del barco, casi sin espacio para cocer los alimentos, sin una cocina que mereciera tal nombre. Íbamos más holgados, ya menos de cincuenta viajeros repartidos en dos naves a las que igual poco les faltaba a cada tumbo para zozobrar. Todas las funciones corporales se convertían en pesadumbre, y a medida que avanzábamos la ropa que sacábamos de la bodega se iba transformando en jirones abyectos que forraban los cuerpos o que pendían de ellos ya sin forma precisa.
Muchas otras criaturas aprenderíamos a reconocer después. Vimos en los lagos laterales delfines rosados y grises, que nos hicieron pensar por error que el mar estaría muy cerca, y vimos en las praderas de plantas acuáticas grandes manatíes que comen sin cesar. Sólo mucho después logré conocer los nombres que les daban los indios a criaturas que habíamos visto en abundancia y a las que les habíamos dado nombres provisionales o caprichosos, como los caimanes de los afluentes a los que llamábamos dragones de fango, como los caimanes blancos a los que Alonso Márquez llamaba salamandras mortales, y como los assáes, los grandes caimanes oscuros de hasta seis metros de largo a los que siempre llamábamos cocodrilos níger. El mundo se fue llenando de criaturas extrañas, como los potros acuáticos de hocico puntiagudo que los indios llaman dantas, o esas descomunales serpientes que se nos antojaban leviatanes, que se enroscaban en las ramas y que nos hacían creer por momentos, no que estábamos perdidos en una tierra ignota, sino que por algún conjuro nos habíamos reducido de tamaño, y éramos ahora como un pequeño grupo de hormigas flotando en un leño a la deriva, bajo la majestad y el horror de los bosques inmensos.
No sabíamos dónde estábamos ni sabíamos a dónde íbamos. Pasaban en las mañanas y en las tardes las nubes del bullicio, bandadas estridentes de loros verdes como un florerío de gritos de agua; veíamos a veces polluelos con uñas en las alas aferrados con ellas a las ramas, y vuelos de garzas y de ibis, y aves largas como cigüeñas pasando sobre las arboledas. Hubo después de Aparia un tramo de silencio y de tranquilidad. Mucho recuerdo unos pájaros con barbas de plumas y con crestas que se inflan cuando cantan, y lagartos pequeños de color verde esmeralda que pasan corriendo sobre el agua, y salamandras de cresta azul oscura, y un grillo del tamaño de una mano que al alzar vuelo desplegaba unas alas moradas y rojas. Recuerdo el vuelo continuo de las guacamayas de colores vivísimos, y todavía nada me parece más sorprendente que esos monos diminutos de caras leonadas, que caben en la palma de una mano y que chupan como niños la goma de los árboles.
Todo ocurrió hace más de quince años, y eso para mí marca un abismo de distancia. En aquel tiempo, cuando este continente llevaba medio siglo de haber sido encontrado, era fácil creer que el mundo tenía fin, que en alguna parte de las aguas sin freno y bajo el cielo nuevo podía aparecer el despeñadero por donde nuestra nave se precipitara en el vacío. Después de los viajes de Colón y de los posteriores, la evidencia de la redondez de los mares no borraba en las almas el recuerdo de que la Tierra era plana, de que había un abismo final, y aunque ya los viajeros por los mares estaban ciertos de que al cabo de las semanas, cuando nuevas estrellas giraran sobre los meridianos y los paralelos, la enorme tierra firme se abriría ante ellos, todos mirábamos el horizonte con aprensión, sospechando un espejismo, temiendo ver asomar la sima aterradora que siempre habían presentido los pueblos.
Nuestra situación era grave y extraña. Bajando de los hielos de Quito, de montes fríos y rocosos, y descendiendo por bosques que se hacían de hora en hora más cálidos, los españoles veían cambiar los climas, la vegetación y las bestias, como si el mundo se desordenara, como si se enloquecieran los árboles, pero ahora sentían lo que sentiría un hijo de Flandes o de Inglaterra si advirtiera que en medio de las nieves del invierno sale un sol estival y los árboles se llenan de hojas. Una gratitud mezclada con espanto, porque es preferible un frío insoportable que respete las leyes del tiempo, a una dulce tibieza que las violente y que sólo puede ser preludio de catástrofes. Pero en eso no me les parecía: yo había nacido en islas de calor y huracanes, donde de enero a enero están vivos los árboles.
A pesar de la culpa de haber abandonado a nuestros compañeros en tierras donde necesitarían más de un milagro para sobrevivir, el accidente que nos puso en el río había sido nuestra salvación. Estábamos vivos, alimentando la ilusión de que al cabo de algunas jornadas, a juzgar por el caudal donde ahora se deslizaban nuestros barcos, el viaje tendría su desenlace, veríamos de nuevo algo conocido, volveríamos a tener voluntad contra la tiranía del agua, aunque nuestro destino fueran la miseria o la guerra.
Aquello era un milagro mezclado de horror y agravado por la pregunta de si la selva tendría fin algún día. Desayunábamos esperanza y merendábamos desesperación.”Un día más”, era el susurro de la mente, “un día más adentro de estas tierras sin fin”. Y siempre había una rana oculta en el barco puntuando con su silbo las horas, y había al atardecer murciélagos rojos al sol que mordían en su vuelo las frutas de las ramas. Y nos encomendábamos a Dios y a la suerte a la hora en que los playones se llenan de misterio, cuando con la primera oscuridad salen haciendo ruido de sus agujeros en los árboles las ratas espinosas.
Sabíamos que los muchos habitantes de esta selva serían cada vez menos cordiales. Al acercarnos se silenciaban los tambores, flechas de advertencia volaban de los bosques, gritos y aullidos empezaban a agitar los ramajes, a ensordecer las riberas, y cada vez era más fuerte la certeza de que las orillas estaban completamente habitadas. Íbamos recorriendo reinos populosos; tierra adentro habría más aldeas y a lo mejor ciudades. Era ya una aventura despojarnos de los yelmos empenachados y de las corazas ardientes, a pesar del calor y de la humedad, porque si algo habíamos podido comprobar era la increíble puntería de los flecheros indios, y más tarde tuvimos pruebas venenosas de esa destreza.
En el tramo central del viaje seguimos la norma de no orillar para que no se repitieran las experiencias amargas que ya nos habían hecho perder a dos hombres, y aceptamos seguir alimentándonos del condumio habitual. Pero por abundante que sea un solo alimento, pronto empieza a hostigar, y no perdíamos la esperanza de encontrar nuevas provisiones. Debo reconocer que fuimos menos viajeros de la selva que viajeros del río, y que tal vez alguien que haya penetrado en la gran red de los días voraces podrá contarte cosas que yo no supe nunca. Hasta este momento del camino, la selva no nos había mostrado su cara más feroz, y todavía tendíamos a identificarla con la cordialidad de los indios en el hospitalario reino de Aparia.