20.

UN DÍA DECIDIMOS EXPLORAR
DE NUEVO LA ORILLA








Un día decidimos explorar de nuevo la orilla, casi borrado el mal efecto de las experiencias pasadas. Encontramos un pueblo con asombroso acopio de víveres, y Cristóbal Maldonado se internó por él con doce compañeros a buscar provisiones. Habían ya capturado casi mil tortugas cuando las selvas, indignadas por el robo, respondieron con flechas. Ante las ráfagas de las ballestas, lo que atacaba se replegó, dejando a dos de nuestros hombres heridos, pero cuando Maldonado venía de regreso llovieron muchos indios sobre su tropa. Resonaban tambores tras los árboles, había un crotaloteo de cascabeles, y seis españoles padecieron los dardos, milagrosamente libres de veneno. Ya Maldonado ordenaba el repliegue cuando una flecha le atravesó el brazo, y un dardo enseguida se le clavó al sesgo en el rostro. Lo arrancó de la mejilla menos con dolor que con ira, y ni siquiera se limpió la sangre sino que allí mostró esa inflexible tozudez ibérica de no dar un paso atrás y no ceder por ningún motivo la victoria a los otros. Con la flecha clavada todavía en el brazo, maniobró con el otro la espada, dando ejemplo a sus hombres, pero ya los hijos de la tierra no sólo arreciaban sobre los doce sino que caían sobre el pueblo vecino donde se había quedado Orellana. El capitán exploraba las casas cuando irrumpió la gritería y se dieron a rugir los tambores, y allí el más joven de la expedición, que vigilaba a la salida del pueblo hacia la selva, se vio rodeado por cientos de nativos, y los mantuvo a raya con una daga en la izquierda y una espada de Toledo en la derecha, sin sufrir un rasguño, hasta cuando los soldados acudieron. Los atacantes eran más de trescientos. Había por el suelo nueve españoles heridos, pero los otros luchaban con desesperación, y cuando los indios por fin retrocedieron, un soldado, Blas de Medina, estaba tan enardecido que corrió tras ellos gritando y desapareció en medio de su muchedumbre con apenas una daga en la mano. Lo alcanzamos jadeante entre los árboles, solo, y con un flechazo en el muslo.

Juan de Ampudia, uno de los hombres de Maldonado, venía malherido, y no hubo manera de salvarlo. Un total de dieciocho heridos restantes se curaron con rezos, pues nada pudo hacerse más que arrancar los dardos que les roían las carnes. A Orellana se le ocurrió envolver los heridos en mantas y llevarlos al barco como si fueran sacos de granos, para no envalentonar a los que vigilaban desde las ramas, viendo tantos soldados cojos y sin fuerzas. Ya estaban desamarrados los bergantines, ya las manos empuñaban los remos, ya entraban en las naves los heridos cargados por los portadores, cuando en un parpadeo brotaron de la nada casi quinientos indios y apenas si los ballesteros desde cubierta lograron impedir que esas gentes de agua y de barro acabaran con los que subían.

Era ya de noche cuando los bergantines emprendieron el viaje: gritos y antorchas nos seguían desde la ribera. Aunque nos alejamos hacia el centro del río, a veces una flecha se clavaba en la borda, porque días atrás uno de los tripulantes había descubierto el modo de alimentar una lámpara con aceite de huevos de tortuga, y esa luz temblorosa, flotando sobre el agua, guiaba flechas precisas en la tiniebla.

Al día siguiente, muchos heridos y todos extenuados, nos detuvimos en una isla desierta para guisar tortugas y reponernos del combate, pero una muchedumbre de canoas cubriendo el río a lo lejos bogaba hacia la isla. Se habían preparado la noche entera con armas y con rezos para exterminarnos. Soltamos el tesoro de tortugas, y subimos a los barcos de prisa.

Entonces las canoas bulliciosas rodearon a los bergantines. El cauce del río se había estrechado por la vecindad de las islas, y por la orilla de la selva corrían también multitudes. Las canoas de colores se abrieron para dejar pasar las barcas de los sacerdotes, que venían desnudos, bañados de cal blanca, arrojando ceniza por la boca y moviendo grandes hisopos con cascabeles. Lo más increíble es que no se podía acertar en ellos con las ballestas, aunque les apuntaran los más diestros. Uno de nuestros hombres, tal vez Pedro de Acaray, dijo haber visto que las flechas se desviaban antes de tocarlos, pero nadie puede ver con tanta precisión en una batalla. De pronto callaron los tambores y los gritos en toda la selva, sólo se oían las palabras cantadas de los chamanes y el susurro de sus cascabeles, y fue el momento en que todos sentimos más miedo, porque era más terrible el silencio que todo el ruido atronador que había antes.

Sólo cuando los sacerdotes se alejaban recomenzaron trompetas, cuernos y las distintas voces de los tambores, y allí advertimos que sin saber cómo estábamos entrando por un brazo del río hacia la selva. Miles de indios y de árboles esperaban en las orillas y las canoas entraban tras nosotros. En la proa de una piragua central venía el jefe de todos ellos, un señor grande pintado de azul con diadema de plumas y un gran bastón en la mano. Y fue tema de todo el resto del viaje que precisamente Hernán Gutiérrez de Celis, que no había oído nada del canto de los hechiceros, apuntara el arma contra el jefe de los indios, y le rompiera el pecho de un disparo de arcabuz. Cuando lo vieron caer al agua, muchísimos indios saltaron de las canoas a rescatarlo, lo subieron de nuevo a la piragua grande, entre lamentos, y ya no persiguieron más a los bergantines.

Así salimos de la provincia de Machiparo; dejamos a la selva despidiendo con grandes ceremonias a su rey, y escapamos al embrujo de aquella región, que nos había dejado extenuados; pero pasaron muchos días antes de que nos atreviéramos a pisar la tierra de nuevo.

Cuando lo hicimos, uno de los exploradores fue fray Gaspar de Carvajal, quien tenía los sentidos atentos a todo porque desde el día de la firma del acta del nombramiento de Orellana había decidido llevar un registro de los acontecimientos, y aunque siempre tenía en los labios sermones y oraciones, tampoco desamparaba la espada. Pocos tripulantes sabían escribir, y ninguno tenía más méritos para ser el cronista del viaje que este sacerdote llegado al Perú con los primeros conquistadores en el año 33, traído por el propio Vicente de Valverde, el capuchino que le mostró a Atahualpa la Biblia y que exigió después a Pizarro acribillar al cortejo porque el rey había arrojado el libro por tierra.

Fray Gaspar quiso acompañar el recorrido para detallar los árboles y los animales. Había un gran silencio y una quietud extrema en los follajes de la orilla. Vimos macizos de hojas palmeadas, racimos de flores que parecen bajar a beber a piel de agua, y un enjambre de lenguas verdes arqueadas sobre la corriente. Como imaginarás, nos movíamos con extrema precaución, aunque parecían regiones despobladas. Ese día vimos el árbol más grande del viaje, que ascendía más y más, con raíces como altas paredes junto a las cuales éramos diminutos, y que quería escapar en su ascenso a las enredaderas que trepaban por él, abrazándolo y devorándolo, hundiendo sus raíces en las ramas manchadas. Miramos con pasmo esa red de estrellas y tentáculos, la abundancia de los follajes muertos, troncos derribados bajo mantos de hojas y de flores. Un rayo agujereaba la nata verde, una gran rama desprendida había astillado un tronco, más allá las lianas se descolgaban como serpientes y al fondo los árboles daban la ilusión de grandes nubes inmóviles.

Uno tendría que inventar muchas palabras para describir lo que ve, porque entre formas incontables, nadie, ni siquiera los indios, sabrá jamás los nombres de todos esos seres que beben y aletean, que se hinchan y palpitan, que se abren y se cierran como párpados y que tienen una manera silenciosa de vivir y morir. Todo es lo mismo siempre y nada se repite jamás. Junto a cavernas de follajes, donde se encogían garzas blanquísimas, vimos correr iguanas de cuello soleado y una rama se dobló bajo el salto de un mono aullador. Detrás había otras formaciones de palmeras, de helechos y enredaderas en flor, y todo se enmarañaba formando la noche ulterior de la selva, que agobia la imaginación con suposiciones y amenazas.

Para ver mejor las orillas, fray Gaspar se había levantado la visera. Estaba mirando todas esas cosas con espíritu atento cuando de pronto, en total silencio, una flecha voló de la selva y se clavó en su ojo derecho. Cuando la advertimos ya estaba clavada, fray Gaspar se desplomó, y mi primer temor fue que lo había matado, porque la flecha parecía haber entrado profundamente. En realidad era un venablo corto, y después de atravesar el ojo debió de chocar contra el hueso, de modo que, pasado el primer momento de espanto, el fraile intentó arrancárselo, aunque los demás se lo impedimos. Y cuando ya lo ayudábamos a regresar a la nave, saliendo otra vez de ninguna parte, del silencio y de la quietud, cayeron sobre nosotros los indios, y las espadas tuvieron que enfrentarlos mucho rato. El dolor de fray Gaspar aumentaba, no sabíamos si la punta de la flecha tenía veneno o gancho, y en el barco, cuando por fin llegamos, hubo otra vez trabajo para lo único parecido a un médico que había entre nosotros: Juan de Vargas, quien había sido barbero y sabía hacer sangrías y aplicar ventosas.

Orellana, que sólo tenía un ojo, se creía con alguna experiencia en el manejo de esos problemas, y dialogó con el barbero sobre lo que debía hacerse. El ojo había resultado tan afectado que no cabía la esperanza de salvarlo, pero el venablo tenía que extraerse, para no comprometer la vida del sacerdote. Varios tuvieron que inmovilizarlo y al final vacilaron entre extraer la flecha suavemente o arrancarla de un solo tirón. La solución fue primero un intento tenue por extraerla, para ver qué efecto causaba en la víctima, y cuando se tuvo no la certeza sino el pálpito de que la flecha era lisa y sin gancho, un brusco gesto hacia atrás hizo salir la flecha con parte de la materia que había sido el ojo de fray Gaspar. En todo el barco se oyó el grito del fraile, y los pájaros que estaban detenidos en lo alto del palo mayor alzaron vuelo gritando también. El pobre prelado, sudoroso, se desvaneció entre las mantas, y el barbero puso sobre el ojo una compresa con las telas más limpias que fue posible preparar, hirviendo el agua del río en una marmita y echando las telas en el agua en ebullición.

Mientras fray Gaspar convalecía con su ojo cubierto, cada vez estábamos más reacios a mirar las orillas. Toda una semana nos concentramos en la navegación, en mantener a distancia la orilla, resignados a huevos de tortuga y a las pequeñas nutrias que trabajan en las islas en medio de la corriente. Ya no desamparábamos las ballestas con su carga de flechas ni los tres arcabuces que, después de los milagros de la nuez recuperada en el buche del pez y del disparo del sordo Celis, eran nuestra más estimada posesión. Estos al menos habían demostrado no ser sólo efectivos por la impresión que causaban sus truenos en los adversarios.

Tres días después fray Gaspar ardía en fiebre, la cuenca del ojo vertía un licor verdoso, toda esa parte del rostro se había inflamado y el conjunto del cráneo presentaba un aspecto deplorable y deforme. Lo desvelaban en la noche los tambores lejanos de la selva, y ya temíamos lo peor cuando el amistoso Unuma, uno de los indios del barco, encontró en una isla frutos espinosos de supay que le parecieron propicios, los cocinó y los machacó con otras hierbas, y le impuso un emplasto verde rojizo que al cabo de dos días pareció surtir buen efecto.

Entonces comenzaron verdaderamente las tierras pobladas.