21.

HABÍAMOS VIVIDO MUCHAS COSAS,
PERO EL HALLAZGO MÁS EXTRAÑO








Habíamos vivido muchas cosas, pero el hallazgo más extraño de nuestro viaje estaba por ocurrir. Tras entrar en las tierras de Omagua los poblados indígenas se sucedieron sin tregua, no hubo día sin sobresaltos, sin amenazas, sin encuentros armados, a veces con grupos pequeños y a veces con verdaderas muchedumbres de indios que nos seguían en piraguas agitando sus arcos y sus cascabeles, que disparaban flechas desde las dos orillas, que apuntaban sus cerbatanas y arrojaban venablos ponzoñosos, y fue milagro que murieran tan pocos de nuestros hombres ante un asedio tan numeroso y continuo.

Sin embargo, tuvimos cada día la impresión de que los ejércitos que nos enfrentaban eran apenas avanzadas de un poder más oculto que tardaba en aparecer. Atacaban, sí, pero como tanteando, y retrocedían de nuevo, así que por momentos nos veíamos en el centro de un combate que se anunciaba prolongado, y unas horas después no había nadie ante nosotros, como si esas canoas de colores llenas de guerreros pintados y tocados de plumas hubieran ido a llevar sus informes o se complacieran en desaparecer para dejarnos rumiando la inquietud y el peligro. Un día, uno de los indios que capturamos en una guazábara nos dijo que los largos pueblos de la ribera eran tributarios de un gran señorío enclavado varias leguas selva adentro. La región se ahondaba en montañas cubiertas por la espesa vegetación, mesetas y cantiles, grandes cavernas y lagos interiores en la plenitud de la jungla. Pero cuando Orellana, como era su costumbre, preguntó quién era el señor de ese reino al que todos parecían temer tanto, el nativo nos dijo que no era un señor sino una reina, que aquel país era el señorío de las mujeres guerreras. Tengo que confesarte que no recuerdo exactamente el nombre que les daban, si Amanas o Amanhas, y nosotros tardamos un poco en asociarlas con las amurianas de Coniu Puyara que ya nos habían mencionado.

Fue a mitad de la mañana del día siguiente, mientras fray Gaspar luchaba por recuperarse de su herida, cuando los hombres del mástil mayor advirtieron que en la orilla derecha del río había un grupo de mujeres desnudas. El catalejo que desde el accidente del fraile se había convertido en el instrumento más útil del barco dio noticia de que en la playa había sólo mujeres: eran jóvenes y fuertes, y parecían mirar nuestro barco con gran curiosidad. Entre los hombres se despertaron toda suerte de habladurías: “Escondidos detrás, en la selva, deben estar los hombres”, dijo uno. “Las están poniendo allí como carnadas para que caigamos sobre ellas. Hasta redes debajo del agua tendrán esperando para atraparnos”. Otro advirtió que estaban armadas, tenían arcos y flechas, y largas lanzas de punta blanca como de hueso. “No son más que mujeres”, dijo otro, “tratemos de resistir la corriente y observémoslas nosotros también. Harta falta nos están haciendo unas cuantas mujeres en este barco”. Y es que ya casi completábamos seis meses navegando por el río. Si a eso se suman los diez meses que tardamos desde Quito hasta el río, ya hacía más de un año que nadie había tenido comercio con mujer alguna, y en el hacinamiento del barco sólo la vigilancia ajena impedía que se perdiera el respeto a las costumbres. Al día siguiente las mujeres volvieron a aparecer en la orilla, y el deseo de los hombres de acercarse había crecido. “Lo importante es no descuidarse”, dijo uno. “No veo por qué cincuenta españoles valientes han de tenerles miedo a unas mujeres que viven solas, sin hombres, en la espesura de una selva bárbara”.

Esa misma tarde las vimos de nuevo, armadas y feroces, en la orilla del río: eran altas y de piel más clara que los indios que nos habían acogido. Yo pude compararlas con los cuatro indios altos y blancos que vimos en el primer caserío de Aparia y que nos sorprendieron por su altivez. Pero si bien estas mujeres se les parecían en la altura y el color, no podía compararse la serenidad de aquellos hombres con la ferocidad y la fuerza de estas mujeres guerreras. Una de ellas alcanzó a arrojar una lanza contra el bergantín y para nuestro espanto la lanza se hundió más de un palmo en la madera del casco, aunque era de las duras maderas de la selva. La lanza, que examinamos luego, era un objeto bien labrado, con dibujos a lo largo como adornos de hojas, con nudos tallados, con una punta de pedernal pulido, agudo y resistente. La fuerza con que había sido arrojada nos dejó perplejos, porque podría haber atravesado algún cráneo. En otra incursión las mujeres entraron al agua y rociaron de flechas el casco del bergantín, que al final se veía erizado de púas como un animal de la selva. Alonso de Tapia y mi amigo Alonso de Cabrera les gritaron cosas desde la cubierta, y trataron de intimidarlas, pero las chillonas mujeres redoblaron los gritos y hacían nuevos gestos de amenaza. Entonces llegamos a la orilla. “Si salen hombres guerreros estaremos listos para retirarnos”, dijo el maestre, “pero si no, bien podría ser que estas mujeres vivan sin hombres”. Entonces Orellana añadió: “Mira que sería un extraño lugar para venir a encontrar a las amazonas”.

Bastó que pronunciara esa palabra, y la actitud de los hombres cambió. A una circunstancia casual de un choque con pueblos de la selva, acababa de añadirse una posibilidad fantástica. Ya otros habían encontrado sirenas en los ríos; ya en las florestas de Venezuela los hombres de Alfínger habían combatido un día con gigantes; ya en el Caribe una expedición había cruzado ante el pueblo de los hombres sin cabeza, que tienen el rostro en el pecho desnudo; ya se sabía de la existencia de serpientes voladoras y de sapos que hablan; ahora estábamos quizás a las puertas de la ciudad de las amazonas, y cada quien echó mano de las nociones que tenía de aquellos seres legendarios.

Algo me había hablado de ellas en sus lecciones mi maestro Oviedo, pero al parecer quien más sabía era precisamente el padre Carvajal, ahora hundido en la fiebre. Los marinos fueron a buscarlo, y a pesar de su estado, le pidieron que les contara todo lo que pudiera saber de ese pueblo de hembras guerreras. Y fray Gaspar, desde su lecho, nos narró la historia de Hipólita y de Pentesilea, de cómo habían construido su reino en las orillas del mar Negro, de cómo se habían propagado por diversas regiones, y todo lo que cuentan de ellas Estrabón y Diodoro. Alguna guerra debió de arrojarlas más allá de las tierras conocidas, y ese alejamiento las habría vuelto todavía más bárbaras, pues se decía que en su juventud les cortaban un seno para que les fuera más fácil maniobrar el arco y disparar las flechas. Eran también extraordinarias jinetes, diestras en el manejo de toda clase de armas y de perniciosos venenos, mejores guerreras que los griegos mismos, y hábiles en capturar hombres que sólo usaban como sementales, a quienes reducían a la esclavitud en tanto fueran útiles, y a los que asesinaban después de haberse beneficiado de ellos. Nos contó que tenían la temible costumbre de dejarse fecundar por varones para procrear sólo mujeres, que los niños nacidos de ellas eran arrojados a las bestias, y que sólo en casos muy especiales los criaban también como especímenes reproductores.

Dado que era ya noche cuando fray Gaspar nos contó esas historias, aprovechó el largo tiempo para recordar una de las leyendas que más lo habían cautivado, de cuando las amazonas invadieron la isla de Leuce, donde la diosa Tetis enterró las cenizas de Aquiles después de la guerra de Troya. Al ver que profanaban el suelo de su tumba, el fantasma de Aquiles irrumpió, no para asustar a las mujeres sino, curiosamente, a los caballos, y la aparición fue tan temible que las pobres bestias enloquecieron de miedo y arrojaron a sus jinetes por tierra y las pisotearon hasta la muerte.

Esos relatos despertaron más la curiosidad de nuestros hombres. Se figuraban ya todo un pueblo de mujeres esperándolos, y alguno comentó que las amazonas habían podido cometer aquellos abusos contra los varones porque no se habían encontrado todavía con una buena tropa de españoles. Los griegos se preocupaban tan poco por las mujeres, añadió, y se solazaban tanto en sus impuros amores de varones, que no era de extrañar que estas mujeres hubieran decidido prescindir de ellos. “Pero aquí está la España fecunda, y ya verás cómo cambian de opinión”. No puedo recordar todas las cosas que alcanzaron a decir los hombres del barco, a veces como consuelo, a veces creyéndoselo de verdad, pero a medida que escuchaban las historias y que las ampliaban en sus desvaríos, se hizo cada vez más firme la decisión de desembarcar y enfrentar el peligro del inminente país de las amazonas.

Sobra decirte que nada ayudó tanto a crear ese clima de expectación como la fiebre de fray Gaspar, quien no había vuelto a asomarse por la cubierta y permanecía dentro del barco, tendido en su litera de enfermo. Oía todo cuanto los marinos venían a contarle y les respondía con relatos cada vez más increíbles. Entonces Orellana volvió a hablar con el indio que habíamos capturado y este empezó a contarnos tantas cosas sobre sus costumbres, que ya no sé decirte si fue la versión de Orellana traduciendo lo que decía el indio, o la fiebre de fray Gaspar interrogándolo, o nuestros comentarios sobre lo que escuchábamos, lo que hizo que todos en los bergantines quedáramos convencidos de la existencia del reino de las amazonas, aunque no me atrevo a afirmar que alguno del barco hubiera entrado lo bastante en la selva para verlo con sus propios ojos.

La aldea donde capturamos al indio tenía lo que llamamos una casa de placer, llena de tinajas y cántaros enormes, y platos y escudillas de loza de colores que nos parecieron más bellos que las vajillas de Toledo y de Málaga. Tenían dibujos de colores de buen estilo, llenos de simetrías, y fray Gaspar anotó en su diario algo que el indio nos dijo y que a todos nos causó maravilla: que esos objetos enormes y hermosos de loza y de arcilla que allí veíamos eran réplicas de otros de oro y de plata que había en las casas verdaderas, que eran las que estaban selva adentro. No sé si los indios querían llevarnos hacia el interior, con la esperanza de someternos, considerando con razón que apartarnos del agua nos haría más débiles, ya que el bergantín para ellos, más que una nave, era un símbolo de nuestra alianza mágica con las divinidades del río.

Pero desembarcado de nuevo con nosotros, el indio capturado nos llevó hasta el extremo de la aldea, donde un camino central se ramificaba en varios, y a pesar de saber que estábamos cerca de pueblos guerreros y que tal vez al fondo estaba la ciudad aterradora de las amazonas, en pocos sitios sentí tanta paz como en ese punto donde arrancaban los caminos que se iban adentrando en la selva. Había una luz tan hermosa aquella tarde, el Sol bañaba la selva y el río con tan bellos colores, y las nubes inmensas en el cielo tenían un esplendor que no he olvidado nunca. Pero mientras todos estábamos fascinados Orellana miró con desconfianza la selva y el cielo, receló hasta de la luz de esa hora, y nos obligó a volver a la orilla cuando ya se ponía el Sol sobre todas las cosas. Dijo que no era conveniente dormir rodeados por tantas leguas de tierra peligrosa, y que sólo en el agua y en el bergantín estaríamos seguros, pero otra vez llevamos al indio con nosotros, y aquella noche sus palabras, o nuestra interpretación de sus palabras, llenaron de magia y de asombro la vigilia del barco. Y en pocas palabras te diré lo que nos dijo el indio aquella noche, o por lo menos lo que el capitán Orellana nos tradujo de todo lo que el indio iba contándole.