23.

LAS SELVAS UNIFORMES A LO LEJOS








Las selvas uniformes a lo lejos producen la ilusión de que todo es idéntico, y los eternos días del viaje parecen uno solo. Pero en la memoria cada hora tiene su pájaro, cada minuto un pez que salta, un rugido de bestia invisible, un tambor escondido, el silbo de una flecha. Resbalando por esos días prolongados, donde el bullicio de la selva parece contenido por un gran silencio cóncavo que lo diluye todo, pudimos observar que los ríos que desembocan en la gran corriente tenían colores distintos. Ríos amarillos como si arrastraran comarcas de arena, ríos verdes que parecen haber macerado y diluido arboledas enteras, ríos rojos como si hubieran gastado montañas de arcilla, ríos transparentes como si avanzaran por cavernas de roca viva, ríos negros que parecen traer toda la herrumbre de grandes talleres de piedra. Unos bajan rugiendo en avalancha, llenos de los tributos de la selva, otros vienen lentos pero poderosos como si bajo sus aguas nadaran criaturas formidables, y otros vienen tan remansados que casi ni se atreven a entrar en el caudal inclemente que todo lo devora y lo asimila. Yo me quedaba horas mirando ese río hecho de ríos, preguntándome cuántos secretos de mundos que no podía imaginar iban disolviéndose en una sola cosa, ciega y eterna, que resbalaba sin saber a dónde, llevándonos también en su ceguera a la disolución y al olvido.

Descendimos más de ocho meses por aquel caudal que crecía. Y ahora puedo decirte que, después de vivir mucho tiempo en su lomo, uno acaba por confundir su vida con la vida del río. Al comienzo somos seres totalmente distintos, pero después hay que estar vigilando sus movimientos, anticipar su cólera en las tempestades, adivinar la respuesta que dará a cada lluvia, ver en las aguas quietas si se preparan avalanchas, oír la respiración de los temporales y sentir el aliento del río en esa humedad que lo llena todo, que se alza como niebla en las mañanas, que pesa como un fardo al mediodía y que baña con lodo vegetal las tardes interminables. Al final, uno es ya esa serpiente sobre la que navega, llevado por su origen, recibiendo la vida de los otros y manteniendo el rumbo sin saber lo que espera en el siguiente recodo.

Vino después un largo tramo de tierras despobladas, o donde los nativos no nos seguían en piraguas ni nos flechaban desde la orilla, ni encendían el aire con sus tambores de alarma. Y en una de esas semanas de poco alimento, a la orilla de uno de aquellos caños laterales, en un recodo de aguas mansas, comparadas con la corriente principal, percibimos un día otro indio solitario que no se espantó de ver nuestro barco, y que siguió pescando impasible sin cuidarse de las canoas que empezaban a avanzar hacia él. Cuando ya estaban cerca les hizo señas, como si se sintiera feliz de compartir la pesca abundante que había obtenido del río. Un resplandor de peces que después aprendimos a llamar con sus nombres indios, largos y espinosos como la selva y el río, alcanzaba a verse junto a él sobre un lecho de grandes hojas, y harto nos sorprendió esa abundancia, ya que pescaba flechando con varas finas el agua, en la que nuestros ojos no veían más que el reflejo de la selva y del cielo.

Orellana gritó a los hombres que el indio tenía un arco, pero nada en sus gestos pareció amenazante. Alto y desnudo a la luz del atardecer, entre árboles que al copiarse en el río producen la ilusión de una selva flotante, parecía una especie de divinidad de las aguas, con rectas líneas rojas sobre el rostro, brazaletes de plumas pequeñas de colores y de semillas, una caña hueca con buena provisión de flechas, y una blanca concha de caracol de agua dulce en la que llevaba enfundado su sexo.

El capitán fue en una de las canoas con tres españoles más y con el silencioso Unuma hasta la orilla. Iban temiendo que aparecieran detrás del pescador los guerreros nativos, que aquella figura desnuda no fuera más que el cebo de una trampa. Pero nada se movió en las selvas profundas, salvo las oropéndolas que hacen sus nidos colgantes en las ramas altísimas, y esos seres de ojos grandes que miran siempre debajo del agua. En la orilla intentaron conversar con el pescador, pero Unuma me contó que fueron muy pocas las palabras que alcanzó a entender de su idioma. Después, a pesar de la cordialidad del encuentro, y de la confianza casi infantil que el indio les mostraba, me pareció que lo estaban tomando prisionero, aunque Orellana siempre afirmó que el pescador había aceptado venir con nosotros. Tal vez lo halagó que los seres mágicos del río, ya que para él no podíamos ser otra cosa, quisieran llevarlo en su palacio flotante. Creo recordar, sin embargo, porque muchos hechos de aquella parte del viaje son por alguna razón confusos para mí, que el indio, o iba amenazado, o iba al comienzo encadenado. Pero a la vez recuerdo que hablaba animado con el capitán.

Cuánto tiempo había dedicado Orellana, a lo largo de nuestra forzada navegación, a hablar con los indios que embarcamos desde el comienzo, incas solemnes de la cordillera que poco o nada entendían de estas inmensidades de aguas y de árboles. Ahora llevaba consigo a uno que conocía los secretos de la selva y que a lo mejor podía entenderse con los pueblos que se suceden tierra adentro, lejos de las orillas del río.

Los legajos amarillos que llevaba Orellana se habían ido llenando de frases que nadie comprendía, ni siquiera el padre Carvajal, quien también iba confiando a un cuaderno todas sus experiencias. Parecían escrituras de cantos de pájaros y de aullidos de monos, Orellana ponía las letras de España a zumbar y a ondular, y hasta nos dijo que para los indios había palabras que eran alas y palabras que eran nidos, y que alguna vez un indio le contó que para pescar es necesario primero pronunciar un largo rezo que va encadenando los nombres de los peces, desde el más grande hasta el más chico, pero que la oración tiene que cerrarse, como si fuera un cántaro, con el nombre de la tortuga, porque esta es la que protege todo con su concha e impide que los peces se escapen. Otra vez le oí decir que los indios tienen palabras para fenómenos que no existen en castellano, como el nombre de la enfermedad que produce la belleza de un árbol, el resplandor embrujado de un atardecer, o la mirada de fósforo del chamán cuando se ha transformado en jaguar.

Y uno de los dramas de nuestro viaje fue para el capitán la pérdida del humilde grafito con el cual escribía. Una tarde, en una de las crecientes, bajo la lluvia poderosa, tuvimos que botar agua por todos los costados, revisar las jarcias muertas y ajustar las móviles, y examinar uno a uno los baos para que las cuadernas resistieran, y mientras cumplíamos todas esas tareas el grafito del capitán debió rodar a la corriente en alguna de las sacudidas. Cuando Orellana advirtió su desaparición, parecía que hubiera perdido el barco mismo. Se tiraba los cabellos con rabia y en su rostro contrariado el único ojo parecía titilar con una luz maligna. Trató de hacer puntas de plumilla con cuanto punzón hallaba, pero la tinta misma no había de dónde sacarla. Pulió decenas de varas de madera cortadas a los árboles de la orilla, y les quemó las puntas para tratar de escribir con ese carbón que se desmoronaba, pero fue muy poco lo que logró rayar en sus pliegos. Comprendió que tendría que extremar los recursos de la memoria, y siguió hablando sin cesar con el indio, aunque nunca estuvimos seguros de que se entendiera con él. Decía que gracias a su paciencia había ido familiarizándose con las palabras claves para acceder a la información más valiosa, pero por lo que oyó mi amigo Unuma, a quien acudía con frecuencia, era poco lo que alcanzaba a entender del lenguaje del otro. Yo había advertido, en distintos momentos del viaje, cuántas tragedias puede desencadenar la incomunicación, y desde los cuentos deTupinamba aprendí a oír con desconfianza la versión de Orellana de cuanto le iban diciendo los indios que vinieron al barco.

A veces ni siquiera ante las cosas podemos estar seguros de que dos lenguas están nombrando lo mismo: los indios no ven en el mundo lo que ven los cristianos, o tal vez cada cosa que existe, como dice mi amigo Teofrastus, depende del orden en que está inscrita para cumplir de verdad sus funciones.

La situación se hacía cada vez más difícil. Cada cierto tiempo conseguíamos cómo alimentarnos y sobrevivir, pero llagas y fiebres recurrentes tenían cada vez más postrados a muchos hombres. El río no cesaba de ensancharse, las orillas se habían alejado tanto que había días en que una de las riberas no era perceptible. Se apagaban en la noche sus lejanos tambores, una palpitación que parecía venir más del fondo del alma que del mundo exterior, y un resplandor moribundo alteraba el horizonte del agua. Todos desesperábamos, hartos de esa deriva sin amparo, siempre avanzando hacia ninguna parte, y ni los rezos ya ni las leyendas ni los últimos recuerdos del alma parecían brindarnos consuelo.

Fray Gaspar de Carvajal no estaba en condiciones de brindárselo a nadie, porque languidecía, el rostro enrarecido por la pérdida del ojo, las moscas de la selva revolando en torno a su cabeza inflamada, y sujeto a los altibajos de una fiebre que sólo a veces lo dejaba hablar con cierta cordura, o rezongar tormentos en un latín de náufrago, pero que cada noche lo sumergía en el delirio. Fue en uno de esos delirios cuando le pareció oír el ruido de una cascada lejana, y para nuestro mal se le ocurrió que esa cascada no podía ser otra cosa que el final desaguadero del mundo. Yo estaba junto a él esa noche, tratando de cambiarle el emplasto de hojas y con él el hedor de su herida, cuando con el ojo muy abierto y una mano haciendo caracol en el oído me dijo: “Hasta aquí duró el tiempo. Este debe ser el río que recoge las aguas de todas las vertientes de esta parte del mundo para conducirlas al fin al abismo. A pesar de su amplitud, las aguas que surcamos son todavía aguas dulces. Pero de ningún río tan amplio tiene noticia la crónica de las naciones, ni siquiera la escritura sagrada menciona un río tan monstruoso, de modo que este río tiene que ser prueba de algo sobrenatural”. Se quedó pensativo, oyendo la cascada que nadie más oía, y añadió: “Todas las cosas marchan a su fin, y estas aguas deformes van a llevarnos al final de todas las cosas”.

El miedo se adueñó de la tripulación. Aunque estoy seguro de que aquella noche no se oía el ruido de cascada alguna, porque curiosamente esas fueron las jornadas en que el río me pareció menos bullicioso, los enfermos eran muchos y los temerosos del diablo eran más, y algunos empezaron a oír un susurro, a sentir un rumor, a percibir la maldita cascada de la que hablaba el fraile, y a exigirle al capitán que diéramos marcha atrás, o nos arriesgáramos por alguno de los ríos laterales.

Es algo que siempre esquivamos, por temor a extraviarnos en el corazón de la selva. El cauce principal nos daba al menos la esperanza de que algún día nos arrojara al mar, aunque no pudiéramos saber a cuál de los mares del mundo o del infierno iríamos a caer. Ahora cualquier cosa era preferible a seguir navegando en la incertidumbre, las horas parecían contadas, el tiempo era ya un túnel de criaturas horribles, cada una más amenazante que la anterior. Y una tarde me descubrí mirando con nostalgia los árboles de la orilla, como si fueran los últimos que veía. Hasta la selva tremenda que habíamos recorrido, con sus serpientes y sus pájaros, con sus aldeas flanqueadas por cercados con cráneos, con la vasta circulación de su sangre y sus miasmas, con el silbo de sus serpientes paralizadoras y pudridoras, esa agitada voracidad donde todo se alimenta de todo, interminablemente, me empezó a parecer una tierra añorada y familiar al lado de las cosas que parecían cernirse sobre nosotros.

Casi habíamos perdido la esperanza de volver a las tierras del origen; ya eran como fantasmas los seres que habíamos dejado lejos. Pero iba llegando el momento de despedirnos de cosas aún más entrañables, del agua y del cielo, de la luz en los ojos, de los corazones que palpitaban y de las almas que de noche, vencidas de cansancio, todavía se animaban a soñar. Uno acaba admitiendo la posibilidad de morir bajo los colmillos del caimán o en el abrazo de la serpiente, en el agua llena de dientes o con la sangre ardiendo de veneno, pero ahora sentíamos que no nos habían reservado para una muerte cualquiera, que alguna cosa horrible todavía esperaba al final del camino.