Todavía a los sesenta y cuatro años Oviedo manejaba poderosas influencias en la corte, donde había vivido desde niño. Te sorprenderá saber que hoy, casi a los ochenta años de su edad, sigue siendo alcaide de la fortaleza de Santo Domingo, roída por el viento del mar, como antes fue señor en tierra firme, gobernador en Cartagena de Indias, y hace cuarenta años regidor de Santa María la Antigua del Darién, en la región del lagarto y del trueno. Si te contara lo que ha sido su vida creerías que invento. El destino lo escogió muy temprano para ser el enlace entre dos mundos. Era uno de los dos mil doscientos hombres que saltaron de los veintidós barcos de la armada de Pedrarias Dávila, aquí, en tierras de Castilla de Oro, cuando ni tú ni yo habíamos nacido, y vino portando el extraño título de “escribano de minas y de crímenes”, sobre ese océano apenas descubierto que empezaba a cambiar sus cantos de sirenas por leyendas de sangre.
Nadie entre esos miles de rostros podía ver en el océano lo que él veía, porque en Oviedo estaban los libros y las leyes, las ceremonias de la corte y el coro de los siglos de la España imperial. Mucho de lo que la vida nos ha negado a ti y a mí se le dio a manos llenas a este anciano que recibió en su primera edad toda la memoria del Viejo Mundo y en sus años maduros toda la extrañeza del mundo nuevo. No es poco para quien ha visto el cielo poblado por los ángeles de la tradición, ver después el abismo marino sacudido por las naves aventureras. Debo admitir, a pesar de mi respeto personal, que nunca tuvo frente a los indígenas la mirada compasiva de fray Bartolomé de Las Casas o de otros clérigos. Los juzga con severidad y siempre fue partidario de una conquista militar, pero no fue nunca un criminal como muchos otros y, además de que personalmente le debo tanto, para mí su amor por esta tierra excusa o aminora sus fatales errores humanos.
El pasado era más hondo todavía, porque en su adolescencia, medio siglo atrás, bajo las estrellas de otra edad, Oviedo presenció la llegada de Colón a Barcelona, de regreso de las Indias, después de atravesar el país entero buscando a los reyes para darles la noticia de su hallazgo, con asustados cautivos de piel canela, con pájaros de un verde vegetal, con montones de animalillos de oro y largas cuerdas anudadas de perlas. Pero, aunque parezca increíble, todavía antes, a los once años, desde lo alto de un potro blanco, siendo mozo de cámara del príncipe Juan de Castilla, Oviedo había visto la caída de Granada en manos de los Reyes Católicos, y la partida entre gemidos de los sultanes moros hacia su exilio en las arenas de África.
Escogido para ser el testigo de todo en esta edad del mundo, vio nacer a España bajo las espadas unidas de los Reyes Católicos, que no se llamaron así por su piedad sino porque, siendo primos carnales, el cardenal Rodrigo Borgia les exigió, a cambio de legitimar su matrimonio en Roma, que se convirtieran en el martillo de la religión contra los infieles, y exaltaran en principio unificador de su nación la pureza de sangre. Por eso unieron los reinos clavándolos con firmeza a la cruz de Cristo, y expulsaron como a nubes de búhos y de golondrinas a los judíos y a los moros que habían vivido por siglos en la península.
Todo lo vio Oviedo en aquellas auroras violentas, y vivió en Milán cuando tenía veinte años, en la corte refinada de Ludovico Sforza, donde conoció al pintor más grande que hubo antes de Tiziano, el bello Leonardo, que para mi maestro era sólo un eximio cortador de papel, porque rivalizaba con él en esa destreza fantástica. Antes de deslumbrarse con las Indias, Oviedo sí que había visto prodigios. En la corte italiana se movían artistas como Andrea Mantegna, pintor de piedras que sufren y de árboles que gritan, y como Ludovico Ariosto, que tiempo después ofreció al emperador un libro agitado de sueños, en el que grifos de grandes alas suben volando a la Luna creciente.
Pero lo providencial para mí fue que en Roma, en los primeros años del siglo, Oviedo había conocido a un joven poeta llamado Pietro Bembo. El poeta acababa de perder al amor de su vida, una princesa lasciva de dieciocho años que prefirió seguir con su marido y no insistir en jugueteos eróticos con ese muchacho que la llevaba en versos al cielo cristalino, y la glorificaba en prosa callejera, contra el prestigio de mármol de la lengua latina. La amistad de Oviedo le ayudó a aquel muchacho a superar su duelo, y digo que eso fue afortunado para mí, porque tantos años después, gracias a esa amistad, sería el venerable Pietro Bembo mi contacto con el mundo europeo.
Yo sé mejor que muchos que España es el mundo, pero a veces me asombra pensar que detrás de cada hazaña española hay siempre un italiano: detrás del descubrimiento de las Indias la terquedad de Cristóbal Colón, detrás de los poemas de Boscán y de Garcilaso las insistencias del embajador Navaggiero y las músicas de Petrarca y de Dante, y detrás de las crónicas de mi maestro Oviedo el genio verbal de Pietro Bembo, quien después me hizo el honor de ser mi amigo por los salones y las plazas de Roma.
Antes de que Oviedo viniera a las Indias, ya Bembo le había dicho en Ferrara que las nuevas historias del mundo merecían ser contadas en una lengua nueva. “No contemos en latín las luchas presentes”, le dijo, “ pues los lectores hablan ya otras lenguas. Y no sólo las guerras y los descubrimientos, sino el amor mismo y sus milagros deberían cantarse en las lenguas vulgares. Dante lo entendió primero que nadie, y describió los reinos infernales, y las terrazas de lamentos, y el encuentro con Beatriz en los ojos de Dios, no en el latín de Virgilio o de Catulo, sino en la lengua de los corrales y de los mercados. Ya no intentamos acercar la divinidad a la vida, sino mostrar que lo divino reposa en ella desde siempre”.
Fue siguiendo su ejemplo como Oviedo recogió en castellano todo lo que ofrecían a sus ojos Castilla de Oro y el Nuevo Reino de Granada, cada animal, cada árbol, cada capitán y cada hazaña, y eso seguía haciendo en la fortaleza grande de Santo Domingo, donde me dio como regalo su memoria increíble. Y en castellano se animó a urdir, en medio de sus viajes, la única novela de caballerías que se ha escrito en el Nuevo Mundo: El libro del muy esforzado e invencible caballero de fortuna propiamente llamado don Claribalte, que yo leí cerca de él en el libro que había editado en Valencia en 1519. No era una gran historia, pero esos personajes que iban y venían, de Londres a París y de los duelos a los amores, le habrán ayudado a distraerse con recuerdos de caballería ahora que el mundo que lo rodeaba era de iguanas de cresta tornasolada, de cosas venenosas que saltan, de largas playas escombradas de árboles muertos y nubes de loros parlanchines que llenan el cielo. Un día alzó la mirada y vio las Indias como nadie las había visto antes; desde entonces cada cosa del Nuevo Mundo mereció su descripción y su asombro, y ya no pensó más en novelas de caballería.
¿Te distraes? ¿Me escuchas todavía? Yo sé que no eres hombre de libros, pero no puedo dejar de exaltarme recordando a mi maestro, que a estas horas sigue escribiendo sus historias sin fin en la gran fortaleza, frente al mar que se agita como un pez, y junto al río manso donde cabecean los galeones. No te sobraría leer la Natural historia de las Indias, en la que Oviedo ya mostró muchas de las cosas que se encuentran por el río y la selva.
Tú has cruzado una vez el océano y sabes lo que eso significa. Yo, que lo he cruzado dos veces, tengo otras cosas que contar de esa travesía. Pero Gonzalo Fernández de Oviedo, en los sesenta años que han pasado desde el descubrimiento, ha rasgado el océano diez veces yendo y viniendo, y ha demorado aquí sus ojos en cada árbol y en cada lagarto, y se diría que ha visto a Dios en ellos, porque es hasta ahora el más paciente testigo español de lo que nos han deparado las Indias.
Tampoco él quería a los Pizarro: conoció a Francisco cuando no era más que un aventurero sin suerte, aquí, en las maniguas de Panamá, y le vio el sello de la felonía. Tal vez porque temprano lo vio descabezar a Balboa, o porque Diego de Almagro, que era su gran amigo, fue la más flagrante víctima de la traición del marqués. Por eso me contó con tono satisfecho que Pizarro había sido asesinado por los partidarios del hijo de Almagro, y allí recordé una discusión que Oviedo alcanzó a tener con mi padre en la fortaleza, años atrás, cuando él defendía a Almagro y mi padre a Pizarro, y después de palabras acaloradas se abrazaron y prometieron ser amigos a pesar de la locura de los otros.
Una semana después, cuando volví a visitarlo, Oviedo tenía escrita una carta de treinta y dos pliegos dirigida a Pietro Bembo, su amigo de otro tiempo. Su propuesta era que yo viajara a Italia, en cumplimiento de una misión encargada por él como autoridad de la isla, y buscara en Roma al anciano Bembo, seguro de que ese amigo se encargaría de ayudarme en aquel mundo desconocido. La carta no era sólo un pretexto para presentarme: le relataba en detalle lo que fue nuestra aventura por el río y la selva, es decir, no algo distinto de lo que te he contado en este largo día, en estas playas bulliciosas, mientras esperamos el barco que nos lleve a los puertos peruanos.
Puso la carta en mis manos, y también una bolsa de ducados que según él me pertenecía, como liquidación del ingenio que le había administrado a mi padre. Me abrazó sabiendo que era por última vez, verdaderamente conmovido, y se despidió de mí para siempre.