28.

DE VIAJE RUMBO A ESPAÑA,
YO ME SENTÍA








De viaje rumbo a España, yo me sentía orgulloso de ser el portador de una carta cuyo contenido conocía bien, porque Gonzalo Fernández de Oviedo recogió en ella las noticias del hallazgo de la selva y del río que había recibido de Popayán, el relato más detallado de Orellana y los muchos datos que yo le había confiado al llegar a la isla. No llevaba al Viejo Mundo sólo la memoria de mis aventuras sino una crónica escrita por el mayor testigo de aquel tiempo, y dirigida a un hombre extraordinario, y me decía en el barco, sin saber que esas palabras eran una clave misteriosa:”No sólo traigo la memoria sino el texto”.

Algo va de navegar por los mares de Indias a desafiar el gran abismo. Para mí el océano separaba dos reinos, pero también dos edades del mundo; me parecía ver partes irrenunciables de mi ser divididas por un gran silencio. ¿Sí se parecerían los reinos de Europa a todo lo que me había enseñado Oviedo? ¿Qué verían en mí aquellas gentes acostumbradas a guerrear contra todo lo distinto? Las sombras volvían a infligirme visiones del río, fantasmas de la selva, y una noche, ya al final de aquel viaje, vi en sueños las ruinas de Quzco moviéndose sobre la montaña, como intentando recomponer al jaguar de oro que alguna vez habían sido. Pero el jaguar fue apenas un monstruo del color de las piedras y de la ceniza, que alcanzó a lanzar un rugido en lo alto de la montaña y que se derrumbó de nuevo en pedazos antes de que yo saliera del sueño para ver amanecer en la distancia sobre las costas de España.

Nadie en aquellas ciudades podía compartir conmigo el asombro que me produjeron todas las cosas. Yo había nacido en una aldea española, pero ¿cómo comparar aquel puerto de Santo Domingo con la inmensa Sevilla, la abrumadora capital del mundo, con su rumor de lenguas y de oficios, su fragor de colmena, su esplendor y su suciedad, tantos árboles nuevos y cada uno menos enorme pero curiosamente más visible que los árboles abigarrados de las Indias? Y lo que más me impresionó desde el primer día: la sensación de vejez de todas las cosas, las capas superpuestas de los siglos en las plazas, los palacios, las torres y las impresionantes iglesias que quieren hacer sentir a sus fieles como un gusto previo de la inmóvil gloria celeste.

Toda esa gente estaba tan concentrada en lo suyo, tan convencida de que su mundo era todo el mundo, que pronto comprendí que las Indias no cabían en la vida cotidiana de aquellos reinos, y que yo mismo era un poco invisible. Nadie podía advertir los ríos de mi pasado ni los trabajos de mis años ni ese lejano mundo de palmeras y vientos, las ciudades sagradas y los linajes mitológicos que corrían por mi sangre, y que ahora por contraste se hacían para mí más visibles. Allí, más que en la selva, conocí el frío profundo de la palabra soledad, que, en un sentido inverso, debió de ser el mismo que sentían los aventureros al enfrentar los reinos incomprensibles del otro lado del mar, sus templos de jaguares y de serpientes, los muros laminados de oro de los reinos del sol. Y allí viví el más extraño de los sentimientos de un hijo de emigrantes que nace en tierra extraña y que vuelve a la tierra de sus padres: no haber salido nunca, pero estar regresando.

Apenas me di tiempo de apreciar la muchedumbre de Sevilla, los hermosos palacios, la catedral alzando sus agujas al cielo cegador del invierno, porque una misión precisa me obligaba a embarcarme con urgencia. Y fue en aquel momento cuando tú y yo estuvimos más cerca de conocernos, porque según me cuentas pocos meses después llegaste a Sevilla con los hombres del virrey Blasco Núñez de Vela, buscando el barco que te traería a Borinquen. Así que recorrimos la ciudad por la misma época, aunque yo permanecí poco tiempo en aquella colmena tan distinta de todo lo que conocía. Recuerdo que miré una tarde la torre formidable que había sido el minarete de una mezquita, y que ahora era el campanile de una catedral católica, y tuve la necesidad de acercarme y tocar sus piedras y sentir en ellas la reverberación de un mundo perdido. Volaban sobre la Giralda las gaviotas del Guadalquivir, y sobre la plaza empedrada alguien barría en vano las sombras de las flores que incendiaban las fachadas blancas.

Esa era la tierra de mi padre. Y sin embargo, ¿dónde buscar sus huellas? ¿No corría yo el mismo peligro que en el Perú, buscando a alguien sin saber bien quién era? En Lima perseguí los pasos de un héroe y temí encontrar a un traidor, ahora en los reinos andaluces buscaba a un cristiano viejo y sentí el temor de encontrarme con un moro converso, de descubrir que por mis venas sólo corrían sangres proscritas. Me alarmó (a ti, que eres mi amigo te lo puedo confesar) el deleite que me causaban las trazas de los moros: los arcos de los edificios, el dibujo de las fachadas, los frescos zaguanes de azulejos; hasta la frescura de la palabra azul parecía tener un sentido peligroso y fascinante en ese mundo cristiano tosco e implacable, harto menos delicado que cuanto dejaron en él los que huyeron. Recuerdo el sitio donde me hospedé en Sevilla en aquella ocasión y cómo lo primero que vi fue un estante de madera tallada en el que había dos dagas de Albacete, y unas tijeras de grabados finos en las hojas, de puntas muy agudas y con un mango de medias lunas que delataba por completo su origen.

Todo en España está ajedrezado de moro, imbricado de dibujos geométricos, los muebles, los pisos, los enchapes metálicos, las rejas y las cerraduras. Borrar ese pasado exigiría arrasar cosas que hasta los cristianos miran con orgullo. Bien sabes tú que lo primero que hizo Carlos V después de su boda con Isabel de Portugal fue visitar la ciudad que habían reconquistado sus abuelos, pasar su noche de bodas en la Alhambra y engendrar allí al hijo de sus amores, al futuro rey Felipe, como confesando en secreto que nadie podría gobernar a España si no arraiga de algún modo, siquiera por medio de símbolos, en ese pasado nítido y luminoso como un arco de luna.

Atrás quedaron los muros y los comercios y los conventos y los cuarteles y las gitanas y los mendigos y los geranios y las fuentes y las calles perfumadas de azahar; y la Torre del Oro se volvió una peonza mínima en la distancia, cuando me embarqué de nuevo por el Guadalquivir en busca del barco que me llevaría hasta Italia. Sentí que llevaba años sin bajarme de un barco, pero era muy distinta esta navegación de la que padecimos por el río, bajo velas improvisadas con ropas viejas y mantas mal cosidas, porque las naves que recorren el Mediterráneo sí tienen el esplendor del imperio, el casco teñido de rojo y de oro, los mascarones hechos por grandes talladores y pintados con arte, las velas con emblemas de rojas cruces y de águilas azules girando en el viento, los cañones de bronce enmascarados con leones y acantos, y la hilera simétrica de los remos moviéndose al ritmo del látigo como un mecanismo de relojería.

Fue en ese viaje cuando tuve por primera vez conciencia del poderío del imperio, porque cerca del golfo de León avistamos en la distancia el pueblo de castillos flotantes de la Armada Imperial. Más tarde tuve tiempo de enterarme de que, después de su amarga derrota en Argel, el emperador había vuelto a España para dejar la mitad de su reino en manos de su hijo adolescente, y que tras un largo viaje atravesando la península había llegado a embarcarse en Barcelona, rumbo también a las costas de Italia. Cataluña estaba azotada por bandoleros sin entrañas pero lo peor es que esos maleantes eran financiados por los altos señores de la nobleza. Después de legislar contra ellos Carlos V se dio al viento con su flota de ciento cuarenta navíos, entre los que se destacaban como joyas cincuenta galeras, y todas esas proas apuntaban al puerto de Génova.

Era la primavera del 43. El año en que Carlos V se reunió con Paulo III en Cremona a firmar el contrato que cedería el Milanesado a la corte papal a cambio de dos millones de ducados, una suma que necesitaba con urgencia para financiar la guerra nuestra de cada día. En Europa aprendí que Carlos V sólo acababa una guerra para poder comenzar la siguiente, y que hasta su hijo Felipe desesperaba por las continuas demandas de dinero que le hacía el regio padre, porque la existencia de los que tratan de vivir en paz sólo tiene perdón si sus impuestos financian la guerra insaciable. Pero las rencillas, las travesías, los conflictos religiosos y civiles, las batallas que maceraban a los pueblos, las alianzas matrimoniales, las rupturas sangrientas, los asedios a las fortalezas, el mar enrojecido por las espadas, los avances y los repliegues, los saqueos, los incendios, las lluvias de sangre y de lágrimas, sólo obedecían a los tres grandes problemas que abrumaban los pensamientos de Carlos V: Mahomet, Lutero y Francisco I. Una religión hostil, un cisma en el propio seno del imperio, y una nación enemiga.

En sus matanzas por tierras y mares sobre los turcos de altos turbantes, en su esfuerzo por impedir que la rebelión de Lutero hundiera la Iglesia de Roma y alentara la sublevación de los príncipes alemanes, y en sus infinitos movimientos bélicos contra los franceses, a través de un continente arruinado por las hachas y los fuegos de la guerra, comprendí que estas Indias no tenían para el emperador otro sentido que aliviar las finanzas de la Corona, su inagotable necesidad de oro y de plata. Cuando se convertían en otra cosa: denuncias de los clérigos por las atrocidades de la Conquista, exigencias de recursos para financiar las expediciones, levantamientos de rebeldes como los hermanos Pizarro, Carlos V montaba en cólera como un poseso y le parecía una pesadilla la realidad de los reinos de ultramar.

Como una nube fantástica, la flota real desapareció en la distancia. Navegamos junto a un peñasco que era una catedral inmensa con muchas palmeras, cruzamos entre islas negras al amanecer, y en un mediodía de primavera llegamos a las costas de Italia para emprender la cabalgata final. No me acababa de quitar de los sueños el limo del río y ya estaba a las puertas de la ciudad de la Loba.

Roma, a mis ojos, estaba demasiado viva y demasiado muerta. Es bello ver una ciudad viva y poderosa, pero también es bello ver el cadáver de una ciudad sublime. La primera noche andaba yo tan asombrado que creí que maullaban gatos en el cielo, pero eran las gaviotas de Roma que vuelan quejándose sobre las ruinas del foro imperial. Por callejones negros que apenas alivia la luz puntual de las antorchas busqué el hospedaje que Oviedo me había aconsejado pero no lo encontré. Habían pasado más de treinta años desde cuando mi maestro la visitó, y si tan poco tiempo no cambia nada en la piel hormigueante de la columna Trajana, en la oscura Boca de la Verdad o en las columnas rotas del Palatino, sí cambia todo en el diario vivir de negociantes y de clérigos. En un albergue cerca del Tíber me recibieron después de medianoche, y allí intercambié mis primeras frases en latín con aventureros de pasado más turbio que el mío.

La segunda ciudad que recuerdo también me llegó en las palabras: era la descripción de la Roma imperial que había leído en los libros de la biblioteca de Oviedo. Yo podía enumerar, como si los hubiera vivido, unos sitios precisos de hace quince siglos: termas de Diocleciano visitadas por cónsules gordos y solemnes, jóvenes soldados gritones celebrando ante el templo de Marte, y el paisaje imponente del recinto semicircular del teatro de Marcelo, frente al río, con un puente para pasar a la isla Tiberina. Me parecía conocer todo aquello, grupos de mujeres ante los macizos de cipreses y envueltas en un viento de plantas medicinales alrededor del templo de Esculapio, en el extremo de la isla, que tenía la punta de piedra como la proa de un barco; y el templo rectangular de Jove Máximo con sus arúspices y sus vestales, donde vigilaban noche y día los intérpretes del vuelo de las aves en lo alto del peñasco. Yo pensaba en los arcos superpuestos del gran acueducto de Claudio, en las termas humeantes de Trajano al frente de las termas de Tito, en la severa avenida de los atletas, la dilatada acera central donde se sucedían monumentos de mármol, arcos y estatuas y columnas y estelas, a lo largo de la arena del Circo Máximo, llena de gladiadores de piel aceitada, en el pórtico de Pompeyo frente al odeón de Domiciano, donde ensayaban los jóvenes músicos, en la estatua excesiva de Nerón ante el arco de Constantino, en los inquietantes lupanares sagrados que había más allá del mausoleo de Adriano, y hasta en los adivinadores y los vates que le dieron su nombre a la colina vaticana.

Pero, una vez más, lo que vi fueron ruinas: el cascarón mordido del Coliseo, los capiteles cercenados, yuntas de bueyes arando la tierra donde se alzaban la academia de Jove Politano y el colegio de las Vírgenes Vestales. Y, a diferencia de Quzco, aquí no podía yo atribuir a nadie aquel derrumbe: se veían las devastaciones del tiempo pero ya no se veían sus manos. Habían construido otra ciudad: iglesias inmensas se alzaban sobre los mármoles humillados, y subiendo las empinadas escaleras de San Pedro Encadenado era posible encontrar cosas tan prodigiosas como lo fueron las de la Roma antigua: sobre todo ese Titán a punto de alzarse, el Moisés indignado de ojos de fuego, cuya fuerza es la fuerza misma de la Ira.

Todavía me faltaba encontrarme con algo más poderoso que los edificios y las reliquias de Roma: su espíritu, y eso fue lo que hallé en los palacios del otro lado del Tíber, a la sombra de la cúpula del templo mayor de la cristiandad, cuando encontré a aquel anciano para el que llevaba desde La Española la carta de Oviedo.