Cuatro años más vivió Pietro Bembo esperando la dignidad más grande que estaba prometida a su mérito, un encumbramiento que según todos tarde o temprano llegaría, porque era el más respetado e ilustre de los príncipes de la Iglesia, y nadie dudaba de que al final la triple tiara caería sobre sus sienes y el peso de la cristiandad sobre sus espaldas. Yo andaba, una vez más, asombrado de mi destino, preguntándome cuándo y cómo el hijo de una nativa de La Española y acaso de un moro converso sepultado vivo en el Perú, después de extraviarse por una selva abrumadora y de derivar por un río sin orillas, había llegado a esta selva de mármol aún más inexplicable, donde la vida gira alrededor de cosas invisibles, donde se administran reinos más extraños que la selva y el río. No era precisamente al jardín de la civilización a donde había llegado, allí también podía ver día tras día los peces grandes devorando a los pequeños, los delirios primando sobre los hechos, y la muerte, más poderosa que los poderosos, imponiendo su ley de desvelo y de peste y de guerra sobre pueblos y príncipes.
Y sucedió que, antes de que el Espíritu Santo hiciera caer en la frente de Pietro Bembo la triple corona papal, la muerte entró furtivamente un día por los salones vaticanos, y cruzó frente al fresco de Rafael en la capilla de la Signatura, y pasó frente a las habitaciones del papa, donde está pintada la Visión de la cruz de Constantino, y ascendió por las escaleras consistoriales, y cruzó los pasillos de los gobelinos, y dejó atrás los grandes mapas y los salones de las joyas sagradas, y dejó atrás también las salas llenas de secas piernas de muertos y de falanges marchitas de mártires y de pomos de aceite de santos, y entró sin hacerse oír en la sala donde meditaba con los ojos cerrados el cardenal Pietro Bembo, y convirtió al más grande sabio de Roma en un manojo de huesos vestidos de púrpura.
Después de sus funerales, en 1547, y llamado por una carta conmovedora, hice un breve viaje a España, donde se encontraba desde el año anterior mi maestro Oviedo. Lo encontré escribiendo el tomo tercero de su Crónica de Indias, con el relato de la conquista del Perú, aunque, fiel a su infatigable labor de estudioso, lo que entonces más lo desvelaba era una investigación sobre las propiedades curativas del guayacán y las virtudes del palosanto como depurativo de la sangre para combatir el morbo gálico. Me había despedido de él cinco años atrás, en La Española, temiendo, por su edad y por lo azaroso de mi viaje, que esa despedida sería para siempre. Pero es el destino el que decide, y allá en la corte de Valladolid pude contarle cómo fueron los últimos días de aquel amigo de su juventud, al que no volvió a ver jamás, el muchacho veneciano al que yo había encontrado convertido en un anciano de rostro pálido y de ojos profundos, con una barba de ceniza sombreando la casulla de seda color sangre.
Así me fue deparado cerrar el círculo de aquella amistad. La vida quiso que fuera yo quien le narrara a Oviedo la muerte de Bembo, quien le dijera cómo aquel poeta que tuvo en su abrazo a la hija del papa, que me protegió como un padre en las turbias colinas de Roma, que me condujo por sus galerías y me enseñó a entender esa otra selva de mirra y de pórfido donde el lenguaje es también un veneno, se había dormido para siempre bajo una de las losas del altar de santa María Supra Minerva, cerca del Panteón, ante la plaza empedrada donde un elefante de mármol lleva a cuestas y sin rumbo un monolito egipcio.
Y después, en mi memoria, se confunden los viajes. Cabalgué con mercaderes desde Roma hasta Udine, remonté como comerciante los Alpes dolomitas, de donde bajaron hace siglos los pilares de pino sobre los que reposa Venecia, y viajé orillando los lagos alpinos y las cumbres nevadas para descender hasta Ginebra y Ratisbona. Recuerdo haber sentido, viendo la iglesia palatina de Innsbruck, que en ese mundo de guerras insensatas y eternas los únicos que estaban bien seguros y protegidos eran los muertos, dormidos en lechos de mármol, custodiados por hileras de reyes inmóviles, sumergidos en la música de los coros y con un cielo de vitrales góticos resplandeciendo sobre su sueño.
Viví algún tiempo la vida de los aventureros y de los mercenarios. Supe cómo fueron los caminos del emperador cuando estuvo a punto de apoderarse de París en 1544. De Innsbruck a Stuttgart, de Sttutgart a Heidelberg en barcas grandes llenas de frutas y de gansos, de Heidelberg a Coblenza, de Coblenza a Bonn, de Bonn a Lieja, me arrastraron la guerra y la necesidad, la sorpresa y la derrota. El imperio es una trenza de conflictos en todos los puntos cardinales; el emperador quería detener a los moros que avanzaban hacia Viena, dominar a los napolitanos, controlar a los reformistas, sellar la unidad de los principados alemanes, mantener el control sobre las provincias flamencas, casar a los vástagos de las casas de Holanda con las vírgenes de la casa de Saboya, y nosotros éramos apenas piezas de un ajedrez inmenso disperso por la nieve y los trigales, por ríos que orillan campos saqueados y por las aguas azules del mar lleno de mármoles.
Y al cabo de los viajes recuerdo aquella fonda de Flandes donde conocí a Teofrastus. No se llamaba así, pero ese fue el nombre que me acostumbré a darle, porque era el nombre de un médico y alquimista muerto pocos años atrás, que había sido su maestro. La primera frase que le oí me predispuso a ser su amigo y casi su discípulo. Estaba hablando con alguien en una mesa contigua sobre el espíritu del Universo, y de pronto, repitiendo sin duda a su maestro, dijo: “Duerme en lo mineral, sueña en lo vegetal, despierta en lo animal y habla en lo humano”. Sentí como si alguien estuviera descorriendo el velo de la ignorancia y me revelara por primera vez el paisaje del mundo.
Compartió por un tiempo conmigo su vida y su saber, y qué alivio fue para mí, en una rutina de guerra y desorden, hallar a un ser que estaba interesado en dar vida y no muerte, en estudiar las plantas, en venerar los bosques en vez de destruirlos. Yo creía venir de una región donde la naturaleza lo era todo; por él aprendí que también en Europa quedaba un reducto de viejos saberes, un paganismo alegre y delicado que sabía ver normas sagradas en los bosques y los ríos, emblemas mágicos en las hojas y los frutos; alguien que conocía sus propiedades curativas, que sabía hacer licores con las hojas caídas del duraznero, que era capaz de internarse en verano por los bosques nocturnos sólo para oír cantar a los ruiseñores. “Nada es veneno”, me dijo un día, “pero todo es veneno: la diferencia está en la dosis”.
Era el ser más alegre que he conocido, combinaba el desvelo por los libros y el amor por la música con la pasión por la naturaleza, y el hábito de sobrevivir sustrayendo frutas y viandas de los mercados y géneros de los almacenes. Se definía, sonriendo, como ladrón y sicofante, y después añadía que sólo es lícito robar lo indispensable y que mentir es, según Platón, el oficio de todo poeta. Creo que pertenecía a una secreta secta de nigromantes, y pensaba como Diógenes el griego que si nos dedicamos al pensamiento y al servicio de la humanidad, la ciudad humana nos debe lo fundamental. “No te preocupes por las aparentes diferencias entre los hombres”, me dijo, “a la luz de la Luna no se advierten los colores”. Aquello fue como si me encontrara con el costado más sorprendente de mi propio ser. Llegué a preguntarme por qué Teofrastus no era mujer para poder amarlo plenamente, pero nuestra amistad fuerte y exaltada fue lo más parecido al amor que conocí en aquellos veranos, una pausa de camaradería entre guerras malignas.
Creía en el influjo de las estrellas, afirmaba que según como se encuentre la bóveda estelar en el momento de nuestro nacimiento, así se fijará en nosotros el cielo interior. Y recuerdo un viaje lleno de peligros que hicimos entre París y Stuttgart, por la más incendiada de las fronteras, llevados por carretas azarosas y acompañados por Ricardo el flautista, uno de sus amigos. Merodeando una noche junto a macizos de cipreses, cerca de Estrasburgo, nos explicó que los cuatro elementos tienen cada uno sus huéspedes propios: gnomos la tierra, ondinas el agua, silfos el aire y salamandras el fuego. Y recuerdo el ascenso a caballo por la Selva Negra, recelando enemigos en las hondonadas y guardias en todos los caminos, hasta alcanzar la luz de plata y las cumbres frescas ya por los vientos de julio. Nos sentíamos jóvenes y libres descendiendo al galope hacia los trigales calcinados de Suabia, y buscamos refugio en Tubinga, cuyas fachadas de colores se encendían en la luz prolongada del atardecer.
El tiempo fue breve, pero siento que hablamos de todas las cosas. Fue Teofrastus quien me inició en la ciencia de los números y me enteró de los desvelos de los alquimistas, quien me curó de la herida de Mühlberg que no acababa de sanar, quien me alivió de las pesadillas que me habían dejado las ruedas de Flandes, y quien finalmente pronunció sobre mi viaje por la selva aquellas palabras que te he dicho al comienzo de este relato. Así como es duro volver a contar hechos atroces, así es bello callar lo que la mente quisiera conservar para siempre. No lo incluí en la lista de aquellos a quienes he relatado mi viaje, porque le bastaron pocos datos para entender lo ocurrido, y no preguntó más: supo que yo quería olvidar esas cosas. Todo en el mundo estimulaba su mente; habría arrojado sus libros al río si fuera el precio de poder deslizarse libre en una barca descubriendo secretos en las orillas. Para él, yo venía de un reino de selvas y de cocodrilos, de sirenas y amazonas, y casi me veía como una criatura de fábula, como una pluma desprendida de un ave exótica, o una hoja venida de bosques misteriosos, pero cualquier humano, desde cualquier comarca, era para él emisario de reinos inexplicables. Fue el primer hombre de ese mundo europeo que no me hizo sentir una criatura anómala. Para él, por el solo hecho de ser humanos, todos éramos criaturas fantásticas, y no ocultó que estaba citando a su maestro cuando me dijo: “Debes contemplar al hombre como un trozo de naturaleza encerrado en el cielo”.
Gracias a Teofrastus, más que a nadie, el abismo que había entre mi sangre española y mi sangre india se redujo; por él sentí que los trigales de Suabia eran tanto mi casa como las islas del Caribe. Vagué un año a su lado, esquivando las tropas, durmiendo en cobertizos abandonados, gozando de la hospitalidad de los pobres campesinos de las aldeas. Y al cabo de tantas aventuras que nos hacían olvidar por momentos las guerras y las pestes, perdí finalmente a Teofrastus en costas de Marsella. Perseguido por soldados tuvo que escapar sin advertirme a dónde iba, y en una mañana perpleja comprendí que no lo vería nunca más. Otra vez fui llevado por las tropas, y terminé embarcándome en las galeras del almirante Andrea Doria, que pretendía rescatar, de manos de Barbarroja, a mil quinientos cristianos capturados con la complicidad del duque de Enghien en las costas de Niza.
En el espejo roto de las guerras del emperador comprobé que las potestades europeas no tienen tiempo para los conflictos de las Indias, y ni siquiera para inquietarse por sus crímenes. Es tan urgente, tan imperioso, tan salvaje todo lo que se vive en el mundo viejo, tan brutal la secuencia de sus batallas, hay allí tantos secuestros, tantas extorsiones, tantas intrigas, que no hay cómo pensar en cosas más distantes, de modo que las Indias no son más que un lejano y primitivo surtidor de riquezas, al que se destinan los peores barcos y que se ha dejado en las peores manos, para que la gente verdadera pueda vivir sus odios y sus dogmas. Casi olvidado ya de la selva y del río, fui perdiendo de vista el malestar del que venía, y por un tiempo el diálogo imborrable de aquel amigo, sus conversaciones siempre diáfanas en un francés que yo entendía como si lo hubiera sabido desde siempre, me hizo sentir que aunque la naturaleza en las Indias es más exuberante y misteriosa, la luz del norte da a las cosas un aura de leyenda y casi de milagro.
Después volví a los mares, y alcé mi mano contra las lujosas galeras de los moros, y los años se fueron en noches de paciencia y días de ráfagas. Y como llevado de la mano por un designio oculto, llegué un día a la Casa de Mendoza, uno de esos reinos detrás de los reinos, una de esas columnas que hunden sus raíces en los siglos y sobre las cuales reposa el imperio español. Grandes señores de Mendoza dirigían galeras en el Mediterráneo cuando llegué a su sombra, y allí entreví el verdadero poder de la tradición. Don Andrés Hurtado de Mendoza y Bovadilla, marqués de Cañete, me tomó un día como su secretario, después de saber de mi vieja amistad con Oviedo y con Bembo, y te juro que nada tenía que envidiarles a los pasadizos de Roma y a sus mil poderes cubiertos de púrpura esta vieja Casa de Mendoza, cuyos príncipes fueron por siglos más estables y fuertes que los reyes. Dueño de propiedades por toda España, por vegas de Granada y castillos en Álava y señoríos en Cuenca, sólo la tranquila cordialidad del marqués hacía posible soportar los treinta títulos de nobleza que recaían sobre su cabeza. Títulos acumulados por sus mayores en Granada, en Navarra, en Asturias, marquesados de Moya y Cabrera, el marquesado de Mendivil, el ducado del Monte de los Muertos y el principado de Castilla, antes de que él mismo se hiciera guarda mayor de Cuenca y montero mayor de Castilla y señor de la torre de Mendoza y acompañante personal del emperador en sus campañas por Alemania y por Flandes.
Y este hombre agobiado de títulos, a los que ya ni les prestaba atención, hizo brotar otra vez de mis labios los viejos recuerdos. Ahora eran más pálidos, parecían de una vida que no era ya la mía; yo hablaba de esas cosas como si le hubieran ocurrido a otro. Y así terminaron mis andanzas por los viejos reinos en que naciste y que no has tenido el tiempo de recorrer. No te cuento otras cosas porque no están relacionadas con mi viaje a la selva, y porque acaba el tiempo de nuestra espera. Nos informan que el Pachacámac ha anclado en los muelles de Panamá, ante los muros de la ciudad incendiada, y que en unas horas zarparemos rumbo a El Callao. Ahora casi necesito explicarme cómo, después de aquella vida por las piedras de Italia y por las llanuras de Flandes, donde creí olvidarme de mí, cómo, después de años de vivir otra luz y otras lenguas, vuelvo de pronto a encontrarme en la vecindad de la selva, y reviviendo el viaje de mis años tempranos.
Si alguien me hubiera dicho en esas campañas, o en mi oscuro escritorio deValladolid, donde atendía la correspondencia del marqués de Cañete, que un día volvería a estar en las Indias, que la serpiente volvería a silbar en mi oído, que alguien me invitaría a viajar de nuevo a la selva y al río donde murió mi juventud, habría reído, con la certeza absoluta de que esa no sería mi suerte. Logré ser otro hombre y vivir otra vida, y soñé que esa dádiva del destino o del cielo sería para siempre.
Y ahora mírame, a la orilla de la selva, mírame conversando en una playa indiana con alguien empeñado en que yo lo acompañe por segunda vez al infierno.