Hay días en que vuelvo a recordar el País de la Canela, porque de tanto pensar en él, de tanto buscarlo, es como si hubiera estado allí. Vuelvo a verlo en la imaginación, con sus extensas arboledas rojas, sus casas de madera y de piedra, sus ancianos sabios y fuertes, que nadan en los ríos turbulentos y cazan peces con largas jaras de laurel; siento en el viento un perfume de canela y de flores; veo cruzar, montadas en sus dantas inmensas, a las valientes amazonas de un solo pecho, que llevan enormes arcos y aljabas llenas de flechas con punta de hueso y de pedernal; veo las murallas enormes de las ciudades de la selva, los cestos para pescar y las jabalinas, los pueblos vestidos de colores y los ejércitos diademados de oro preparándose para más crueles guerras, y hasta sueño que alguna vez he vivido allí, que yo fui uno de ellos.
Y el País de la Canela, con sus riquezas inmensas, con sus plantas medicinales, con sus ciudades saludables, con sus multitudes que peregrinan para adorar los ríos, con sus ancianas que descubren bajo la luz del atardecer entre las masas de árboles cuál de ellos es santo y debe convertirse en sitio de peregrinación y de rezo, se va transformando para mí en el símbolo de todo lo que legiones de hombres crueles y dementes han buscado sin fin a lo largo de las edades: la belleza en cuya búsqueda se han destruido tantas bellezas, la verdad en cuya persecución se han profanado tantas verdades, el sitio de descanso por el cual se ha perdido todo reposo.
En medio de su atrocidad, algo bello han tenido estas búsquedas, y si me preguntaran cuál es el más hermoso país que he conocido, yo diría que es ese que soñábamos, que buscamos con frío y con dolor, con hambre y con espanto tras unos riscos casi invencibles. Y es que esos riscos eran soportables porque el radiante País de la Canela estaba atrás, porque entonces no sabíamos que era un sueño. Hay tantas cosas que la humanidad nunca habría hecho si no la arrastrara un fantasma, hechos reales que sólo se alcanzaron persiguiendo la irrealidad. El sueño era bello y tentador, y no justificaba tantos horrores, pero creíamos en él. Duro y cruel para mí sería volver ahora, cuando sé que ya no está el país maravilloso esperando en parte alguna. ¿Qué podrías ofrecerme que justifique tantas privaciones, tanta incertidumbre? Vuelves a hablar, loco como de luna, de la ciudad de oro con la que estás soñando desde niño. El cóndor de oro en las laderas de nieve, el puma de oro en los valles sagrados, la serpiente de oro allá abajo, en las selvas ocultas.
Más bien yo diría que hay algo en el hombre que quiere volver al dolor, que se complace en ceder al peligro y en entregarse de nuevo al demonio que ya una vez estuvo a punto de atraparlo. Has escapado a la muerte tantas veces que crees que ella se ha olvidado de ti, has tatuado tantas cicatrices en tu cuerpo, que piensas, como los guerreros de la selva, que cada cicatriz es apenas una mancha más para el tigre. Algo en mi sangre me dice que lo que destruimos era más bello que lo que buscábamos. Pero tal vez, ahora que lo pienso, la búsqueda de la ciudad de oro, la búsqueda de las amazonas y de las sirenas, de los remos encantados y las barcas que obedecen al pensamiento, la búsqueda de la fuente de la eterna juventud y del palacio en el peñasco que rodean cascadas vertiginosas, es sólo nuestro modo de cubrir con una máscara algo más oscuro, más innombrable, que vamos buscando y que inevitablemente hallaremos.
Así llegamos a este día y a esta hora. No deja de asombrarme que una historia tan larga como la que acabo de contarte termine precisamente donde todo comienza. Todo presente es el desenlace de millares de historias y es el comienzo también de millares. Aquí estamos, como diría Teofrastus, en el ápice del reloj de arena, donde todas las cosas que fueron se convierten en todas las cosas que serán.
Estar ahora aquí, en Panamá, conversando contigo, es la mejor prueba de que no he podido escapar a la marca del río y al influjo opresivo de mi pasado. Tal vez hay todavía en mí muchas preguntas para hacerle a la selva. He recorrido en estas horas mi vida entera como si estuviera deshaciendo los pasos. Gracias a ti, he vuelto a mi aventura con la selva y el río con una minuciosidad que nunca había intentado antes. Me sorprende que la experiencia más penosa y más rechazada de mi vida se haya vuelto en esta ocasión un relato casi emocionante. Fue más ingrato describirle a Oviedo la selva, hablarle a Bembo de las amazonas, hablar con el marqués de Cañete sobre Pizarro y Orellana, que hacer para ti esta nueva relación de mi viaje, porque lo escuchas todo con tanta emoción, con tanta curiosidad, sientes tanta admiración ante nuestras penalidades, que vuelves casi admirable lo que viví como una pesadilla. Ya me pregunto si no seré yo como el cántaro, que bajó tantas veces al agua porque su destino era romperse contra el fondo del pozo.
Por supuesto que no me has convencido de que baje de nuevo a la hondura, de que te acompañe a la selva sin rumbos ni al río que olvida su orilla. Sólo estoy confesando que ha sido más grato hablar de estas cosas contigo que con todos aquellos que antes me interrogaron. Al menos con este relato pude darte advertencias, cautelas que precisa todo el que corra el riesgo de internarse en la selva. Más que las otras veces, por el afecto y la gratitud que te debo, era mi deber contarlo todo, para que al menos no puedas decir que no sabías lo que te esperaba.
Volverás con el cuento de los grandes tesoros, pero llevo un cuarto de siglo alimentándome de esos relatos, y recogiendo después los huesos de quienes los contaban. Si quedan todavía tesoros en las Indias, serán ya de otra especie. Por el camino que yo he hecho, ni tierra que pueda ser cultivada, ni minas que no estén acorazadas de rezos y venenos, ni reinos que no estén cercados de colmillos y flechas, ni riquezas que no cobren su precio en locura y en sangre.
Y termino diciéndote que, por mucho que confíes en tu fuerza y tu estrella, eres un hombre, amigo, sólo un pequeño mortal que sueña ser el amo de un reino inabarcable. Tu ambición es más grande que la de Orellana; acaso más grande que la de Gonzalo Pizarro. Tal vez si sólo quisieras conocer, vivir el asombro de las lianas y de los pantanos, de los árboles gigantes que llenan el mundo, de esa humedad penetrante, de los rugidos y los venenos, de esas noches con alas de murciélago, de esas mañanas que ciega la niebla, de esos reinos inexplorables de hogueras y tambores, de esas lluvias monótonas y desesperantes; tal vez si quisieras sólo llenar tus ojos con el prodigio y tus oídos con el misterio… yo te acompañaría. Sólo por ver tu asombro: por verte comprobar en carne propia la verdad de mis advertencias. Pero tú sueñas con gobernar la inmensidad, someter a las bestias del génesis, domar la serpiente de agua, vencer a los reyes de la selva, subyugar a las guerreras desnudas, y no puedo anunciarte nada bueno: sufrimiento y locura será lo único que encuentren tú y tus soldados.
Avanza si lo quieres, Ursúa, hacia la perdición, hacia el pánico. Anda y mide tus fuerzas con la selva; opón el poder de tu dios navarro a los dioses de la humedad y de la tormenta, del hambre y de la tierra. Demuestra que vale más tu voluntad que la serpiente sin ojos en la que se refleja el abismo…
Todo me está gritando que te detenga, pero… si vas al viaje, si insistes en bajar hasta el río, en desafiar la selva, en chocar con los pueblos que la habitan, si insistes en enfrentarte a sus dioses, si estás ansiando comer orugas y masticar carne fibrosa de micos azules, si quieres resignarte a oír sólo el chillido de las guacamayas, el relato del río que no acaba, de la niebla que no quiere desprenderse del agua, si estás empeñado en sufrir, en perderte del mundo de los hombres y hundirte en el limo y en la sombra, ya temo que no seré capaz de dejarte correr solo ese riesgo, y entonces iré contigo, Pedro de Ursúa, aunque sé lo que nos espera, y me volveré tu sombra, aunque será lo último que nos dejen hacer en el mundo.
Y otra historia nació aquella tarde: el avance inventando tropas de la nada, el encuentro de Ursúa con la sangre del Inca, los trescientos caballos que abandonamos en la selva, la historia paralela de los dos virreyes, una rebelión floreciendo en la mente del hombre más leal que conocí jamás. Así se fraguaron los pasos de un capitán, seleccionando entre rufianes a los más arrojados y a los más terribles, sin saber que no estaba escogiendo sus huestes sino sus verdugos, así vimos llegar una noche amorosa en la ciudad de barro de Chan Chan bajo los ojos cómplices de las estrellas, y la locura del hombre que fue capaz de matar en una selva extraña al único compañero de su infancia perdida, y la locura atroz del hombre que fue capaz de matar en Barquisimeto a su propia hija, porque era lo único inocente que le quedaba. Y así llegamos al sueño de la ciudad de los cóndores, al sueño de la serpiente de oro que se retuerce por las selvas, y a la primera mañana sangrienta de un año en el que todo fue muerte y en el que todo fue resurrección.
No puedo no pensar que aquella tarde ya se habían labrado las diez espadas, ya se estaba tejiendo la jaula que contendría la cabeza del tirano, ya estaban vivos los caballos que después se enfrentaron a las serpientes, ya estaba Inés de Atienza llorando a su hombre, muerto en un duelo de honor, ya un millar de canoas llenas de indios venía remontando los ríos del este, y ya un lugar de la selva, cerca del sitio donde el gran río tiene dos colores, había sido señalado por dioses sin nombre para ser el sepulcro sin lápida de los amantes.
Pero el futuro es mudo y sin rostro, aunque esté a pocos pasos de distancia. Nada de esto presentimos en las playas de Panamá, viendo llegar el barco que nos llevaría al Perú, oyendo el grito de los alcatraces sobre ese mar que se apagaba en rojo. La larga espera había terminado. Mientras ascendíamos por la escalerilla del barco, sin que Ursúa ni yo lo advirtiéramos, se fue formando sobre el cielo del sur, cada vez más oscuro, todavía ilegible, el signo de nuestra derrota, y entonces recordé otras palabras de Teofrastus, que luego ante el peligro fueron más poderosas que espadas.
“Es eso que has dejado lo que persigues, si quieres saber lo que eres, tendrás que preguntárselo a las piedras y al agua, si quieres descifrar el idioma en que hablan los brujos de tus sueños, interroga las fábulas que te contaron la primera noche ante el fuego. Porque no hay río que no sea tu sangre, no hay selva que no esté en tus entrañas, no hay viento que no sea secretamente tu voz y no hay estrellas que no sean misteriosamente tus ojos. Dondequiera que vayas llevarás esas viejas preguntas, nada encontrarás en tus viajes que no estuviera desde siempre contigo, y cuando te enfrentes con las cosas más desconocidas, descubrirás que fueron ellas quienes arrullaron tu infancia”.