1
Para cualquier mortal, viajar en un tren de la Reichsbahn entre Berlín y Königsberg al anochecer de un día de noviembre en un compartimento vacío, reservado en exclusiva, sería considerado un privilegio. Y más si pensamos que el resto de los compartimentos van atestados de pasajeros, incluso en otros vagones de ese mismo tren, hasta los pasillos se encuentran colapsados.
Para cualquiera de los mortales sería un privilegio, excepto para él. Porque para él, la soledad y la noche no son una buena combinación. No lo han sido nunca. No lo han sido durante los últimos treinta años. No desde que una niña sentada en un columpio lo persiguiera desde el mismo momento en que cerraba los ojos.
Ese anochecer, como siempre, se despertó de pronto, sobresaltado, jadeante, sudoroso y con el corazón desbocado. Por suerte estaba allí, en la soledad de un compartimento silencioso, con la única compañía de la lluvia que golpeaba los cristales. Como siempre, se despertó gritando un nombre: Irene.
Irene Volkenrath. La niña que lo persigue desde su infancia.
Como siempre, en sus sueños, Irene Volkenrath está sentada en un columpio, como la última vez que la vio. Como en el último recuerdo que conserva de ella, lleva un bonito vestido azul turquesa, con los ribetes del cuello y de los brazos de color blanco, el mismo color que la cinta que rodea su cintura y que termina con un lacito en la espalda. Así la dejó, cuando cometió el error de marcharse a comprar dos helados a un puesto ambulante que había visto a la entrada del parque. Nunca debió marcharse, nunca debió dejarla sola. Nunca…
Ahora, la niña del columpio no es la misma que él conoció. Ahora su boca está abierta, muy abierta (sabe que la encontraron así, en aquella caseta abandonada junto a las vías del ferrocarril de Hamburgo), una boca oscura y ensangrentada, con todos sus dientes negros y podridos. Los dientes que puede tener una niña que lleva treinta años muerta.
Sus ojos son dos cuencas oscuras y vacías. La sangre resbala por su rostro e impregna su bonito vestido turquesa. Un sonido gutural, extraño, ronco, sube por su garganta y sale de esa boca abierta e inmóvil para, una vez tras otra, hacerle la misma pregunta: ¿Dónde están mis ojos? ¿Y mis ojos? ¿Dónde están mis ojos, Reinhard?
Reinhard está frente a ella, petrificado, con los dos helados en sus manos, dos cucuruchos, uno de nata y otro de caramelo, el que le gusta a Irene. Sabe dónde están sus ojos y por eso, evitando su rostro, desvía la mirada hacia sus piernas, por donde también desciende la sangre, hasta llegar a sus delicados zapatitos negros para, gota a gota, caer a la tierra. El suelo bajo el columpio se convierte en un enorme charco de sangre.
El sonido extraño que brota de ella vuelve a emerger de su boca putrefacta para castigarlo, para volver a preguntarle: ¿Y mis ojos? ¡Reinhard, por favor, respóndeme! ¿Dónde están mis ojos?
Casi siempre se despierta en el mismo momento, cuando el columpio se detiene e Irene Volkenrath desciende de él. Casi siempre se despierta cuando ella extiende sus brazos suplicantes. Entonces él retrocede, tropieza y cae, aplastando con sus manos los cucuruchos de nata y caramelo al intentar incorporarse, huyendo de esa visión espectral que se acerca muy rápido, mientras con su voz ronca le reclama: ¡Tú sabes donde están mis ojos! ¿Tienes tú mis ojos?
Extrajo un pañuelo del bolsillo de su guerrera. Echaba de menos la época en la que vestían de civil, antes de que estallara la guerra y tuvieran que llevar todo el día ese uniforme negro del SD. Se limpió el sudor, mientras miraba a través de la ventanilla del vagón. Lluvia y árboles, árboles y más árboles. Braunsberg había sido la parada previa del tren y la próxima sería Königsberg, su primer destino en ese viaje al lejano Gau de Prusia Oriental.
Se agachó para recoger su identificación amarilla, que había caído al suelo al sacar el pañuelo. Ese documento lo acreditaba para poder acceder a esos lugares donde la mayoría de los alemanes nunca podrán acceder. Los «lugares restringidos». Su mirada se fijó en su fotografía y mentalmente leyó su nombre, intentando apartar de su cabeza el recuerdo de Irene Volkenrath.
Reinhard Wolfgang Krebs.
Debajo figura su grado y el departamento al que pertenece, dentro de la compleja maquinaria de la seguridad del Estado:
SS-Hauptscharführer
AMT V.
KRIPO (Kriminal Polizei).
PRINZ ALBRECHT STRASSE, BERLÍN.
En realidad en ese momento todavía no sabía bien adónde se dirigía, y mucho menos cuál sería su misión en esa apartada región del Gran Reich. Dos días antes, el Gruppenführer Artur Nebe lo había citado en su despacho para decirle que tenía que presentarse en la estación de Anhalter, a las once de la mañana, para coger un tren con destino a Königsberg, donde le explicarían el trabajo a desarrollar. Eso sí, antes de abandonar el despacho del Gruppenführer, Artur Nebe había dicho unas palabras crípticas que le causaron un cierto desconcierto y preocupación, y que hasta días más tarde no cobrarían ningún sentido para él: «Capitán Krebs, le he elegido para que lleve este caso porque sé que es uno de mis mejores hombres y, sobre todo, uno de los más equilibrados. Como le explicaría… el caso al que se va a enfrentar carece de toda lógica, despierta muchas preguntas y exige obtener urgentemente respuestas. En los últimos días no se habla de otra cosa en algunos despachos, especialmente…».
Artur Nebe había levantado el dedo índice y señalado el techo de su oficina. Y en la Jefatura de la Kripo todos saben lo que significa señalar al piso de arriba: el hombre cuya mirada provoca sombras, la «bestia rubia», el jefe de la seguridad del Reich, Reinhard Heydrich habita allí. Si algo es importante para Heydrich, eso significa que es importante para el Reichsführer Himmler. Y todo aquello que es importante para Himmler es importante para el Führer. Esa lógica nunca falla.
Continuaba estando intranquilo. Como suele sucederle, la imagen de Irene Volkenrath tardaba mucho tiempo en desaparecer de su cabeza. Se levantó, caminó por el compartimento y, al final, abrió la puertezuela corredera y se asomó al pasillo.
El pasillo estaba vacío, oscuro y silencioso. ¿O no? Por un momento pensó que allí, en la oscuridad, había alguien observándolo. Le pareció distinguir una figura cuando el tren pasó junto a una de las primeras farolas que indicaba que se estaban acercando a los arrabales de la ciudad de Königsberg, iluminándolo tenuemente. Una figura ataviada con un bonito vestido azul turquesa ensangrentado. Pensó que si seguía allí, esa figura, con la boca abierta en una mueca fantasmal y las cuencas de sus ojos vacías, volvería a preguntarle dónde estaban sus ojos. Se estremeció. Cerró la portezuela, se recostó en ella y se llevó las manos a la cara.
Descendió del tren unos veinte minutos más tarde. Se colocó la gorra de oficial de las SS y caminó, con la maleta en la mano, por el concurrido anden de la estación en busca de su contacto. Lo distinguió enseguida, un hombre bajo y regordete con el uniforme de chófer de las SS. Tal como habían acordado, se encontraba debajo del cartel con reloj que indicaba la Bahnsteig 1. El hombre caminaba nervioso en un corto paseíllo, portando un paraguas negro en la mano. Lo distinguió con rapidez y caminó a paso ligero en su dirección, no sin antes poner un rictus de sorpresa en su rollizo rostro. Suele sucederle, su metro noventa de estatura y el aspecto que ofrece con el uniforme negro provoca que siempre suela convertirse en el epicentro de miradas curiosas o sorpresivas.
—Heil Hitler! —exclamó el chófer al llegar junto a él, mientras hacía el saludo reglamentario.
—Heil Hitler! —respondió a su saludo, no sin antes haber cambiado la maleta de mano para poder realizarlo.
—Es usted el capitán Krebs, ¿verdad? —le preguntó.
Asintió con un movimiento afirmativo de cabeza.
—Está bien, sígame. Le llevaré al castillo. ¿Qué tal el viaje desde Berlín?
—Demasiado largo —contestó secamente Krebs. Quizá el chófer detectó al momento que era un hombre parco en palabras, porque no volvió a dirigirle la palabra hasta que salieron al exterior de la estación.
Por un lateral, accedieron al abovedado vestíbulo central. Ante las miradas inquisitoriales y provincianas con que los obsequiaban los viajeros que llegaban o abandonaban la estación, Reinhard Krebs observó las grandes banderas del Reich que se desplegaban por las paredes laterales. En el frontal, justo encima de las puertas por las que saldrían, había un gran mural de vivos colores que representaba una bucólica imagen de la ciudad, con sus bonitas casas asomándose a un meandro del río Pregel y la torre gótica del castillo presidiéndola. A ambos lados, los dibujos de dos bonitas muchachas de tez pálida, ojos vivarachos y cabellera dorada, ataviadas con el traje local, daban la bienvenida a la ciudad a los visitantes extendiendo sus brazos, mientras una leyenda escrita en letra gótica, exclamaba: «¡Bienvenidos a Königsberg, la ciudad más hermosa del Reich!».
No supo muy bien por qué, pero Reinhard Krebs no pudo por más que esbozar una sonrisa.
Königsberg lo recibió con un aguacero incesante y un frío que en Berlín sería inusual en esa época del año. El chófer desplegó el paraguas para resguardarlo de la lluvia y le dijo:
—Sígame, capitán, he aparcado ahí mismo.
Antes de caminar hacia el Mercedes Cabriolet negro con distintivos de las SS que los esperaba, Reinhard Krebs se giró para mirar el gran reloj circular que presidía la fachada central de la estación.
Marcaba las siete y veinte de la tarde.
Reinhard Krebs nunca había visitado Königsberg; muchas personas a lo largo de los años la habían descrito como una de las ciudades más bonitas del Reich, pero tenía que reconocer que mientras recorrían sus calles en dirección al castillo, pensó que era la ciudad más hermosa y elegante que había conocido. Sus majestuosas casas decimonónicas con tejados de dos aguas y vivos colores en sus fachadas; los bulevares y avenidas que transitaban junto al silencioso río Pregel, alumbradas por distinguidas farolas, algunas de las cuales todavía funcionaban con gas, como en los viejos tiempos; hasta los tranvías y los viandantes que paseaban por sus calles, protegiéndose de la lluvia bajo sus paraguas, o el propio aroma de la ciudad, desprendía un aire de majestuosidad que estaba muy alejado de la decadente y confusa imagen que proyectaba Berlín. Era difícil apartar la mirada de la sugestiva torre gótica del castillo, visible desde cualquier punto de la ciudad, una torre a la que se aproximaban cada vez más.
Era consciente de que no iba allí para realizar una visita turística a esa enorme fortaleza levantada por los caballeros de la Orden Teutónica en 1255. Sabía que nadie le enseñaría la célebre Biblioteca de Plata, construida en el siglo xvi, ni el salón Moscovita, que con sus 83 metros de ancho por 18 de largo se consideraba el más grande de Alemania, ni, por supuesto, el enigmático salón de la Sangre. Pero se llevó una gran decepción cuando el vehículo se alejó de la puerta principal del castillo, para recorrer unas angostas callejas medievales que conducían a su parte posterior. De esta manera entraron en el recinto por una vieja puerta de aspecto negruzco, con un reloj sobre su pórtico que marcaba en ese momento las ocho menos diez. Un soldado de las SS se apresuró a subir la barrera de entrada en cuanto vio aparecer el vehículo. Estacionaron en un patio oscuro, al que apenas llegaba una luz lúgubre que surgía de una puerta abierta junto a la que esperaba un hombre.
El chófer no tardó en situarse al lado del coche para protegerlo con el paraguas, aun cuando el camino que los separaba de la entrada eran unos escasos metros. El hombre que esperaba junto a la puerta resultó ser un edecán de las SS, que no dudó en cuadrarse y hacer el saludo reglamentario, para después decirle:
—Sea usted bienvenido, capitán Krebs. Si es tan amable, sígame, el Standartenführer Erich Heffner le está esperando en su despacho.
Mientras caminaban por interminables pasillos bien iluminados, todos iguales, nada que ver con las románticas estancias que uno pensaría encontrarse en un castillo como ese, Reinhard Krebs decidió preguntarle al edecán algo más sobre la persona con la que tenía que reunirse. No le gustaba acudir a ciegas a ninguna cita, no saber de quién tenía que obedecer órdenes o a quién tendría que impartírselas. Aunque ese tipo de encuentros en la Kripo eran muy habituales, en Berlín utilizaba a muchos de sus contactos para sacar información de sus interlocutores siempre que se enfrentaba a situaciones como esa. Pero claro, tenía que desterrar de su mente que ahora ya no se encontraba en Berlín, ahora se encontraba en Prusia Oriental, un territorio desconocido e inhóspito para él.
Llegaron a una pequeña antesala, decorada con banderas de las SS y un busto en mármol del Führer, de donde partía una amplia escalinata de piedra mucho más acorde con la antigüedad del lugar. Aprovechó ese momento para preguntarle al edecán:
—Ha dicho usted que me espera el coronel Erich Heffner. ¿Kripo?
El edecán, un joven rubio y delgado de aspecto atlético, sonrió de manera intencionada antes de responder:
—No, SD. Servicio interior.
¿SD? ¿Qué podía tener que ver el servicio interior de la SD en un caso que afectara a la Kripo? La labor del SD era realizar estudios detallados sobre el judaísmo, el comunismo, las confesiones religiosas, la masonería o las sociedades secretas, pero rara vez solían inmiscuirse en asuntos relacionados con la investigación criminal. Bueno, a excepción de que se vieran involucrados prominentes miembros del Partido o del Estado, pero en ese caso, nunca se tendría en cuenta a la propia Kripo, lo más posible es que el asunto lo llevaran ellos mismos o, en su defecto, la Gestapo. Mientras terminaban de ascender por la escalinata, Reinhard Krebs empezó a valorar que el asunto que lo había llevado hasta allí fuera más importante de lo que había previsto al salir de Berlín. Ahora por lo menos ya sabía con quién se iba a encontrar en ese despacho ante cuya puerta se habían detenido: con un hombre de Heydrich. O, posiblemente, con «el hombre» de Heydrich en Prusia Oriental.
El edecán tocó tres veces con los nudillos en la puerta, antes de hacer girar el pomo para abrirla e introducir por ella la cabeza:
—Mi coronel, el capitán Krebs ha llegado.
—Hágalo pasar —respondió una voz ronca desde el interior.
Sin cerrar del todo la puerta, el edecán se giró hacia él.
—Puede dejarme sus pertenencias, mi capitán.
Dejó junto a sus pies la maleta, mientras el edecán extendía sus brazos para que depositara sobre ellos el abrigo. Así lo hizo, además de la gorra.
Mientras el sonriente edecán desaparecía camino de la escalinata, Krebs entró en el despacho del coronel Erich Heffner.
De mediana edad, rostro anguloso y unos ojos pequeños pero astutos, el coronel Erich Heffner se encontraba sentado ante su mesa escritorio leyendo unos informes. Krebs se cuadró y, haciendo el saludo reglamentario, exclamó:
—Heil Hitler!
Sin levantar la vista de los informes y haciendo un gesto con la mano, el coronel dijo:
—Por favor, capitán Krebs, tome asiento.
Se sentó en una silla preparada frente al coronel. Cruzó las piernas y, de manera distraída, esperando hacer tiempo para que el coronel terminara de revisar los informes, paseó la mirada por el despacho. De soslayo pudo observar que a un lado de la mesa se habían almacenado cuatro carpetas negras de tamaño grueso. En el dorso de la primera estaba escrito lo que parecía un apellido: WINKLER. Por otra parte, sabía que los documentos que el coronel del SD estaba estudiando eran los informes que acompañaban a sus expedientes y que seguramente le habían hecho llegar desde Berlín. Al trasluz de la hoja que Heffner leía en ese momento, podía vislumbrarse el sello de la Jefatura de la Kripo en la Prinz Albrecht Strasse.
Tamborileó con los dedos en el brazo de la silla en la que estaba sentado, rompiendo la monotonía de los únicos dos sonidos que invadían la estancia: la lluvia golpeando unos ventanales que daban al lúgubre patio donde seguía estacionado el Mercedes Cabriolet y el crepitar de los leños en la chimenea del despacho.
Erich Heffner dejó el último documento del informe sobre la mesa, cruzó las manos sobre ella y lo miró fijamente con esos pequeños y astutos ojos. Su mirada mezclaba la admiración con la duda.
—Un expediente brillante, capitán Krebs. Puede sentirse usted orgulloso de él.
—Muchas gracias, mi coronel. Procuro hacer mi trabajo, y hacerlo bien.
Media sonrisa en el rostro de Heffner. Desvió la mirada hacia uno de los documentos que tenía extendidos sobre la mesa.
—Veo que no es usted miembro del Partido. ¿Me equivoco?
—No, no se equivoca. Nadie me dijo que fuera necesario ser miembro del Partido para desarrollar mi trabajo en la Policía Criminal, mi coronel.
—Y no lo es, capitán, no lo es. Solo espero que para la investigación que va a desarrollar se comporte usted como un nacionalsocialista convencido.
—Lo soy, mi coronel. Mi lealtad al Führer y a las leyes del Estado están fuera de toda duda.
—Bien, bien.
Heffner volvió a ponerse las gafas. Resopló, miró de refilón hacia la chimenea y volvió a concentrarse en su interlocutor.
—Capitán Krebs, ¿puedo hacerle una pregunta? Es sobre algo que no figura en el expediente que hemos recibido de Berlín.
—Por supuesto, mi coronel, puede usted hacer cuantas preguntas considere necesarias.
—Capitán Krebs, ¿cree usted en Dios?
Esa pregunta lo cogió por sorpresa.
—No…, quiero decir, mis padres me educaron en las creencias luteranas, pero abandoné muy pronto la práctica de esa fe. No, no creo en Dios, coronel.
Un destello, un brillo extraño en las pupilas del coronel Heffner. Ese titubeo, ese pequeño titubeo lo había puesto sobre alerta. Pero Krebs le dijo la verdad. Bueno, solo a medias. Algo que no podía contarle ni a él, ni a nadie: el cuándo y el porqué dejó de creer en Dios. En ese momento, la imagen de Irene Volkenrath sentada en el columpio regresó a su cabeza.
—¿Y en el diablo? ¿Cree usted en el diablo, capitán?
—No, mi coronel, no creo en el diablo. Puesto que no creo en Dios, sería absurdo por mi parte creer en el diablo.
—De manera que no alberga usted ningún sentimiento supersticioso o religioso, ¿es así?
—Sí, así es.
Erich Heffner se pasó la mano por la frente.
—Eso está muy bien. En los próximos días, va usted a oír hablar mucho de Dios y del diablo. El lugar al que se dirige no es Berlín, ni siquiera Königsberg. En ese lugar siguen rigiendo las ideas de los beatos y las supersticiones de los lugareños, por lo tanto es imprescindible que blinde sus oídos ante las cosas que va a escuchar.
«El lugar al que se dirige», con lentitud, Reinhard Krebs se iba acercando al conocimiento de su destino y del caso del que se ocuparía. Demasiado despacio para su gusto, así que se atrevió a preguntarle:
—Coronel, comprenderá usted mi ansiedad. ¿Podría decirme cuál es el caso por el que me he desplazado hasta aquí?
Erich Heffner volvió a sonreír, pero en esta ocasión su sonrisa resultó afable.
—Comprendo su impaciencia, capitán, pero este asunto es tan extraño e inquietante, que me gustaría ir poco a poco. Primero le expondré el relato de los hechos, tal como estos han llegado hasta nosotros. Después hablaremos del caso y de los pasos que usted tendrá que seguir en la investigación. Este caso es tan complejo que ahora mismo hay tres departamentos involucrados, tanto en Berlín como aquí, en el Gau de Prusia Oriental. Por si le interesa, yo actuaré como enlace entre usted, la Kripo local y la Jefatura de la Kripo y del Servicio de Seguridad Interior en Berlín.
—Ha dicho usted que había involucrados tres departamentos, pero solo ha citado dos. ¿Cuál es ese otro departamento?
—El Departamento de Antropología Médica y Psicológica de las SS. Pero como le he dicho antes, de eso hablaremos más tarde. Primero quiero que escuche el relato de los hechos y, cuando termine de hacerlo, estoy convencido que lo habrá entendido todo.
Se hizo un silencio. Antes de empezar su exposición, el coronel Heffner se incorporó y caminó hacia el mueble bar que había bajo un retrato del Führer.
—¿Quiere un trago, capitán? Yo tomaré un Jerez.
—No, gracias, mi coronel. No bebo.
—¿No bebe cuando está de servicio?
—No bebo nunca, coronel.
Mientras se servía el Jerez, el rostro de Heffner se tornó taciturno.
—Bueno, supongo que cuando conozca las implicaciones de este caso cambiará de opinión. Estoy seguro. Este caso le hará beber.
No contestó. Pero estaba seguro de que Heffner se equivocaba. Reinhard Krebs odiaba el alcohol. Y odiaba a los alcohólicos. Los odiaba desde su más tierna infancia.
Heffner apuró el vaso de un solo trago, lo dejó sobre la repisa del mueble y regresó a la mesa.
—Bueno, mucho mejor ahora.
De un cajón extrajo otras dos carpetas. Reinhard conocía muy bien ese tipo de carpetas, él mismo las utilizaba todos los días para trasladar a sus superiores los informes de los casos en los que trabajaba. En el dorso de las carpetas pudo distinguir los sellos de la Oficina Central de la Kripo en Königsberg y de otro lugar del que no había oído hablar en su vida: Insterburg.
El coronel Heffner abrió la primera de las carpetas y, con tono solemne, dijo:
—Capitán Krebs, el relato de los hechos que le voy a narrar está extraído de los informes presentados ante esta oficina por el comandante Heinrich Eberle, de la Oficina Central de la Kriminal Polizei en Königsberg, y del teniente Peter Hanke, de la Oficina Local de la Kriminal Polizei en Insterburg. A su vez, ambos corresponden a los interrogatorios que se realizaron a los sargentos Sigfrid Hoffmann y Alfred Dassler, del 43 Regimiento de Infantería de la Wehrmacht con sede en Insterburg. Además de los dos citados, se interrogó también a otros cinco hombres del regimiento. En todo momento me referiré a ellos como los únicos responsables de la versión de los hechos que a continuación le voy a relatar.
El coronel hizo un alto antes de empezar a exponer la historia más increíble que Reinhard Krebs había escuchado en toda su vida como investigador de la policía criminal.
—La mañana del 28 de octubre, un pequeño destacamento de ocho hombres pertenecientes al 43 Regimiento de Infantería realizó unas maniobras rutinarias cerca de un lugar conocido como el «desfiladero de Insterburg». Por razones que desconozco, el responsable del regimiento nos comunicó que en las últimas semanas esos ejercicios eran una norma habitual. El destacamento estaba dirigido por el capitán Hans Rauschning. Su misión era caminar hasta el desfiladero, donde otra parte del regimiento había instalado un campamento de campaña falso, y recopilar información. El día era frío y claro. Este dato, capitán, es muy importante.
El rostro del coronel se tornó enigmático al decir esta última frase. Reinhard Krebs lo miraba como embobado, había captado toda su atención.
—Media hora después de iniciar la caminata, el destacamento quedó perdido en un robledal, envuelto en una niebla que, leo textualmente la declaración de los sargentos Hoffmann y Dassler: «Apareció de pronto, surgió de la nada. La niebla más espesa que ninguno de nosotros habíamos visto en toda nuestra vida. Pese a que los árboles estaban muy juntos, era casi imposible distinguir el que tenías delante de ti». Tras calibrar la situación, el capitán Rauschning, conocedor del terreno, decidió formar un pequeño grupo, con él mismo y los sargentos Dassler y Hoffmann, avanzar hacia la cercana yeguada de los Winkler y ponerse desde allí en contacto con la caserna del regimiento para solicitar órdenes sobre si tenían que continuar con el ejercicio o darlo por abortado. El capitán Rauschning era de la opinión de que lo escarpado y abrupto del terreno podía ocasionar algún tipo de desgracia a sus hombres y no quería correr ese riesgo.
—¿No llevaban equipo de transmisión, mi coronel?
—No, capitán, al ser un ejercicio de destacamento, el grupo carecía de equipo de transmisión. Continuaré con el relato de los hechos. Tras recorrer en una media hora el trayecto que en condiciones normales habrían realizado en diez minutos, por culpa de la niebla, Rauschning, Dassler y Hoffmann vislumbraron el murete blanco que cerca la yeguada de los Winkler. Esta es una de las más importantes de Insterburg y de Prusia Oriental, capitán. La familia Winkler lleva proporcionando caballos Trakehner al ejército desde 1860. Según las declaraciones de Dassler y Hoffmann, los tres hombres se detuvieron ante el portalón de madera que da acceso a la finca. Esta consta de una mansión donde reside la familia Winkler, compuesta por Wolfgang Beck, su esposa Sophie Winkler, hija del fallecido Alois Winkler, fundador de la yeguada y de la herencia familiar, y la hija de ambos, Annelies, de diez años de edad. Además de la casa, hay dos edificios que albergan los establos y una pista de doma. Según los testimonios de Dassler y Hoffmann, la niebla impedía ver con claridad la fachada principal de la mansión. Tan solo se alcanzaba a distinguir el camino que desde el portalón conduce a la casa, la pequeña explanada ante esta y, eso sí, un roble desnudo que preside la explanada y que rápidamente captó su atención. Dassler y Hoffmann aseguran que, colgadas de las ramas desnudas del roble, había unas sogas atadas que contenían algún tipo de objeto y que se balanceaban a gran velocidad, mecidas por el viento. En este punto tengo que comentarle algo, capitán. Verá, a los dos lados del portalón que da acceso a la finca, hay dos esculturas de bronce que representan a dos caballos Trakehner. De sus bocas cuelgan unos pequeños farolitos, asidos a la boca de los equinos por una cadena. Aquella mañana, los farolitos estaban encendidos. E inmóviles, capitán Krebs. Porque no hacía viento. Ni siquiera corría una brizna de aire.
—No lo entiendo, coronel, entonces… ¿Cómo se explica que…?
—No corra, capitán. En esta historia, nada se explica. Nos hemos puesto en contacto con todos los centros meteorológicos, tanto civiles como militares, de Prusia Oriental. Tampoco había niebla, capitán. En ningún punto, en ningún lugar de Prusia Oriental. Solo allí, en esa yeguada junto al desfiladero.
Tras sonreír, el coronel continuó el relato.
—Rauschning y sus hombres penetraron en la hacienda en formación de combate. La puerta estaba abierta, otra cosa que era inusual. Caminaron por el sendero arbolado que conduce a la puerta de la mansión. Conforme se acercaban a la explanada y al viejo roble donde se mecían esos extraños objetos, empezaron a vislumbrar de qué se trataba. Ninguno de ellos daba crédito a lo que estaba viendo. Seguía sin hacer una pizca de viento, pero Hoffmann y Dassler afirmaron que, cada vez, las sogas se balanceaban a más velocidad. Según la declaración de los sargentos Dassler y Hoffmann, fue el capitán Rauschning el primero en pronunciar el nombre de aquello que se balanceaba en el árbol. Leo textualmente: «Puppen».
—¿Muñecas? —Krebs se sorprendió diciendo en alto lo que estaba pensando para si mismo.
—Muñecas, capitán Krebs. Todo tipo de muñecas. Muñecas de porcelana, de goma y de trapo. Todas estaban desnudas y cubiertas por cascarones de tierra seca pegada a sus cuerpos. Leo literalmente la declaración de Dassler y Hoffmann: «Todas se movían muy rápido, como en una especie de danza macabra. Estaban desnudas y cubiertas de cascarones de tierra negra y húmeda, como si hubieran estado enterradas bajo tierra durante mucho tiempo». Y todavía hay una cosa más, capitán Krebs. A todas las muñecas, les habían extraído el ojo izquierdo. Este elemento es importante, como descubrirá más adelante.
El coronel Heffner hizo un alto en el relato. Abrió una pequeña caja dorada y sacó de ella un cigarrillo.
—¿Un cigarrillo, capitán?
—No, gracias, mi coronel. No fumo.
Ahuecando sus manos, encendió el pitillo. Pasó una hoja de los documentos, exhaló una bocanada de humo y prosiguió con el relato de los hechos.
—Dassler y Hoffmann relataron que siguieron unos minutos allí, mirando desconcertados el árbol de las muñecas, hasta que una serie de sonidos captaron su atención. Era el sonido de puertas que se abrían y se cerraban de una manera feroz, golpeadas por ese viento inexistente. Esos ruidos no procedían de la mansión y el capitán Rauschning, que conocía la hacienda, les informó de que posiblemente se tratara de los establos. Los dos edificios que contienen los establos se encuentran a un lado de la casa, y se accede a ellos a través de un sendero y tras descender por una pequeña colina. Los tres soldados recorrieron ese sendero. Pese a que la niebla dificultaba la visión, desde lo alto de la colina pudieron observar que las luces de los dos edificios estaban encendidas y que eran las puertas de madera de estos las que efectivamente provocaban ese estruendo, abriéndose y cerrándose como si el viento las empujara. El sargento Dassler sostuvo en su declaración que esa fue la primera vez que le propuso al capitán Rauschning dar media vuelta, salir de la hacienda e intentar llegar por la carretera hasta Insterburg para informar de estas anomalías a los oficiales de su regimiento. Pero Rauschning se negó, alegando que eran soldados y que, pasara lo que pasara en esa hacienda, ellos tenían que cumplir con su deber. Que dentro de la mansión habitaba una familia y que esta podía estar en peligro. A una orden de Rauschning se dirigieron a los establos.
Heffner expulsó otra bocanada de humo. Apagó el cigarrillo en un cenicero sin apartar la mirada de Krebs. Heffner debió de notar que el hombre de la Kripo empezaba a sudar. Pudo ser el largo viaje desde Berlín, el nerviosismo por conocer su nuevo caso, ese horrible sueño recurrente sobre Irene Volkenrath o el sorprendente relato que le estaba narrando el coronel, pero lo cierto es que Reinhard Krebs comenzaba a sentirse mal. En aquel primer momento, aunque Heffner notara algo, no se lo hizo saber.
—Según la declaración de Dassler y Hoffmann, desde que empezaron a descender por la pequeña colina sintieron un hedor repugnante, que se fue agudizando conforme se acercaban a los establos, hasta hacerse insoportable. Empezó siendo un olor ferroso, como a sangre, que se acabó mezclando con otro olor agrio, un olor a vísceras. Dassler había servido en las caballerizas de la caserna, así que rápidamente supo qué era ese olor que emanaba de los establos: el olor a caballos muertos. Cuando Rauschning tomó posición tras una de las puertas que se abrían y se cerraban, y antes de que Dassler y Hoffmann entraran en el edificio principal, los tres ya se imaginaban lo que podían encontrarse. Pero no la magnitud de la escena que los esperaba allí dentro.
—¿Qué había pasado en los establos, mi coronel? —preguntó Krebs, mientras el sudor estaba ya empezando a formar una pequeña película en su frente.
—Todas las puertas de los establos estaban abiertas. En el centro, se amontonaba una montaña de carne, huesos y vísceras. Setenta caballos, capitán Krebs. Setenta caballos descuartizados. Cincuenta yeguas y veinte sementales. Alguien, capitán, había descuartizado a setenta caballos.
Se hizo un corto silencio. El rostro de Heffner, iluminado por la luz que provocaba una lámpara flexo de mesa, con pantalla de concha, adquirió un tinte enigmático.
—¿Tiene calor, capitán? Está usted sudando.
—No, mi coronel, solo estoy un poco cansado y tengo el estómago revuelto. Supongo que el viaje desde Berlín ha sido algo pesado. No estoy acostumbrado a viajar.
—Bueno, la verdad es que este año hemos encendido la chimenea un poco pronto, pero es que el frío parece haberse adelantado. Si desea que…
—No, no, mi coronel. Por favor, continúe.
—Muy bien, como usted desee. No pudieron soportar mucho tiempo esa escena y el hedor que impregnaba el establo. Salieron al exterior en busca de aire fresco. Entre los tres hombres se entabló una pequeña discusión. Pese a la diferencia de rangos, los tres llevaban juntos mucho tiempo en el regimiento y eran buenos amigos. Dassler volvió a sugerirle al capitán Rauschning que lo mejor sería salir de la hacienda e intentar llegar a Insterburg. Hoffmann se unió a su súplica, pero Rauschning se negó, les dijo que tenían que entrar en la casa, que la familia Winkler podía estar en peligro. Rauschning era de la opinión que esa carnicería podría tratarse de un ajuste de cuentas entre ganaderos. En esa zona del Gau, esas cosas no son inusuales. Celos, envidias, enemistades que se pierden en la noche de los tiempos o simplemente disputas por las lindes de las tierras, pueden provocar que los hacendados lleguen a esos extremos. Rauschning pensaba que esa monstruosidad solo la podían haber realizado un grupo numeroso de hombres…
—Pero no ha podido demostrarse que fuera así —intervino Krebs, poniendo otra vez en sus labios los pensamientos que corrían por su cabeza—. No ha podido demostrarse, porque si hubieran podido hacerlo, yo no estaría hoy aquí.
Heffner esbozó una sonrisa y asintió con la cabeza.
—Efectivamente, capitán Krebs, no ha podido demostrarse. A regañadientes, pero siguiendo las órdenes de su capitán, caminaron hacia la mansión familiar de los Winkler. Según su testimonio, a cada paso que daban la niebla parecía envolverlos más. Verá, capitán, la mansión de la familia Winkler es una construcción solariega típica prusiana, presidida por una torre gótica adosada en un lateral. Según la declaración del sargento Hoffmann, esa mañana la niebla era tan espesa, que de la torre solo se alcanzaba a ver la base. Casi a trompicones, consiguieron llegar a la escalinata que da acceso a la puerta principal de la casa. La puerta también estaba abierta, lo que provocó que Rauschning les pidiera que extremaran las precauciones. Hay un detalle curioso que relató el sargento Hoffmann. Dijo que, aunque la puerta estuviese abierta de par en par, lo normal hubiese sido que en una mañana de niebla como esa, esta penetrara dentro de la casa. Pero afirma que le sorprendió que fuera al revés. Que la niebla, capitán, emergía de dentro de la mansión. Hoffmann dijo estar seguro, que toda esa niebla que los envolvió desde allí hasta el robledal donde se perdió el destacamento, junto al desfiladero, surgía del interior de esa casa.
—Mi coronel, este relato es…
—¿Imposible, capitán Krebs?
—Sí, imposible —dijo Krebs de forma lacónica.
—Pues esté preparado, porque todavía no ha escuchado lo mejor. Una vez dentro de la casa, caminaron por el inmenso vestíbulo mientras Rauschning pronunciaba el nombre de sus moradores. Nadie les respondió. Un fuerte olor a cobre impregnaba la vivienda. Según la declaración de los sargentos Dassler y Hoffmann, el capitán Rauschning los miró con unos ojos que destilaban firmeza y les dijo: «En esta casa hay sangre. Mucha sangre». Antes de subir por la escalera que conducía a la primera planta, los tres eran ya conscientes de que posiblemente se iban a encontrar con tres cadáveres…
—¿Sólo tres? ¿Esa familia no disponía de servicio? —preguntó Krebs intrigado.
—Hacía un año que la familia Winkler había despedido al servicio. Y también hacía un año que la mujer y la hija del señor Beck no abandonaban la casa.
Llegados a este punto, el coronel Erich Heffner extrajo una fotografía del interior de la carpeta donde se amontonaban los informes. La colocó sobre la mesa, frente a su interlocutor.
—¿Puedo? —preguntó Krebs antes de cogerla entre sus manos.
—Por supuesto, capitán.
Era una pareja, ella rondaría los cuarenta años y él, los cincuenta. Ella era una mujer bellísima y muy elegante. Vestía un sofisticado abrigo negro que debía costar un buen puñado de Reichsmarks. Cubría su cabello con una gorra o pañuelo, no se distinguía bien. La piel de su rostro era muy blanca y posiblemente su pelo rubio. Cogía del brazo a un hombre alto, delgado, algo espigado y desgarbado. Su rostro era vulgar, una persona que pasaría desapercibida en cualquier lugar. No hacían buena pareja, se evidenciaba una diferencia de clases. Eso sí, el hombre lucía un uniforme del NSDAP y algunas medallas que, posiblemente, tuvieran que ver con méritos contraídos por su pertenencia al Partido. Un detalle, no parecían felices. Centró la mirada concretamente en los ojos de ella. Eran tristes, muy tristes. Los ojos de una mujer que arrastra una pena eterna.
—Son el señor Wolfgang Beck y la señora Sophie Winkler, desde la muerte de Aloise Winkler en 1914, regentaban la yeguada.
—¿El señor Beck es o… era miembro del Partido?
—Era, era, capitán Krebs. Sí, un importante miembro del Partido en la ciudad de Insterburg. No tenía cargos, pero los ocupaba todos. ¿Entiende? Una persona influyente. No por sí mismo. Heredado, todo su poder era heredado. Wolfgang Beck era el marido de Sophie Winkler, capitán. Y cuando eres el marido de la hija de Aloise Winkler, todas las puertas de Prusia Oriental se pueden abrir para ti. Aquí tiene cuatro voluminosas carpetas con toda la información que hemos podido recopilar sobre la familia Winkler. No es mucha, la verdad, era una familia hermética. Sí puedo adelantarle que Wolfgang Beck era hijo de los guardeses que trabajaban en la hacienda de Aloise Winkler. El viejo lo hizo capataz de la yeguada, nos consta que lo trataba como un hijo. El matrimonio con su única hija fue pactado antes de que el viejo partiera a la Gran Guerra para defender a los ejércitos del káiser. Él heredó todo el poder de Aloise cuando se consumó ese matrimonio. Si le interesa, el señor Beck visitaba este castillo una vez por semana. Para cenar con el Gauletier Erich Koch en su residencia privada, capitán. ¿Va entendiendo?
—Lo he entendido a la primera, mi coronel. ¿Qué les sucedió?
—La habitación del matrimonio estaba cubierta de sangre. El suelo, las paredes… el cadáver de Wolfgang Beck se encontraba desnudo, tendido sobre la cama. Le habían amputado los brazos. Y las dos piernas, a la altura de las ingles. ¿Recuerda que antes le dije que era importante el hecho de que a las muñecas que colgaban del árbol les hubieran extraído el ojo izquierdo? Pues al señor Beck, también. Tenía las venas oculares colgando sobre su rostro y la cuenca vacía. No hemos localizado el ojo, capitán.
¿Dónde están mis ojos, Reinhard? ¡No encuentro mis ojos!
Reinhard Krebs empezó a toser. No podía soportarlo más. Sacó un pañuelo del bolsillo de su guerrera para secarse el sudor que ya le cubría todo el rostro. La voz de Irene Volkenrath martilleaba su cabeza. Esas cosas suceden cuando llevas viviendo treinta años con una niña muerta en el interior de tu ser.
—¿Quiere que descansemos un poco, capitán?
—No, mi coronel, solo estoy un poco cansado del viaje. ¿Dónde encontraron el capitán Rauschning y sus hombres el cuerpo de la mujer?
—En el baño. El cadáver de Sophie Winkler se encontraba dentro de su lujosa bañera. Al igual que en la habitación del matrimonio, el suelo y las paredes estaban cubiertas de sangre. Y de la misma manera, a Sophie Winkler le habían amputado los brazos y las piernas. El sargento Dassler contó que pisó una de las piernas amputadas cuando entró en el baño, antes de encender la luz…
Tenía que adelantarse a las palabras del coronel. No quería que Irene Volkenrath volviera a preguntarle por sus ojos.
—Y supongo que su ojo izquierdo había sido extirpado.
—Efectivamente, capitán. Tampoco hemos encontrado su ojo.
—¿Un asesinato ritual? —preguntó.
—Calma, capitán Krebs. Todavía no he acabado de relatarle los hechos. Lo más extraño empieza ahora.
—La niña. ¿Es así, mi coronel? Sucedió algo con la niña…
Erich Heffner sacó de la carpeta una segunda fotografía que, al igual que la primera, colocó sobre la mesa. Esta vez Krebs no pidió permiso para cogerla.
—Ella es Annelies Winkler.
Era una niña muy hermosa, una belleza que sin duda había heredado de su madre. Llamaban especialmente la atención sus grandes ojos, aunque la fotografía era en blanco y negro, se apreciaba que eran claros, posiblemente azules. Su cabello era rubio, llevaba una corona de flores rodeando su cabeza. Tenía las manos entrelazadas en un gesto piadoso y, sobre ellas, apoyaba el mentón. Sin embargo, el rictus de su rostro parecía triste, más bien amargo. La misma sombra de tortura que tenía su madre.
—¿Annelies Winkler? ¿No debería llamarse Annelies Beck?
El coronel Heffner sonrió.
—Cosas del viejo Aloise. Antes de pactar la boda de su hija Sophie con Wolfgang Beck, le obligó a firmar un documento según el cual este se comprometía a que sus descendientes, fuera cual fuera su sexo, deberían llevar en primer lugar el apellido materno. Wolfgang Beck firmó encantado. Quizá esto le sorprenda, es un hombre de Berlín, pero en esta parte del Reich estas cosas son habituales, capitán Krebs. La niña fue bautizada en la iglesia Luterana de Insterburg y registrada como Annelies Winkler-Beck.
Volvió a concentrar su atención en el rostro de la niña. Reinhard Krebs sintió un pequeño espasmo en la espalda. Annelies Winkler, diez años de edad. La misma edad que tenía Irene Volkenrath la última vez que la vio, antes de que su fantasma se instalara en su interior.
—¿Qué sucedió con la niña?
—La buscaron por todas partes, capitán Krebs. Registraron una por una todas las habitaciones de la planta superior, incluida su habitación. Ni rastro de ella. Hicieron lo mismo con las habitaciones de la segunda planta, habían sido las del servicio y ahora estaban vacías. Registraron el desván y los altillos. Ni rastro de la niña. Accedieron por un pasadizo hasta la parte superior de la torre, donde se encontraba el despacho que en tiempos había ocupado Aloise Winkler. Nada. Pensaron en regresar al vestíbulo. Rauschning les informó que de allí partían dos pasillos: uno que se dirige al salón comedor, la cocina y la alacena; otro, al despacho del señor Beck. No hizo falta que los registraran, cuando descendían por la escalera que conducía al recibidor, Hoffmann dio por casualidad con la niña.
El coronel Heffner hizo una pausa. Volvió a abrir la caja dorada y extrajo otro pitillo.
—Fumo demasiado, lo sé. Gertrude, mi mujer, no hace más que repetírmelo todos los días. La verdad, cuando llevas veinticinco años casado, se está mejor en el trabajo que en casa.
Seguía encontrándose mal. No tenía muchas ganas de reírle las gracias al coronel, a decir verdad, solo deseaba que Heffner terminara cuanto antes ese extraño e increíble relato.
—¿Dónde encontraron a la niña?
—Como le estaba diciendo, mientras descendían por las escaleras, Hoffmann vio algo. Junto a la escalera, antes del pasillo que lleva al salón comedor de la casa, hay una columna. Tras esa columna se encuentra una pequeña puerta que conduce a un sótano. Entre la columna y la puerta queda un pequeño espacio. En esa misma pared hay un ventanuco redondo que, pese a la niebla, proyectaba una tenue luz. Hoffmann vio brillar algo, un pequeño destello, se detuvo, miró con detenimiento y se dio cuenta que era un mechón del cabello de la niña. Haciendo un gesto con el Mauser se lo hizo saber a sus compañeros. Los tres llegaron hasta el vestíbulo y caminaron en dirección hacia Annelies Winkler. Hoffmann y Dassler aseguraron que caminaban detrás del capitán Rauschning. No sabían bien por qué, pero los tres caminaron con los Mauser apuntando hacia ese agujero como si estuvieran en combate y allí se encontrara un enemigo, un peligro para sus vidas. No una niña, viva o muerta.
—¿La niña estaba muerta?
—No, capitán Krebs, la niña no estaba muerta. La niña estaba agazapada, según testimonio del sargento Hoffmann, que era el único que la podía ver con un poco de claridad. Le leo textualmente de la declaración de Hoffmann: «La niña estaba acurrucada, vestida con un camisón que debía ser blanco, pero que estaba completamente cubierto de sangre. No podía ver su rostro, porque su cabello lo ocultaba por completo. Su cabello también estaba cubierto de sangre, al igual que sus brazos, su única mano visible, sus piernas y sus pies. Se balanceaba hacia delante y hacia detrás. Es posible que tuviera los dedos pegados a su boca, no lo puedo asegurar porque parte de esa mano se perdía entre la maraña de pelo que cubría su rostro. Repetía constantemente una especie de letanía, y aunque el capitán Rauschning la llamó varias veces por su nombre, la niña no reaccionó, continuó allí, balanceándose y repitiendo una y otra vez esas tres frases».
—¿Qué frases decía la niña, mi coronel?
El coronel Heffner sacó un documento de la carpeta y lo puso en la mano de Reinhard Krebs. Estaba timbrado con el cuño de la Kriminal Polizei de Königsberg, y Krebs rápidamente dedujo que era la trascripción de la declaración del sargento Hoffmann. El coronel le señaló con una pluma uno de los últimos párrafos de la página. Allí estaban las tres frases que repetía Annelies Winkler:
Sie ist aus dem Baum gekommen…
Ella ha salido del árbol…
Sie ist verloren und weiss nicht, wie sie zurückkehren soll…
Está perdida y no sabe volver…
Sie fühlt sich einsam, sehr einsam…
Ella se siente sola, muy sola…
Reinhard Krebs las leyó, una y otra vez. Miró a Heffner con rostro aturdido.
—Esto no tiene ningún sentido, mi coronel.
—Por supuesto, capitán Krebs, por supuesto que no tiene ningún sentido. Entre otras cosas, para eso está usted aquí, para encontrar el sentido a este suceso. De esas palabras y de la historia que le estoy relatando.
—No sé, mi coronel, toda esta historia… hay muchos aspectos que no comprendo, detalles que…
—Según la declaración de Hoffmann y Dassler, en ese momento escucharon un sonido que, partiendo de la primera planta, recorrió todas las paredes de la casa. Leo textualmente la declaración de Dassler: «Fue como un “¡Toc!”, un sonido que nunca habíamos escuchado antes y que recorrió todas las paredes de la mansión, propagándose con la velocidad de un rayo. Entonces la niña se incorporó. Hoffmann y yo dimos un paso atrás, pero el capitán no, siguió en su puesto encañonando a la niña. Entonces pudimos ver lo que llevaba en su otra mano». Esto, capitán Krebs, es lo más extraño de todo. El motivo de su visita a Prusia Oriental.
—¿Qué llevaba la niña en la mano?
—Un hacha, capitán. Un hacha ensangrentada. Cuando los agentes de la Kripo de Königsberg e Insterburg llevaron a cabo la investigación en la casa comprobaron que en la entrada, en un lateral del vestíbulo, había un escudo de armas prusiano con cuatro hachas. Todas ellas llevaban el escudo de Prusia grabado en el mango. Por los documentos de la familia Winkler que obran en nuestro poder, descubrirá que Aloise se jactaba de que esas hachas habían sido un regalo que le hizo el káiser en una de sus visitas a Postdam. Las hachas eran cinco, capitán, faltaba una en el escudo de armas. La que Annelies Winkler llevaba en su mano.
Reinhard Krebs hizo un gesto para que el coronel se detuviera. En ese momento no le importaba su rango, ni las formalidades. Aparte del sudor, que seguía cubriendo su rostro, estaba desconcertado y aturdido ante las palabras que salían de la boca de ese hombre del SD. Todo aquello era una locura, una sinrazón imposible de entender, algo que carecía de la más mínima lógica, algo increíble que solo podía haber salido de la cabeza de tres dementes.
—Espere, espere, mi coronel. ¿Está queriendo decirme que una niña de diez años con un hacha había descuartizado a setenta caballos y había asesinado y desmembrado a sus padres? Eso es algo imposible, coronel…
—Claro que es imposible, capitán Krebs. Por supuesto que es algo imposible, se lo he dicho desde un principio. Por eso, porque es imposible, pedimos ayuda a Berlín. Y todavía no he terminado con el relato de los hechos…
—Continúe, por favor —dijo, llevando la mano a su frente húmeda.
—Según la declaración de Hoffmann y Dassler, otro de esos sonidos se escuchó en el suelo del vestíbulo y, como la primera vez, recorrió las paredes de toda la mansión. Afirmaron que en ese mismo instante la niña dejó caer el hacha al suelo. Dijeron que Rauschning empezó a ponerse nervioso, el Mauser temblaba en sus manos. En este punto, Dassler y Hoffmann discrepan en su declaración. Dassler reconoce que estaba tan asustado, que no vio nada. Pero Hoffmann sostiene que la niña se llevó la mano al pelo, para apartarlo de su rostro. Declaró que los ojos de la niña estaban completamente en blanco, como si se le hubieran dado la vuelta. Entonces se volvió a escuchar ese sonido, esta vez procedía del techo. Rauschning se giró hacia ellos y en ese momento, con una rapidez sobrehumana, la niña se abalanzó sobre Rauschning. Dassler y Hoffmann no lo soportaron más, dando media vuelta, corrieron hacia la puerta de salida.
El coronel Heffner se recostó en su silla, miraba a Krebs con curiosidad.
—Sé lo que está pensando. La declaración de dos cobardes. Dos cobardes que están intentando salvar su culo.
—Sí, reconozco que lo estaba pensando, mi coronel. ¿Qué pasó con la niña y con el capitán Rauschning?
—Dassler y Hoffmann estaban tan asustados que incluso se olvidaron de los cinco compañeros que habían abandonado en el robledal, así que corrieron hasta la carretera para llegar a Insterburg y pedir ayuda. Pero no tuvieron que caminar mucho. Parece ser que la niebla se había disipado en el robledal poco después de que Rauschning y los dos sargentos partieran. Ante su tardanza, los otros cinco hombres del destacamento decidieron regresar a la caserna e informar de que Rauschning y sus hombres podían haberse perdido. Así que, mientras marchaban por la carretera, una columna motorizada del regimiento se dirigía ya a la mansión de los Winkler. Al frente se encontraba el comandante Von Salbach, que había ordenado el ejercicio de esa mañana. Von Salbach relató ante los investigadores que Dassler y Hoffmann habían contado esa extraña historia. El comandante Von Salbach ordenó que arrestaran inmediatamente a Dassler y Hoffmann, por haber dejado solo a un superior en un momento de dificultad. Tras ponerlos en custodia de otro sargento, Von Salbach y otros seis hombres continuaron camino hacia la casa. El comandante declaró que, cuando llegaron a la yeguada de los Winkler, no había rastro de esa niebla que habían descrito Dassler y Hoffmann. Al contrario, el cielo estaba despejado, lucía tímidamente el sol y todo se encontraba en calma. En la explanada que se abre ante la puerta principal de la mansión vieron el viejo roble con las muñecas que colgaban del árbol, asidas con sogas, un enigma que todavía hoy no hemos descifrado. Pero eso sí, todas estaban inmóviles, porque no corría ni una brizna de viento. Aún con todo, tomaron las medidas de seguridad oportunas para acceder al interior de la mansión. Paso a leerle lo que encontraron dentro, según las palabras del comandante Von Salbach: «El capitán Rauschning y la niña Winkler se encontraban en el centro del vestíbulo. La niña estaba tumbada en el suelo, desvanecida. Rauschning estaba arrodillado ante ella, lo llamamos pero no nos respondió. Se balanceaba de adelante hacia atrás, tenía la boca abierta y babeaba abundantemente. Constantemente, repetía tres frases: «Ella ha salido del árbol», «Está perdida y no sabe volver» y «Ella se siente sola, muy sola».
Heffner arrojó el documento que había leído sobre la mesa. Volvió a recostarse en la silla, entrelazó las manos sobre su prominente tripa y miró a Krebs.
—¿Qué fue de la niña, mi coronel?
—Annelies Winkler fue trasladada a la Frauenklinik de Insterburg. Allí continúa, se encuentra aislada e ingresada en una habitación del ala de psiquiatría. Está constantemente vigilada por un equipo médico de las SS. El doctor SS Walther Raab fue el encargado de reconocerla y está al frente de sus cuidados. Le diagnosticó un trastorno del sistema nervioso ligado al síndrome cataléptico. Todavía no ha abierto los ojos y no responde a ningún tratamiento. La están alimentando artificialmente, pero en los últimos siete días ha perdido más de diez kilos.
—¿Y el capitán Rauschning?
—Lo trasladaron a la caserna del regimiento. Está internado en una habitación del ala médica. Sigue en el mismo estado en el que lo encontraron, capitán Krebs. Los médicos de la Wehrmacht le han diagnosticado esquizofrenia, de manera oficial. Usted ya me entiende…
—Bien, quiero verlos a poder ser mañana mismo, mi coronel.
—Así será. Y bien, ahora ya conoce la historia. Antes de explicarle la investigación que los equipos de la Kripo de Königsberg e Insterburg realizaron en la yeguada, me gustaría conocer su primera impresión. ¿Qué opina usted, capitán Krebs?
Reinhard Krebs se tomó un tiempo para contestar. Por supuesto, durante el relato había ido construyendo en su cabeza una explicación lógica para esa historia inverosímil que le había relatado el coronel Erich Heffner. Pero el final de la historia le había trastocado todo. Había dejado algunos cabos sueltos, a decir verdad, más de uno.
—Tenemos que descartar por completo la participación de la niña en los hechos, mi coronel. Es una locura pensar que esa niña asesinara a sus padres y descuartizara a setenta caballos. Alguien estuvo en esa casa antes de que llegaran el capitán Rauschning y los sargentos Dassler y Hoffmann. Me inclino a pensar en lo que usted dijo con anterioridad, una posible disputa entre ganaderos. Tendremos que investigar en profundidad las relaciones de la familia Winkler con sus vecinos. Tenemos que saber si tenían enemigos, algún tipo de disputas, por tierras o por cualquier otro motivo. Creo que la niña pudo ser testigo de esa carnicería, no es la primera vez que me encuentro con personas que han caído en ese estado parecido a la catalepsia como consecuencia de sufrir un fuerte shock. En cuanto a Dassler y Hoffmann, comparto lo que usted ha dicho, todo parece indicar que se trata de la declaración de unos cobardes. Posiblemente inventaron toda esa historia de la niebla, el viento inexistente y otros muchos detalles para salvar su culo…
—Los mandos del Regimiento número 43 de Insterburg pensaban como usted. De hecho, los sargentos Dassler y Hoffmann han sido inmediatamente destinados al frente norteafricano, capitán. Primera línea de combate. No hay nada como la guerra para curar esa enfermedad llamada cobardía.
Reinhard Krebs titubeó. Esa noticia no se la esperaba y, por el bien de la investigación, no le gustó nada.
—Vaya… lo lamento —dijo—. Me hubiera gustado haberlos sometido a otro interrogatorio.
—Lo sé, capitán. Créame que hicimos cuanto pudimos para que permanecieran retenidos en la caserna hasta que llegara usted. Pero la Wehrmacht es la Wehrmacht, y en casos como los de los sargentos Dassler y Hoffmann sus reglas son claras y contundentes.
Dicho esto, Erich Heffner se incorporó. El rictus de su rostro había adquirido un tono misterioso.
—Su análisis puede resultar convincente pero… ¿y el capitán Rauschning? ¿Qué sucedió con el capitán Rauschning? ¿Qué sucedió entre él y esa niña mientras los sargentos Dassler y Hoffmann huían como gallinas asustadas hacia Insterburg?
Esta vez no hubo titubeo. La experiencia del capitán Krebs en la policía criminal le había enseñado que ante los superiores lo mejor que se puede hacer es ser franco. La sinceridad siempre está bien valorada en este trabajo.
—No lo sé, mi coronel. Precisamente esa es la parte de la historia que no me encaja…
—Pues hay más cosas, capitán Krebs. Como le he comunicado con anterioridad, la investigación en la yeguada de los Winkler la dirigieron el comandante Heinrich Eberle, de la Oficina de la Kriminal Polizei en Königsberg, y el teniente Peter Hanke, de la Kripo local en Insterburg. Peinaron la casa y los establos durante dos días buscando hasta la más mínima prueba que pudiera ponerlos sobre alguna pista fiable. La búsqueda resultó infructuosa. Nada, capitán, no encontraron nada. El móvil del robo quedó descartado desde el primer momento. Todo estaba en su sitio: las joyas familiares, cuberterías de oro y de plata, vestidos…, la caja fuerte del señor Beck, que se encontraba tras un cuadro de su despacho, no fue forzada. Cursé entonces una orden para que se desplazara hasta Insterburg una unidad de dactiloscopia adscrita al SD, que normalmente trabaja en asuntos relacionados con la Gestapo. Recogieron las huellas dactilares del matrimonio Winkler, de su hija, del capitán Rauschning y de los sargentos Hoffmann y Dassler. En un barracón a las afueras de una aldea cercana a Insterburg, llamada Luisenberg, se tomaron las huellas de otras treinta personas, diez mozos que trabajaban en la yeguada y veinte braceros que ayudaban al señor Beck en sus fincas. Después tomaron muestras tanto en la mansión Winkler como en los establos, y las cotejaron en los laboratorios de la Gestapo aquí, en Königsberg.
Erich Heffner aprovechó que estaba de pie para ajustarse el pantalón y, con un gesto algo teatral, volvió a sentarse en su silla. Extrajo un nuevo documento.
—Aquí tengo los resultados de ese cotejo. Las huellas tomadas en los establos correspondían al señor Wolfgang Beck, a algunos de los mozos que trabajaban en la cuadra y a Annelies Winkler, su hija. En la mansión solo se encontraron huellas del matrimonio Winkler y de la niña. Se puede deducir que la matanza se produjo con el hacha prusiana. En el análisis que se le realizó, se encontró sangre que coincidía con el grupo sanguíneo del señor Beck y de la señora Winkler, así como una tercera de origen animal que bien podía pertenecer a los caballos. En el mango del hacha solo había huellas de una persona, capitán Krebs. De Annelies Winkler.
Quizá solo fuera una sensación que Reinhard Krebs tuvo pero, o la lluvia había arreciado, o el sonido que provocaba al chocar contra los cristales del despacho había aumentado tras decir el coronel esas últimas palabras. Esta vez contestó con autoridad.
—Eso no quiere decir nada, mi coronel. A lo largo de mi carrera he estado en muchos escenarios de crímenes donde no había ningún rastro de la persona que finalmente los había cometido. Hay criminales muy profesionales y muy astutos, mi coronel. El hecho de que se hayan encontrado huellas de la niña en el establo no puede considerarse algo muy significativo, usted sabe que los niños suelen meterse por todos lados, además, la niña podía haber estado en el establo en cualquier otro momento de ese día acompañando a su padre. En cuanto a las huellas de la niña en el hacha, como usted me ha relatado según la declaración de los sargentos Dassler y Hoffmann, la niña la llevaba en su mano. Pudo cogerla para protegerse cuando esos hombres abandonaron la casa.
—¿Esos hombres? Sigue pensando que fue más de uno.
—Por supuesto, mi coronel. Un solo hombre no mata y descuartiza a setenta caballos.
—Varios hombres… ¿Con una sola hacha?
—O eso es lo que quieren que creamos. Auguro que esta investigación será larga y complicada, mi coronel.
—Le explicaré algo, capitán: tenemos poco tiempo. La oficina del Ministerio de Propaganda ha hecho un buen trabajo, de momento, ha conseguido tener controlada a la prensa. Pero Insterburg es una pequeña ciudad, poco más grande que un pueblo. Un lugar donde todo el mundo se conoce. Pese a nuestro incesante trabajo por cambiar el espíritu de nuestro pueblo, este lleva demasiado tiempo sometido a las supersticiones de la judería, los luteranos y los católicos. Por Insterburg corren muchos rumores, rumores que hablan del diablo. Rumores que no tardarán en propagarse a otros pueblos, capitán. Para que se haga una idea, el otro día uno de esos beatos católicos, un sacerdote llamado Kurt Weishoffer, se presentó en la alcaldía. ¿Y sabe lo que le pidió al alcalde? Le pidió autorización para poder ponerse en contacto con sus superiores en la diócesis para que, a su vez, estos solicitaran a Roma el permiso correspondiente para realizarle a Annelies Winkler y a la propia yeguada un exorcismo.
Erich Heffner soltó una fuerte carcajada, a la que acompañó golpeando la mesa con la palma de la mano. Krebs le correspondió con una leve sonrisa.
—¿Ha oído bien? ¡Un exorcismo! —exclamó, mientras señalaba con la mano el retrato del Führer que había encima del mueble bar—. ¡Un exorcismo! ¡En la Alemania de Adolf Hitler, el beato quería hacer un exorcismo!
Su rictus cambió de repente, adquiriendo un tinte serio. Acercando su rostro a la pantalla flexo que iluminaba los documentos esparcidos sobre la mesa, dijo:
—Esas cosas no suceden en nuestro Reich, capitán Krebs. Nosotros, los nacionalsocialistas, cimentamos los principios de nuestro movimiento en la ciencia, no en esas supersticiones baratas de tipo religioso. Como usted comprenderá, que estas cosas sucedan en las fronteras de nuestro Reich ha puesto nerviosas a muchas personas en Berlín, capitán. Prominenten, personas muy importantes del Estado. Este será uno de los objetivos principales de su investigación: solucionar este asunto ofreciendo una explicación real y verosímil de los sucesos de la yeguada de los Winkler, que convenzan a la gente de Insterburg y aparten esas ideas supersticiosas tan negativas para nuestro pueblo.
—Lo intentaré, coronel, por supuesto. ¿Y dice que ese sacerdote, además de a la niña, quería hacer un exorcismo en la yeguada? —Este asunto inquietó a Krebs desde el primer momento.
—Sí, Kurt Weishoffer, el sacerdote se llama Kurt Weishoffer. Es el párroco de la iglesia de San Miguel, un hombre problemático. La Gestapo ya lo investigó por algunos comentarios que difundió por el pueblo sobre nuestra política sobre los judíos. Tiene que protegerse de él, estoy convencido que intentará establecer algún tipo de contacto con usted. Como le dije al principio, blinde sus oídos a todas esas estupideces sobre Dios y el diablo, capitán. En un lugar como Insterburg, esas cosas pueden convertirse en sugestivas y entorpecer su investigación. Además, como le venía diciendo, tenemos poco tiempo. Como ya le comenté, hay varios departamentos interesados en este tema. Ayer mismo recibí un telegrama del Departamento de Antropología Médica y Psicológica de las SS. Un tal doctor Hirt, del Instituto de Anatomía Patológica de la Universidad de Estrasburgo, había solicitado a Berlín el traslado hasta Alsacia de la niña Annelies Winkler, para someterla a unas pruebas. Por lo visto, a alguien se le ha ido la lengua y la historia de Annelies Winkler ha llegado a sus oídos. Gracias a la intercesión del Gruppenführer Artur Nebe conseguimos que nos dieran una semana de tiempo. Si en este tiempo la niña despierta, podría proporcionarnos una valiosa información sobre lo sucedido en esa casa. Pero si usted no descubre quién cometió esa carnicería en una semana y la niña no despierta, tendremos que enviarla a Estrasburgo, capitán. Y la resolución del caso se complicaría gravemente. Una semana, capitán Krebs, ese es el tiempo que tiene usted para esclarecer este monstruoso crimen, redactar un informe detallado y presentarse aquí, en este mismo despacho. Y por supuesto, para llevar al culpable o culpables ante la corte de Königsberg. Una semana, capitán. Solo siete días.
—Lo intentaré, mi coronel. Tiene mi palabra.
—Lo sé, capitán. —El coronel Heffner rebuscó entre las carpetas extendidas por la mesa, encontró la que contenía su expediente y leyó una parte de uno de los documentos—. Aquí dice que es usted un agente sumamente inteligente, meticuloso y perspicaz. Dice que su dedicación a los casos que maneja es absoluta, de hecho, asegura que carece de vida propia, que es habitual verle en su oficina de la Prinz Albrecht Strasse durante los fines de semana o en días festivos. Dice que nunca se ha saltado una orden, aunque sus métodos han sido en alguna ocasión cuestionados por sus superiores. Por ejemplo…
—El caso Rabitz —interrumpió, provocando que el coronel apartara sus ojos del documento para mirarlo de soslayo.
—Sí, el caso Rabitz. Dice que no dudó en introducirse en la comunidad judía, granjeándose su confianza, para resolver el caso del asesinato de un niño…
—Así fue, coronel. Pero conseguí demostrar que el asesino había sido otro judío. Un gran éxito para nuestro Ministerio de Propaganda.
Heffner volvió a reír de manera histriónica, golpeando otra vez la mesa con la palma de su mano.
—Muy bien, muy bien. Eso está muy bien. En este caso podrá contar con la colaboración del teniente Peter Hanke y la oficina local de la Kripo en Insterburg. Es un buen hombre, al igual que usted, un trabajador incansable, pero ha tenido poca suerte en esta investigación. Verá, allí nadie quiere hablar de la familia Winkler. Aloise era un hombre temido; Wolfgang Beck, un hombre respetado. Pero claro, usted capitán Krebs es un hombre de Berlín, quizá eso los intimide y pueda conseguir que los lugareños se abran. En este caso, hasta la mínima pista puede ser importante.
—Estoy de acuerdo con usted, mi coronel. Intentaré ganarme la confianza de esa gente.
—No lo dudo, capitán, si pudo hacerlo con los judíos, vistiendo ese uniforme…
Reinhard Krebs sonrió. El coronel Heffner desconocía que cuando investigó el caso del asesinato de David Rabitz todavía vestían de paisano.
—Por otro lado, sabe que cuenta con todo nuestro apoyo y que tiene todas las puertas de Prusia Oriental abiertas. Eso sí, me gustaría que si en algún momento descubre algo importante o tiene que dar un giro inesperado a la investigación, se ponga inmediatamente en contacto conmigo.
—Así lo haré, mi coronel.
El coronel Heffner cogió las cuatro gruesas carpetas negras con la palabra WINKLER escrita en el dorso de la primera y las colocó delante de Krebs.
—Aquí tiene toda la información que hemos podido recopilar sobre la familia Winkler. Léala detenidamente, quizá un hombre como usted pueda encontrar alguna pista o conexión que sea interesante para la investigación y que a nosotros se nos haya escapado. Ya le expliqué que era una familia hermética, así que supongo que la información más importante tendrá que provenir de su trabajo de campo. Otra cosa… ¿Quiere pasar la noche aquí en el castillo, o prefiere trasladarse ya a Insterburg?
Sabía que esa noche no iba a dormir. La pesadilla sobre Irene Volkenrath que sufrió en el tren, sumado a la inquietante historia que el coronel le había relatado, impedirían que pudiera plegar ojo. Pensó que pasaría la noche leyendo esos documentos sobre la familia Winkler y bebiendo una taza de café tras otra. Eso, podía hacerlo ya en ese oscuro lugar llamado Insterburg.
—Prefiero trasladarme ya a Insterburg, mi coronel. Así mañana a primera hora podré iniciar la investigación.
—Como desee. Le he pedido a Otto, mi chófer, que no guardara el coche por si acaso. Puede darle tiempo hasta para echar una cabezada durante el trayecto, capitán. Insterburg se encuentra a noventa kilómetros de aquí.
El coronel Erich Heffner acertó. Reinhard Krebs pasó dormitando los casi noventa kilómetros que separaban Königsberg de ese sombrío lugar llamado Insterburg. El Mercedes Cabriolet que conducía Otto hizo el recorrido envuelto por las sombras de la noche y bajo un intenso aguacero que parecía no tener fin. La carretera transcurría paralela al río Pregel y rodeada por inmensos y oscuros bosques. En un principio, la cabeza de Krebs era un hervidero de ideas y de dudas. La historia que el coronel Heffner le había relatado sobre Annelies Winkler, el asesinato de sus padres y de los caballos de la yeguada, y las extrañas experiencias que, supuestamente, habían vivido el capitán Rauschning y sus hombres no dejaban de dar vueltas y más vueltas en su cabeza. En aquel momento pensaba que su análisis preliminar había sido acertado y creía tener muy claro por que camino tenía que dirigir la investigación. Pero por otro lado, le asaltaban las dudas sobre otras partes del relato y persistía en él una sensación que empezó a fraguarse en el despacho de Heffner: la sensación de que algo en toda esa historia fallaba, algo que se les escapó a los investigadores que realizaron el trabajo de campo en la yeguada y durante los interrogatorios, algo en lo que no había caído mientras escuchaba el relato de boca del coronel, pero algo que estaba ahí, aunque hubiera pasado inadvertido para todos, como si se estuviera riendo en su propia cara. Porque de lo contrario, la historia carecía por completo de sentido. Eso era algo nuevo para él, porque por terrible que fuera esto, por horrendos que fueran los crímenes que había investigado durante su carrera en la Policía Criminal del Reich, estos siempre habían tenido un sentido lógico, aunque esa lógica solo existiera en la cabeza del asesino, allí donde su trabajo le obligaba a penetrar. Así, por ejemplo, sucedió en el caso Rabitz, aunque para demostrarlo tuviera que aceptar ser cuestionado por sus superiores. ¡Qué equivocado estaba en aquel momento! Nada le hacía imaginar que la carretera que los conducía hasta Insterburg le acercaba a un encuentro con lo desconocido que podría terminar con la cordura de cualquier hombre. Por duro y preparado que este estuviera.
Lo cierto es que, cuando dejaban atrás las últimas tristes luces de Königsberg y mientras Otto silbaba de manera monótona y repetitiva la melodía de Einmal wirst Du wieder bei mir sein, Reinhard Krebs fue cayendo poco a poco en un sueño intranquilo y desasosegante que duró hasta que el chófer del coronel se giró para decirle:
—Capitán, despierte. Estamos entrando en Insterburg.
Reinhard Krebs miró las primeras calles, pobladas de casas bajas muy antiguas y algo destartaladas, que le causaron una pésima impresión, algo así como si su destino fuera una especie de villorrio de mala muerte perdido de la mano de Dios. Sin embargo, todo cambió cuando vislumbró la hermosa aunque lúgubre Torre del Agua, la conocida como Wasserturm, a cuyos pies se extendía un pequeño parquecillo de tilos de estilo romántico. Allí la ciudad cambiaba, y las bellas casas burguesas de aspecto decimonónico que ya le sorprendieran en Königsberg volvieron a aparecer ante sus ojos. Sus fachadas parecían todavía más cuidadas y elegantes que las de la capital de Prusia Oriental. Justo en la bifurcación que formaba la torre con la calle Von Below, nacía la Hermann Göring Strasse, por donde avanzaban hacia el centro de la ciudad. Más calles desiertas a esas horas de la noche, bordeadas por hermosas casas; algunos bulevares silenciosos, iluminados por antiguas farolas que, en esa noche de lluvia, proyectaban una imagen bucólica.
Reinhard Krebs tuvo un extraño presentimiento cuando llegaron al Altstadt, el centro de la ciudad. Fue cuando vio esa plaza a la que llaman el Altmarkt, con el viejo ayuntamiento a un lado y la iglesia de la Luterkirche en el centro. Sus ojos de perro de presa pasearon por su ennegrecida fachada y por su negruzco tejado en forma de bulba, en el preciso momento en que el reloj de la iglesia marcaba las tres de la madrugada. Sintió que había llegado a un lugar que no iba a ser solo una parada más en su camino, sino que, quizá, se convertiría en la parada definitiva de su propia existencia. No sabría explicar el motivo, pero Reinhard Krebs pensó que toda la historia que le había expuesto el coronel Heffner desprendía un aroma maligno que superaba con creces a cualquier caso al que se había enfrentado en su carrera. En ese momento le ordenó a Otto:
—Deténgase, por favor.
—Como ordene, mi capitán.
Otto detuvo el vehículo. Reinhard Krebs se limitó a pasear la mirada por la negruzca fachada de la iglesia, a través de la cortina de lluvia que caía sin parar. «La niña fue bautizada en la iglesia Luterana y registrada como Annelies Winkler Beck», le había comunicado el coronel. No solo la iglesia, toda la plaza parecía estar impregnada por un silencio denso, extraño e inquietante. Era esa atmósfera tan atípica la que causó esa pesimista sensación, mientras una palabra rondaba por su cabeza, una palabra que describía perfectamente el núcleo central de esa atmósfera en la que parecía atrapada la ciudad de Insterburg: «Insana».
—Continúe, Otto.
El Mercedes se puso en marcha. Tras rodar por dos o tres calles iguales a todas las demás, llegaron a su destino.
El hotel Dessauer Hof era un bello edificio de cuatro plantas, tejado inclinado de teja roja prusiana con tres grandes buhardillas que lo presidían. Tenía adosada una torre que subía una planta más, esta con un tejado de teja verde. Junto a la puerta principal, de aspecto señorial, y a la que se accedía por una pequeña escalinata de piedra blanca, un jardín de invierno acristalado protegido por un tejadillo de pizarra negra. La calle era amplia (las casas a los dos lados certificaban que se encontraban en una zona adinerada de la ciudad), decorada con farolas de estilo anticuado de las que prendían empapadas banderas del Reich y árboles muertos que, a esas alturas del otoño, presentaban ya una desnudez total.
Otto detuvo el Mercedes frente a la entrada principal. La puerta estaba abierta y dos personas esperaban su llegada: un hombre bajo de prominente barriga, pelo cano, un bigote que recordaba al del mariscal Hindenburg, vestido con un chaqué y pantalones de color negro tan anodino que bien podía ser el dueño del hotel o el encargado de la recepción. Junto a él, una bonita joven de poco más de veinte años, rubia, de facciones delicadas, vestida con un uniforme negro del que sobresalían las mangas de una luminosa blusa blanca que hacía juego con la pequeña cofia que portaba en su cabeza. A diferencia de las jóvenes camareras que podías encontrarte en Berlín, el vestido, demasiado largo, le llegaba casi hasta la pantorrilla.
Otto descendió del Mercedes, extendió el paraguas y corrió para abrirle la puerta. Reinhard Krebs salió del vehículo con su maleta en una mano y las cuatro carpetas que contenían los informes de la familia Winkler en la otra.
Protegido bajo el paraguas, Reinhard Krebs caminó junto a Otto hasta la puerta principal del hotel. Allí se despidieron. El chófer del coronel Heffner tenía que regresar esa misma noche a Königsberg.
A paso ligero, para protegerse de la lluvia, subió la pequeña escalinata hasta el cobertizo donde lo esperaba la pareja.
Para su sorpresa, tanto el hombre como la joven se cuadraron, alzaron sus brazos y gritaron:
—Heil Hitler!
Reinhard Krebs se limitó a responder al saludo con un movimiento de la cabeza. El hombre casi le arrebató la maleta de la mano, lo que aprovechó para estrechársela con fuerza, mientras con gesto servil, dijo:
—Capitán Krebs, bienvenido al hotel Dessauer Hof. Yo soy Otto Hasellbach, el dueño del hotel. Lo estábamos esperando. Es para nosotros un honor tenerle aquí.
Hubo un cierto tono de orgullo al pronunciar el nombre del hotel.
—Ella es Margarette, nuestra camarera. En verano solemos tener más servicio, pero en otoño e invierno nos apañamos con ella. La señorita Margarette estará a su disposición las veinticuatro horas del día. Siempre que necesite algo…
En la distancia corta, la muchacha era mucho más hermosa que la idea que se había hecho desde el vehículo. Sobre todo resaltaban sus ojos: dos bonitos ojos de color verde esmeralda que le conferían un aspecto enigmático. La chica hizo una especie de genuflexión, mientras sus mejillas se cubrían con el color rojizo del rubor. Krebs la saludó llevándose la mano a la visera acharolada de la gorra e inclinando ligeramente la cabeza.
Entraron en el falsamente lujoso vestíbulo del hotel. El suelo estaba decorado con imitaciones baratas de alfombras de Samarcanda. Los muebles eran de estilo guillermino, la mayoría de nogal oscuro y acristalados, algo que estuvo en boga veinte años atrás y que retrotraían a la época del káiser. Los sillones, sin gracia, tapizados en piel de color negro o marrón. Solo un retrato del Führer adornado con guirnaldas de flores, los anclaba al presente. El señor Hasselbach dejó la maleta en el suelo y corrió detrás del mostrador de la recepción, en busca de las llaves de su habitación. Antes de cogerla se detuvo, se giró hacia Krebs y le preguntó:
—Antes de nada, ¿desea comer algo? No se preocupe por la hora, Margarette le preparará lo que guste. ¡Hace un guisado prusiano excelente!
La sola idea de consumir algo sólido hizo que a Krebs se le revolviera el estómago. Mientras se quitaba el abrigo y la gorra, que la bella y misteriosa Margarette se apresuró a recoger, le contestó:
—No, gracias. No tengo hambre.
Krebs pensó algo. Pasaría toda esa noche leyendo los informes sobre los Winkler que le había proporcionado el coronel Heffner, así que le haría falta algo de avituallamiento.
—Si es posible, si pudieran prepararme algo de café…
—¡Por supuesto! —respondió Hasselbach, mientras se acercaba hacia él con las llaves en la mano—. Margarette se lo preparará en un instante. Acompáñeme capitán, le mostraré su habitación.
Ascendieron por una escalera de piedra, alfombrada de moqueta roja, hacia la primera planta.
—Le hemos reservado nuestra mejor habitación, la 101, en la primera planta. Sabe, en verano el hotel suele estar lleno, pero en otoño e invierno es muy poca la gente que se acerca hasta Insterburg. Ahora mismo, además de usted, solo se alojan otros dos clientes en el hotel: dos empresarios de Königsberg que están en la ciudad por cuestión de negocios. De todas maneras, como le decía antes, Margarette está continuamente en el hotel. Se aloja en la tercera planta, la zona de las buhardillas. Su habitación es la tercera puerta. Si necesita cualquier cosa, sea de día o de noche, ella estará dispuesta a servirle.
Llegaron a la primera planta, caminaron por un largo pasillo con anticuadas puertas a los dos lados y con el número de la habitación escrito en desgastados dígitos dorados. La ruborizada señorita Margarette caminaba tras ellos, con su abrigo y su gorra en las manos.
2
Reinhard Krebs estaba terminando de afeitarse cuando tocaron tres veces a la puerta. Contestó con el clásico «Ya voy», se limpió los restos de espuma del rostro y salió del baño. Recorrió un pequeño pasillo, decorado con cuadros de escenas cotidianas de la Prusia rural, antes de llegar a la puerta. La abrió y se encontró ante Margarette.
—Capitán Krebs, he subido para informarle que el teniente de policía Hanke lo está esperando en el recibidor.
Los bellos ojos de la camarera se desplazaron con rapidez hacia el escudo de las SS que llevaba en el pecho de su camiseta blanca; después, los desvió hasta un objeto que había dejado encima de la cama: la cartuchera de la pistola Luger. Krebs detectó un brillo sombrío en sus ojos verde esmeralda ante esa visión.
—Gracias, Margarette. Dígale al teniente Hanke que solo tardaré un momento en bajar.
La chica había vuelto a inclinar la cabeza hacia el suelo, en un gesto de timidez que empezaba a ser distintivo en ella.
—Otra cosa, capitán, le he preparado nuestro mejor desayuno, podrá tomarlo en el jardín de invierno.
—Gracias otra vez, Margarette, ahora mismo bajo.
Cerró la puerta. Los delicados pasos de la chica se escucharon por el pasillo. Se dirigió de regreso al baño pero, en ese instante, se detuvó un momento. Desde la primera vez que la vio, esa joven camarera le había recordado a alguien, pero la noche anterior el cansancio había impedido que recordara de quién se trataba. En ese momento le vino a la cabeza: Hilde Krahl. Esa chica tenía un enorme parecido con la actriz Hilde Krahl.
Sentados en una mesa del jardín de invierno del hotel, Margarette le sirvió un copioso desayuno prusiano que Krebs, hambriento, devoró sin contemplaciones ante los avispados ojos del teniente Peter Hanke. Invitó al teniente a desayunar pero él declinó la invitación: «Gracias, mi capitán, pero ya he desayunado en casa». De una radiogramola de nogal que había sobre una mesita emergía la poderosa voz de Josef Schmidt cantando Ein lied geht um die Welt. Margarette les lanzaba de vez en cuando discretas miraditas curiosas, mientras la lluvia se estrellaba contra los cristales del cobertizo cubierto. No había dejado de llover en toda la noche, y tampoco tenía pinta de dejar de hacerlo en ese día gris y plomizo.
A Krebs el teniente Hanke le gustó desde el primer momento en que lo vio sentado en uno de los sillones del recibidor, mientras leía el periódico local. Era un joven de aspecto atlético, cabello rubio y unos ojos claros que desprendían un aire de nobleza. Su rostro transmitía bondad y solía acompañar cada una de las frases que utilizaba con una agradable sonrisa. Por otro lado, sus comentarios eran serios, documentados y muy profesionales. Krebs no se lo esperaba. Quizá tenía puestas pocas esperanzas en sus correligionarios de esa ciudad provinciana, pero lo cierto es que con la impresión que ese joven causó en él, no habría dudado en llevarlo a la Jefatura de Berlín.
Hablaron sobre el caso de Annelies Winkler durante más de tres cuartos de hora. El teniente Hanke, libreta en mano, le puso al corriente de toda la investigación que tanto los agentes de la Kripo de Königsberg como los de Insterburg habían realizado hasta ese momento. A Krebs le congratuló comprobar que el análisis del teniente y el que él presentó ante el coronel Heffner coincidían en todo: era tan imposible como descabellado pensar en la participación de Annelies Winkler en los sucesos de la yeguada. La investigación tendría que centrarse en el entorno de amistades, familiar y profesional de la familia Winkler. Se encontraban ante un crimen de connotaciones sádicas y monstruosas, un crimen al que deberían dar respuesta en el menor tiempo posible. Poco podía pensar Krebs en ese momento que, esa misma noche, los sucesos del día que acababa de comenzar provocarían que, muchas de las ideas que expuso ante el teniente aquella mañana, empezaran a resquebrajarse dentro de su cabeza.
Había pasado toda la noche leyendo, una vez tras otra, los cuatro volúmenes que contenían la información recopilada sobre la familia Winkler. No solo no descubrió nada novedoso, sino que esa lectura le provocó un centenar de nuevas preguntas. Quedaba claro que, aunque los Winkler fueran una de las familias más conocidas, ricas e influyentes, temidas y respetadas de esa comarca, se sabían muy pocas cosas sobre ellos. La palabra «hermética», utilizada por el coronel Heffner, resultaba muy oportuna para describir la vida de esa familia. Además, durante todas aquellas horas de lectura nocturna, tuvo la sensación de que una especie de presencia ominosa los envolvía, especialmente a la relación que mantuvo Aloise Winkler con su hija Sophie. En aquel momento, todavía muy lejano del conocimiento de la verdad, tuvo ya la percepción de que fruto de esa misteriosa relación podían haber surgido los acontecimientos que terminaron con los terribles sucesos acaecidos en la yeguada el 28 de octubre. Por eso, después de hablar con Hanke sobre los ganaderos y las haciendas colindantes con la finca de los Winkler, deseaba preguntarle algunos detalles sobre la vida de Aloise Winkler y su familia. En ese momento no le interesaban tanto las respuestas de Hanke como investigador, sino como lugareño.
—Entonces, podemos concluir que la familia Winkler nunca había tenido problemas graves con otros ganaderos de la comarca, ni habían surgido contenciosos por disputa de las lindes de sus tierras con ningún vecino, ¿es así teniente? —le estaba preguntando, cuando Hanke respondió:
—Sí, así es, mi capitán. La familia Winkler era demasiado respetada y temida en Insterburg para que nadie quisiera tener algún tipo de contencioso con ellos. Bueno, hay un asunto un poco delicado con una familia, pero no creo que eso sea muy relevante, dadas las circunstancias en que vivimos.
—¿Con qué familia, teniente?
—Bueno, es un asunto distinto, no exactamente un contencioso, por eso no lo habíamos tenido muy en cuenta…
—Tenemos que tener todo en cuenta, teniente. Hasta el más mínimo de los detalles tiene que ser tenido en cuenta y estudiado. ¿De qué familia se trata?
Por primera vez apareció un gesto de contrariedad en el rostro del teniente. Hanke se tomó ese comentario como un colegial se tomaría una pequeña reprimenda de su profesor.
—La familia Palitz. Verá, mi capitán, ellos eran judíos. Regentaban una pequeña granja que limitaba con las lindes de la hacienda de los Winkler. A finales de 1939, los Palitz fueron deportados al Gobierno General, conforme a nuestra política de reasentamientos. La granja y los terrenos que la circundaban fueron incautados como bienes del Estado. Hubo una subasta pública por los terrenos en el ayuntamiento, y el señor Beck no dudó en hacerse con ellos, con lo que quedaron incorporados a la finca de los Winkler…
—Un momento, teniente. ¿Queda en Insterburg algún familiar, amigo o conocido de la familia Palitz?
—No creo, mi capitán, pero no será difícil descubrirlo. Antes de las deportaciones por realojamiento, la comunidad judía de Insterburg contaba con unos trescientos miembros, ahora quedan poco más de ochenta. Puedo pedirle al cabo Reichel que los visite y que indague si alguno de ellos guarda algún tipo de relación con los Palitz.
—Hágalo, teniente. ¿De cuántos agentes dispone?
—Aparte de mi, adscritos a la Kripo, tres. Los cabos Schütze y Reichel, y el sargento Washausen. Quizá le parezcan pocos, pero son muy profesionales. También podemos contar con los agentes de la Gestapo…
—No, no, dejemos a la Gestapo fuera de esto. Ponga a ese tal Reichel sobre la pista de los judíos y a los otros dos, Schuble y…
—Schütze. Schütze y Washausen —corrigió Hanke.
—Eso, Schütze y Washausen. Ellos dos que se encarguen de investigar todas las fincas de la comarca, a los familiares y a cualquier conocido de los Winkler. Si es necesario, que vuelvan a interrogarlos a todos.
—Como usted ordene, mi capitán. Cursaré la orden en cuanto llegue a la jefatura.
Tras dar un trago al café amargo que le había servido Margarette, Krebs dejó caer una información que había leído esa noche en los informes de la familia Winkler.
—Teniente Hanke, he leído en uno de los informes que me proporcionó el coronel Heffner que el viejo Aloise Winkler había pertenecido a la Orden de los Germanos. ¿Es así?
—Sí, pero si me permite, mi capitán, no creo que ese capítulo tenga mucha relevancia. En esta parte de Prusia fueron muchos los hombres, sobre todo terratenientes, que pertenecieron a la Orden de los Germanos. Todo eso fue antes de la Gran Guerra.
Detectó un gesto extraño en el rostro del teniente Hanke, como si la pregunta le hubiera incomodado. Tenía que persistir, aunque pensándolo bien, no sabía qué relación podía tener ese aspecto de la vida de Aloise Winkler con un asesinato que se había producido, en la finca que él levantó, más de veinte años después de su fallecimiento.
—Decía en el informe, que Aloise Winkler mantenía reuniones en la yeguada con relevantes hombres de la ciudad que también pertenecían a la Orden, al menos una vez por semana. ¿Formaba parte eso también de lo habitual?
—¡Por supuesto! —la sonrisa amable regresó al rostro del teniente—. Si le sirve de algo, yo nací y me crié en Allestein, y mi padre también era miembro de la Orden de los Germanos. Él y sus amigos solían reunirse una vez por semana, cada vez en la casa de uno distinto…
—Sí, pero en el caso de Aloise Winkler las reuniones siempre eran en su mansión.
—Bueno, supongo que el viejo Winkler era un hombre especial, huraño, y parece ser que bastante autoritario. Bueno, al menos eso se dice de él.
Hanke concluyó la frase con otro gesto incómodo. Parecía tener prisa por dar por terminada esa parte de la conversación.
—¿Y qué más cosas se dicen de él, teniente? ¿Qué se dice en la ciudad de la familia Winkler?
Peter Hanke hizo un gesto extraño, como si resoplara. Krebs se sorprendió de que, antes de contestar, mirara en todas las direcciones como si pudieran escucharlos. Pero en el jardín de invierno no había nadie, estaban solos.
—Entiendo que el coronel Heffner le contó en Königsberg todas esas habladurías absurdas que durante años, y especialmente ahora, se dicen en Insterburg sobre la familia Winkler. Comprendo que para alguien que viene de Berlín todo eso solo sean tonterías, cosas de pueblerinos, producto de la ignorancia. Yo también lo entiendo así, mi capitán. Mucha gente de este lugar es supersticiosa, esta es una zona dura, mi capitán, largos y fríos inviernos donde a la gente le gusta contar historias un tanto macabras junto al fuego de la lumbre. No debe de creer nada de lo que se dice sobre la familia Winkler. Esas cosas que se dicen sobre…
—¿Sobre el diablo?
Peter Hanke sonrió. Esta vez parece que, aunque efímeramente, el gesto amable había regresado a su semblante.
—Sí, sobre el diablo. Hace muchos años que se habla del diablo en Insterburg, mi capitán. No es nada nuevo, solo que lo sucedido en la yeguada ha trascendido y ha alarmado a la comunidad, aunque lo hemos intentado todo para evitarlo. Pero ya se puede imaginar, alguien dice algo que alguien escucha, otro cuenta otra cosa en la intimidad de su casa, que cree que no saldrá de sus cuatro paredes pero…
Krebs hizo un gesto con la mano para que Hanke se detuviera, observó que lo estaba pasando mal con ese tema, parecía un poco avergonzado por los chismorreos que estaba escuchando por parte de sus vecinos. Además, pensó que ese asunto no parecía tener mayor recorrido, tenían que ponerse a trabajar en serio y apartar esas supersticiones de los lugareños. Decidó dar por terminada la conversación con una broma graciosa.
—Está bien, teniente, déjelo, tenemos que concentrarnos en las cosas que puedan ser realmente importantes. Pero eso sí, recuerde esto: si al final descubro que el diablo está detrás de este caso, no me quedará más remedio que detenerlo y llevarlo ante la corte de Königsberg.
Lo dijo luciendo una amigable sonrisa. El teniente Hanke también sonrió, para a continuación, desviar la mirada hacia la calle. Un tranvía atravesaba en ese momento la melancólica Dessauerstrasse. La sonrisa desapareció de pronto del rostro del teniente, sustituida por un gesto de preocupación. Esa reacción sorprendió a Krebs, solo había pretendido ser gracioso.
Krebs se incorporó, dejando la servilleta sobre la mesa. Hanke lo imitó y, recomponiéndose, le preguntó:
—Bien, entonces, mi capitán, ¿por dónde quiere que empecemos?
—Por la niña —le dijo, mientras se ponía los guantes de cuero negro—. Antes de nada, quiero ver el estado en que se encuentra Annelies Winkler. El coronel Heffner me informó que la habían trasladado a la Frauenklinik.
—Sí, precisamente ayer hablé con el doctor Raab y le comuniqué que seguramente usted querría verlo. Me dijo que estaría toda la mañana en la clínica. Venga, acompáñeme, he aparcado el coche junto a la puerta. La Frauenklinik se encuentra a las afueras de Insterburg.
Dos jóvenes vestidas con el uniforme del Cuerpo de Enfermeras del Reich los esperaban en una puerta lateral de esa enorme mole de piedra gris que era la Frauenklinik. El teniente Hanke dio la vuelta en la plazoleta frente a la puerta principal, al divisar a una de las enfermeras que les hacía ostensibles gestos. Frente a esta, estacionó el DKW modelo Sonderklasse negro, sin distintivos, pero adscrito al parque móvil de las SS en Insterburg, en el que se habían trasladado hasta allí desde el hotel Dessauer Hof.
Pese a que ambos lugares no distaban más de quince minutos, a Krebs le pareció que había pasado una hora desde que abandonaron el hotel. Entusiasmado por su presencia, el teniente no había dejado de hablarle de las bondades de su joven esposa, Hilde, «la mejor cocinera de esta parte de Prusia», su hijo de seis años, Albert, que para orgullo de su padre ya había ingresado en el Jungvolk, y de su hija Maria, de cuatro años, «la niña de mis ojos», la había llamado. Por supuesto, lo invitó a comer a su casa, «Hilde le preparará el auténtico guisado prusiano, y no esa bazofia que sirven por ahí». Sabía que llegado ese momento, iba a darle una mala noticia al teniente, que lo miraba como atontado mientras echaba el freno de mano del vehículo.
—Teniente, mientras visito a Annelies Winkler, podría aprovechar para desplazarse a la Jefatura y organizar a sus hombres según los planes que hemos trazado esta mañana. Es importante que empecemos esta investigación cuanto antes. Me interesa sobre todo el asunto de la familia judía. Puede pasar a recogerme dentro de una hora.
Como Krebs imaginaba, el rostro del teniente se tornó ceniciento. Le había bastado el pequeño trayecto entre la puerta del hotel y el lugar donde Hanke había aparcado el coche, para comprobar que al teniente le gustaba caminar a su lado y mirar a sus paisanos como dándose importancia.
—Como ordene, mi capitán. En una hora estaré aquí.
Dicho esto, se apresuró a descender del vehículo para abrirle la puerta. Casi a la vez, una de las dos jóvenes enfermeras se acercó a los policías mientras desplegaba el paraguas. Antes de protegerlo bajo él, dijo:
—Capitán Krebs, soy la jefa de enfermeras Giesler. Por favor, acompáñeme, el doctor Raab lo está esperando.
Krebs se despidió del teniente y caminó hacia la puerta en compañía de la enfermera Giesler. La otra enfermera se cuadró e hizo el saludo reglamentario, al que solo respondió con una sonrisa.
—Lamento que no haya podido entrar por la puerta principal de la clínica, capitán, pero hemos aislado a la niña Winkler en una habitación de este ala del edificio, para separarla del resto de las pacientes y de sus familias. Como comprobará, estamos siguiendo a rajatabla las directrices de Berlín para mantener este asunto con la mayor discreción posible —dijo la enfermera Giesler, intentando ganar méritos.
Caminaron en silencio por una red de pasillos, no muy bien iluminados, que se comunicaban uno con otro. El edificio despedía un fuerte olor a fármaco que incomodó a Krebs desde el primer momento. La enfermera más joven, que caminaba con la mirada clavada en el suelo, la elevaba de vez en cuando para lanzarle tímidas miradas curiosas. En los siguientes días, Reinhard Krebs tuvo que convivir con esas miradas por todos aquellos lugares que recorrió en Insterburg. Allí donde iba, todas las miradas se concentraban en él, seguidas de un aluvión de cuchicheos entre los que siempre se podía entender: «Dicen que este es el hombre de Berlín» y «Winkler». Por la calle, algunas mujeres mayores que pasaban a su lado agachaban la cabeza al verlo para luego, creyendo que no se daba cuenta, detenerse y darse la vuelta, mientras murmuraban: «Dicen que ha venido para investigar los sucesos de la yeguada Winkler». Y al pronunciar ese apellido, se persignaban y continuaban su camino. Claro, había que entenderlo: hacía tiempo que el diablo andaba suelto por las calles de Insterburg. Eso le hubiera hecho gracia a Krebs, dado su carácter. Pero lo cierto es que nunca se lo hizo. No después de algunos acontecimientos que sucedieron durante aquella jornada.
El doctor Walther Raab los esperaba ante una puerta cerrada. Era un hombre bajo, fornido, casi calvo. Ojos pequeños, pero que destilaban inteligencia, y una prominente nariz, un poco sonrosada, que hacía juego con sus mejillas. Llevaba unas gafas redondas del mismo estilo que las que había popularizado el Reichsführer Himmler. Vestía bata blanca y portaba el brazalete negro con las runas Sieg que lo acreditaban como doctor SS. En cuanto los vio, caminó con paso raudo hasta su encuentro. Se estrecharon las manos. No hubo saludo reglamentario.
—Capitán Krebs, sea bienvenido a Insterburg. Soy el doctor Walther Raab, me ocupo del caso de Annelies Winkler. El coronel Heffner me explicó que usted…
—¿Dónde está la niña? —preguntó Krebs de manera un poco cortante.
El doctor Raab pareció sorprendido por esa actitud. Claro, Walther Raab no conocía a Reinhard Krebs. En Berlín nadie se hubiera sorprendido ante ese rudo comportamiento. Tantos años en la policía criminal ya le habían proporcionado una fama, precisamente, no de persona de trato afable.
—Entre, está aquí.
Abrió la puerta que permanecía cerrada a cal y canto y, con un gesto, lo invitó a entrar. Las dos enfermeras lo hicieron tras ellos.
Era una habitación de paredes blancas, solo decorada por muebles médicos acristalados y mesitas, repletos de instrumental clínico y de fármacos. La cama de Annelies Winkler estaba en el centro, iluminada por una de esas grandes lámparas que pueden verse en los quirófanos. Detrás de la cama, otra enfermera se cuadró y realizó el saludo reglamentario cuando los vio aparecer.
El camino que condujo a Reinhard Krebs ante Annelies Winkler fue muy corto, tan solo unos pocos pasos. Sin embargo, para él resultó largo y lento, muy lento. Porque en ese momento, y sin saber bien por qué, ese fantasma que habitaba dentro de él trepó a través de su ser para mostrarle otra de sus macabras y desasosegantes visiones.
Irene Volkenrath.
Recordó una tarde tormentosa de finales de verano en Hamburgo, más de treinta años atrás. Krebs llegó a la casa de Irene de la mano de sus padres. Recordó que de camino a esa casa, miraba su rostro desfigurado por las ondas que el viento provocaba en los charcos del pavimento, sin apenas poder reconocerse. Y recordó a su madre, abrazada a la madre de Irene, llorando en la puerta del domicilio de su amiga. Y a su padre, que lo introdujo en el interior de aquella casa que apestaba a dolor y muerte.
Pudo recordar las caras de todas aquellas personas vestidas con ropas negras y estrafalarias que clavaban sus ojos en él. Reinhard Krebs pensaba, quizá lo seguía pensando, que todos ellos le culpaban por haberla dejado sola en aquel parque. Que todos pensaban que, si él no se hubiera ido a comprar aquellos helados que a Irene tanto le gustaban, su amiga no estaría en el interior de un cajón mortuorio colocado en el centro del salón comedor de su domicilio.
Lo sentaron en una silla, muy cerca del ataúd que contenía el cadáver de Irene. Pudo recordar todas aquellas velas que ardían en candelabros entorno a ella, el olor a cera derretida, un olor que detestaba desde ese día. Y el atril de madera, labrado con letras y signos que no podía reconocer, donde descansaba un viejo y desgastado libro.
Pero el más espantoso de sus recuerdos era el cadáver de Irene, envuelto en una mortaja blanca y con un pañuelo, una especie de sudario, que cubría su rostro. Se lo habían atado a la cabeza, colocando encima una corona de flores que parecían tan muertas como ella.
Reinhard Krebs temblaba, sentado en aquella silla. Muchas veces, muchas noches, Irene Volkenrath hacía eso a lo que él tenía pánico que pudiera hacer aquella tarde de hace ahora treinta años. Muchas veces, muchas noches, en sus sueños, Irene Volkenrath se incorporaba dentro del ataúd y lo miraba, mientras, lentamente, ese pañuelo, ese pequeño sudario caía de su rostro para mostrarle esas cuencas vacías de sus ojos y esa boca abierta y oscura, el resultado del rostro que todos querían evitar mirar. El resultado del trabajo de aquel hombre que le había arrancado los ojos y le había partido la mandíbula.
¿Dónde están mis ojos, Reinhard? ¿Por qué no los encuentro? ¿Por qué no me ayudas tú a buscarlos?
Él no podía contestarle. Él sabía dónde estaban sus ojos. La noche anterior, había escuchado a sus padres hablar en el salón de su casa de lo que le había sucedido a Irene Volkenrath en aquella caseta apartada junto a las vías del ferrocarril. Aquello que ellos habían querido ocultarle. Creían que dormía, pero él lo estaba escuchando todo, tendido en la cama de su habitación. ¡Si aquella noche hubiera cerrado la puerta de su cuarto! ¡Si no hubiera escuchado aquello que no debía escuchar! Seguramente su vida habría sido diferente. Nunca habría conocido la verdad. Nunca se hubiera enterado de dónde estaban los ojos de Irene Volkenrath. Y suponía que el fantasma de esa chica no lo habría perseguido toda su vida.
Irene Volkenrath. Irene Volkenrath. Irene Volkenrath…
Su nombre atronaba en su cabeza, cuando pudo ver por primera vez el cuerpo de aquello que reposaba sobre la cama. Aquello que una vez fue una preciosa niña de diez años llamada Annelies Winkler. Diez años. La edad en la que se había quedado eternamente el fantasma de la niña que habitaba en su interior.
La bonita cabellera rubia que vio en la fotografía, en el despacho del coronel Heffner, había desaparecido. Ahora su cabello parecía seco, muerto. Tenía los ojos cerrados y las cuencas parecían haberse hundido en su cráneo, sus pómulos eran dos huesos romos, sus labios estaban cuarteados y cubiertos de feas pupas supurantes. La piel había adquirido una palidez mortuoria.
—¿Alguna mejoría? —preguntó.
—No, ninguna —contestó el doctor Raab.
Lo peor llegó cuando el médico SS retiró la sábana que cubría el cuerpo desnudo de la niña.
Piel y hueso. La clavícula, la escápula, las costillas, el esternón, el hueso pélvico, casi se podía dar una clase de anatomía solo con contemplar esa visión. Los brazos y las piernas famélicas, el vientre hundido y su sexo exageradamente abultado. Y la piel con ese blancuzco color de la muerte. Casi no se distinguía la respiración en su pecho.
—¿Respira?
—Sí, aunque casi imperceptibles, su pulso y su respiración funcionan con normalidad. Incluso es posible que pueda escucharnos y, si abriera los ojos, vernos. No lo sabemos con exactitud, no hemos avanzado mucho en la investigación de este campo, capitán.
—Exactamente, ¿qué tiene?
—No puedo ofrecerle un diagnóstico concreto, y eso que ya la han visitado los mejores especialistas de Königsberg. Observe su rigidez muscular, una suerte de flexibilidad cérea. No responde a ningún estímulo visual ni táctil, y además está esa peculiar palidez de su piel. Pensamos que la causa puede encontrarse en algún tipo de trastorno ligado al síndrome cataléptico, probablemente un shock emocional extremo, pero lo seguimos investigando. Hemos estudiado minuciosamente todos sus informes médicos, era una niña normal, sana, solo había padecido las características enfermedades infantiles, aunque en el último año no había pasado por ninguna consulta, al menos que nosotros conozcamos. Por eso hemos concluido que este estado puede ser únicamente producto del shock que sufrió aquella noche en la yeguada junto al desfiladero. Ya sabe…
—Sí, seguramente esta niña asistió a uno de los crímenes más sádicos a los que yo me he enfrentado en toda mi carrera. Lo comprendo, doctor. ¿Cuánto tiempo puede permanecer en este estado?
—No sabría decirle. En ocasiones pueden estar en así durante días, quizá semanas. Incluso puede que meses y en el peor de los casos, este estado puede ser irreversible. Le hemos suministrado todos los tratamientos farmacológicos que conocemos para este tipo de patologías, pero no han surtido ningún efecto. Estamos esperando un nuevo tratamiento que está desarrollando Bayer. El Departamento Médico de las SS en Königsberg me ha confirmado que lo recibiremos en los próximos días. Tenemos permanentemente una enfermera junto a ella, por si se produjera cualquier novedad. Pero, hasta ahora, eso no ha sucedido. La niña se encuentra en el mismo estado que la mañana en que llegó. Bueno, salvo que…
—¿Salvo qué?
—¿No ve su estado, capitán? Annelies Winkler ya era de por si una niña delgada, pero en los últimos días ha perdido más de diez kilos. La estamos alimentando artificialmente, y eso no debería suceder. Así que no sabemos bien por qué sucede, es algo extraño, es como si algo dentro del cuerpo de esa niña absorbiera todas las vitaminas y las proteínas que le estamos proporcionando. No lo sé, capitán, nunca me había enfrentado a un caso así. Lo cierto es que estamos desconcertados. Por eso, lo mejor sería que la trasladaran a Estrasburgo, hemos oído que el doctor Hirt…
—Esperemos que no, doctor. Esperemos que reaccione antes. Necesito a la niña para resolver este caso.
Un denso silencio envolvió la habitación. El doctor Raab volvió a cubrir con la sábana el cuerpo de Annelies Winkler.
—Quiero que me mantengan informado de cualquier novedad, doctor. Sea a la hora que sea, tanto de día como de noche.
—Por supuesto, capitán. Así lo haremos. A la mínima novedad, nos pondremos en contacto con usted.
En silencio, las dos enfermeras acompañaron a Krebs a la salida de la clínica. Reinhard Krebs observó un comportamiento extraño en la jefa de enfermeras Giesler. Lo había mirado dos veces como si quisiera decirle algo, pero había realizado un casi inapreciable movimiento de negación con su cabeza, para después desviar la mirada y seguir caminando.
Al llegar a la puerta le entregó un paraguas negro para que se cubriera. Parecía que la lluvia había aumentado en intensidad. Al hacerlo, lo miró fijamente a los ojos y se mordió inconscientemente el labio inferior. Sí, estaba seguro. Esa mujer quería decirle algo.
—¿Quiere decirme algo, enfermera Giesler?
—No, no, capitán, nada. No es nada. Si quiere el paraguas…
El DKW negro estaba aparcado ya junto a la puerta. El teniente Hanke descendía del vehículo con un paraguas en la mano.
—No, creo que no necesito el paraguas.
Extrajo del bolsillo de su abrigo una pequeña libreta y su pluma estilográfica. Anotó dos números de teléfono, mientras le decía:
—Me hospedo en el hotel Dessauer Hof, habitación 101. Tome, enfermera Giesler, este es el número de teléfono del hotel y el de la Oficina Central de la Kripo. Si tiene alguna cosa que decirme, póngase en contacto conmigo.
No le contestó. Esbozó una ligera sonrisa, asintió con la cabeza y volvió a bajar la vista.
Mientras Hanke abría con una mano la puerta del DKW para que montara, protegiéndolo con el paraguas que llevaba en la otra, se giró hacia la enfermera Giesler.
La mujer continuaba allí, mirándolo. En la mano llevaba la hoja que le había entregado y continuaba mordiéndose, de manera nerviosa, el labio inferior.
Todavía impresionado por su visita a la Frauenklinik y el estado en el que había encontrado a Annelies Winkler, esa misma tarde Reinhard Krebs visitó la caserna del 43 Regimiento de Infantería de Insterburg. Mientras hacían el recorrido en el DKW negro por las tristes calles de la ciudad, el teniente Hanke le explicó que había puesto a trabajar a los tres agentes de los que disponían: al cabo Reichel lo había enviado a interrogar a la comunidad judía para tratar de encontrar alguna conexión entre ellos y la familia Palitz; el cabo Schütze se estaba ocupando de los ganaderos de las haciendas colindantes a la de los Winkler, así como de sus familiares y amistades más cercanas, si es que las tenían. Mientras tanto, el sargento Washausen se había trasladado a Luisenburg, donde tendría que volver a interrogar a los veinte braceros y los diez mozos de cuadra que trabajaban ocasionalmente en la yeguada de los Winkler. Krebs le propuso mantener una reunión a finales de esa semana para que cada uno informara de los progresos alcanzados. Primero quería hacer una serie de averiguaciones que empezaban por ver en persona al capitán Hans Rauschning.
Krebs y Hanke recibieron en la caserna un trato tan amistoso y correcto como hostil lo hubieran recibido de tratarse de algún otro cuerpo de la Seguridad del Reich. Porque la relación entre los hombres de negro y los hombres de gris nunca suele ser muy amistosa. Dicho de otra manera: al ejército no le gusta que las SS metan las narices en sus asuntos. Pero claro, ellos pertenecían a la Kripo, y eso resultaba un factor fundamental. En la Wehrmacht sabían muy bien que muchos de los agentes de la Kripo procedían del ámbito civil antes que Himmler unificara a todos los cuerpos policiales en la Oficina de Seguridad del Reich (RSHA) en 1935. Ese factor les otorgaba un plus especial, que ya descubrieron mientras dos soldados elevaban la valla móvil de entrada a la caserna, antes de cuadrarse y hacerles el saludo de rigor.
La caserna de Insterburg era muy grande, más de lo que Krebs había imaginado. La componían edificios y barracones separados por pequeños bosquecillos, convertidos en agradables jardines salpicados de bancos de piedra. A esa hora, muchos de los hombres del regimiento mataban el rato sentados en esos bancos, fumando, charlando y lanzando grandes e histriónicas carcajadas. Eso sí, en cuanto los divisaban, callaban y dirigían sus miradas hacia ellos, mientras el vehículo avanzaba hacia un oscuro barracón de piedra gris convertido en el sector médico. Había dejado de llover, pero el color plomizo y las nubes negras no habían desaparecido del cielo de Insterburg.
En la puerta del barracón médico los esperaba un hombre alto y apuesto, más o menos de la misma edad de Krebs, vestido con un inmaculado uniforme de oficial que le proporcionaba un aspecto marcial. Llevaba bajo el brazo una cartera de color negro y caminaba de un lado para otro, como si se estuviera preparando para un desfile. Krebs inmediatamente supuso que se trataba del comandante Von Salbach. Su aspecto hacía justicia a su apellido, así que rápidamente comprendió, que se hallaba en presencia de un Junker.
Esta vez ordenó a Hanke que esperara en el vehículo, algo que él aceptó con disciplina, pero sin dejar de mostrar cierta molestia en su rostro. Krebs descendió del vehículo y caminó al encuentro del comandante.
Tras realizar el saludo correspondiente, se estrecharon la mano con fuerza.
—Capitán Krebs, bienvenido al 43 Regimiento de Infantería. Soy el comandante Hermann Von Salbach, supongo que el coronel Heffner le ha hablado de mí. ¿Qué tal el viaje hasta este apartado rincón del Reich?
–Un tanto largo y pesado, comandante, no le voy a engañar.
Hermann von Salbach lanzó una jocosa risotada.
—Lo comprendo muy bien, capitán, créame. Yo soy de Turingia, así que cada vez que vuelvo a casa…
Caminaron hasta una escalinata de piedra, custodiada por dos soldados que se cuadraron a su paso.
—El coronel Heffner me dijo que quería ver al capitán Rauschning. Bien, lo llevaré hasta él. Aunque la verdad, no creo que esta visita le sirva de mucho…
—¿Cómo se encuentra el capitán? —preguntó Krebs.
—Igual, continúa igual. Exactamente igual a como lo encontramos en aquella maldita yeguada.
—¿Saben qué es lo que le sucedió?
—No, entre otras cosas, supongo que para eso está usted aquí, capitán. Hay mucha gente nerviosa con el asunto de los Winkler que quiere respuestas urgentes. Esas respuestas debe ofrecerlas usted.
Habían llegado a un descansillo decorado con una bandera del Reich y otra del ejército. Von Salbach se detuvo y dijo:
—Los médicos dicen que padece algo así como un shock catatónico, pero no han dado un diagnóstico concluyente. Hemos indagado en los expedientes médicos del capitán y de su familia, y hemos encontrado que un hermano de su padre padeció esquizofrenia. Oficialmente, le hemos diagnosticado un brote esquizofrénico. Eso más tarde nos evitará muchos problemas.
En ese momento, Krebs no llegó a entender en toda su magnitud esa apreciación del comandante.
Ascendieron por otra escalinata, que conducía a un largo pasillo. Antes de recorrerlo, el comandante volvió a detenerse.
—Capitán, no sé lo que sucedió en la mansión de los Winkler, pero el desecho humano que usted va a ver esta tarde era un magnífico militar. Combatió de manera brillante en Bélgica y Francia. Luchó en la batalla de Arras, donde ganó la cruz de hierro. Era un hombre rudo, curtido en la batalla, un hombre que había visto muchas cosas. Una y otra vez nos preguntamos qué sucedió en aquella casa junto al desfiladero, cómo es posible que un hombre como él haya quedado en estas condiciones. Por otro lado, toda la historia que contaron los sargentos Dassler y Hoffmann es descabellada, inaudita. Una historia increíble. Muñecas que se balancean asidas a las ramas de un árbol sin que las mueva el viento, puertas que se abren y se cierran solas, ruidos que proceden de las paredes y que recorren todo el edificio, una niña con los ojos en blanco que se abalanza sobre el capitán. ¡Quién en su sano juicio puede creer una historia así! Pasó algo más en esa casa y queremos saber…
—El coronel me dijo que los sargentos fueron enviados al frente. La verdad, comandante, me habría gustado hablar con ellos.
—Lo sé, lo sé capitán Krebs. Hicimos todo lo que pudimos, pero las órdenes de Berlín fueron taxativas. El OKH, ya sabe. Por cierto, el sargento Dassler murió hace tres días en combate, cerca de Tobruk. Hoffmann se encuentra herido, pero salvará la vida.
Caminaron por el pasillo. Había una docena de puertas de hierro con mirilla corredera, cerradas a cal y canto por un gran cerrojo. Solo al final del pasillo se distinguía la figura de un soldado delante de una de las puertas.
—Convine con el coronel Heffner que la declaración de los sargentos era la justificación de dos cobardes ante el abandono de un compañero y un superior —argumentó Krebs—. Pero ¿y la niebla? Otros cinco hombres del destacamento también declararon que se habían extraviado en la niebla.
—Sí, es cierto. Pero esos cinco hombres confesaron que la niebla solo duró cinco minutos. Sin embargo, los sargentos Dassler y Hoffmann declararon que transcurrió una hora y media entre que abandonaron el robledal y salieron de la yeguada. Eso es imposible, capitán. La yeguada y el robledal solo distan entre sí kilómetro y medio. Además, en esta zona las nieblas son muy abundantes durante esta estación, como usted comprobará. Las tradicionales «nieblas prusianas». Esas nieblas pueden durar minutos, horas o incluso días enteros. Yo mismo ordené ese ejercicio y puse al capitán Rauschning al frente porque era un buen conocedor del terreno. Nada de aquello debería de haber sucedido con el destacamento. Por otra parte, capitán Krebs, la declaración de los sargentos era una burda mentira del principio hasta el final. Esas cosas que relataron no pudieron suceder. Lo único real es que en esa yeguada se cometió una carnicería como yo nunca había visto antes y que, entre que los sargentos Dassler y Hoffmann abandonaron la casa y nosotros llegamos, sucedió algo con el capitán Rauschning y la niña Winkler. Lo primero, tendrá que averiguarlo usted y lo segundo, quizá nunca lo sepamos. ¿Ha visto ya a la niña?
—Sí, esta mañana.
—¿Y qué opina?
—Bueno, es posible que el estado en que se encuentra sea producto de asistir a esa carnicería de la que usted habla. Pero lo del capitán…
Von Salbach miró a Krebs y movió la cabeza afirmando que compartía la misma duda que él albergaba.
Llegaron ante el soldado que custodiaba la puerta. El hombre, un joven cabo, se cuadró ante su presencia tras hacer el saludo.
—Abra —ordenó el comandante de manera autoritaria.
El joven cabo abrió el cerrojo y empujó la puerta.
Era una habitación blanca de paredes desnudas. Una cama, dos mesitas médicas y una puerta de madera que, posiblemente, escondiera un retrete. En la pared, encima de la cabecera de la cama, un crucifijo de madera con la imagen doliente de un Jesucristo de escayola. El comandante Von Salbach se dio cuenta que la mirada de Krebs se deslizaba hacia el crucifijo.
—Durante la Gran Guerra este edificio era un hospital que regentaban las monjas. Cuando las echamos de aquí, se olvidaron llevarse al crucificado con ellas —explicó, desplegando una amplia sonrisa.
El capitán Rauschning se encontraba sentado en una silla, frente a una ventana enrejada que se asomaba a uno de los jardines de la caserna. Llevaba un camisón blanco que le llegaba hasta los muslos. Tenía las manos atadas a los brazos de la silla y la cabeza inclinada hacia un lado. Cuando Krebs llegó junto a él comprobó que tenía los ojos entreabiertos, como si caminara perdido por algún lugar entre el sueño y la vigilia. Un hilo de baba amarillenta manaba a través de la comisura de sus labios, para caer sobre el camisón, a la altura del pecho. Otras manchas secas, más oscuras, revelaban la presencia de flemas o de vómito.
—Este es el capitán Hans Rauschning, capitán Krebs. Y este es el estado en que se encuentra.
Reinhard Krebs permaneció unos segundos observándolo. Seguramente, el comandante creyó que sin dar crédito a lo que estaba viendo. Y no se equivocaba.
—En ocasiones tiene brotes violentos, así que tenemos que sedarlo. En momentos puntuales ha hilvanado alguna frase, pero casi siempre para decir cosas incongruentes…
—Cosas como: «Ella ha salido del árbol». «Está perdida y no sabe volver». «Ella se siente sola, muy sola». ¿Es así, comandante?
—Sí, aunque bueno, eso es lo que repetía cuando lo encontramos en la yeguada.
—Los sargentos Dassler y Hoffmann afirmaron que, cuando ellos abandonaron la mansión, era Annelies Winkler la que decía esas tres frases.
—Sí, pero tiene que tener en cuenta que cuando Dassler y Hoffmann dijeron eso, ya sabían que nosotros lo habíamos escuchado de boca del capitán. Verá, toda la declaración de los sargentos Dassler y Hoffmann resultaba muy confusa y estaba repleta de contradicciones.
«Ella ha salido del árbol». «Está perdida y no sabe volver». «Ella se siente sola, muy sola». ¿Quién es «Ella»? ¿A quién se referían Annelies Winkler y el capitán Rauschning? Esa pregunta martilleaba la cabeza de Krebs desde que la escuchó en boca del coronel Heffner.
El comandante Von Salbach se reclinó hacia Rauschning y le dijo:
—Capitán Rauschning, ha venido a visitarle el capitán Krebs, le gustaría hablar con usted sobre los sucesos de la yeguada Winkler. ¿Me escucha?
Hans Rauschning abrió de par en par sus mortecinos ojos y los dirigió hacia Krebs. Pero no dijo nada.
El crucifijo de madera empezó a tintinear en la pared sobre la cabecera de la cama.
Krebs clavó la mirada en el crucifijo. Von Salbach también lo percibió, y de manera contundente dijo:
—Obras. Estamos realizando obras en los sótanos de este edificio. Recibimos la orden de Berlín de construir un búnker.
El tintineo del crucifijo cesó. Los ojos muertos del capitán Rauschning seguían mirándolo fijamente, pero no pronunció palabra alguna. Krebs comprobó que unas lágrimas trataban de aflorar dentro de sus ojos, pero no terminaban de hacerlo. Arrastró una de sus manos hacia el camisón, intentando subírselo. Un hilo de orina brotó de su pene, empapando sus descolgados testículos.
—Tendré que llamar a los asistentes médicos para que lo cambien —dijo Von Salbach con un gesto de aprensión en su rostro.
Sin apartar la mirada de Krebs, Rauschning hizo un movimiento extraño con su garganta, como si quisiera decir algo. Pero casi al instante la relajó, y esta volvió a su estado de total rigidez.
—¿Qué harán con él?
—En los próximos días lo trasladaremos a Grafeneck. Se le aplicará el protocolo de muerte por compasión. No podemos hacer nada más por él, capitán. Además, estamos en guerra. Mantener a un hombre en este estado es una carga que la Wehrmacht no puede asumir. Hans Rauschning tenía un hermano, pero murió en combate en Francia la primavera pasada. Nos hemos puesto en contacto con su viuda, pero no quiere hacerse cargo de él. Hemos pensado que el tratamiento que se ofrece en Grafeneck para estos elementos inservibles será lo mejor.
En ese momento Krebs comprendió lo que el comandante le había dicho en el descansillo. Diagnosticarle oficialmente esquizofrenia era solo una excusa con la que algún funcionario médico justificaría la aplicación del protocolo de muerte por compasión.
Sin dejar de mirar a Krebs, la boca del capitán Rauschning se abrió.
—Rei…
Tanto Von Salbach como Krebs se inclinaron hacia el capitán. El hombre de Berlín intentó pegar su oído a la boca de Rauschning.
—Rei…
—Intenta decir algo, pero supongo que serán incongruencias como en otras ocasiones.
Un espumarajo brotó de la boca del capitán Rauschning. El sonido que emergía de su garganta sonaba ronco, acompañado por algo así como un gorgojeo.
—Rei…
En la pared sobre la cama, el crucifijo volvió a tintinear. Parecía que quisiera descolgarse. Las lágrimas contenidas en los ojos del capitán Rauschning se deslizaron por sus mejillas.
—Reinhard… ¿Dónde están mis ojos?
Reinhard Krebs pudo escuchar esas palabras con total claridad. No, de ninguna manera fueron fruto de su imaginación. Eso lo podría jurar. Mientras las decía, el pene de Rauschning hizo el movimiento reflejo de levantarse para escupir un chorro de orina que se estrelló en el suelo. El comandante Von Salbach tuvo que abrir las piernas para que esta no empapara sus pantalones y sus botas.
—Los busco pero no los encuentro… No encuentro mis ojos, Reinhard.
Un escalofrío recorrió el cuerpo de Reinhard Krebs. Esas dos frases habían salido de la boca de Hans Rauschning. Dos frases que nadie conocía. Dos frases que solo él conocía. Dos frases, que habitaban en su interior. Allí donde descansan las pesadillas.
—¿Lo ve? Solo dice cosas sin sentido. Ahora habla de no sé qué de los ojos.
Krebs estaba desconcertado, no podía ni articular palabra. Sus ojos se movían a mucha velocidad, en todas las direcciones, como intentando encontrar una respuesta a aquello que había escuchado. El capitán Rauschning seguía mirándolo, mientras otro espumarajo amarillento se descolgaba hacia su barbilla.
Cosas sin sentido. Cosas sin sentido para el comandante Von Salbach, pero no para él. Para él esas dos frases tenían sentido, mucho sentido: Irene Volkenrath.
—¿Le pasa algo, capitán? —preguntó el comandante con tono preocupado—. Se encuentra usted muy pálido.
Tenía que reponerse. Tenía que reponerse y salir de allí cuanto antes.
—No, nada, no se preocupe, comandante. Como le he dicho antes, es solo el cansancio de estos días.
—Cuando quiera que nos vayamos…
—Sí, por favor.
Caminaron hacia la puerta de la habitación. Y con ellos, caminaron los ojos del capitán Rauschning, que seguía sin apartar su mirada de Krebs. Antes de abandonar la habitación, este volvió a mirar el crucifijo de madera. Estaba torcido, no como lo había encontrado cuando entró en la habitación. Había algo en los ojos del crucificado de escayola que le recordaron a los de Hans Rauschning. Ese mismo gesto que mezclaba el dolor y el éxtasis.
Ya en el pasillo intentó tomar aire, pero le fue imposible. La atmósfera de ese lugar parecía estar condensada. Había un zumbido extraño, que podía provenir de las redondas lámparas metálicas que colgaban del techo. Aunque a veces diera la sensación, de que ese sonido saliera de la habitación que acababan de abandonar. Tenía que salir al exterior cuanto antes, tomar aire fresco e intentar comprender lo que había sucedido en el interior de esa habitación de la caserna.
—Capitán Krebs, suceda lo que suceda con el capitán Rauschning, me gustaría que me mantuviera informado de sus progresos en esta investigación. Supongo que con su historial terminará por dar con el hombre o los hombres que cometieron ese horrible crimen. Cuando así sea, me gustaría ser yo quien dirija el pelotón de fusilamiento de esos malnacidos. Esto ha afectado a mis hombres, lo considero como algo personal.
—No se preocupe, comandante. Lo mantendré informado.
Reinhard Krebs casi no escuchó sus palabras. Su cabeza estaba en otro sitio. ¿Cómo era posible que ese hombre, que no lo conocía de nada y dado su estado ya no lo conocería nunca, hubiera usado las palabras que el fantasma de una niña muerta treinta años atrás en Hamburgo le repetía día tras día en el interior de su cabeza?
El comandante Von Salbach asintió con la cabeza y caminó hacia una ventana que había al final del pasillo. La noche descendía sobre Insterburg. Sin apartar la mirada de la ventana, dijo:
—No escuche todas esas tonterías que se dicen por la ciudad. Yo no conocí a Aloise Winkler, pero sí a Wolfgang Beck, y puedo afirmar que era un buen hombre, un hombre honesto. Y un buen nacionalsocialista. Su familia ha vendido caballos Trakehner a este regimiento desde hace muchos años. Su yeguada era la mejor de esta parte de Prusia. Esas historias que corren sobre…
—¿Sobre el diablo?
Krebs notó que Von Salbach sonreía, aunque continuaba de espaldas a él, mirando por la ventana.
—Sí, sobre el diablo. Son solo supersticiones de gente provinciana. Los asesinos están aquí, capitán Krebs, están en Insterburg. Estoy seguro de eso. Tiene que dar con ellos. Le deseo suerte en ese cometido.
El teniente Peter Hanke también se dio cuenta del estado de Krebs cuando abandonó el ala médica de la caserna del 43 Regimiento de Infantería de Insterburg. Nada más subir al vehículo, lo miró de manera inquisitiva y le preguntó:
—Mi capitán, ¿se encuentra bien? Lo veo muy…
—Estoy bien, teniente Hanke. Por favor, lléveme a mi hotel —le dijo mientras dejaba los guantes de cuero sobre el salpicadero y se recostaba en el asiento cerrando los ojos.
Todavía turbado por los acontecimientos que había vivido esa tarde, dándoles una y mil veces vueltas en su cabeza a las palabras que habían aflorado de la boca del capitán Hans Rauschning, o de aquello en lo que se había convertido, esa noche cenó en soledad en el pequeño pero acogedor comedor del hotel Dessauer Hof.
A Reinhard Krebs le sorprendió la calidez del comedor desde el momento en que lo vio. Contaba con una decena de mesas, separadas entre sí a modo de reservado por tabiques recubiertos de madera de roble de color marrón claro. El suelo era también de madera, aunque en esta ocasión de nogal marrón oscuro. Un amplio ventanal se asomaba a la calle, oscura y silenciosa a esas horas de la noche. La iluminación era tenue, pero suficiente, provocada por lámparas de pantalla estratégicamente colocadas. Una puerta comunicaba con la cocina, y delante de ella había un pequeño mostrador tras el que se encontraba la dulce y bella Margarette, su única compañía en aquella extraña velada. La muchacha se afanaba en limpiar unos bonitos vasos de cristal labrado, mientras le lanzaba pequeñas miradas remolonas, siempre pendiente de acudir presta a su mesa para servirlo.
El sonido que hacía la cuchara, mientras daba vueltas y vueltas al caldo de cebolla roja que acompañaba el guisado prusiano que la joven le había servido, y el de la lluvia golpeando los cristales del ventanal (había empezado a llover otra vez) eran los únicos sonidos que se escuchaban en aquel triste escenario. De manera tímida, la chica dejó uno de los vasos sobre la repisa del mostrador y caminó hacia él.
—¿Ya no desea más, capitán?
—No, gracias. Puede retirarlo. Me gustaría un café.
La chica cogió el plato y, con un tono desilusionado en su voz, preguntó:
—¿No le ha gustado el guisado, capitán?
—Sí, estaba muy bueno, es que he tenido un día muy duro y casi no tengo hambre, Magda…
—Margarette, me llamo Margarette. Margarette Kernchen.
—Eso, Margarette, perdóneme. Olvido los nombres con facilidad.
La joven esgrimió una sonrisa, hizo un gesto de asentimiento y desapareció con el plato por la puerta que comunicaba con la cocina.
Desvió su atención hacia la calle. La imagen del capitán Rauschning, esa mirada fijada en sus ojos y esas palabras que salieron de su boca no se apartaban de su cabeza. Sentía una especie de desasosiego en la boca del estómago. A la mañana siguiente había pensado visitar el lugar de los hechos, la yeguada de Aloise Winkler. El lugar donde se había cometido ese sádico y espantoso crimen, el lugar donde el capitán Rauschning había perdido la razón.
Reinhard Krebs llegó a pensar que todo lo que había sucedido en la habitación del ala médica de la caserna pudiera ser solo fruto de su imaginación. Quizá el capitán no había dicho lo que él creyó entender, es posible que fuera solo el resultado de su propio cansancio y su obsesión personal con esas pesadillas provocadas por la historia de esa chica desaparecida treinta años atrás, una tarde de principios de verano en un parque de Hamburgo cercano a su casa. Hasta que llegó a Insterburg, el permanente recuerdo de Irene Volkenrath nunca le había ocasionado problemas, nunca había afectado a ninguna de sus investigaciones. Hasta que llegó a Insterburg. Hasta esa misma tarde. Es cierto que el viaje, desde Berlín primero y desde Königsberg después, había resultado tedioso. Y después estaba esa descabellada historia que le relató el coronel Heffner, y la noche en vela leyendo una y otra vez los documentos recopilados sobre la familia Winkler. Y la visita por la mañana a Annelies en aquella tétrica clínica para mujeres. Sí, todo eso podía haber afectado sus sentidos y provocado que escuchara de la boca del capitán Rauschning unas frases que no podían salir de la boca de nadie que no fuera la suya. Sí, en aquel momento Reinhard Krebs quiso agarrarse a esa idea, porque de lo contrario, estaría ante un fenómeno que no tenía ninguna explicación. Y eso era una mala señal para iniciar una investigación donde lo que se le exigía, por parte de sus superiores, eran precisamente explicaciones.
La puerta de la cocina se abrió. Margarette apareció con una cafetera que dejó sobre la repisa del mostrador. Se introdujo tras él, buscando una taza de porcelana y un plato con los que se acercó a Krebs.
—Ahora mismo le sirvo su café, capitán Krebs.
—Gracias, Margarette, pero no me llame capitán Krebs. Puede llamarme Reinhard, en mi círculo privado todo el mundo me llama Reinhard. Creo que voy a pasar aquí el tiempo suficiente como para que prescindamos de las formalidades.
—Como usted quiera capitán… Reinhard —respondió la joven, sonriendo—. Usted es ese hombre de Berlín que ha venido para investigar los sucesos de la yeguada de los Winkler, ¿verdad? Todo el mundo en la ciudad habla de usted, dicen que es uno de los mejores policías de Berlín…
—Sí, soy yo. Pero no soy uno de los mejores policías de Berlín, Margarette. Soy el mejor policía de Berlín.
Ahora fue Krebs quien sonrió, mientras Margarette soltaba una pequeña carcajada. Su sonrisa era muy bonita, le otorgaba todavía más luminosidad a su rostro.
Dando media vuelta, regresó al mostrador en busca de la cafetera. Krebs aprovechó para volver de nuevo la mirada hacia la calle.
Había un hombre allí, inmóvil, mirándolo fijamente de una manera inquietante. Rodeado por las sombras, la melancólica luz de una de las farolas de la calle proyectaba sobre él un resplandor perturbador. Vestía con una sotana negra, un anticuado sombrero de fieltro, también de color negro, y se protegía de la lluvia con un paraguas a tono con su indumentaria. De unos sesenta años y rostro sonrojado, el alzacuellos blanco delataba que se trataba de un sacerdote o un presbítero. Margarette, que regresaba con la cafetera, dirigió también la mirada hacia ese intruso que los observaba. Un tanto nervioso, al ver que lo habían descubierto, el hombre dio media vuelta y cruzó la calle con paso ligero.
—¿Quién es ese hombre, Margarette?
La chica vertió el café en la taza antes de contestar. Krebs observó que su rostro había cambiado, había adquirido un tono preocupado.
—Es el padre Weishoffer, el párroco de la iglesia de San Miguel.
El padre Weishoffer, recordó que el coronel Heffner le había hablado de él. Era el sacerdote que había acudido al ayuntamiento solicitando un permiso para poder ponerse en contacto con sus superiores y practicar un exorcismo a la niña Winkler y a la yeguada. El coronel le advirtió que intentaría entablar relación con él y no se equivocó, el primer día de estancia en la ciudad y ya merodeaba por su hotel. También le advirtió que se mantuviera alejado de él. Sin embargo, ese deseo de practicar un ancestral rito cristiano con Annelies Winkler y con la yeguada lo intrigaba. Como le intrigaban las habladurías de los ciudadanos de Insterburg sobre la familia Winkler. En aquel momento Krebs tomó dos decisiones, supuso que poco convencionales y que no aportarían nada a la investigación, pero que no podían descartar por propia curiosidad: utilizar a Margarette para pulsar la opinión de los lugareños sobre los Winkler, aunque intentaría hacerlo poco a poco, sin prisa; y en algún momento determinado, más adelante, mantener una charla con ese misterioso sacerdote. Sabía que ese segundo factor sería complicado, era conocedor, por casos anteriores, de la poca confianza que los miembros de la seguridad del Reich despertaban entre los religiosos.
—¿Lo conoce usted, Margarette?
—No, sé muy poco de él. Yo soy luterana, capi… Reinhard, y él es un sacerdote católico, por lo tanto no asisto a su iglesia. Pero si que puedo decirle que es un buen hombre. Se preocupa por la comunidad y siempre que sucede algo está dispuesto a ayudar.
Vertió un poco de azúcar en el café y lo disolvió dándole vueltas con la cucharita que Margarette le había traído. La joven había vuelto a bajar la mirada, con ese gesto de rubor tan característico en ella. «Está bien», pensó Krebs, le hubiera gustado hablar con ella esa noche sobre el diablo, ese diablo que recorría las calles de la ciudad saltando de boca en boca de sus ciudadanos. Pero habría más días para hablar con ella, tendría que ir ganándose su confianza poco a poco.
Dio un largo trago al café y le dijo:
—Muy bueno el café, Margarette, ¿Podría hacerme una cafetera para esta noche? —No pensaba tomar café esa noche, quería descansar, pero consideró que era una manera de satisfacer a la joven camarera.
—¡Por supuesto, Reinhard! ¿Quiere media o una cafetera entera?
—Hágala entera. Total, me va a costar lo mismo. Todo esto lo paga el Reichsführer Himmler.
Ahora la chica sí que lanzó una sonora carcajada, antes de partir de nuevo hacia la cocina. Se detuvo antes de abrir la puerta y girándose, dijo:
—Reinhard, esta noche estamos los dos solos en el hotel. Si necesita algo, como le dijo el señor Hasselbach, solo tiene que subir a mi habitación y pedírmelo.
—Claro, Margarette, no se preocupe.
—Sabe, en ocasiones quedarme sola aquí en el hotel me produce miedo. Me alegro mucho de que esté usted aquí.
Tras decir esto, la joven desapareció tras la puerta y, con ella, un relámpago de deseo en sus bonitos ojos que consiguió despertar en Krebs un estímulo dormido en el tiempo.
3
Esa segunda noche en Insterburg, Reinhard Krebs consiguió finalmente conciliar el sueño. Aunque a decir verdad, necesitó ayuda para hacerlo. Una pastilla que contenía Barbital y que el doctor Schmidt le había recetado años atrás en la Jefatura de la Prinz Albrecht Strasse, precisamente mientras trabajaba en el caso del niño judío Rabitz. Desde aquel momento no había querido volver a tomarlas (algunos de sus colegas de Berlín eran adictos al Veronal), pero tras estar tres cuartos de hora dando vueltas en la cama, recordando una y mil veces el rostro del capitán Rauschning y las palabras que habían salido de su boca, decidió levantarse y sacar de su maleta el pequeño frasco de esas malditas pastillas amarillentas.
Puede decirse que al día siguiente volvía a sentirse en forma. Era consciente que le iba a hacer falta tener sus sentidos en perfecto estado, porque esa mañana había decidido visitar la yeguada de los Winkler. El teniente Hanke lo trasladó en el DKW hasta ese tétrico paraje situado a unos seis kilómetros de la ciudad. Era una mañana lluviosa y neblinosa, algo que en principio lo estimuló. Reinhard Krebs imaginó que se trataba de una mañana parecida a la que el destacamento se había encontrado con aquella carnicería en la casa junto al desfiladero. Sin embargo, esa neblina que emergía del río Pregel y que los acompañó mientras transitában por caminos cercanos a su cauce, se fue diluyendo conforme cogían el pequeño sendero de tierra que conducía a la mansión que un día levantara ese misterioso personaje llamado Aloise Winkler.
Su primera parada se produjo a la entrada de la finca, junto a la verja de hierro custodiada por esas dos columnas de piedra presididas por las figuras de bronce de dos caballos Trakehner. Los farolitos que colgaban de sus bocas estaban apagados y la verja sellada por unas cadenas que habían colocado los agentes de las oficinas de Insterburg y Königsberg tras su último rastreo de la hacienda. Precisamente por ese motivo, el teniente Hanke descendió del vehículo y procedió a abrir la verja cortando las cadenas con una cizalla que extrajo del maletero.
Desde allí hasta la casa principal trascurría un pequeño sendero bordeado de árboles. Delante de la casa se encontraba la plazoleta que el coronel Heffner le había descrito durante su encuentro en el castillo de Königsberg. En el centro, el roble del que supuso que colgaban aquellas muñecas sujetas a las ramas por pequeñas sogas, y que según los sargentos Dassler y Hoffmann se mecían empujadas por un viento inexistente. Hanke aparcó el vehículo delante de la puerta principal. Descendieron en silencio. Inmediatamente, su mirada se deslizó por aquella construcción de pesadilla. Tal como le explicó el coronel, era la tradicional construcción de piedra rural prusiana, pero a diferencia de otras que habían visto por los alrededores, daba la impresión de que había sido diseñada con formas irregulares. En realidad, saltaba a la vista que se trataba de dos construcciones distintas. El edificio principal, al que se accedía por una escalinata de piedra sobre la que se abrían unos grandes soportales, constaba de tres alturas. Las ventanas eran grandes, cubiertas por lo que a simple vista parecía un lujoso cortinaje. El techo, de teja roja prusiana, presentaba dos alturas. La torre de aspecto gótico edificada en un lateral, daba la impresión de ser una estructura posterior. Constaba de cuatro alturas, con ventanas abovedadas de piedra y cristales a través de los cuales se vislumbraba una escalera redonda de caracol. Un primer tejadillo, con tres puntas afiladas, daba paso a una última altura: una especie de habitación circular acristalada de grandes dimensiones. Krebs supuso que ese debía de ser el despacho del viejo Winkler que el coronel Heffner había mencionado en su relato. Sobre este se elevaba la cúpula, en forma de bulba. En la base de la torre había otra puerta, de madera, que contaba con una aldaba con la cabeza de un caballo como llamador.
Situado a sus espaldas, el teniente Hanke rompió el silencio diciendo:
—Fantasmagórica, ¿verdad?
—No podía haber elegido una palabra mejor —le contestó Krebs, sin apartar la mirada de la casa.
—Pues espere a ver el interior, mi capitán.
Dicho esto, caminó hacia la escalinata de piedra con la cizalla entre sus manos. La puerta principal, igual que la anterior, también había sido sellada con cadenas.
Olfateó a su alrededor, aunque pudiera parecer sorprendente, continuaba habiendo un molesto hedor a animal muerto. Distinguió el pequeño sendero que descendía hacia los establos, pero se encaminó hacia el árbol desnudo en el centro de la plazoleta. Lo estuvo observando con detenimiento mientras, sin saber por qué, se preguntó si ese viejo roble podía tener algo que ver con esa frase que los sargentos Dassler y Hoffmann decían que había salido de la boca de la niña Winkler y que, después, el propio Von Salbach aseguraba haber escuchado al capitán Rauschning: «Ella ha salido del árbol». ¿Podía referirse a ese árbol? Pero, si era así, ¿quién era «Ella»? Sí, Krebs ya se había hecho esa pregunta antes. Pero un hombre como él confíaba en su instinto y, desde el primer momento, tenía el pálpito de que esa frase era importante para el caso. Si es que alguna vez esa frase se había dicho, claro. Su racionalidad podía indicarle que no, pero en ese momento su racionalidad estaba maltrecha tras lo sucedido la tarde anterior en la caserna del 43 Regimiento de Infantería.
Tal como el propio teniente Hanke le había informado la mañana anterior, la tierra bajo el viejo roble estaba removida. Habían concluido que ese podía haber sido el lugar de enterramiento de las muñecas, tal como se desprendía de la descripción que de ellas habían hecho Dassler y Hoffmann, un punto en el que ambos coincidieron. En ese momento se giró hacia Hanke, que continuaba peleando con las cadenas que blindaban la puerta, para gritarle:
—¡Teniente! ¿Dónde están las muñecas?
—Ah, las dejamos ahí, dentro de ese arcón.
Hanke señaló una gran caja de madera de color oscuro que estaba en un lado del cobertizo, bajo la gran arcada. Se encaminó hacia allí.
La caja, el arcón como lo había definido Hanke, estaba timbrada con el águila del Reich en un lateral y con las runas de las SS, en el frontal. Abrió la tapa y se encontró, a simple vista, con el cuerpo desnudo de unas cincuenta muñecas que todavía tenían un trozo de soga atada al cuello. Cogí dos de ellas: una muñeca de porcelana de cabellos rubios y otra de goma. La soga era del tipo que tendría cualquier hacienda rural que contara con establos. Con la uña del dedo anular, rascó uno de los cascarones de tierra que portaba el cuerpo de la muñeca de porcelana. Lo olfateó y comprobó que era una tierra muy seca, de la que había desaparecido todo atisbo de humedad. Era fácil deducir que las muñecas habían estado enterradas mucho tiempo, casi con total seguridad, bajo el viejo roble. Pero ¿por qué? Era indudable que todas esas muñecas, algunas de incuestionable valor económico, pertenecían a la colección de Annelies Winkler. ¿Quién las había enterrado? ¿Y quién y por qué las había colgado después de las ramas de ese árbol? Como le había relatado el coronel Heffner, a las dos muñecas que tenía en la mano les habían extraído el ojo izquierdo. Y, echando un simple vistazo, comprobó que al resto también. Su mirada se perdió en el horizonte y solo la voz del teniente Hanke impidió que, de nuevo, el recuerdo de una niña sin ojos aflorara en el interior de su cabeza.
—Mi capitán, ya podemos entrar en la casa.
Krebs y Hanke permanecieron en el interior de la mansión unas tres horas. Aunque bien es cierto que, de ese tiempo, casi media hora la perdieron en el vestíbulo del salón principal, el lugar donde habían encontrado a Annelies Winkler y al capitán Rauschning. Nada más entrar, Krebs se dirigió al escudo de armas prusiano situado casi detrás de la puerta. Efectivamente, quedaban cuatro hachas en el escudo y el hueco vacío de una quinta, la que portaba en sus manos la niña Winkler y con la que, con casi total seguridad, fueron asesinados y mutilados Sophie Winkler y Wolfgang Beck. Tenía la certidumbre de que los asesinos habían cometido primero los crímenes de la casa, porque dar muerte a los caballos en los establos de la yeguada habría provocado tal algarabía que hubiera puesto en alerta al matrimonio Winkler y a su hija. Seguramente, tras asesinar al matrimonio con una de esas hachas prusianas, bien por descuido o deliberadamente, la habían dejado en el suelo del vestíbulo, donde posiblemente Annelies la había recogido para protegerse mientras escuchaba la carnicería que se estaba cometiendo en los establos. Por lo tanto, las armas con las que habían dado muerte a los caballos, para descuartizarlos después, estaban desaparecidas. Estaba a punto de decirle al teniente que tendrían que volver a peinar la yeguada y los terrenos adyacentes en busca de esas armas, cuando este encendió la luz y su mirada se desvió al techo del gran salón.
—¡Santo Dios! ¿Qué es eso?
El teniente Hanke sonrió, antes de encoger los hombros y decir:
—Es impresionante, ¿verdad?
Un gigantesco fresco con más de sesenta figuras cubría todo el techo del salón. Krebs comprendió entonces la frase del teniente Hanke cuando dijo: «Pues espere a ver el interior».
Era una imagen apocalíptica, compuesta por figuras de indudables connotaciones de la mitología nórdica, bajo delirantes cielos teñidos de colores rojo y negro.
—Uno de los agentes de Königsberg la definió como la «capilla Sixtina de los héroes germanos». No sé, sabemos que se refiere a algún pasaje de las viejas Eddas, pero desconocemos su significado.
Reinhard Krebs caminó lentamente hasta el centro del salón sin apartar la mirada de ese fresco, se detuvo y giró sobre sí mismo para poder tener una imagen completa de ese prodigio pictórico.
—Pues tendremos que encontrar a alguien que sepa interpretar esto, teniente. Y que conozca su significado.
—Es posible que pueda encontrar algo en la biblioteca del viejo Winkler, se encuentra en la cúpula de la torre. Tenía cientos de libros sobre herencia ancestral, algo que es normal, en la Orden Germánica le daban mucha importancia a esas cosas. En un armario encontramos dos o tres libros muy viejos, libros deteriorados, que contienen láminas del fresco del techo del salón de Hércules del palacio de Versalles. Es posible que el viejo se inspirara en esos frescos para hacer esto. O quizá lo vio durante alguno de sus viajes; como descubrirá, el viejo Winkler viajó mucho durante su juventud. Tiene cientos de fotografías en álbumes, perfectamente ordenadas, documentadas y fechadas, de sus viajes por Jutlandia, Noruega o Islandia. Ya lo verá, mi capitán, casi todas las fotografías están tomadas en excavaciones de viejos túmulos funerarios vikingos.
Hicieron un minucioso recorrido por el resto de las habitaciones de la casa, aunque Krebs lo hizo bajo el impacto que le había causado ese desasosegante fresco del techo del salón. En todo momento, el teniente Hanke le explicaba los pasos que habían dado durante la primera investigación, señalándole aquellos lugares donde habían descubierto algún detalle que podía ser interesante. La habitación del matrimonio permanecía casi tal y como la encontraron, las sábanas de la cama revueltas y las manchas de sangre que se extendían por estas, las paredes y el suelo. En un baño contiguo se encontraba la bañera de porcelana, también cubierta de sangre seca, donde había sido asesinada Sophie Winkler. La idea de que fueron varios hombres los que cometieron ese sádico crimen se acrecentó para Krebs en ese momento. Resultaba lógico pensar que el matrimonio había sido sorprendido esa noche y que alguien había retenido a uno de los dos cónyuges mientras asesinaban al otro. Sin embargo, había dos detalles que hasta ese momento no le habían sido comunicados y que dejaban abiertas dos incógnitas inquietantes. La primera estaba precisamente en el cuarto de aseo contiguo al dormitorio. Más concretamente, en el techo. Eran techos muy altos y, por mucho que la sangre hubiera salpicado al cometerse las mutilaciones de Sophie Winkler, resultaba imposible que hubiera alcanzado el techo. Y sin embargo, allí estaban: unos extraños y desiguales rastros de sangre en el techo del baño. Reinhard Krebs los estuvo observando durante un rato, para acabar por preguntar al teniente:
—¿Y esos rastros de sangre? ¿Puede explicarme cómo ha llegado esa sangre al techo, teniente?
—No pudo llegar de ninguna manera, es imposible, mi capitán. La altura del techo…, ya lo pensamos cuando los vimos…
—¿Y por qué no se reflejó en el informe, teniente?
—No lo sé, mi capitán. Yo no redacté el informe, eso se hizo en Königsberg.
El tono de su voz sonó molesto. Krebs supuso que Hanke sentía que no confiaba en su profesionalidad.
—Pues alguien hizo aquí algo mal, teniente. Tendré que hablar con el coronel Heffner.
El segundo de esos descubrimientos inquietantes sucedió en la habitación de la niña. No había nada anormal en esa habitación, la típica de una niña de diez años de clase pudiente, a no ser por un detalle que a Krebs le pareció desconcertante. Su cama. Era una cama tipo Imperio con cuatro columnas de madera, recubiertas por terciopelo de color azul turquesa y cordoncillos dorados, a juego con la colcha del mismo color. Y ese era precisamente el problema. La cama estaba impoluta, perfectamente hecha.
—¿Alguien hizo la cama de la niña, teniente?
—¡No, por supuesto! Todo está como lo encontramos, mi capitán.
—¿Entonces? ¿Por qué la cama estaba hecha? Teniente Hanke, todo parece indicar que el asesinato se cometió a primeras horas de la noche. El señor Beck estaba desnudo en la cama de su dormitorio y la señora Winkler en su bañera. ¿Y la niña? Porque si su cama estaba hecha, ¿dónde estaba la niña? ¿Por qué a esas horas no estaba acostada en su cama?
—No lo sé, mi capitán —contestó Hanke, agachando la cabeza, mientras daba vueltas con sus manos a su gorra de plato.
—Eso tampoco estaba en el informe, teniente. ¿Por qué ese detalle relevante no estaba en el informe?
Esta vez, el teniente Hanke se limitó a encoger los hombros y mirar hacia uno de los delicados muebles de la habitación de Annelies Winkler.
—Alguien hizo otra cosa mal, teniente.
Volver a repetirle esa frase causó una mayor intranquilidad en Hanke. Ya no era el hombre jovial que lo recogiera esa mañana en el hotel Dessauer Hof. Ahora, el tinte de su rostro resultaba ceniciento.
Registraron meticulosamente el resto de habitaciones de la mansión, sin encontrar en ninguna de ellas nada relevante. Reinhard Krebs pasó casi tres cuartos de hora registrando el despacho biblioteca que había pertenecido a Aloise Winkler. Mientras lo hacía, envió al teniente al despacho del señor Beck. Quería que recogiera todos los documentos de este para llevarlos a la Jefatura local y que fueran estudiados con detenimiento, por si se encontrasen en ellos algo que pudiera ser importante de cara a la investigación. Krebs, por su parte, cogió del despacho del viejo los álbumes que contenían las fotografías de los viajes de Aloise Winkler, así como tres o cuatro libros sobre herencia ancestral que pensaba revisar esa noche en el hotel. Fiel a su filosofía cuando trabajaba en un caso, a una noche de descanso le seguía otra de vigilia. Se sorprendió de que casi todos los libros estuvieran dedicados en una letra gótica antigua, casi ilegible, aunque la firma si que era reconocible: R. J. Von Kluge. Otro nombre a investigar.
Metieron todo en dos maletines negros que encontraron en una de las habitaciones, sabiendo que a sus dueños no les iba a importar ese pequeño hurto. Durante otros quince minutos paseó por el vestíbulo del salón contemplando esos frescos de su techo. A esas alturas ya había pensado en solicitar a la jefatura de Berlín que le enviaran a algun experto de la Oficina de la Herencia Ancestral, aunque acontecimientos posteriores evitaron que esto sucediera.
Cuando salieron al cobertizo bajo los soportales comenzaba a llover de nuevo.
—¿Quiere ver los establos, mi capitán?
—¡Por supuesto, teniente!
—Es por coger el paraguas, lo tengo en el coche…
—No hace falta, no llueve tanto —le dijo, mientras descendía por la escalinata de piedra.
Reinhard Krebs caminó de un lado para otro del aula vacía, pasando la mano ocasionalmente por alguno de los pupitres y recordando su propia escuela de Hamburgo. Era un pensamiento que quería evitar, porque el recuerdo de su vieja escuela de la Schillerstrasse le traía irremediablemente a la cabeza la visión de la niña que se sentaba delante de él. Esa bonita niña morena de ojos claros, que le sonreía de manera pícara, mientras se pasaban pequeños papelitos en los que planificaban sus nuevas travesuras. Esa niña que decía ser su novia y con la que en más de una ocasión, sentados en sus columpios favoritos del parque, hicieron futuros planes de boda. Krebs supuso que aquellos años de su infancia junto a Irene Volkenrath podían considerarse los mejores de su vida. Todo hasta que aquel degenerado, aquel malnacido, aquel enfermo demente llamado Dieter Vögel se cruzase en su camino una tarde de verano, para después violarla hasta la muerte, romperle la mandíbula y arrancarle los ojos en una caseta abandonada junto a las vías del tren.
De pronto, Reinhard Krebs se sintió cansado, muy cansado. Solo llevaba dos días con esa investigación y, sin embargo, parecía que hubieran pasado semanas. Se sentó en uno de los pupitres y paseó la mirada por el aula, intentando apartar una vez más esos pensamientos de su cabeza sobre Irene Volkenrath. Sus ojos se deslizaron por el retrato del Führer que presidía el aula, encima de una gran pizarra mal borrada, donde aún eran visibles los restos de una clase de álgebra que se había impartido a los alumnos. Las paredes estaban repletas de las habituales consignas a la patria, al Führer y al Partido, como en tantas y tantas aulas de Alemania. Los dirigentes se sucedían, pero sus fotografías permanecían en lo alto de las paredes de los colegios, siempre encima de la pizarra. Volvió a recordar su época en la escuela de Hamburgo, y la fotografía del viejo káiser que los observaba día tras día y con la que solía abstraerse durante las interminables y tediosas clases de Herr Brandt.
En una de las paredes distinguió un cuadro que contenía una fotografía de todos los alumnos, reunidos en torno a los pupitres. Se incorporó y caminó hacia él.
Eran unos treinta, veinte chicos y diez chicas. Todos vestían con los uniformes del Deutsche Jungvolk y de la Jungmädel Bund. Una leyenda decía: Schulgebäude Insterburg. Schuljahr 1938-1939. Ese era el último curso escolar que Annelies Winkler había acudido a la escuela. Pero no hizo falta ese dato para acercarse más a la fotografía y buscarla; la encantadora mirada de Annelies Winkler lo encontró a él. Allí estaba, sentada junto a otra niña en uno de los pupitres de ese mismo aula. Sus manos cruzadas sobre la mesa, su cabeza ligeramente ladeada. Sus ojos reflejaban la insoportable desazón del ausente. Estaba allí, pero allí no estaba. Seguramente estaba muy lejos, vagando, su mente vagaba por mundos lejanos, muy al contrario que el resto de los niños, concentrados en mostrar su más luminosa sonrisa al objetivo fotográfico. Solo la niña morena sentada a su lado parecía tan ausente como ella, aunque eso sí, su mente no vagaba por universos extraños. Sus pensamientos parecían estar centrados en Annelies, a la que miraba con unos ojos que delataban una mezcla entre la admiración devota y el miedo. Le intrigó la mirada de esa niña desconocida y la anotó inmediatamente en su libreta mental. Volvió a concentrar la mirada en la dulce y desconcertante Annelies Winkler.
A los muchos misterios del trágico suceso de la yeguada, se sumaba ahora el hecho de que la cama de esa niña estuviera hecha, como si ella no se hubiera acostado esa noche en que la muerte se cernió sobre su casa. El informe del doctor Alexander Klingsberg del Instituto de Anatomía Forense de Königsberg, adonde habían trasladado los cadáveres de Sophie Winkler y Wolfgang Beck, junto algunos de los restos de los caballos descuartizados, había concluido tras hacer las autopsias y las necropsias correspondientes, que la matanza de la yeguada Winkler se había cometido entre ocho y diez horas antes de que el capitán Rauschning y sus hombres se hubieran acercado a la hacienda. De acuerdo con la declaración de los sargentos Dassler y Hoffmann, ellos habían llegado a la yeguada junto al desfiladero sobre las ocho de la mañana. Con ese dato era sencillo concluir que la carnicería se había cometido entre las diez y las doce de la noche del día anterior. A esas horas, una niña de diez años debía de llevar ya no menos de dos horas acostada. ¿Y la cama estaba sin deshacer?
Reinhard Krebs acercó sus labios al cristal que cubría la fotografía y, como si pudiera escucharle, le preguntó en voz muy baja:
—¿Dónde estabas, Annelies? ¿Dónde estabas esa noche?
Por supuesto, la niña de la fotografía no le contestó. Intentó penetrar en ella, como si su mente fuera capaz de atravesar el vidrio y la celulosa de la película fotográfica y adentrarse en el interior de la cabeza de esa niña tendida sobre la cama de la clínica de mujeres de Insterburg, para de esta manera, extraerle sus secretos. Porque en Reinhard Krebs, en ese mismo momento, empezó a habitar la certidumbre de que Annelies Winkler guardaba secretos en su interior que, posiblemente, no podía compartir con el resto de los mortales. Eso es lo que desprendían sus ojos en esa mirada ausente que mostraba en la fotografía grupal. Sí, podría recordarlo muy bien. Si Krebs hubiese tenido que fechar los principales momentos de esta historia, sería en ese preciso momento cuando empezó a sospechar que tras los secretos que envolvían la mente de Annelies Winkler podían esconderse las claves de la investigación. Lo podría recordar tan bien, con tanta claridad, porque mientras pensaba en todo esto, un joven coro de voces mixtas entonaba en un aula contigua la bonita melodía del Schlesierlied:
Kehr ich einst zur Heimat wieder,
Früh am Morgen, wenn die Sonn´ aufgeht…
Eso sucedió solo unos segundos antes de que la puerta del aula se abriera, y una encantadora voz femenina exclamara:
—Heil Hitler!
Era la persona a la que estaba esperando. Aunque debía reconocer que era mucho más joven y atractiva de lo que esperaba. Krebs pensaba encontrarse con una de esas feas y aburridas maestras de pueblo.
Correspondió a su saludo y caminó hacia ella. Era rubia, con un bonito y moderno corte de pelo ondulado. Su vestimenta no le hacía justicia. Una blusa blanca de cuello alto, con un lacito negro alrededor del cuello, y una falda larga, demasiado larga, de color gris, aunque eso si, estilizaba su delgada figura. Bajo el brazo llevaba una carpeta voluminosa repleta de documentos.
—¿Es usted el capitán Krebs? Alfred, el ordenanza, me ha dicho que me estaba esperando…
—Sí, soy Reinhard Krebs, de la Policía Criminal de Berlín. Estoy en Insterburg investigando el asesinato de los padres de una de sus alumnas, Annelies Winkler. Usted debe de ser la señorita Heisenberg, su profesora.
—Sí, aunque no sé si le han explicado que Annelies llevaba un año sin acudir a la escuela.
—Lo sé, señorita Heisenberg, precisamente esa era una de las cuestiones de las que quería hablarle.
La joven dejó la carpeta sobre la mesa desde la que impartía sus clases, se sentó tras ella y le invitó a que se sentara en otra silla, que había colocado frente a ella.
—Antes de nada me gustaría que me disculpara por mi tardanza, estaba impartiendo una clase de identidad y espíritu nacional a los niños. Mire, aquí he traído todos los expedientes de Annelies Winkler, por si quería echarles un vistazo.
La conversación se extendió durante más de media hora, donde la señorita Heisenberg le puso al corriente tanto del comportamiento académico como personal de Annelies Winkler. Hacía cuatro años que era su maestra, desde que la niña llegó al centro a la edad de seis años. La señorita Heisenberg le confesó que Annelies era una de sus mejores alumnas, por no decir la mejor. Sus notas eran excelentes, destacando sobre todo en cálculo, caligrafía y tareas domésticas. Su comportamiento era exquisito, aunque le reconoció que su carácter era complicado. Una niña excesivamente callada, la profesora le comunicó que tuvo muchos problemas para entablar relaciones con el resto de sus compañeros. Le explicó que en todos esos años solo tuvo una amiga.
—Le diré la verdad, capitán, muchos de sus compañeros parecían tenerle miedo. No sé por qué, quizá influía la figura de su abuelo y de su padre, personas muy respetadas y temidas en la ciudad, pero todos los niños y las niñas de la clase solían rehuir su compañía, a lo que tampoco ayudaba su carácter arisco. Yo hice todo lo posible por incluirla en el grupo: juegos, trabajos conjuntos… pero nada surtió efecto. Annelies participaba activamente en las clases, cuando yo preguntaba algo, siempre era la primera en levantar la mano. Pero en todo lo demás, vivía como recluida dentro de ella misma. No sé si puede comprenderme, capitán…
—Sí, la entiendo perfectamente, señorita Heisenberg, se explica usted muy bien. He visto en esa fotografía que tienen colgada en la pared que compartía el pupitre con una niña. Antes ha dicho que solo tenía una amiga. ¿Se trata de esa niña de la fotografía?
—Sí, Merlies Buchmann. Ella era su única amiga en la escuela. Quizá tuviera que ver que su padre tiene un alto cargo en el Partido, lo mismo que tenía el señor Beck. Josef Buchmann era una de las pocas personas de Insterburg que visitaba con frecuencia la yeguada de los Winkler, es posible que las niñas se conocieran allí, no puedo confirmarle ese extremo. Lo cierto es que Merlies y Annelies estaban todo el tiempo juntas, tanto aquí en la escuela como cuando desarrollaban sus actividades en la Liga de Muchachas Alemanas. El año pasado, los padres de Annelies no le permitieron ir a una acampada con el resto de las chicas. Ya sabe usted que esos campamentos son obligatorios. Pero los padres de Annelies adujeron que la niña estaba indispuesta y, por supuesto, se hizo una excepción al ser la hija del señor Beck. Curiosamente la niña Buchmann tampoco acudió a esa acampada: dos días antes de que empezara, su padre nos informó que la niña padecía el sarampión.
—¿Podría hablar con esa niña, con Merlies Buchmann?
—Sí, supongo que sí. Cuando terminemos de hablar, podría ir a buscarla. Pero por favor, no la…
—No se preocupe, señorita Heisenberg, soy policía, sé tratar con los niños. Me gustaría hacerle una pregunta. ¿Por qué se ausentó Annelies Winkler este año de la escuela?
—Mire, al principio del curso, el señor Beck y la señora Winkler acudieron al colegio. Estuvieron hablando con el director y le informaron que Annelies no acudiría en todo el curso a la escuela. Le dijeron que la niña estaba enferma, que la habían llevado a un médico de Königsberg y que les había recomendado que guardara reposo. Después, la señora Winkler me buscó y habló conmigo. Me dijo que no me preocupara, que ella misma se encargaría de que la niña siguiera estudiando en su casa. Yo no quise llevarle la contraria y le dije que me parecía bien. Es posible que no lo entienda, pero Sophie Winkler era una mujer que intimidaba. Siempre tan elegante, tan distinguida. Y tan firme en sus creencias y convicciones. Cómo le diría, Sophie Winkler parecía estar un escalón por encima de todas las demás personas que he conocido. Cuando caminaba por las calles de la ciudad, todo el mundo se apartaba a su paso. Todos los hombres admiraban su belleza y su inteligencia, y todas las mujeres temían su poder. Nadie quería contradecirla.
Había aparecido algo nuevo, un dato que hasta ese momento no tenían: la familia Winkler había llevado a la niña a un médico de Königsberg. No había visto ese detalle en ninguno de los informes que había leído sobre el caso. En ese momento Krebs pensó que tenía que poner a Hanke a seguir esa pista inmediatamente.
—¿Entonces usted ya no hizo nada más? Quiero decir, era su profesora. ¿No se interesó por la niña? ¿No fue a visitarla?
Hubo un instante de titubeo en el rostro firme de la señorita Heisenberg. Luego se llevó la mano al lacito que decoraba su cuello, antes de contestar:
—Sí, sí que me preocupé, capitán. Como usted ha dicho, Annelies era mi alumna y yo me acerqué dos veces a la yeguada a visitarla. No recibí un buen trato, capitán. En ninguna de las dos ocasiones se me permitió atravesar la puerta de entrada de la casa. La señora Winkler me comunicó que Annelies continuaba igual y que no podía recibir visitas. En la segunda ocasión fue peor, me dijo que no volviera a molestarles nunca más. Y que la niña solo regresaría a la escuela cuando estuviera completamente recuperada.
—Entiendo. ¿Y no tuvo miedo de ir hasta la yeguada? Ya sabe, todas esas cosas que se hablan en la ciudad… sobre el diablo.
El rostro de la señorita Heisenberg adquirió un tono de extrañeza.
—¿El diablo? ¿Quién habla en la ciudad sobre el diablo? Yo no he oído nada referente al diablo, capitán Krebs. Es la primera vez que lo escucho.
En ese momento a Krebs le hubiera gustado tener el poder de un director de orquesta para que, con un solo movimiento de sus manos, todos los sonidos que los rodeaban se hubieran detenido. Estaba convencido, que solo habría un sonido al que hubiera sido imposible detener: el sonido del palpitar del corazón de la señorita Heisenberg.
De manera atropellada se levantó.
—Si no tiene nada más que preguntarme, capitán, las niñas me están esperando para la clase de tareas domésticas…
—No, solo una cosa más, señorita Heisenberg. ¿Hay aquí en la escuela algún profesor que tenga conocimientos de Historia Antigua y tradiciones germánicas?
La pregunta volvió a sorprender a la señorita Heisenberg, su rostro se veía aún más atribulado. Recomponiéndose con clase y elegancia, le contestó:
—No, aquí en la escuela no, pero conozco a un profesor que sí podría ayudarle. Imparte clases en el colegio Herbert Norkus. Creo recordar que la Historia Antigua y los mitos germánicos son su especialidad.
Del bolsillo interior del abrigo sacó una pequeña libreta y su pluma estilográfica.
—Si es tan amable de darme su nombre, señorita Heisenberg.
—Si, claro. Se llama Hass, doktor Markus Hass.
Anotó el nombre. Krebs observó que la señorita Heisenberg tragó dos veces saliva, mientras sus ojos se movían con velocidad de la pequeña libreta a su rostro.
—Gracias. Y ahora si no le importa, me gustaría hablar un momento con la amiga de Annelies Winkler.
—Sí, claro. Ahora mismo le digo que venga.
Hizo un gesto con su cabeza, que Krebs correspondió, bajó la mirada y caminó hacia la puerta. Abandonó el aula casi sin hacer ruido al cerrarla. Mientras Krebs caminaba de nuevo hacia la fotografía de la pared, escuchó los pasos de la señorita Heisenberg alejándose por el largo pasillo. Iba muy deprisa. Como si el diablo caminara detrás de ella pisándole los talones.
Merlies Buchmann solo tardó unos pocos minutos en acudir al aula. Entró con la mirada clavada en sus zapatos y las manos sujetando las correas de su cartera escolar de color marrón que colgaba en su espalda. Muy nerviosa, posiblemente impresionada por el uniforme y por el aspecto de Krebs, dudó en si hacer el saludo o presentarse, a lo que él la ayudó haciéndole un gesto con la mano.
—Soy Merlies Buchmann, capitán Krebs. La señorita Heisenberg me ha dicho que quería usted hablar conmigo.
—Sí, Merlies, pasa y acércate. Me gustaría hablar un momento contigo.
Merlies Buchmann no tenía nada que ver con Annelies Winkler. Era una niña alta para su edad, poco agraciada, aunque el aspecto de su rostro resultaba vivaracho. Su pelo negro era bonito, pero la niña lo llevaba recogido en dos coletas Gretchen que colgaban sobre su pecho. Llevar el uniforme de la Jungmädel tampoco le favorecía demasiado.
Krebs ocupó la silla tras la mesa donde anteriormente se había sentado la señorita Heisenberg e invitó a la niña, con un gesto de la mano, a que se acomodara en la silla que anteriormente ocupara él. Mientras se deshacía de su cartera escolar, le lanzó varias miradas curiosas, antes de preguntarle:
—¿Es usted el policía que ha venido de Berlín para capturar a los hombres que le hicieron eso a los padres de Annelies?
—Sí, Merlies, yo soy ese policía.
—¿Y los va a coger, capitán?
—¡Claro! ¡Claro que los voy a coger! No creerás que he venido de tan lejos para no hacerlo.
El rostro de la niña se entristeció de manera repentina. Era como si una cortina negra hubiera descendido sobre ella.
—¿Y Annelies? ¿Cómo está Annelies?
En ese momento Krebs fue consciente de algo. Resultaba extraño que la señorita Heisenberg no le hubiera preguntado en ningún momento por el estado en el que se encontraba Annelies Winkler. Aunque claro, por otro lado, Insterburg era una ciudad pequeña donde todo el mundo se conocía. Supuso que, pese a todos los intentos de aislarla en la Frauenklinik, las noticias sobre el estado en que se encontraba la niña Winkler correrían por el pueblo. Como diría el teniente Hanke: «Alguien conoce a alguien…».
—Bien, Annelies se encuentra mejor. Todavía está muy débil y la recuperación será lenta, pero ya verás como pronto vuelve a la escuela.
—¡Bien! ¡Tengo unas ganas locas de volver a verla! Ella es mi mejor amiga. Sabe, todas las noches le pido al Führer por ella. Igual que él protege a Alemania de nuestros enemigos y de la gente que nos quiere hacer daño, sus pensamientos estarán también con Annelies y con los niños que sufren, así nos lo dijo la señorita Heisenberg. Para el Führer los niños somos muy importantes, por eso él siempre vela por nosotros.
Krebs sonrió al ver con sus propios ojos la fuerte convicción que para ella transmitían esas palabras. Los ojos de la niña se habían abierto como platos mientras hablaba.
—Me has dicho que Annelies era tu mejor amiga. ¿Cuándo la conociste?
—Hace mucho tiempo, cuando teníamos cinco años o así. Mi padre es fotógrafo, y solíamos ir muchos días a la yeguada a fotografiar los caballos de los señores Winkler. Sabe, a mí me gustan mucho los caballos. Siento mucho que esos hombres malvados les hayan hecho daño.
Era curioso, Krebs relacionó otra diferencia de su encuentro con la señorita Heisenberg: mientras que con esa niña estaban hablando de Annelies en presente, toda la conversación con su profesora transcurrió en pasado. Como si Annelies Winkler ya hubiera muerto.
—Supongo que a Annelies también le gustarán mucho los caballos, ¿verdad?
—No, a Annelies no le gustan nada los caballos. Los odia. Yo creo que les tiene un poco de miedo. Mi padre me dijo que no sabía bien el porqué, los caballos siempre se ponían muy nerviosos cuando veían a Annelies. De hecho, el señor Beck le había prohibido que entrara en los establos, y ella siempre andaba jugando por otras partes de la hacienda. Cuando sacaban a los caballos a la zona de doma, el señor Beck siempre se aseguraba que Annelies estuviera dentro de la casa, a poder ser en su habitación.
Esa parte del relato le causó a Krebs un gran estupor. Por un momento se quedó bloqueado, hasta era posible que la niña lo hubiera notado. Era algo que no se esperaba. Empezaba a darse cuenta que esa investigación se complicaba con cada paso que daba. Si la niña Winkler no tenía el permiso de su padre para visitar los establos, ¿cómo era posible que el equipo de dactiloscopia de la Gestapo hubiera encontrado huellas suyas en ese lugar? Otra incógnita que sumar a las muchas que en aquellas últimas horas se estaban abriendo.
—Sé que tú eras su mejor amiga pero, aparte de ti, ¿tiene Annelies más amigas?
La niña hizo un movimiento extraño. Se echó hacia detrás en la silla, torsionando su cuerpo, al mismo tiempo que desviaba la mirada en derredor, como si temiera que alguien los estuviera escuchando. Antes de contestar se mordió el labio.
—No, yo soy su única amiga.
—¿Estás segura, Merlies?
Otra vez el mismo gesto. La niña estaba mintiendo.
—Sí, estoy segura…
—Merlies, yo soy un policía y tienes que contarme la verdad. Si quieres que atrape a los hombres malvados que hicieron daño a los padres de Annelies, tienes que ayudarme. Además, creo que tu amiga mejoraría si me ayudaras a capturar a esos hombres. Ella tiene mucha confianza en mí, y necesita saber quién le hizo esas cosas horribles a su familia. Pero para eso tienes que contarme toda la verdad.
—Pero es que es un secreto, capitán. Le juré a Annelies que nunca se lo contaría a nadie. Estaría rompiendo el juramento.
—Sí, eso es cierto. Pero lo harías por ella. Lo harías para que ella se reponga, se ponga buena y pueda volver contigo a la escuela.
Inconscientemente, la niña se llevó el dedo índice a la boca, mientras sus ojos volvían a mirar en derredor. Se lo estaba pensando. Krebs tamborileó con sus dedos sobre la mesa y, como si se tratara de un imán, los ojos de la niña Buchmann se desplazaron hacia ellos.
Merlies Buchmann se incorporó, volcando su cuerpo sobre la mesa. Acercó su boca al oído de Krebs y, en un tono de voz muy bajo, le dijo:
—Annelies tiene otra amiga. Está en la hacienda. Nunca sale de allí. Y solo ella puede verla.
—¿Una amiga imaginaria?
—No, no es imaginaria. Es real. Pero solo permite que ella la vea. Nadie más puede verla.
La historia de la niña solitaria que se crea una amiga imaginaria. Krebs ya se había enfrentado con eso en otras ocasiones.
—Y esa amiga, ¿cómo es?
—No lo sé, Annelies nunca me lo ha dicho. Ella me habla mucho de su amiga, todos los días me habla de su amiga. Pero nunca me ha querido decir cómo es.
—¿Por qué?
—Porque dice que no estoy preparada. Bueno, dice que nunca estaré preparada. Dice que si me contara como es, yo podría morir. Podría morir de miedo.
—¿Y Annelies no le tiene miedo?
—No, porque la conoce desde hace muchos años, desde que era muy pequeña. Ella le hablaba en el interior de su cabeza y dice que la estaba preparando para el día en que por fin se encontraran. Por eso, cuando al fin lo hicieron, Annelies superó el miedo y se sintió muy feliz. Pero me dijo que nunca podría hablarle a nadie de su existencia. Y nunca podría revelarme ni a mí, ni a nadie, cómo era. Porque nadie lo comprendería, y el miedo nos haría enfermar y morir.
Reinhard Krebs había pensado hacerle muchas preguntas a esa niña, pero ahora estaba desconcertado. La historia de esa amiga imaginaria había dado un giro inesperado a su visita a esa escuela.
—¿Y cuándo se encontraron, Merlies?
—Hace año y medio. Poco antes de que cayera enferma y dejara de venir a la escuela.
Ahora fue Krebs quien se recostó en la silla. ¿Podría tratarse de una enfermedad mental lo que llevó al matrimonio Winkler a llevar a su hija a ese médico de Königsberg? Era imprescindible que el teniente Hanke viajara a la capital de Prusia Oriental al día siguiente y localizara como fuera a ese médico. Por primera vez pensó en utilizar a la Gestapo en el caso. Ellos sabrían muy bien cómo poner esa ciudad patas arriba.
—Entonces, nunca te dijo si esa amiga era una niña como vosotras, o una mujer…
—No, nunca me lo contó.
—¿Y te contó si alguien de su familia sabía de su existencia?
Merlies Buchmann titubeó antes de contestar a esa pregunta. Volvió a llevarse el dedo a la boca.
—No sabría decirle, alguna vez Annelies me contó que estaba preocupada porque temía que su madre hubiera podido descubrir a su amiga. Me dijo que una noche estaba jugando con ella en la habitación, cuando de pronto entró su madre. Entonces su amiga se escondió debajo de la cama. Pero su madre, caminando muy lentamente, empezó a mirar en todas las direcciones. Annelies me contó que entonces su madre la miró fijamente y le preguntó: «¿Dónde está Ella?». Annelies le respondió que no sabía de que le hablaba, que estaba sola y que allí no había nadie. A Annelies le aterraba la idea de que sus padres pudieran descubrir a su amiga, porque pensaba que entonces su amiga se iría y que ella volvería a quedarse sola en la hacienda.
—¿Te contó Annelies a qué jugaba con su amiga?
—No, era un secreto entre las dos, no me lo podía contar. Aunque sí me dijo, que no eran cosas de niñas. Que eran otras cosas.
—¿Y tampoco te dijo su nombre?
—No, me dijo que tiene un nombre, por supuesto, porque todos tenemos un nombre. Pero nunca me lo ha dicho. Annelies siempre la llama «Ella».
—¿Y dices que vive en la hacienda? ¿Te ha dicho Annelies dónde vive esa amiga suya?
—Sí, me dijo dónde vive.
—¿Dónde vive, Merlies?
—En el árbol. En el viejo roble que hay en la explanada enfrente de su casa. En el interior de ese árbol.
—¿Y tú la creíste? ¿Creíste esa historia de la amiga que vive en el interior de un árbol, frente a su casa?
—¡Claro, cómo no la voy a creer! Ella nunca miente, capitán Krebs. Annelies Winkler no ha mentido en toda su vida. Nunca.
«Ella ha salido del árbol». «Está perdida y no sabe volver». «Ella se siente sola, muy sola».
El teniente Hanke se dio cuenta del estado de confusión en el que se encontraba porque hicieron todo el trayecto de vuelta desde la escuela al hotel en completo silencio, sin que Hanke dejara de lanzarle pequeñas miradas de soslayo. Eran las cinco de la tarde, pero ya era noche cerrada. Volvía a llover. La lluvia golpeaba con estrépito el parabrisas del DKW.
Estacionó el vehículo en la puerta del Dessauer Hof. Krebs le preguntó cómo iba el resto de las investigaciones que habían empezado, a lo que le contestó con un «Sin novedad, los chicos siguen trabajando». Le entregó la pequeña hoja de su libreta donde había anotado el nombre de ese profesor del que le había hablado la señorita Heisenberg y le ordenó:
—Mañana a primera hora vaya al colegio Herbert Norkus y busque a este hombre, el doctor Markus Hass. Después, vengan los dos al hotel y recójanme. Ese hombre es experto en Historia Antigua y mitos germanos. Nos desplazaremos los tres a la yeguada Winkler, es posible que pueda ayudarnos a resolver el significado de ese fresco del techo de la casa.
—Como usted ordene, mi capitán.
—Bien, por la tarde quiero que se traslade a Königsberg. Sospecho que Annelies Winkler padecía algún trastorno de orden psiquiátrico. Sus padres la llevaron a Königsberg para que la visitara un médico, y quiero que lo encuentre. Podrá contar con los hombres de la jefatura local de la Kripo para que le ayuden en la investigación. Quiero que visiten todas las clínicas y hospitales de la ciudad, y después, a todos los médicos que tengan consultas privadas…
—¿A todos? —replicó Hanke contrariado.
—A todos, teniente. Quiero saber a qué llevaron allí los Winkler a su hija y qué enfermedad se le diagnosticó a la niña. Una cosa más, teniente. Si alguno de esos médicos pone objeciones o invoca el derecho a la privacidad de sus pacientes, le autorizo a que eleve el caso a la Gestapo local. Ellos saben lo que tienen que hacer en ese tipo de situaciones.
Krebs estaba valorando los pequeños avances que había realizado en la investigación, mientras masticaba las deliciosas salchichas que le había servido Margarette. En ese momento creía tener claro que Annelies Winkler estaba realmente enferma, posiblemente víctima de algún desorden de tipo psiquiátrico. Esa era sin duda la conclusión a la que había llegado después de sus encuentros con la señorita Heisenberg y con Merlies Buchmann. Quizá esa enfermedad se agudizara después de que la niña asistiera al asesinato de sus padres y la matanza de los establos, hasta provocarle el estado en el que se encontraba en ese momento.
Pero persistían elementos oscuros que le preocupaban: ¿Y el capitán Rauschning? ¿Qué había provocado ese estado cercano a la catatonía que ahora presentaba? ¿Y por qué había sangre en el techo del baño donde asesinaron a Sophie Winkler? Y la cama de Annelies, ¿por qué estaba hecha? ¿Y las huellas de la niña en los establos? Si nunca los visitaba…
Continuaba pensando que podía haber sido un grupo numeroso de hombres los que cometieron ese horrible crimen, incluso era posible que repartidos en dos grupos: un grupo dentro de la casa y otro en los establos. Era seguro que Annelies había cogido entre sus manos el hacha con la que asesinaron y desmembraron a sus padres como una forma de protección. Estaba convencido que la niña se había librado de terminar igual que sus progenitores al haberse escondido tras esa columna del recibidor y no ser localizada por los asesinos. De lo que estaba seguro era que ese asesinato había sido una acción deliberada de ensañamiento contra la familia Winkler. Incluso temía que alguien en las alturas del Estado pudiera pensar que ese acto criminal hubiera sido una acción organizada por el alto cargo que el señor Beck ostentaba en el NSDAP local y, con lo cual, el caso sería trasferido a la Gestapo y él apartado del mismo. No, estaba ya demasiado involucrado en el caso Winkler como para ser apartado de él. Pero por otro lado, no podía imaginarse a esos hombres que habían allanado la morada de la familia Winkler, lanzando sangre al alto techo del baño donde asesinaron y mutilaron a Sophie Winkler, ni mucho menos haciendo la cama en la habitación de esa niña. No, eso no era posible. Por no mencionar la alusión del capitán Rauschning a sus pesadillas sobre Irene Volkenrath, algo que ese hombre era completamente imposible que conociera. Porque era algo que solo él sabía. No, todavía había tantas nubes negras en esa historia que oscurecían su ficticio cielo azul.
La historia de las muñecas podía estar relacionada con esas visiones extrañas que padecía Annelies, según su amiga, desde su más tierna infancia. Era más que probable que fuera la niña quien las enterrara bajo el árbol en el que vivía su amiga imaginaria. Pero ¿quién y por qué las había colgado de las ramas de ese viejo roble? ¿Tenía eso algún tipo de significado? ¿Era una especie de mensaje? ¿A quién iba dirigido? ¿Y los ojos? ¿Dónde estaban los ojos de Wolfgang Beck, Sophie Winkler y de las propias muñecas? Reinhard Krebs desconocía el motivo, pero en ese momento cruzó por su mente una idea macabra, a la vez que delirante. La tierra removida debajo del árbol. No recordaba haber leído en ningún informe si se había rastreado suficientemente ese lugar, ni tampoco creía que el teniente Hanke le hubiera informado de ese extremo. Pensó decirle que tendrían que hacerlo. A lo mejor la tierra bajo ese viejo roble les deparaba alguna sorpresa inesperada.
Esa historia que relacionaba en Insterburg al diablo con la familia Winkler también le inquietaba. La reacción de los lugareños ante ese asunto, tanto del teniente Hanke como de la señorita Heisenberg, resultaba muy sospechosa. Era consciente de que para comprender esa especie de leyenda tendría que regresar al origen de todo, a la historia de la propia familia. Pero en ese momento no sabía por dónde empezar. Poco podía imaginar, que esa noche sucedería algo que le abriría una puerta en ese sentido con la que no contaba en un principio.
—¿Le apetecen más salchichas, Reinhard? — le preguntó la siempre atenta y servicial Margarette.
—Sí, si no le importa, Margarette. Están deliciosas.
—Ahora mismo se las sirvo —acompañó el comentario con una bonita sonrisa, junto con un destello en sus enigmáticos ojos.
Mientras Margarette caminaba hacia la puerta que comunicaba con la cocina, sacó del bolsillo de su guerrera una de las fotografías que había extraído de uno de los álbumes de Aloise Winkler, y que esa noche tenía previsto revisar. Consideró la posibilidad de preguntar a Margarette por esa fotografía, porque en Insterburg todo el mundo parecía conocerse. Aunque claro, ni siquiera sabía si Margarette era natural de Insterburg.
Era una fotografía antigua. Estaba fechada en los últimos días del verano de 1914, durante los primeros meses de la Gran Guerra. Había sido tomada en la explanada de los establos, en la yeguada junto al desfiladero. En una de esas viejas calesas se distinguía a dos parejas: junto al hombre obeso que llevaba los estribos en sus manos, una mujer que podría ser su esposa y que no había visto en ninguna otra fotografía. La pareja que iba tras ellos sí que la conocía: vestido con el uniforme de los ejércitos del káiser, Aloise Winkler, con ese tradicional rostro pétreo con el que aparecía siempre que era fotografiado. Es posible que esa fuera una de las últimas fotografías de Aloise con vida, porque según la documentación que le aportó el comandante Heffner, el viejo murió en la primera batalla de los lagos Masurianos, en el mes de septiembre de ese mismo año. Aunque, según esos mismos informes, su cadáver nunca fue encontrado. En la fotografía, Aloise abrazaba a una hermosa y elegante dama, que ya había visto junto a él con anterioridad: Henrietta Winkler, madre de Sophie y abuela de Annelies. Pero junto a la calesa, mirando al objetivo fotográfico, había una joven morena poco agraciada, vestida con un uniforme que le otorgaba aspecto de sirvienta. Era esta mujer la que le interesaba. Podía pertenecer al servicio de la familia Winkler y, por su edad en esa fotografía, unos veinte años, dedujo que en este momento podía rondar los cuarenta. Encontrarla sería muy importante e incluso, aunque hiciera años que no trabajara en la yeguada, podía conocer los nombres de las personas que la habían sustituido, una cadena con la que poder ponerse en contacto con aquellos que vivieron el día a día de esa familia, algo que intuía podía ser muy importante para la investigación. Le resultaba extraño que la Jefatura local de la Kripo no le hubiera prestado más atención a este hecho, algo que en su momento ya reprochó al teniente Hanke y que solo era un aspecto más de una investigación que había resultado sumamente negligente.
Margarette regresó con una bandeja de plata que contenía tres salchichas. Tenía un hambre voraz, otra cosa que solía sucederle cuando se enfrentaba a un caso como ese: igual podía pasar días enteros sin probar bocado, como podía hacerlo de una manera compulsiva. Este era uno de esos días.
Mientras la joven servía en su plato las salchichas, le preguntó:
—Margarette, ¿ha nacido usted en Insterburg?
La joven pareció sorprenderse por la pregunta:
—No, soy de Wehlau. Mis padres todavía viven allí. Mi padre se llama Klaus y es carpintero. Hace años que hace trabajos para el señor Hasselbach, y fue por mediación de él por el que conseguí este empleo. Este es el cuarto año que trabajo en el hotel.
Cuatro años, bueno, no estaba mal. Cuatro años era suficiente para conocer a casi todos los habitantes de esa ciudad.
—¿Llegó a conocer a alguno de los miembros de la familia Winkler?
—No, capitán Krebs… perdone, Reinhard. Solo vi en alguna ocasión a la señora Winkler, Sophie creo que se llamaba. Era una mujer muy elegante y muy hermosa, ese tipo de mujeres que llaman la atención. En varias ocasiones la vi en compañía del señor Beck, él era muy conocido y respetado en la ciudad. Solía ofrecer un discurso todos los años en el Altmarkt, el 20 de abril, cuando celebramos el cumpleaños de nuestro Führer. Yo acudo siempre a ese acto, bueno, a decir verdad, acudimos casi toda la ciudad. A la niña no la llegué a conocer, aunque todo el mundo dice que su belleza hace honor a la de su madre. Sí que conocía a algunas personas de su servicio…
—¿Conocía al servicio de la familia Winkler?
Krebs pensó que Margarette se había dado cuenta de su estado de excitación al escuchar esas palabras, porque sonrió como si los dos hubieran hecho un gran hallazgo.
—Sí, conocí a Albert, el chófer del señor Beck. El era muy amigo del señor Hasselbach y, en ocasiones, venía aquí al hotel a comer con mi jefe. Yo les servía en el comedor privado. Hace un año que el señor Beck lo despidió, bueno, despidió a todo el servicio. Albert se marchó, creo que era de Pomerania, regresó a la granja de sus padres. También conozco a la señora Kreis, la sirvienta de la finca…
—¿La señora Kreis? ¿Quién es la señora Kreis?
—Helga Kreis. Vive en una pequeña casita en la Spritzengasse, una calleja detrás de la Luterkirche. Casi nunca sale de casa, solo para comprar o asistir a los oficios religiosos en la iglesia de San Miguel. Ella es católica. El señor Beck también la despidió el año pasado, aunque ella llevaba muchos años en la hacienda, desde que era una niña. Su madre ya había sido la cocinera del señor Winkler. Helga también es una gran cocinera, el señor Hasselbach considera que una de las mejores de esta parte de Prusia. Mi jefe fue el que habló con ella para que yo fuera a su casa y me explicara la elaboración de algunos platos que luego hemos utilizado aquí, en el hotel. El guisado que le serví anoche lleva el sello de Helga Kreis. Ella me proporcionó la receta.
Krebs supo que ese era su momento. Tenía que enseñarle la fotografía a Margarette. A lo mejor había encontrado algo realmente importante.
La colocó sobre la mesa.
—¿Puede decirme si esta joven que aparece en esta fotografía es Helga Kreis?
Margarette se inclinó sobre la mesa para observarla. Un sugerente perfume dulzón emanaba de su cuerpo.
—¡Sí, es ella! Aunque claro, mucho más joven. Ahora tiene más de cuarenta años.
—Sí, esta fotografía es de 1914. Margarette, ¿cree que podría hablar con la señora Kreis y convencerla para que tenga un encuentro conmigo?
-Podría intentarlo, pero no sé si ella accederá. Ya le digo que la señora Kreis es muy reservada, nunca sale de su casa. Además, por el pueblo corren rumores…
—¿Rumores? ¿Qué tipo de rumores?
—Verá, se dice que la señora Kreis cobra un sueldo vitalicio de la familia Winkler. La condición para cobrar ese dinero es que nunca abandone su casa y que no comente nada que tenga que ver con la familia, ni siquiera puede hacerlo en confesión. Yo no sé si es verdad, pero…
Krebs tenía que conseguir hablar con esa mujer, fuera de la manera que fuera. Pero no creía que fuera una buena idea aplicar el derecho que le otorgaban las leyes del Reich para hacerlo. No, no sería una buena idea. Tenía que conseguirlo por otros medios, y esa camarera podía servirle de mucha ayuda. Pero para eso tenía que desvelar algunas cosas.
—Mire, Margarette, me gustaría que fuera a hablar con esa tal señora Kreis y que le trasmitiera un mensaje de mi parte. Estoy en medio de una investigación muy complicada, y cualquier cosa, por pequeña e insignificante que parezca, puede conducirme a dar caza a las personas que cometieron esos horribles crímenes en la yeguada de los Winkler. Supongo que si ella sirvió tantos años a la familia, les tendrá algo de cariño, especialmente a la niña. Puede decirle que el estado de salud de Annelies Winkler no es bueno, en realidad es muy preocupante. Solo dispongo de una semana para esclarecer este asunto. Un departamento de las SS tiene previsto trasladar a la niña a otra parte del Reich, dentro de cuatro días, contando mañana. Es posible que, aunque solo sea por la niña Winkler, esa mujer acceda a encontrarse conmigo.
Esa confesión pareció causar una fuerte impresión en la bella camarera.
—Bien, lo intentaré. Mañana por la mañana iré a hablar con ella, no le prometo nada, Reinhard, pero lo intentaré…
—Inténtelo, Margarette. Es importante para la investigación.
—Lo haré. ¿Quiere que esta noche le prepare café?
—Sí, Margarette, se lo agradecería mucho.
La chica volvió a caminar hacia la cocina. De pronto se detuvo, se dio la vuelta y, con rostro preocupado, preguntó:
—Reinhard, ¿cree que podrán atrapar a esos hombres?
—Espero que sí, Margarette, para eso he venido hasta aquí.
—Sabe, aunque nadie lo dice, todo el mundo en la ciudad está muy asustado. Creíamos que el Führer iba a acabar con esas cosas, ya sabe, los robos, los asesinatos… pero lo que cuentan que pasó en la yeguada es tan terrible, tan monstruoso… Muchos pensábamos que gracias al Führer íbamos a estar a salvo, pero ahora…
Reinhard Krebs sonrió ante la ignorancia que delataban aquellas palabras de la joven. Era cierto que el crimen había descendido en el Reich desde la llegada del Führer, pero en la Jefatura en la Prinz Albrecht Strasse de Berlín tenían momentos en que estaban sobrepasados por el trabajo. Por supuesto, ellos trabajaban de espaldas al pueblo, el Ministerio de Propaganda se encargaba de taparlo todo. La pobre Margarette se habría escandalizado si le hubiera contado que, para acometer esa investigación sobre los crímenes de la yeguada Winkler, había dejado a sus compañeros indagando sobre unos asesinatos cometidos en los trenes de cercanías de Berlín. Alguien que se aprovechaba de la oscuridad y el caos que generaban las incursiones aéreas británicas sobre la ciudad para atacar y asesinar mujeres jóvenes, dejando después sus cadáveres entre los fallecidos en los bombardeos. Pero dejando también en ellas, el rastro de semen en sus medias y las marcas moradas que sus manos provocaban en el cuello de esas pobres infelices.
—Margarette, usted sabe que uno de los objetivos de nuestro Führer es eliminar la criminalidad de nuestra sociedad de manera perpetua. Pero nunca se puede estar completamente a salvo. Siempre tenemos que estar vigilantes. Por eso para el Führer es tan importante nuestro trabajo. Piénselo cuando visite mañana a la señora Kreis. Piense que estará realizando un servicio que el propio Führer podrá agradecerle.
4
Reinhard Krebs estaba tan abstraído contemplando el viejo roble frente a la mansión de los Winkler que ni siquiera fue consciente que el teniente Hanke y el profesor Hass estaban titiritando de frío mientras lo esperaban para entrar a la casa. El frío había llegado de repente a ese rincón de Prusia, en la noche, sin hacer ruido, con el silencio que lo caracteriza. El termómetro había descendido en las últimas horas entre siete y diez grados. De la mano del frío llegó la niebla. Una niebla que esa mañana de noviembre era tan espesa que, más allá del roble, era imposible distinguir el camino que descendía hasta los establos y el corredor arbolado que conducía a la puerta de la hacienda.
Ese era el árbol del que le había hablado Merlies Buchmann, el lugar en el que habitaba esa amiga imaginaria que solo existía en la cabeza de Annelies Winkler. Ahora para él sería fácil decirlo, pero la verdad es que ese árbol desprendía un aura ominosa que cautivaba a aquel que lo observaba. No era complicado imaginar que pudiera existir algo en ese viejo roble que podría convertirlo en mágico a los ojos de una niña de diez años, una niña tan sugestionable como fantasiosa. Una niña enferma que vivía sola en esa enorme hacienda, con la única compañía de sus padres y de todos esos caballos a los que odiaba, posiblemente producto de su propio miedo. Una niña aislada del mundo en ese lugar apartado, hermético, fruto de leyendas engordadas por la ignorancia de unos lugareños demasiado anclados en los mitos del pasado. Este último pensamiento era algo que Reinhard Krebs terminaría descubriendo esa misma mañana.
Los ojos de Krebs se fijaron en la tierra removida bajo el árbol, el lugar donde Annelies Winkler, siempre presumiblemente, había enterrado a sus muñecas. Abrió la boca para decir algo, el vaho afloró de ella como si se tratara del humo que emana después de darle una larga calada a un pitillo, pero volvió a cerrarla al cambiar de idea sobre lo que iba a decir. Esa mañana, cuando el teniente se acercó a recogerlo al hotel en compañía de ese profesor experto en herencia ancestral y viejos mitos, habían concluido celebrar al mediodía una reunión en la Jefatura local de la Kripo con los otros cuatro agentes que estaban trabajando en el caso, porque esa misma tarde el teniente Hanke partía para Königsberg. Sería un buen momento para compulsar los avances que habían conseguido, si es que habían conseguido alguno, y planificar nuevas líneas de investigación. Uno de esos nuevos objetivos era aquello que iba a decir: ordenar que volviera a rastrearse, incluso si era necesario cavar en la tierra removida bajo el viejo roble. No sabía bien por qué, pero continuaba teniendo el pálpito que ese lugar podía guardar alguna que otra sorpresa. Decidió celebrar esa reunión para dar tiempo a que Margarette hablara con la señora Kreis. Si conseguía ese encuentro con la antigua sirvienta de la familia, podría empezar aquello que más le interesaba en ese momento: indagar en los secretos de la familia Winkler. Y mientras tanto, tendría a los chicos trabajando sobre pistas concretas.
Se giró y caminó hacia los dos hombres que lo esperaban ante la puerta de la casa. El profesor Markus Hass parecía nervioso, era normal, no todos los días tienes que acompañar en una investigación a dos agentes de la Kripo. Markus Hass era uno de esos hombres cuyo aspecto delataba su profesión. Bajo, tirando a regordete, pese a que no superaría los treinta y cinco años, sus profundas entradas aventuraban una calvicie incipiente. Su rostro era afable, sus ojos destilaban inteligencia. Sus feas y anticuadas gafas, un detalle de dejadez personal. Vestía con un traje de tweed de un aburrido gris oscuro, un gorro a juego y una estrafalaria pajarita negra sobre una camisa blanca. El pobre iba a ciegas: todavía nadie le había explicado lo que querían de él. Conocedores de que nunca había puesto un pie en la yeguada de los Winkler, Krebs y Hanke decidieron que sería interesante comprobar su reacción cuando viera por primera vez los frescos que decoraban el techo del recibidor.
Esperaron a que Krebs entrara primero en la casa, para después hacerlo tras él. El vestíbulo estaba oscuro, solo el metal de una de las hachas del escudo prusiano brillaba al ser alumbrada por la luz que penetraba por el pequeño ventanuco redondo. El teniente Hanke se encargó de encender la luz. Krebs centró toda su atención en el profesor Hass.
—Mire el techo, profesor —le dijo.
El gesto de sorpresa inundó su rostro. Y una exclamación, brotó de su boca:
—Gott im himmel!
Krebs sonrió. ¡Santo Dios! Recordó que esa fue la misma expresión que utilizó cuando vió ese fresco por primera vez. El profesor caminó hacia el centro de la estancia, mientras miraba absorto el techo. Se detuvo y giró sobre sí mismo. Sus ojos parecían no dar crédito a lo que estaban viendo. El teniente Hanke y Krebs se miraron.
—¿Qué representa este fresco, profesor Hass? —preguntó Krebs.
—Ragnarök. Es una representación del Ragnarök.
—El crepúsculo de los dioses —matizó el teniente Hanke.
—No exactamente, teniente Hanke —mientras el profesor Hass hablaba, continuaba dando vueltas sobre sí mismo mirando el techo—. Existe una confusión sobre ese asunto. Fue Richard Wagner quien acuñó el término «crepúsculo de los dioses», pero en realidad el significado de Ragnarök sería más bien «el destino de los dioses».
—¿Una especie de Apocalipsis o fin de los tiempos? ¿Algo parecido al juicio final? — Krebs se dio cuenta que su pregunta sonó ingenua.
—No, no exactamente, capitán Krebs. En la vieja mitología no existía algo así como lo que en el cristianismo llamaríamos juicio final, porque en la genealogía de los dioses existían dioses buenos y dioses malos. Por ese motivo, los humanos ya nacían buenos o malos, a imagen de sus dioses. Por eso, una vez que los dioses alcanzaban su destino, este no equivalía a un apocalipsis, donde la humanidad desaparecía para sobrevivir solo la magnánima bondad de Dios. Por eso he matizado lo que ha dicho el teniente, porque el Ragnarök, más que el fin de los tiempos, era solo el paso hacia un tiempo nuevo. No sé si me explico bien, quiero decir que solo era el fin de una era que daba comienzo a una nueva. Ragnarök era el último acto de un tiempo. Este fresco representa la batalla definitiva entre el orden y el caos, capitán Krebs, siempre entendida en la existencia temporal de los viejos mitos.
Se detuvo, y señaló con el dedo el fresco sobre sus cabezas.
—Todo está ahí. Todo está pintado en ese techo. Todo está como lo explican las Eddas y las viejas sagas. No sé quien ha pintado esto, pero su conocimiento de la leyenda resulta impresionante. Esto es una obra de arte, capitán Krebs. Su valor académico y artístico es incalculable.
«Los conocimientos no son de quien lo pintó. Los conocimientos son de quien lo mandó pintar», pensó Krebs. Aloise Winkler.
—¿Cómo se interpreta este fresco, profesor Hass?
—Sí, miren, vengan conmigo.
Caminaron hacia donde se encontraba el profesor y se colocaron cada uno a un lado. El profesor Hass volvió a extender su brazo y señaló con la mano hacia el principio del fresco, hacia la parte del techo que quedaba encima de la puerta.
—Miren ahí, esas masas de hielo que cubren la tierra. Es el «invierno espantoso», el tiempo que anunciará el Ragnarök. Durará tres años, esas nubes negras taparán el sol. El viento glacial precederá a las nieves y a las heladas. Las cosechas morirán, una dura capa de hielo cubrirá la tierra. El hambre y las enfermedades se desatarán, y los hombres levantarán sus ojos al cielo pensando que sus dioses los han abandonado, sin saber de la batalla que se libra detrás de las nubes que cubren la tierra.
El eco que provocaban sus palabras en la casa vacía imprimía a esa escena un tinte sobrecogedor. Hacía mucho frío, Krebs aprovechó para ajustarse al cuello las solapas de su abrigo. El teniente Hanke restregaba sus manos enguantadas en negro.
—Miren, ahí se describe la batalla. El lobo Sköll, hijo de Fenrir que lucha en el abismo por liberarse de sus cadenas, persigue a la doncella que tira del carro celestial. Ella es el Sol. El otro lobo, Hati, su hermano, persigue a la Luna. Ven, ahí les dan alcance. Sköll devorará al Sol y Hati hará lo mismo con la Luna. El Ragnarök habrá comenzado.
Trazó una línea con el dedo que condujo las miradas hasta el centro del techo del vestíbulo.
—Las estrellas se abalanzarán sobre la tierra. Los terremotos se sucederán. Las grandes cordilleras se irán derrumbando, una tras otra. Como pueden ver, la guerra se desatará entre los hombres, los padres lucharán contra los hijos, los hermanos contra los hermanos. Hasta que al final, los océanos se desbordarán y la tierra quedará cubierta por las aguas.
Avanzaron un poco más. El techo, sobre el lugar donde encontraron escondida a Annelies Winkler, mostraba un gran campo de batalla.
—Allí, en ese campo de batalla, se desarrollará la lucha final entre los gigantes y los dioses. Heimdall, el mensajero, avisará a los dioses, que partirán hacia la batalla desde el Valhalla. Estarán encabezados por Wotan, al que en las viejas sagas llaman Odín. Es el que cabalga el primero a lomos de Sleipnir, su caballo de seis patas. Es perfecto, capitán Krebs, todo está perfectamente relatado: Wotan peleará con Fenrir, que al final ha conseguido romper sus ligaduras. Pero el lobo devorará al dios. A su vez, en esa otra escena, Donner descenderá sobre las aguas para batirse con la serpiente gigante de Midgard. El dios del trueno conseguirá darle muerte, pero las heridas causadas por la serpiente provocarán que el veneno invada sus venas y termine muriendo. Freya perecerá en la batalla contra Garm, el lobo guardián del Nifelheim. Y Tyr, tras una dura batalla, será devorado por Fenrir.
El Profesor Hass señaló en dirección al techo del fondo del recibidor, encima de la escalera que comunicaba con la primera planta.
—Y allí, finalmente, y en mitad de una vorágine de destrucción, el lobo Fenrir incendiará todos los mundos, incluido el Valhalla, certificando el final de la era de los dioses.
En un arco, justo encima del final de la escalera, un joven desnudo tiraba de un carro de caballos. El profesor pareció pensarse esa última explicación.
—Esa última parte es confusa, porque la leyenda también lo es y se brinda a múltiples interpretaciones. Ese guerrero que yace en el suelo es Balder, que finalizada la batalla regresa de la tierra del inframundo, acompañado de una legión de guerreros muertos. Si observan ese grupo de ahí, todos ellos dan muerte a Fenrir, vengando así a su padre, Wotan. Allí pueden ver a una joven desnuda, ella es la hija del sol, a la que su madre habrá parido antes de ser devorada por los lobos. Y ella ilumina esa roca donde se refugian los únicos dos supervivientes humanos de la inundación de los océanos: Lif, vida, y Lifphasir, el que ansía vivir…
—¿Una especie de Adan y Eva? —preguntó Krebs intrigado.
—Sí, puede considerarlo así. La leyenda dice que han sobrevivido alimentándose solo de rocío. Ese jinete que tira de los caballos es una representación de «aquel que rige la vida», un nuevo dios, que reinará sobre un mundo donde los monstruos y los gigantes habrán desaparecido. Muchos estudiosos vinculan su imagen con la de Jesucristo, el que traerá la religión que sustituirá a la creencia en los viejos mitos.
Reinhard Krebs hizo un gesto con la cabeza como que había entendido, pero sus ojos estaban clavados en otra imagen, una imagen de la que el profesor no había comentado nada, pero que había llamado poderosamente su atención. Sobre el guerrero al que el profesor Hass llamó Balder se encontraba la imagen de una mujer de cabellos rubios, con dos cuernos de ciervo sobre su cabeza, entre los cuales se distinguía una luna en fase de cuarto menguante. Vestía con una larga túnica de color negro, su cabeza estaba ladeada y, entre sus manos, llevaba a un niño recién nacido. Pero lo más sorprendente era que, mientras la parte derecha de su rostro reflejaba una gran belleza, la parte izquierda era hueso y carne en descomposición. Pasaba igual con uno de sus brazos y también, con parte de su torso, que quedaba al descubierto por una abertura de la capa. Una parte humana y otra, de hueso y materia muerta. En el lado donde se mostraba a una mujer viva, florecía una bella enredadera. En su parte muerta, ramas secas y largas espinas.
—¿Y esa imagen? La que está encima del guerrero yaciente.
—Ah sí, me la había dejado. Me he dejado a ella…
—¿Cómo ha dicho?
—He dicho «ella», capitán Krebs. Es Hela, la diosa del inframundo. El Nifelheim, la tierra de los muertos.
Se hizo un largo silencio. Krebs caminó hacia la escalera, subió unos peldaños en el convencimiento interno de que tenía algo, aunque no tenía nada. Solo una imagen más de ese fresco que seguramente no significaría nada de nada, pero que sin embargo había atraído su atención, como si toda esa explicación que habían escuchado de boca del profesor estuviese únicamente destinada a su encuentro personal con esa imagen de pesadilla.
—Hábleme de ella, profesor.
—Hela, ella es «aquella que habita detrás de la niebla». Nifelheim, su morada, bajo una de las raíces del árbol Yggdrasil, es el lugar donde la niebla nunca se dispersa. Concretamente, su residencia se encontraba en el lugar más tenebroso y sombrío de ese inframundo, el conocido como Helheim. Era un lugar inaccesible, solo aquellos que eran llamados a su presencia podían acudir, pero claro, nunca hacían el camino de regreso. Su nombre en las viejas sagas nórdicas es Hel, y de ahí tomó el cristianismo el nombre de infierno, como una forma de demonizar todo lo pagano, todo aquello que existía antes de que naciera su fe. En cuanto a ella, su poder era inmenso. Poseía todo el poder y la sabiduría de la muerte. Como puede observar en el fresco, se la representaba como una dama de extraordinaria belleza, pero solo la parte derecha de su cuerpo. La parte izquierda, era muerte, descomposición y podredumbre. Hela sufre, está en una lucha constante, porque realmente no sabe si está viva o está muerta. Un olor pestilente la acompaña, el olor de la putrefacción. Al igual que la niebla y el frío, ese olor lo impregna todo a su paso…
—Teniente Hanke, he leído en el informe de la necrópsia que se realizó a los restos de los caballos en Königsberg, que el alto porcentaje de glucógeno en la carne de los equinos hace que el rigor mortis aparezca más tarde que en otras especies animales y que por eso su carne se mantiene más plástica y elástica, y tarda más en descomponerse. ¿Es así? — expuso Krebs, sin apartar la mirada de la imagen.
Desconcertado, el teniente Hanke contestó:
—Sí, yo también lo leí en el informe.
—Sin embargo, los sargentos Dassler y Hoffmann afirmaron en su declaración que toda la hacienda apestaba a carne en descomposición, cuando esos caballos llevaban solo unas horas muertos. Eso es extraño, ¿verdad?
Krebs se giró hacia Hanke y Hass. Los dos lo miraban con los ojos abiertos como platos. Krebs sonrió.
—No, no se crean que he enloquecido. Es solo que me he acordado de ese detalle cuando el profesor Hass estaba explicando lo del olor a putrefacción.
Volvió a darse la vuelta y miró otra vez esa macabra imagen.
—¿Por qué lleva un niño entre sus brazos, profesor?
—Bueno, hay muchas interpretaciones sobre el origen de los mitos. Originalmente, al Nifelheim solo acudían las almas de aquellos que no morían en combate: los ancianos y los enfermos, además de los cobardes y los criminales. Estos últimos sufrían innumerables castigos, pero los primeros, aunque impuros para ir al Valhalla, recibían un trato de favor por parte de la diosa. Según algunas tradiciones, los niños también acudían al Nifelheim, sobre todo los que morían al nacer. Hela los acogía y los protegía, pero a su vez los odiaba. En muchos lugares se creía que, cuando un niño perecía en el parto, Hela rondaba la casa, penetraba en ella y se llevaba consigo su espíritu. Hela era hija del dios Loki, quien la condenó a vivir en el inframundo impidiéndole tener hijos. Podía mantener relaciones con hombres, pero solo una parte de ella podía sentir, porque su otra parte estaba muerta y por lo tanto, su deseo sexual quedaba insatisfecho. Hela castigaba a esos hombres extrayéndoles todo el semen que podían generar. Ella era una diosa de odio, capitán Krebs. Una diosa de odio y de muerte.
Sin apartar los ojos de esa imagen, Krebs se quitó la gorra y se mesó el cabello. Volvió a calársela y descendió por las escaleras. No sabría decir cómo sería su semblante, pero Krebs detectó un atisbo de miedo en el rostro del profesor Hass.
—Profesor Hass, le agradezco la explicación que ha hecho de estos frescos, me ha parecido brillante. ¿Piensa salir de Insterburg en los próximos días?
—No, no, capitán Krebs. No pensaba ir a ninguna parte.
—Me alegro, mucho mejor. Es posible que tenga que visitarlo en cualquier momento.
—Estaré encantado de poder ayudarle en todo lo que necesite, capitán Krebs.
Le sonrió, mientras los ojos de Krebs observaban la pequeña insignia con la cruz esvástica que llevaba prendida en un ojal de su chaqueta de tweed, y que lo identificaba como miembro de la Liga Nacionalsocialista de Maestros.
—Seguro que sí, profesor. Bueno, podemos irnos de aquí. Hace un frío de muerte.
Caminó hacia la puerta de salida de la casa. En su intento por seguirlo, el teniente Hanke y el profesor Hass casi chocaron entre sí.
Reinhard Krebs avanzaba por la sede de la Oficina Central de Seguridad del Reich en Insterburg. Esta se encontraba en el siniestro Castillo, un edificio de paredes grises y tejados plomizos que parecía hacer juego con esa ciudad donde ver el sol resultaba tan difícil como encontrar a una chica decente en las calles de Sankt Pauli, en su Hamburgo natal. El edificio, levantado en 1335 por la Orden de los Caballeros Teutónicos y que había sobrevivido a un incendio que lo asoló en 1630, desprendía un olor a humedad y decrepitud al transitar por sus lóbregos y abovedados pasillos. Para colmo, la Jefatura local de la Kripo ocupaba uno de los sótanos de la vieja construcción, cerca de lo que en otros tiempos habían sido las mazmorras, convertidas ahora en unas espantosas celdas que hacían que las del edificio de la Prinz Albrecht Strasse se asemejasen a la suite presidencial del hotel Majestic. Una puerta gris descascarillada y acristalada en su parte superior daba acceso al pequeño despacho del teniente Hanke. Sentados alrededor de una vetusta mesa circular de madera de roble, de color caoba, se encontraban los cabos Reichel y Schütze, además del sargento Washausen, que se levantaron como si sus sillas tuvieran un resorte en el mismo momento que los vieron entrar.
Levantarse, cuadrarse y saludar, el rito de todos los días y en todos los lugares. Mientras correspondía a su saludo, Krebs paseó la mirada por el pequeño despacho: además de las mesas, dos o tres muebles archivadores repartidos por la estancia; dos pequeñas mesas escritorio; una centralita perfectamente equipada; y los inevitables retratos del Führer y de Himmler, así como las banderas del Reich y de las SS que se descolgaban por las paredes desnudas y ligeramente abombadas de cal blanca. Eso sí, un ventanal ofrecía una bonita panorámica del frondoso bosquecillo que rodeaba el castillo y, en la distancia, se podía distinguir ese encantador meandro del rio Pregel y las casas burguesas asomadas a su orilla.
El teniente Peter Hanke se encargó de presentar a «sus hombres» al capitán Krebs, que lo saludaron atribulados y con un brillo en sus ojos que mezclaba la emoción con el miedo. Reinhard Krebs no esperaba gran cosa de esa reunión. Hanke no le había comunicado nada nuevo sobre la investigación que estaban realizando y, por lo tanto, estaba convencido que de allí no saldría nada relevante para aclarar los asesinatos de la yeguada Winkler.
El primero en hablar fue el sargento Washausen. Era un hombre bajo, tirando a obeso, de cara redonda, lucía un bigote típico de la época del káiser, carrillos sonrojados y aspecto bonachón. Había estado tomando nuevamente declaración a los familiares y amigos de la familia Winkler, así como a los vecinos de las haciendas contiguas a la del matrimonio asesinado. Nada, sus pesquisas no habían revelado dato alguno que pudiera servirles como base para iniciar una investigación sobre ellos. Ninguno había sostenido nunca disputas con los Winkler, al contrario, todos mostraban un gran respeto y admiración por la familia y se mostraban conmocionados y afligidos por el cruel destino que ésta había sufrido.
Con el cabo Schütze llegó la primera de las novedades. De mediana edad, su cara de niño repleta de pecas y su corte de pelo al estilo cepillo le conferían un aspecto juvenil. De los tres, era el que más nervioso parecía estar, y se trababa continuamente mientras explicaba, valiéndose de las notas que había apuntado en una pequeña libreta, la declaración que había tomado a los mozos y braceros de Louisenburg que trabajaban habitualmente en la yeguada de los Winkler. Krebs asintió impávido a sus explicaciones hasta que Schüztze, poniendo en su rostro un gesto interesante, dijo:
—Tenemos un problema con uno de los braceros, un tal Rudi Lauterbach. Ha desaparecido, capitán Krebs.
—¿Cómo? ¿A qué se refiere con que ha desaparecido?
—Sí, Rudi Lauterbach fue interrogado cuando les tomamos declaración por primera vez. Por lo visto, era un hombre de confianza del señor Beck, algo así como un capataz. Pero según me dijo uno de sus compañeros, un tal Alexander Bühel, esa noche lo encontró muy nervioso, hizo el petate apresuradamente y se fue del barracón. No han vuelto a tener noticias de él.
—¿Qué sabemos de ese hombre?
—Nació hace veintiocho años en Hamburgo. Los agentes de Königsberg le habían aplicado un interrogatorio más «intensivo», parece que estaba fichado por la policía de Hamburgo por algunos pequeños delitos que había cometido durante su juventud, ya sabe, alguna que otra pelea y pequeños hurtos. Yo he investigado por mi cuenta y he descubierto que hace unos años estuvo involucrado en un caso de prostitución en Danzig. Por lo visto, Lauterbach ejercía como proxeneta y se vio envuelto en una denuncia que interpuso contra él una prostituta, a la que le había pegado una paliza en un hostal de mala muerte cerca del puerto. Pasó varias noches en el calabozo y luego lo pusieron en libertad.
—¿Alguna idea de adónde ha podido ir?
—No, he preguntado a todos los hombres del barracón y nadie sabe de su paradero. Todos coinciden que es un hombre hosco, de mal carácter, asiduo a la bebida y muy mujeriego.
—Vaya, toda una joya…
—Hay algo más, capitán. Las huellas de Lauterbach fueron unas de las que aparecieron en los establos de la yeguada Winkler.
Krebs sabía que tenían algo. Era hora de actuar, de impartir órdenes.
—Buen trabajo, Schütze —se dirigió entonces al teniente Hanke—. Quiero que se comuniquen con todas las oficinas de la Kripo en Prusia Oriental. Envíeles una descripción física de ese individuo y que, en caso de encontrarlo, lo detengan de forma inmediata y lo envíen a Insterburg. ¿Tenemos alguna fotografía de él?
—Sí, mi capitán, me he puesto en contacto con la oficina de Danzig y ellos me proporcionarán una fotografía. La recibiré en los próximos días.
—Bien, perfecto, en el momento en que la tengan envíenla por correo urgente a todas las oficinas de la Kripo en el Gau. Adviértales que la captura de ese hombre es una prioridad. ¿Tiene algo más, Schütze?
—No, nada más, mi capitán.
—Bien, Reichel…
El cabo Reichel era un hombre serio, con más aspecto de funcionario de algún oscuro departamento del Estado que de miembro de la Policía Criminal. A esta percepción ayudaba el color de su piel, que competía con el blanco de cal de la pared. Su pelo era negro, con un largo flequillo que caía sobre su ceja izquierda y que, evidentemente, estaba inspirado en el conocido peinado del Führer.
La labor de Reichel era la más complicada de todas, Krebs lo sabía bien. Introducirse entre la comunidad judía no era fácil en los tiempos que corrían. Él mismo lo había vivido cuando investigó el asesinato del niño Rabitz. Sin embargo, la investigación de Reichel les proporcionó el dato más inquietante de esa tarde. Algo con lo que no contaban y que ninguno de ellos esperaba escuchar.
Por supuesto, el inicio fue desalentador. Ninguno de los judíos que aún quedaban en Insterburg conocía personalmente a la familia Winkler, solo los habían visto de manera ocasional cuando visitaban la ciudad. De la familia Palitz sabían muy poco. Estaba compuesta por Abraham, su esposa Anna y sus dos hijas. Vivían en la hacienda contigua a la de los Winkler y escasamente se relacionaban con el resto de la comunidad. Todos sostenían que, por lo que se podía conocer, la relación de los Winkler y los Palitz había sido correcta y que Wolfgang Beck solo se hizo con su hacienda una vez que los Palitz fueron deportados.
—Sin embargo, hay un detalle curioso, mi capitán —dijo de pronto Reichel—. Uno de esos judíos, un tal Schwarzbaum, declaró que hace unos años tuvo un encuentro con Abraham Palitz en la sinagoga y, curiosamente, salió a relucir el tema de la familia Winkler. Me dijo que, según Abraham, Wolfgang Beck era un tipo despreciable, que siempre los trató mal, como si él, su mujer y sus hijas solo fueran chusma. Añadió que en alguna ocasión le había escuchado referirse de esa manera a ellos: «Esa chusma judía que tengo por vecinos». Sin embargo, parecía tener en alta estima a Sophie Winkler. La describió como una mujer muy amable y educada. Al parecer, unos diez años antes la señora Winkler había visitado una noche la hacienda de los Palitz. Le dijo que Sophie Winkler quería tener una conversación con uno de los hermanos de Abraham, Jacob, que era rabino en Königsberg. Según le dijo, Abraham los puso en contacto y Sophie Winkler y Jacob Palitz se encontraron finalmente. Abraham recordaba que eso fue antes de que naciera la niña, porque por aquel entonces la señora Winkler estaba embarazada. Abraham le trasladó que, desde entonces, la señora Winkler quedó muy agradecida y que siempre los trató bien.
Cuando Reichel terminó, se hizo un largo y pesado silencio en el despacho. El teniente Hanke y Krebs se miraron. Posiblemente todos estábamos pensando lo mismo.
¿Qué podía querer Sophie Winkler de un rabino judío?
—No lo entiendo —dijo el teniente Hanke, como si respondiera a una pregunta que nadie le había planteado—. ¿Qué podía querer Sophie Winkler de un rabino judío? Wolfgang Beck era un nacionalsocialista convencido, líder del Partido local. Él fue quien inició la concentración que terminó con el incendio de la sinagoga de la calle Nordenburg en mayo de 1938. No lo entiendo…
—¿Cuándo fueron deportados los Palitz? —preguntó Krebs.
—Poco después de que terminara la campaña polaca —contestó Reichel.
—¿Dónde?
—No lo sé, mi capitán. He intentado informarme sobre el paradero del hermano de Abraham Palitz, el rabino de Königsberg, Jacob. También él fue deportado.
—¿Quién se ocupó de esas deportaciones?
—La Gestapo, el Referat IV sección D, Asuntos Judíos. En concreto, la Oficina Central de Königsberg.
—De acuerdo, quiero que se ponga en contacto con ellos. Necesito saber dónde fueron deportados tanto la familia Palitz como Jacob Palitz, y su estado actual. Solicitaré autorización a Berlín para poder reunirme con ellos. Aunque pasara hace diez años, quiero saber qué quería Sophie Winkler de un rabino judío.
—Pero, mi capitán, la Gestapo…
—Si la Gestapo le pone algún impedimento, informe al coronel Heffner de la oficina del SD en Königsberg. Este asunto tiene prioridad absoluta, cabo.
—Como usted ordene, mi capitán.
Reinhard Krebs se incorporó. Tenía que pensar. Aunque hacía tiempo que hubiese sucedido, ese asunto de Sophie Winkler daba un giro inesperado a la investigación. Un giro nada positivo. Todo que tuviera que ver con los judíos era un mal asunto. Algo que podía complicarle mucho las cosas.
—Quiero felicitarlos a los tres, han hecho un excelente trabajo. Ustedes, Reichel y Schütze, saben lo que tienen que hacer y ya están tardando. Sargento Washausen, quiero que mañana vaya a la hacienda Winkler y que cave en torno al viejo roble que hay en la explanada frente a la casa. No sé por qué, pero tengo la sensación de que allí podríamos encontrar algo más.
—Como usted ordene, mi capitán —el tono de Washausen sonaba resignado.
—Pueden salir. Usted no, teniente Hanke, tengo que comentarle algo. ¿Cuándo parte para Königsberg?
—Esta misma tarde, mi capitán.
—Bien, quiero que encuentre a ese médico. Cueste lo que cueste.
Aquel día parecía que las buenas noticias no venían solas. Después de la alentadora reunión mantenida en la Jefatura local de la Kripo, una ilusionada Margarette lo estaba esperando a su llegada al Dessauer Hof. Por el brillo en sus bonitos ojos verde esmeralda y por la manera en que corrió hacia él cuando lo vio entrar en el falsamente lujoso vestíbulo del hotel, se notaba que era portadora de buenas noticias.
—¡Reinhard! ¡He visitado a Helga Kreis y he conseguido que hable con usted!
—¡Fantástico, Margarette! ¿Cuándo puedo entrevistarme con ella?
—Mañana mismo, si así lo desea. Solo me ha puesto dos condiciones: que acuda usted solo y que su nombre y aquello que ella le cuente no conste en ningún lugar. Me ha confirmado que alcanzó un pacto con la familia Winkler, y que quiere mantenerlo.
—No tiene por qué preocuparse. Lo que hablemos quedará entre los dos, le daré mi palabra. ¿Le ha costado mucho convencerla?
Los ojos de Margarette cambiaron de expresión. Una vez más volvió a bajar la mirada, una costumbre que parecía estar cambiando en su presencia. Cuando habló, su voz sonaba triste, pero sincera:
—No, bueno, no sé… verá, yo la he engañado al principio, le he dicho que acudía a ella para que me prestara una de sus recetas, que tenía a una persona importante alojada en el hotel… ella conocía de su existencia, Reinhard. Me ha dicho: «Si, ya lo sé. Al hombre de Berlín». He contestado que sí y es cuando le he comunicado que iba en su nombre, que usted estaba investigando el asesinato de la familia Winkler y que deseaba hablar con ella. Entonces se ha sentado y ha permanecido un buen rato en silencio, con la cabeza baja, mirando el suelo. De pronto ha levantado la cabeza, me ha mirado y me ha preguntado: «¿Cómo está la niña?». Yo le he contado lo que usted me dijo. Ella se ha afligido mucho y entonces me ha dicho que lo haría, que lo haría por la niña. Pero solo por la niña.
—Lo ha hecho muy bien, Margarette. Le estoy muy agradecido por habernos ayudado en esta investigación.
La bella joven sonrió, pero la tristeza no desapareció de su rostro. Y dijo algo más: unas palabras crípticas que se unieron de golpe a las muchas preguntas que ya rondaban su cabeza.
—Me ha dicho otra cosa, Reinhard, algo que ha repetido varias veces, a lo mejor no es importante, pero…
—¿Qué es?
—Que usted no lo conseguirá. Que no conseguirá resolver esos crímenes. Que nadie conseguirá resolverlos. Y que la niña terminará muriendo. Que nada ni nadie podrá evitarlo.
Hasta ahí, las buenas noticias del día. Poco podía esperar Krebs que esa noche, que se le antojaba tranquila, terminaría con un sobresalto. Un sobresalto que comenzó cuando alguien golpeó la puerta de su habitación entorno a las tres de la madrugada.
Se había dormido sobre el pequeño escritorio de la habitación. Esa noche había pensado dormir, hacía unos días que el fantasma de Irene Volkenrath no rondaba su cabeza, ocupada por esos otros demonios que recorrían las calles de Insterburg. Pero el sueño lo venció cuando aún se encontraba sentado frente a su escritorio, anotando en su libreta dudas y preguntas que le suscitaba el caso Winkler e intentando relacionarlas con aquellas nuevas pistas que habían aparecido: el bracero desaparecido, Rudi Lauterbach, y ese misterioso rabino judío, Jacob Palitz, con el que Sophie Winkler había mantenido un encuentro diez años atrás.
—¡Reinhard! ¡Capitán Krebs! ¿Está despierto?
Era la voz de Margarette. Levantó la cabeza del pequeño escritorio y se llevó la mano a la frente. Estaba sudando. Se encontraba fatal, le dolía el cuello y tenía una sensación extraña y muy desagradable en la boca del estómago. Se incorporó y se dirigió a la puerta de la habitación.
—Voy, Margarette.
Abrió. Margarette estaba ante la puerta, parecía alterada y llevaba un manojo de llaves en la mano. Se había recogido el pelo en una única trenza y vestía solo con un camisón blanco, tan largo que casi le llegaba a los pies. La joven se sorprendió al verlo todavía a medio vestir a esas horas de la madrugada. Krebs pensó que su aspecto debía de ser horrendo: llevaba la camiseta blanca de las SS con las correas de la cartuchera colgando y el pantalón del uniforme con el cinturón desabrochado.
—Reinhard, abajo, en el vestíbulo, hay dos soldados que han venido a buscarle. Dicen que tiene que acompañarlos a la caserna. Que es algo urgente.
Se apoyó en la puerta. Como si se tratase de un fogonazo, su mente se iluminó de pronto. La Wehrmacht. Eso solo podía significar una cosa. El capitán.
El capitán Hans Rauschning.
No se equivocó. Los mismos dos sargentos que lo trasladaron desde el hotel Dessauer Hof hasta la caserna lo acompañaron a través del pasillo del barracón médico del 143 Regimiento de Infantería de Insterburg, el pasillo que conducía a la habitación del capitán Rauschning. No habían querido informarle de lo que había sucedido: se limitaron a decirle que era urgente que se reuniera con el comandante Von Salbach. Y Krebs no quiso presionarlos, conocía perfectamente el funcionamiento de la cadena de mando.
Mientras avanzaban a paso ligero hacia la habitación de Rauschning, vio al comandante salir de ella. Tapaba su boca y su nariz con un pañuelo. Le hizo un gesto con la mano.
—¿Qué ha pasado, comandante Von Salbach? —preguntó, una vez que llegó ante él.
—Pase usted mismo y véalo, capitán —le respondió, sin apartar ese pañuelo de su rostro.
El olor en la habitación era insoportable, un olor a putrefacto, a carne en descomposición. Hans Rauschning estaba en la misma silla que el día que lo visitó, ante la misma ventana. La habían abierto, posiblemente en un intento de hacer desaparecer ese hedor inmundo, pero no lo habían logrado. Solo consiguieron que el intenso frío de la noche penetrara en la habitación.
Esta vez el capitán Rauschning no tenía las manos atadas a la silla, sus brazos colgaban inertes. Su boca estaba abierta en un rictus de espanto. Su lengua, tumefacta, había adquirido un extraño color verdoso. Y sus ojos, clavados en una de las paredes, tan abiertos que casi habían quedado en blanco. Estaba muerto. Sin saber bien el porqué, tanto el comandante Von Salbach como Krebs dirigieron la mirada hacia esa pared desnuda.
—¿Cuándo ha sido? —preguntó.
—Hace unas horas. Empezó a gritar y cuando el cabo que hacía guardia entró en la habitación ya había fallecido.
—¿Lo han visto los médicos?
—Sí, se acaban de marchar hace un momento.
—¿Qué han dicho?
—Un paro cardíaco. Espere, le enseñaré algo.
Agachándose ligeramente sobre el cuerpo inerte del capitán, levantó el camisón que lo cubría. Señaló hacia los genitales del capitán Rauschning. Tenía los testículos muy inflamados, y el glande, de un rojo intenso, asomaba por fuera del prepucio. El comandante Von Salbach señaló unas pequeñas manchas, todavía húmedas, entorno al ombligo y sobre los muslos.
—¿Semen? —preguntó.
—Sí, eso han dicho los médicos. Posiblemente estaba practicando un acto sexual de autosatisfacción. Dicen que es posible que eso provocara el infarto. No le encuentran otra explicación.
—¿No tenía las manos atadas?
—Se desataba con frecuencia, capitán. Ayer mismo tuvieron que reducirlo. Se había desatado, defecó en el suelo ,y cuando entraron, lo encontraron caminando como si fuera un perro comiéndose sus propias heces.
—¿Y este olor tan insoportable?
El comandante Von Salbach se encogió de hombros. Continuaba sin apartar el pañuelo de su rostro.
—No lo sabemos. No tenemos ni idea.
Desvió la mirada en dirección a la pared tras la cama del capitán Rauschning. La cruz de madera con el crucificado de escayola no estaba, en su lugar solo quedaba una marca en la pared como recuerdo de su presencia.
—¿Y el crucifijo?
—Ah, se ha caído y se ha roto. El cabo de guardia lo ha recogido.
—¿Las obras? —preguntó, sin apartar la mirada de los ojos de Von Salbach.
Este no respondió. Krebs se limitó a sonreír.
Volvió a centrar la mirada en el rostro de Hans Rauschning. Era horripilante, como si hubiera visto algo espantoso, algo terrorífico. Algo tan horrendo que no le había permitido volver a vivir.
A la mente de Krebs acudió esa imagen del fresco en el techo de la mansión Winkler. La imagen de esa diosa que compartía en su propio rostro la vida y la muerte. «Un olor pestilente la acompaña, el olor de la putrefacción», había explicado el profesor Hass. Se detuvo a contemplar los genitales del desdichado capitán. «Hela castigaba a esos hombres extrayéndoles todo el semen que podían generar. Ella era una diosa de odio, capitán Krebs. Una diosa de odio y de muerte». Reinhard Krebs movió la cabeza hacia los dos lados y sonrió. «Te estás volviendo loco, Reinhard Wolfgang Krebs. Rematadamente loco. Este pueblo maldito te está haciendo enloquecer».
Se incorporó y miró al comandante.
—Al menos ya no tendremos que aplicarle el protocolo de muerte por compasión, capitán. No se lo tome a mal, pero no me hacía ninguna gracia enviar al capitán Rauschning a esos matasanos de las SS. Compréndalo, era uno de mis hombres.
—Lo comprendo, comandante. ¿Salimos?
Una vez en el pasillo, el comandante Von Salbach sacó un cigarrillo de una pitillera dorada y lo encendió. Dio una larga calada y se cruzó de brazos.
—¿Cómo va la investigación, capitán?
—Despacio, comandante. Estamos detrás de algunas pistas, pero prosperamos con lentitud. Confío en tener algo fiable en los próximos días. Pero por lo pronto, lo que más tenemos son preguntas. Muchas preguntas. Demasiadas preguntas, comandante Von Salbach.
—Por cierto, ¿se acuerda que le dije que el sargento Dassler murió en combate en el frente norteafricano? Pues Hoffmann también ha muerto, capitán. Nos lo comunicaron ayer. Ya le dije que había resultado herido, no era nada grave. Se pegó un tiro en la habitación del hospital militar italiano al que lo habían trasladado. Dicen que los últimos días sufría continuas pesadillas y visiones.
—No superó lo que vio en la yeguada Winkler.
—No, no lo superó. Ninguno de ellos lo superó.
El comandante Von Salbach dio otra fuerte calada, antes de adoptar un aspecto preocupado.
—¿Qué está pasando, capitán?
—No lo sé, comandante. Supongo que el diablo camina por las calles de Insterburg y su sombra es alargada. Tan alargada como para llegar al frente norteafricano.
Entre una nube de humo, y envueltos por el hedor insoportable que emanaba de la habitación del capitán Hans Rauschning, ambos sonrieron.