SEGUNDA PARTE


LA FAMILIA WINKLER


5


No podía apartar la mirada de esa caja. Una bonita caja de madera de color negro, decorada con rosas blancas y rojas que se entrelazaban en su dorso, creando una figura que recordaba a una estrella de hielo en cuyo interior se habían grabado dos iniciales. Solo los restos de tierra seca pegados a ella afeaban esa pequeña obra de arte de ebanistería.

Lo cierto es que para Reinhard Krebs esa mañana había empezado muy bien: huevos revueltos para desayunar en el acogedor jardín de invierno, envuelto por la potente voz del tenor Rudi Schuricke que emanaba de la radiogramola con su conocido tema Heimat, deine Sterne. Solo dos hombres enjutos, con aspecto de comerciantes, que lo miraban ocasionalmente impresionados por su uniforme, y la bella y enigmática Margarette, lo acompañaban en ese pequeño remanso de paz. La joven camarera estaba espléndida, con una blusa blanca con mangas transparentes y una ajustada falda negra, junto a unas bonitas medias del mismo color, en las que había realzado la raya pintándolas, posiblemente, con un lápiz de ojos. Podía resultar curioso, pero mientras esos dos hombres aprovechaban cualquier descuido para observarlo, él hacía lo mismo, pero perdiendo la mirada en las pantorrillas de la bella camarera siempre que se encontraba de espaldas. Una manera de intentar apartar de su cabeza ese horror que había experimentado horas antes en la habitación del capitán Rauschning.

En cuanto a Insterburg, la ciudad había desaparecido engullida por la niebla. Era tal la espesura, que hasta los tranvías habían dejado de funcionar por falta de visibilidad. Los jirones de niebla se estrellaban contra los cristales del jardín de invierno del hotel, como si fueran bocanadas de humo expulsadas de la boca de un dios gigante.

El sargento Washausen fue el encargado de acabar con el idílico encanto de ese desayuno. Krebs se sorprendió al verlo aparecer con aspecto apurado, buscándolo de manera nerviosa por el recibidor, hasta que Margarette le hizo un gesto con la mano indicándole dónde se encontraba, justo en el momento en que la camarera se disponía a prepararle su primer café del día.

El sargento caminó en su dirección, se cuadró ante su presencia y realizó el saludo oficial, obligando a que los dos tipos que desayunaban dos mesas por delante de la de Krebs se incorporaran e imitaran su saludo.

—Heil Hitler! —gritaron con voz firme.

Hasta Margarette dejó la cafetera sobre el mostrador para unirse al saludo:

—Heil Hitler!

Solo Krebs permaneció sentado, mirando al sargento y preguntándose qué podría querer a esas horas de la mañana.

—Capitán Krebs, debería acompañarme a la Jefatura. He encontrado algo.

Krebs pasó la servilleta por sus labios y la dejó sobre la mesa. Adiós al café de Margarette.

La caja de madera se encontraba sobre la mesa de la habitación de la Jefatura de la Kripo, donde el mediodía anterior habían mantenido la reunión de trabajo. Tenían que taparse la boca y la nariz ante el hedor que desprendía la caja, un olor muy similar al que había en la habitación del capitán Rauschning esa misma madrugada.

Con su mano libre, limpió la tierra seca que cubría la estrella de hielo que ocultaba esas dos iniciales escritas en letra gótica. Su mirada y la del sargento se cruzaron cuando las dos letras aparecieron ante sus ojos.


A. W.


—Annelies Winkler —musitó Krebs, como si hablara consigo mismo.

Ábrala, capitán —el tono del sargento tenía un tono de misterio, como si él mismo no le hubiera revelado ya el contenido de esa bonita caja.

La tapa cedió ante la presión de sus dedos. Antes de mirar en su interior, volvió a desviar la mirada hacia el sargento Washausen.

—No hace falta que revuelva nada, los he dejado sobre los demás.

Sobre una cincuentena de ojos de muñecas, de plástico y cristal, había otros dos ojos casi deshechos y convertidos en una pasta viscosa, en un avanzado estado de descomposición.

Dos ojos humanos. El ojo izquierdo de Sophie Winkler y el ojo izquierdo de Wolfgang Beck.

No hacía falta mirar más. Krebs cerró la tapa de la caja.

—¿Le ha costado mucho encontrarla?

—No, solo dos paladas, mi capitán. Enseguida tropecé con la caja. Estaba donde usted dijo, en la tierra removida bajo el viejo roble. ¿Cómo lo sabía?

—No lo sabía.

El fantasma que habitaba en su interior quiso trepar hasta su cabeza para, suponía que una vez más, preguntarle: «¿Dónde están mis ojos, Reinhard?». Estuvo rápido, no dejó que alcanzara su objetivo. No en ese momento. Porque en ese momento, tenía cosas más importantes en las que pensar.

—Está claro que son los ojos que andábamos buscando. ¿De verdad no se le ocurrió a nadie cavar entorno al viejo roble, pese a ver que la tierra estaba removida?

No, mi capitán, a nadie se le ocurrió. Para nuestro descargo diré que fueron los agentes de la oficina de Königsberg los que estuvieron al mando del rastreo y de la recogida de pruebas.

Desvió la mirada hacia la centralita de la Jefatura, que esa mañana estaba vacía. Tenía pensado visitar a Helga Kreis y, por la tarde, pasar a ver cómo se encontraba Annelies Winkler. Solo le quedaban dos días según el plazo que le había concedido el coronel Heffner y, de alguna manera, tenía que ganar tiempo antes de que se llevaran a la niña a Alsacia. Pensar que Annelies pudiera despertar y no poder hablar con ella se había convertido en su mayor preocupación.

—¿Hay alguien al frente de la centralita?

—Sí, mi capitán. Se ocupa de ella Grete, si quiere puedo llamarla…

—Espere, hágalo luego, esta mañana tengo un poco de prisa. Pero eso sí, voy a decirle lo que tiene que hacer: tienen que llamar al coronel Heffner del SD a Königsberg y decirle que le vamos a enviar una caja que es crucial para la investigación. Quiero que movilice al equipo de dactiloscopia que trabaja con la Gestapo para que analicen las huellas que pueda haber en la caja.

—Muy bien, ¿algo más?

—Sí, sargento. Quiero que hable usted personalmente con Heffner y le transmita un mensaje de mi parte: me gustaría que se desplazara a Insterburg, es de vital importancia para mí hablar con él. Sé que es un hombre muy ocupado, pero intente convencerlo. Reitérele las veces que sea preciso que necesito que venga a Insterburg.

—Lo intentaré, mi capitán. ¿Quiere que siga cavando en ese roble de la yeguada?

—Hoy, no, lo necesito para moverme por Insterburg mientras el teniente Hanke esté en Königsberg. Pero en cuanto el teniente regrese, sí, quiero que siga cavando.

—Si no es una indiscreción, mi capitán, ¿qué más espera encontrar bajo ese árbol?

—Hachas. Las hachas con las que se dio muerte a la familia Winkler y a los caballos en los establos.

El sargento Washausen titubeó. Desvió la mirada primero hacia la caja y, después, volvió a mirar a Krebs.

—Pero mi capitán, ¿no se encontró ya el hacha?

—La que esos hombres dejaron en el vestíbulo de la casa y cogió la niña Winkler…

—¿Un señuelo?

—Puede ser. Esa carnicería no se cometió solo con esa hacha prusiana, sargento. Siguen faltando más armas de ese crimen.

El teniente Hanke nos comentó algo. ¿Continúa pensando que fueron varios hombres los que cometieron los crímenes, mi capitán?

—¿Lo duda usted, sargento?

Otra vez ese velo, esa extraña expresión que deformaba el rostro de los habitantes de Insterburg cuando se hablaba de determinados asuntos.

—No, no lo dudo, mi capitán.

Krebs esperaba no contagiarse de ese extraño rictus facial, porque estaba seguro de que era contagioso. Juraría que hasta el comandante Von Salbach, natural de Turingia, lo había adoptado esa misma madrugada mientras examinában el cadáver del capitán Rauschning.

—Bien, sargento. En primer lugar, quiero que envíen esta caja al castillo de Königsberg. Después, busque a la telefonista, Grete, creo haber entendido que se llama, telefoneen a la oficina del coronel Heffner y hable con él, trasmítale el mensaje que le he dado. Pero antes necesito que me lleve a un sitio. ¿Conoce usted una calleja llamada Spritzengasse?

—Sí, por supuesto, mi capitán. Está detrás de la vieja iglesia Luterana.

Bien, lléveme allí, sargento.

La Spritzengasse era una calleja poblada por casas de mala muerte, todas iguales, detrás de la Luterkirche. Construidas con un ladrillo de aspecto negruzco y tejados inclinados, las tejas rojas prusianas habían adquirido un tinte verdoso producto de la humedad acumulada con el paso de los años. Una sucesión de pequeñas chimeneas escupía un humo espeso que se fundía con esa niebla que se resistía a abandonar la ciudad en esa mañana de noviembre.

Regrese a la Jefatura, sargento Washausen, y cumpla las órdenes que le he impartido. Puede volver a recogerme en dos horas.

Reinhard Krebs descendió del vehículo y caminó en dirección a la puerta de la casa de Helga Kreis. En la fachada había una ventana con un marco blanco de madera deteriorado por el tiempo. No se podía distinguir el interior, este estaba oculto tras unas delicadas cortinas de lino de color gris. El frío resultaba insoportable, aumentado por culpa de un viento extraño que se había hecho presente de repente. En el silencio de la calleja solo se escuchaba el chirrido de las pantallas metálicas que protegían el alumbrado de la calle y que se balanceaban asidas a unos cables que parecía que iban a desprenderse en cualquier momento.

Golpeó tres veces en la puerta. Pronto escuchó unos pasos en el interior que se acercaban. La puerta se entreabrió. Por una pequeña rendija, solo una parte del rostro de Helga Kreis era visible, un mechón de cabello negro y su ojo izquierdo.

Llevándose la mano a la visera acharolada de su gorra, en señal de saludo, se presentó:

—Señora Kreis, soy el capitán Reinhard Wolfgang Krebs, de la Policía Criminal de Berlín. Estoy investigando los asesinatos de la yeguada Winkler. Margarette, la camarera del hotel Dessauer Hof, habló con usted para que…

—Lo sé, capitán Krebs, sé quien es usted. Le estaba esperando, pase por favor.

La puerta se abrió de par en par. Helga Kreis podría rondar los cuarenta años, pero su aspecto físico la asemejaba a una mujer de sesenta. Vestía con una bata de color azul, deshilachada por las costuras, unos gruesos calcetines de color verde y unos zuecos de madera muy antiguos, los mismos probablemente que utilizara cuando trabajaba en la yeguada. Su cabello caía desordenado sobre su rostro y su espalda y, aunque castaño oscuro, ya había empezado a encanecer. Las arrugas se abrían paso en un rostro que nunca debió de ser bonito. Sin embargo, sus ojos destilaban calidez y tranquilidad, ofreciendo una indudable sensación de bondad.

Entraron directamente en el salón comedor del domicilio, que comunicaba con una anticuada pero muy ordenada cocina. El mobiliario era antiguo y austero, pero muy bien conservado. Una estufa barriguda de leña presidía el salón. A un lado de esta había dos barreños repletos de pequeños maderitos preparados de una manera meticulosa. Un agradable olor a dulces impregnaba toda la estancia.

Estaba preparando unos pastelitos, capitán Krebs. Pero siéntese, siéntese…

Señaló una de las sillas que había alrededor de una mesa redonda, vestida con un mantel con motivos florales. Un poco nerviosa, dijo:

—Si quiere, puede darme el abrigo y la gorra…

—Sí, por supuesto.

Krebs detectó un destello de intranquilidad en sus ojos, cuando su mirada tropezó con la calavera plateada de su gorra. Un destello que había visto muchas veces en los últimos tiempos. Le entregó el abrigo y la gorra, que la mujer colgó en un perchero de madera de tres brazos situado junto a la puerta. Tomó asiento mientras su mirada vagaba por la estancia. Sus ojos se detuvieron en tres objetos concretos, tres objetos repetidos pero que parecían haber sido colocados de manera estratégicamente deliberada: tres estatuas de escayola que mostraban al Arcángel San Miguel en su batalla contra el diablo. En las tres el Arcángel blandía una espada en su mano derecha; en dos de ellas, su pie izquierdo aprisionaba la cabeza de Lucifer y, solo en una, la figura humana del general de las legiones demoníacas había sido reemplazada por una serpiente. Bajo una de ellas ardía una pequeña velita en el interior de una luminaria de color rojo; bajo otra había colocado un pequeño ramo de flores marchitas y, a los pies de la tercera, unos cuantos pfenings. Una estaba colocada sobre la puerta de entrada a la casa, otra en una pequeña repisa de madera en el arco de escayola que comunicaba la cocina y el salón, y la tercera en una mesita junto a la entrada de una habitación, cuya puerta permanecía cerrada y que imaginó que sería el dormitorio de la señora Kreis.

¿Quiere tomar algo, capitán Krebs?

—Si es tan amable, un café.

—Ahora mismo se lo sirvo.

Helga Kreis entró en la cocina. No tardó ni un minuto en salir con una pequeña tacita de porcelana en una de sus manos y un plato lleno de bollitos en la otra.

Dejó la taza de café y el plato de bollitos y le sonrió, con esa sonrisa triste que enarbolan aquellas personas a las que la felicidad les ha abandonado hace tiempo. Se sentó frente a Krebs, al otro lado de la mesa.

—Coja un bollito, capitán. Los he hecho especialmente para usted.

Bollitos de crema cubiertos por una fina capa de chocolate. Bollitos berlineses. Estaban estupendos, no tenían nada que envidiar a los que Krebs solía consumir en el café Wilhelmshallen, camino de la Jefatura, y donde presumían de servir los mejores bollitos de Berlín. Sin duda, Helga Kreis era una magnífica cocinera.

Bollitos berlineses, los echaba de menos. Están deliciosos, señora Kreis.

—Me alegro de que le gusten, capitán. Le pasaré la receta a la señorita Margarette.

—Será un acierto. Señora Kreis yo…

—Espere, capitán, antes de nada me gustaría preguntarle una cosa. ¿Cómo se encuentra Annelies?

—Lo siento, señora Kreis, no estoy autorizado por mis superiores para revelar los pormenores del estado de salud de Annelies Winkler, pero solo puedo decirle que su estado es preocupante. Muy preocupante.

—Me lo imagino. Ella morirá. Lo sabe, ¿verdad, capitán?

—No tiene por qué morir, señora Kreis; de hecho, si estoy aquí…

—Sí, morirá. Morirá pronto, muy pronto. ¿Ha visto usted mi rostro? Yo también moriré, estoy preparándome para ese momento. Y usted también, usted también podría morir. Está en un grave riesgo, lo he visto cuando he abierto la puerta y he mirado su rostro. En todas aquellas personas que tienen algo que ver con los sucesos de la yeguada Winkler, la muerte estampa en el rostro su firma. Nunca detendrá a quien hizo aquello en la hacienda, ni usted ni nadie podrá detenerlo. No se involucre demasiado en este asunto, capitán, todavía está a tiempo. Hágame caso.

Mientras hablaba, sus ojos se abrían de manera excesiva, en un gesto casi demente. Tenía mucho trabajo por hacer, muchas pistas abiertas y, por un momento, Krebs pensó que se había equivocado encontrándose con esa mujer. Que quizá estuviera perdiendo su tiempo. Un tiempo que se le estaba agotando.

—¿Por qué dice eso, señora Kreis? ¿Por qué está tan segura de que Annelies Winkler va a morir? ¿Por qué esta tan segura de que usted misma va a morir?

Entrelazó las manos sobre su regazo y bajó la cabeza, mirando el suelo. Solo tardó unos segundos en alzarla, clavar su mirada en los ojos de Krebs y contestarle:

—Capitán Krebs, usted quiere conocer la historia de la familia Winkler. Yo puedo contarle esa historia, viví en la mansión durante casi treinta años. Cuando lo haga, cuando conozca la historia de esa familia, le aseguro que pensará como yo.

—Puede empezar a contármela cuando quiera, señora Kreis.

—No, todavía no. Primero necesito dos cosas.

—¿Qué cosas, señora Kreis?

—Capitán Krebs, necesito que usted me de su palabra de que no compartirá lo que escuche aquí con nadie, nunca, bajo ninguna circunstancia. Puede que lo que le voy a contar le sirva de algo, o puede que no. Pero no quiero que utilice nunca mi nombre, ni para nada ni con nadie. Yo nunca le he dicho nada, ni le he contado nada. ¿Lo entiende? Solo hago esto por la niña, Erna y yo la cuidamos, capitán. La cuidamos hasta un momento determinado, hasta que resultó imposible tan siquiera acercarse a ella. Las habladurías que corren por Insterburg son ciertas: la familia Winkler y yo llegamos a un acuerdo. Yo dejaba la yeguada y todo lo que había visto y escuchado en esa casa se tenía que venir conmigo a la tumba. A cambio, ellos me mantienen. Lo poco de lo que vivo se lo debo a ellos, capitán. El notario, el señor Rolf Höffer, me paga religiosamente todos los meses. Si llegase a sus oídos que he contado cualquier cosa, dejaría de cobrar esa prestación. Y a mi edad, encontrar un nuevo trabajo no sería nada fácil, y menos en los tiempos que corren. Estamos en guerra, capitán.

—Señora Kreis, tiene mi palabra de que no compartiré nada de lo que yo escuche en esta casa con nadie, ni con mis colegas, ni con mis superiores. Quiero que sepa algo: no me haría falta darle mi palabra para sacarle a usted toda la verdad. Me bastaría con llevarla a la Jefatura y aplicarle las leyes del Reich. Tenemos métodos, señora Kreis. Métodos muy eficaces. Por lo tanto, si estoy aquí, es porque creo que podremos entendernos y que usted colaborará más abiertamente conmigo. Por eso, creo que debe confiar en mí.

—Y confío, capitán Krebs. Sé que obra usted de buena fe. Lo dicen sus ojos. Los ojos nunca mienten.

—Ha dicho que necesitaba dos cosas. ¿Cuál es la otra cosa?

—Por un momento, capitán, ha pensado que yo estaba loca. Incluso es posible que haya pensado que estaba aquí perdiendo su preciado tiempo. Necesito hablar con usted sabiendo que me cree, que cree lo que le estoy contando. Por eso, antes de contarle la historia de mi vida, que es la historia de la familia Winkler, quiero que vaya a la yeguada junto al desfiladero y compruebe dos cosas. Son dos cosas importantes para que entienda mi historia. Muy importantes.

—¿Qué cosas, señora Kreis?

—Como supongo que habrán inspeccionado detenidamente la casa, sabe que en el vestíbulo principal se encuentra el despacho del difunto señor Wolfgang Beck. ¿Ha visto la mesa de roble que hay a un lado del despacho?

—Sí, naturalmente.

—Bien, pues estoy convencida de que no han visto todo. Ancle sus dedos en los bordes de la mesa y tire con fuerza. Debajo, hay otra mesa, la mesa original. Esa era la mesa del despacho de Aloise Winkler, porque ese era su despacho…

—Perdone, señora Kreis. ¿El despacho de Aloise Winkler no estaba situado en la torre?

—No, eso era su biblioteca y su sala de estudio. El despacho de Aloise Winkler era el mismo que después ocupó el señor Beck.

—¿Y qué hay en esa mesa?

—Usted lo verá, más tarde yo le explicaré. Pero puedo adelantarle que esa mesa fue el escenario de una infamia innombrable. En esa mesa comenzó todo, capitán.

—¿Y qué más quiere que vea?

—Sí, suba después a la primera planta. La primera habitación, junto a la de los señores Winkler, era la que compartíamos mi madre y yo…

—¿El servicio no dormía en la segunda planta?

—El resto del servicio sí, pero nosotras, no. Nosotras dormíamos junto a la habitación de los señores.

—Vaya, nosotros pensábamos que era una habitación para invitados.

Por primera vez, Helga Kreis lanzó algo parecido a una tímida carcajada.

—¿Invitados? No, capitán. A la yeguada acudían muy pocos invitados y ninguno a dormir, se lo aseguro. Escúcheme, en esa habitación habrá visto que hay dos camas. La más grande siempre la ocupó mi madre. Incluso después de morir, en el invierno de 1928, yo me negué a dormir en ella. La cama pequeña era la mía. Junto a los pies de la cama, hay una alfombra persa de color rojo. Levántela. El suelo es de madera y está colocado por figuras. Una de las figuras es un rombo. Tire de él, y asómese al hueco que deja.

—Esa habitación cae justo encima del despacho del vestíbulo.

—Efectivamente, encima del despacho que ocuparon el señor Winkler y el señor Beck. Después regrese aquí. Yo prometo contarle toda la historia. La historia más execrable que haya escuchado en toda su vida. Un relato que lo explica todo, capitán. La respuesta a todas esas preguntas que, a buen seguro, estarán dando vueltas y más vueltas en su cabeza.

—¿Y es necesario que haga eso? Señora Kreis, yo creo que usted va a contarme la verdad…

—¿Tiene cómo ir a la yeguada, capitán?

—Sí, naturalmente. He mandado al sargento a hacer unas gestiones a la Jefatura local y volverá a recogerme aquí.

—Vaya a la yeguada, haga lo que le he dicho. Es la única manera de que crea mi historia. La única manera de que no vuelva a dudar de mi salud mental, capitán Krebs.

Mientras se dirigían hacia la yeguada, el sargento Washausen le comunicó que la siniestra caja que contenía los ojos de Sophie Winkler y Wolfgang Beck, más otra cincuentena de ojos de muñeca, ya se encontraba camino de Königsberg. Además, había podido hablar con el coronel Heffner, quien le confirmó que se desplazaría a Insterburg en cuanto le fuera posible. Schütze y Reichel continuaban con sus investigaciones, y del teniente Hanke no se tenían noticias, algo que ya esperaban. Localizar a ese médico de Königsberg que había visitado a la niña Winkler un año antes no se antojaba una tarea sencilla.

El sargento estacionó el vehículo ante la puerta principal de la mansión Winkler.

—Espéreme aquí, sargento. Solo tardaré un instante.

Washausen asintió sin rechistar. Krebs descendió del vehículo y subió por la pequeña escalinata por la que se accedía a la puerta de la vivienda. Sacó del bolsillo un manojo de llaves y abrió el candado que había colocado el teniente Hanke como cierre provisional de la morada.

Sucedía siempre que ponías los pies dentro de ese recinto, la sensación de frío era muy superior a la que se sentía en el exterior. Era un frío distinto, más profundo, un frío que te recorría de pies a cabeza, provocando un irremediable estremecimiento. Y que se instalaba en tu interior, como si fuera un ocupante misterioso que luchara por no abandonarte. De hecho, se tardaba mucho tiempo en volver a entrar en calor una vez que abandonabas la casa de los Winkler.

Krebs caminó entre las sombras hasta el centro del vestíbulo, que estaba ligeramente iluminado por la luz que penetraba por el pequeño ventanuco circular del recibidor. Elevó la mirada hacia el techo. Del gran fresco que representaba el Ragnarök, convertido en una especie de borrón atemorizante, emanaba una especie de silencio malévolo e inquietante. En realidad, ese silencio que envolvía la estancia no era total, siempre se escuchaba algo parecido a un lejano murmullo, que bien podía provenir de las paredes o incluso del suelo de la mansión. ¿Estaba siendo víctima de la sugestión? Podía ser, Krebs pensaba que ese extraño murmullo existía en realidad, no formaba parte de la imaginación, ni de la aprensión que pudiera provocar todo el horror que se había vivido entre esas cuatro paredes. Reinhard Krebs nunca había sido propenso a impresionarse, su trabajo se lo impedía. En más de dos décadas de dedicación a la Policía Criminal de Berlín había visto cosas que hubieran hecho enloquecer a la mente más cabal. Pero tenía que reconocer que allí se sentía algo, algo especial, algo distinto. Algo insano. Era la segunda vez que esa palabra acudía a su mente. Ya le sucedió la primera noche que transitó por las calles vacías de Insterburg, en compañía del chófer del coronel Heffner. Sí, insano. Esa palabra definía a la perfección lo que tanto esa casa, como la ciudad, le trasmitían.

Apoyó su mano enguantada en el pomo dorado que servía para abrir el despacho del señor Beck. Pero antes de hacer presión se detuvo al escuchar un sonido que no podía ser fruto de su imaginación. Fue un golpe seco, que provenía de la primera planta. Era como si un material metálico hubiera golpeado sobre algún objeto opaco, un objeto de cerámica o de escayola. O de porcelana. La bañera. La imagen de la bañera donde habían descuartizado a Sophie Winkler acudió a su cabeza. Una bañera de porcelana. Una bañera que estaba en esa primera planta. Esperó unos segundos, por si ese sonido volvía a repetirse. Sorprendentemente, y pese a ese frío intenso, comenzó a sudar. Por un momento le pareció volver a escuchar ese golpe, aunque de una manera más débil. Pensó en echar mano a la Luger que reposaba en su cartuchera, aunque algo le decía que allí no había nadie. Ni nada. Solo él y los fantasmas de sus habitantes. Ah, y como le contara Merlies Buchmann, esa amiga imaginaria que habitaba en la cabeza de Annelies Winkler y que, según ella, nunca abandonaba la casa. Ese último pensamiento le hizo sonreír. Finalmente abrió la puerta del despacho y penetró en su interior.

Encendió la luz. La mesa de la que hablaba Helga Kreis se encontraba en un lado de la estancia. Se acercó a ella. Se trataba de una gruesa mesa de madera de roble de color claro. De gran tamaño, unos dos metros de largo, se asemejaba a una mesa de conferencias. Tal como le indicara la señora Kreis, ancló los dedos de las dos manos en el borde de la mesa y tiró con fuerza. No resultó difícil. Cedió. Lo que parecía ser la mesa, era solo un tablero que la cubría. Lo retiró con cuidado y lo depositó en el suelo. Allí estaba la auténtica mesa. La auténtica mesa del despacho de Aloise Winkler.

Era negra, tan negra como la noche, pero en el centro tenía un grabado. Un grabado sobrecogedor que provocó que dijera en voz alta, como si estuviera hablando con alguien:

—¿Qué demonios es esto?

El grabado representaba una imagen de la muerte medieval a lomos de un corcel, también de color negro. El esqueleto que simbolizaba la muerte lucía una siniestra sonrisa y, a modo de corona sacra, un círculo rodeaba su cabeza con una cruz en su interior. Su vestimenta consistía en una armadura dorada, con un extraño símbolo en el pecho de la coraza, algo parecido a una rosa de los vientos distorsionada o a una cruz gamada primitiva. Ese mismo signo también podía apreciarse en su escudo. Entre las manos llevaba una bandera negra y, en el interior de esta, dos pequeñas calaveras que se asemejaban a la que él portaba en su gorra de plato. ¿Un símbolo de los viejos Húsares del káiser? Podía ser, pero era cuestionable. No era ningún secreto que Aloise Winkler había pertenecido a la Orden de los Germanos, por lo tanto Krebs supuso que debía tratarse de algún símbolo relacionado con esta. Pero por otro lado, esa situación creaba una nueva pregunta que sumar a la larga lista de preguntas que danzaban en su cabeza desde que llegó a ese apartado lugar de Prusia Oriental: ¿Por qué Helga Kreis quería que viera ese símbolo antes de contarle su historia? Bueno, al menos esa pregunta no iba a tardar mucho en tener contestación. Esa misma tarde, tenía previsto reunirse con la antigua empleada de la familia Winkler en su casa de la Sptrizengasse.

Le costó un poco más colocar de nuevo la tabla que cubría la vieja mesa, pero al final lo consiguió.

Abandonó la habitación y regresó al vestíbulo. No podría explicar el motivo, pero estaba ansioso por salir de allí. Ascendió a paso ligero por la escalinata que comunicaba el gran recibidor con la primera planta pero, al levantar la mirada, se detuvo en seco. Allí estaba, observándolo desde la altura de ese techo de pesadilla. Hela, la diosa de la muerte en la vieja mitología, con ese niño entre sus brazos. No sabía por qué esa imagen, solo un dibujo más de los frescos del techo, había cautivado tanto su atención desde la primera vez que la vio. Le sucedió algo similar unos años atrás, cuando investigaba el asesinato del niño judío Rabitz en Berlín. Entonces el motivo de su obsesión no tenía nada que ver con una imagen mitológica, sino con algo más real, el tic en el ojo de un tío del niño, un sujeto al que solo le preguntó en una ocasión. Solo eso, un tic en su ojo, provocó que anotara su nombre en la libreta de notas, como alguien a quien tarde o temprano tendrían que investigar. Sí, solo por un tic en uno de sus ojos. Esos eran para Krebs todos los cargos que podía tener contra él. Pero desde el primer momento relacionó ese tic con el asesinato del niño Rabitz. Quizá influyera aquel sonido extraño que Kurt Vögel, el asesino de Irene, hacía siempre con su garganta y que, unido a su aspecto descuidado y salvaje, provocaba que Irene y él lo evitaran cuando se cruzaban con ese degenerado en el parque.

Muchas noches durante los peores momentos de su enfermedad, después de que su amiga fuera asesinada, escuchaba en su cabeza ese sonido asqueroso que Vögel hacía con su garganta, maldiciéndose a sí mismo y culpabilizándose por no haber denunciado, ante sus padres o ante las autoridades, que ese hombre les molestaba y los insultaba cuando se tropezaban con él. O quizá también influyó que estaba sometido a una presión tan fuerte durante aquella investigación que necesitaba tener en su libreta nombres de sospechosos, para que no pareciera que estaba dando palos de ciego. Trabajó en el caso Rabitz solo unos meses después de que el Partido llegara al poder y, el hecho de que se hubiera cometido un asesinato en la comunidad judía y que el asesino pudiera ser un judío, provocó que muchos jerarcas en las altas esferas de la Wilhelmstrasse se frotaran las manos ante el rédito periodístico que ese asunto les podía proporcionar. Lo cierto es que, al final, ese tic en el ojo de un hombre al que solo preguntó en una ocasión lo condujo ante el asesino del niño Rabitz. Pero claro, aquello era una prueba factible, una intuición que se convirtió en realidad. En ese momento solo estaba contemplando una imagen pintada en el techo de una casa donde se había cometido un terrible asesinato. Solo eso, solamente una imagen, la representación de una vieja leyenda que se perdía en la noche de los tiempos. Y sin embargo, volvió a sentir la misma sensación que cuando el profesor Hass les explicó el significado de aquellos frescos en el techo de la mansión Winkler: que todo lo que había sucedido en ese lugar estaba de alguna manera relacionado con esa inquietante imagen.

Volvió a la realidad y terminó de ascender por la escalera y llegó a la primera planta. Mirando de soslayo hacia la puerta cerrada de la habitación donde fue asesinado el matrimonio Winkler, penetró en la primera de las habitaciones. La habitación del servicio, la que Helga Kreis había compartido con su madre.

Todo estaba como ella le había dicho. Ya la primera vez que entraron en esa habitación concluyeron que llevaba mucho tiempo cerrada, posiblemente ahora sabía que desde que la señora Kreis abandonó la yeguada. A los pies de la cama más pequeña pudo ver la alfombra persa de color rojo. La retiró, y momentáneamente se encontró envuelto por una nube de polvo que emanó de la alfombra. En el suelo de madera pudo distinguir la pieza de madera en forma de rombo de la que le había hablado Helga Kreis. Se arrodilló e intentó arrancar esa pequeña pieza. No pudo hacerlo con las uñas, así que se sirvió de una de las llaves del manojo que le entregó el teniente Hanke. Así, sí, así pudo desencajar la pieza. Se agachó todavía más y colocó el ojo derecho en la apertura que dejaba la figura.

Desde allí se divisaba perfectamente la mesa que ocupara Wolfgang Beck y una parte nada desdeñable del despacho. Imaginó que, con anterioridad, allí se encontraría la mesa con el símbolo de la muerte medieval, cuando quien ocupara ese despacho fuera Aloise Winkler. Por eso Helga Kreis quería que él viera esa mesa. Se incorporó.

Todo estaba empezando a quedar claro. Helga Kreis pudo ver y escuchar muchas cosas a través de ese agujero que la pieza de madera dejaba en el suelo de su habitación. Pudo ser testigo de muchos de los secretos que se hablaran y se vivieran en ese Sancta Sanctorum de Aloise Winkler y Wolfgang Beck. Después de eso sería difícil no creer lo que esa mujer tuviera que contar.

Volvió a poner la pieza en su sitio, recolocó la alfombra persa y abandonó la habitación.

Reinhard Krebs se dirigía hacia la escalera cuando volvió a oír ese extraño sonido que había escuchado con anterioridad, percibiendo, ahora sí, que parecía provenir de la habitación del matrimonio Winkler. Caminó lentamente hacia la puerta del dormitorio, la abrió y penetró en su interior. Encendió la luz. Todo permanecía igual, la cama revuelta; las sábanas y la pared tras la cama manchadas de sangre seca. Llegó a la puerta que comunicaba con el baño y entró en su interior. Una pequeña ventana de ventilación estaba abierta, se mecía forzada por el viento y chocaba contra una de las columnas que protegían la bañera de porcelana ensangrentada donde fue asesinada y descuartizada Sophie Winkler. Se acercó a la ventana, la cerró y echó el pestillo. Alguien debió dejarla abierta, seguramente para ventilar ese baño que, aún en ese momento, semanas después del crimen, desprendía un olor nauseabundo. Repentinamente, sus ojos se clavaron en las manchas de sangre del alto techo. ¿Cómo pudo llegar esa sangre ahí? En sus papeles, era una de las más importantes incógnitas de la investigación. Si se miraba bien, detenidamente, asemejaban el rastro que dejarían en el suelo unos pies desnudos que hubieran pisado un charco de sangre. Sería como si alguien hubiera caminado por ese techo con sus pies impregnados en la sangre del matrimonio Winkler. ¿Cómo podía explicarse eso? Como tantas otras cosas en el caso de la yeguada Winkler, no tenía explicación. Por el momento. Porque tantos años de servicio le habían enseñado que, al final, todas las cosas tienen una explicación lógica y racional. Todas.

—Venga Reinhard, lárgate de aquí —se dijo a sí mismo.

Podía ser producto de un aumento en su presión sanguínea, pero podría jurar que ese murmullo que parecía escucharse en el silencio de la casa aumentaba en esa estancia. Hizo algo de lo que debería avergonzarse, pero acercó su oído a la pared del baño. Sí, o su mente le estaba jugando una mala pasada, o una especie de lejano murmullo, algo parecido a un corazón que palpita, parecía escucharse en esa pared. Recordó la declaración de los sargentos Dassler y Hoffmann, cuando hablaron de ese sonido infernal que parecía recorrer las paredes del edificio. Vio su rostro, su gorra de plato, su abrigo de cuero con el brazalete de la esvástica rodeando su brazo izquierdo reflejarse en las blancas baldosas. Como si se tratara de una imagen distorsionada.

Sí, tenía que largarse de allí. Y tenía que descansar más y comer mejor, porque en aquel momento estaba convencido que ese caso estaba empezando a pasarle factura, física y mentalmente.

Sin duda, Helga Kreis era una caja de sorpresas en aspectos culinarios. No solo por que los bollitos berlineses fueran de los mejores que había probado en toda su vida, sino que también su café era absolutamente insuperable. Reinhard Krebs se habría llevado a esa mujer a Berlín y hubiera intentado que el Gruppenführer Artur Nebe le ofreciera un trabajo en la Jefatura solo para que, cada mañana, le hubiera preparado ese delicioso café.

Después de que Krebs dejara la taza en el reluciente platito de porcelana, la señora Kreis empezó a contar su historia:

—Nací en 1896 en Allestein, capitán Krebs, y llegué a la yeguada de la familia Winkler en 1913, cuando tenía diecisiete años de edad. Mi padre era ferroviario, bueno, él hubiera dicho con tono grandilocuente «funcionario del Real Servicio de Ferrocarriles del káiser». Alcohólico y mujeriego, nos abandonó a mí y a mi madre en 1900, cuando yo solo contaba con cuatro años de edad. Una noche, borracho como de costumbre, salió de casa dando traspiés y nunca lo volvimos a ver. Las habladurías decían que se subió a un tren con destino a Berlín. Y la misma gente afirmaba que en ese tren viajaba una tal señorita Elke, una pelandusca con la que mi padre mantenía una relación entre borrachera y borrachera. No sé si sería cierto, la verdad es que nunca lo supimos. Y tampoco me importó, los únicos recuerdos que tengo de él son los de un hombre déspota, que me gritaba y me asustaba, provocando que corriera a esconderme bajo las faldas mi madre, Gertrud.

»Lo cierto es que entre las habladurías, y que estábamos abandonadas y desahuciadas por las deudas, mi madre y yo nos largamos de Allestein y recalamos en Königsberg. Allí vivimos durante una temporada en casa de la tía Ingeborg, la hermana mayor de mi madre. Gracias a ella, mi madre consiguió un empleo de cocinera en la casa de los señores Kruger. El doctor Kruger era un afamado veterinario, con lo que mis recuerdos de aquellos años están llenos de felicidad. Yo me trasladé con mi madre a la casa del veterinario, donde nos proporcionaron una habitación. A mí siempre me han gustado los animales, así que como estaba todo el día en la casa y el doctor tenía allí su consulta, solía pasar el tiempo jugando con perros, gatos… Vivimos doce maravillosos años en aquella casa, toda mi infancia, hasta que a finales del año 1912 el doctor Kruger nos comunicó que había decidido trasladarse con su esposa a América, donde le habían ofrecido un trabajo de profesor en una prestigiosa universidad.

»Tengo que explicarle algo, capitán: el doctor Kruger se encargaba, entre otras muchas cosas, de la salud de los caballos del señor Winkler. Durante aquellos años vi muchas veces a Aloise Winkler por la consulta del doctor y, de la misma manera, era conocedora de que el doctor viajaba con mucha frecuencia a la yeguada de Insterburg, en ocasiones una o dos veces por semana. Pocos días antes de su partida, el doctor Kruger hizo una fiesta de despedida a la que asistieron como invitados lo mejor de la sociedad de Königsberg, y entre ellos Aloise Winkler y su esposa, Henrietta. Durante la cena, el señor Winkler comentó que recientemente habían tenido que despedir a varios miembros de su servicio. Entonces el señor Kruger le habló de nosotras, nos recomendó. Recuerdo que estábamos trabajando en la cocina cuando la esposa del señor Kruger y Henrietta Winkler entraron para presentarnos. Fue una conversación muy corta, la señora Henrietta solo nos preguntó, con ese tono tan elegante y ese acento tan sugestivo que tenía, si queríamos trabajar para ellos en la yeguada de Insterburg. Recuerdo que mi madre me miró, con un gesto extraño en su rostro, un gesto que solo comprendí unos meses más tarde. Yo me limité a encogerme de hombros y mi madre le respondió que sí, que sería un honor para nosotras trabajar para su familia. De esta manera, un día a principios de enero de 1913, en mitad de una tormenta de nieve, mi madre y yo llegamos a la yeguada junto al desfiladero. Yo salí de allí hace solamente un año.

—Ha dicho que la esposa de Aloise Winkler tenía un acento sugestivo ¿No era alemana? ¿Era extranjera?

—Verá, capitán, precisamente lo que quería darle a entender con esta explicación es que puedo contarle detalladamente todo lo que viví en la hacienda después de 1913, todo lo anterior solo se lo puedo contar por habladurías, detalles de la vida de la familia que conocimos por boca del servicio que ya estaba en la casa. Principalmente por boca de Erna, la esposa de Albert, el chófer del señor Winkler, que a decir verdad, era una deslenguada. Fue ella la que nos contó que Henrietta Winkler, a la que le unía una gran amistad, provenía de una de esas familias de hugonotes franceses que habían llegado a Prusia huyendo de la persecución religiosa a finales del siglo xvii. Aunque habían pasado siglos, la familia de Henrietta todavía conservaba la costumbre de educar a sus hijos en francés, de ahí ese bonito acento afrancesado que ella tenía.

—¿Quién habitaba la hacienda cuando usted y su madre llegaron?

—Aparte del señor y la señora Winkler, su hija Sophie, la madre de Annelies. Ella tenía entonces nueve años, había nacido en 1904. Albert y Erna, ya le he hablado de ellos, y el matrimonio Beck, los padres del señor Wolfgang que hacían las labores de guardeses de la hacienda. Ellos se encargaban de contratar a los braceros y a los mozos que trabajaban temporalmente en la yeguada. El padre de Wolfgang Beck, Alexander, había sido bracero en la hacienda durante años.

—Hábleme de ellos, de los miembros de la familia Winkler.

Por primera vez, los ojos de Helga Kreis se ensombrecieron. O se lo pareció a Krebs, o antes de hablar dirigió su mirada hacia una de las figuras de San Miguel que parecían proteger su casa.

—¿Por quién quiere que empiece, capitán?

—Por Aloise Winkler.

—Aloise Winkler… era un hombre envuelto por una atmósfera oscura, capitán Krebs. Y creo que después descubrirá que tenía sus motivos. Aloise era un hombre silencioso, malhumorado, triste y taciturno, de carácter autoritario y, con nosotras, distante. Los caballos y sus estudios sobre germanismo eran toda su vida. Bueno, y la niña, Sophie, por la que sentía auténtica adoración. Creo que las únicas ocasiones en las que vi a ese hombre comportarse como un ser humano fue cuando estaba en compañía de su hija. En verano daban largos paseos por la hacienda, Aloise siempre decía que «para enseñarle la vida». En invierno pasaba mucho tiempo en la habitación de la niña, jugando con ella. Recuerdo que le construyó un precioso trineo, tirado por un pony llamado Bruma, con el que Aloise y Sophie recorrían la yeguada, riendo y cantando. Pero también tenía hacia la niña actitudes muy inquietantes, insanas. Mi madre y yo lo comentamos en muchas ocasiones. Por ejemplo, Aloise se dedicaba a bañar a la niña todas las mañanas. Yo lo sabía porque me encargaba de subir, desde la cocina hasta la habitación de la niña en la primera planta, barreños de agua caliente que vertía en la bañera de porcelana de Sophie…

—¿Se trata de la misma bañera que hay en el cuarto de aseo de la habitación de los señores Winkler?

—Sí, la misma, Sophie se empeñó en que trasladaran esa bañera a su nueva habitación cuando contrajo matrimonio con Wolfgang Beck. Creo que alguna vez escuché que Aloise la había comprado durante uno de sus viajes a Berlín. Como le decía, yo subía con los barreños de agua caliente y, en ocasiones, permanecía un rato observándolos a través de la puerta entreabierta, antes de entrar en el baño. Para entonces, Sophie ya era una jovencita muy bella, alta, con una larga cabellera rubia que le llegaba hasta la cintura y una piel tan blanca como la nieve. Me sorprendía verla allí de pie, desnuda, en el interior de esa bañera, mientras su padre restregaba su cuerpo con una esponja y le decía cosas tan extrañas como «Una niña como tú siempre tiene que estar limpia, Sophie. En nuestras tradiciones, la limpieza representa la pureza del espíritu» o «Eres mi principal obra de arte». No, mi madre y yo pensábamos que esas cosas no estaban bien…

—¿No hubiese sido más apropiado que eso lo hiciera su madre?

—¡Naturalmente! ¡Eso es lo que mi madre y yo pensábamos! Pero la verdad es que Henrietta Winkler era una especie de cero a la izquierda en esa casa.

—¿Un cero a la izquierda? ¿No se ocupaba de la educación de su hija?

—No, Henrietta nunca se ocupó de la niña. La señora pasaba la mayor parte del tiempo recluida en su propia habitación o leyendo en el jardín de invierno de la casa. Además, por prescripción de su médico, pasaba largas temporadas en la casa que la familia tenía en Kolberg, en Pomerania, junto al mar Báltico. Podía pasar semanas e incluso meses alejada de la yeguada y siempre que viajaba hasta allí, nunca iba acompañada de la niña. La niña siempre quedaba bajo la tutela de su padre. De hecho, años más tarde, la señora Henrietta murió allí, en la soledad de su casa del Báltico.

—¿Qué relación tenían Aloise Winkler y su esposa?

—Muy poca, prácticamente ninguna. Ni siquiera comían ni cenaban juntos, Aloise y Sophia lo hacían en el salón principal de la casa y a la señora Henrietta le subíamos la comida a su habitación. Acompañaba a su marido a actos sociales, pero nunca se preocupó de los asuntos de la yeguada. Nos contaron que, de joven, era una gran amazona, pero en todo el tiempo que yo coincidí con ella en la casa no recuerdo haberla visto ni una sola vez acercarse a los establos. Sin embargo, sí recuerdo que, cuando nos preguntaba dónde se encontraba su marido y le contestábamos que en los establos, ella siempre sonreía y decía: «No entiendo cómo puede pasar todo el día en ese horrible lugar. Allí solo huele a mierda de caballo». Por lo demás era una mujer sumisa, sometida a los criterios y los caprichos de su marido. Bueno, a decir verdad, todo el mundo parecía estarlo en esa hacienda.

—Señora Kreis, antes ha dicho que el señor Aloise Winkler tenía motivos para ser un hombre triste y huraño. ¿A qué se refería?

—Verá, capitán Krebs, ese era el principal secreto de Aloise Winkler. Un secreto que lo persiguió toda su vida y que, todavía hoy, persigue a su familia. Esa fue una de las razones por las que yo firmé un documento notarial, para no revelar nada de lo que viera o escuchara, de lo que podía haber visto y haber oído en la yeguada, y por el que hoy en día estoy recluida en esta casa. Usted entenderá enseguida el porqué de ese secreto. Usted es miembro de las SS.

—¿Cúal es ese secreto?

—Nos enteramos por casualidad, poco después de llegar a la yeguada. Una noche, mientras recogíamos en la cocina, Erna nos desveló ese secreto. Ella solía ayudarnos a recoger y, cómo no, se fue una vez más de la lengua. Lo cierto es que le ayudaba el vino, tanto a Albert como a Erna les gustaba el vino más de lo deseable. Recuerdo que solía sentarse alrededor de la mesa, cogía un vaso limpio del fregadero y se servía una buena copa del vino que el señor Winkler tenía guardado en la bodega. Siempre decía: «Por una copita no pasa nada. Es reconfortante terminar el día y tomar una buena copa de este magnífico vino». Lo malo era que Erna solía tomar más de una copita. A veces se bebía media botella. Aquella noche, entre copa y copa, nos reveló el secreto del señor Winkler. Yo en aquel momento no comprendí su transcendencia, lo fui haciendo con el paso de los años. Lo que Erna nos dijo es que, según las habladurías, el señor Winkler no era hijo de su madre, Annelies Dorfmann.

»Creo que sabrá que la familia Dorfmann, una de las más influyentes de Insterburg, fue la que inició a los Winkler en el negocio de los caballos. Erna nos contó que Lutz Winkler, el padre de Aloise, había mantenido una tórrida relación sentimental con una de las sirvientas de la casa, una hermosa joven llamada Rachel Rosenbach. Nos dijo que la joven quedó embarazada, tuvo al niño en secreto y después desapareció para siempre. El problema, capitán Krebs, es que Rachel Rosenbach era judía. Aloise Winkler, era hijo de una mujer judía.

El silencio invadió la habitación. Reinhard Krebs había dejado la libreta y su pluma estilográfica encima de la mesa y, ocasionalmente, tomaba alguna nota. Había anotado ese nombre, Rachel Rosenbach. Pero rapidamente lo borró. No merecía la pena perder el tiempo con ese asunto. En los últimos años, muchas Rachel Rosenbach habían desaparecido, o se las había hecho desaparecer. Krebs no sabía muy bien por qué hizo la siguiente pregunta, porque ya conocía la respuesta.

—No lo entiendo, señora Kreis. Es conocido que el señor Winkler era miembro de la Orden de los Germanos, y todo el mundo sabe que esa organización era eminentemente antisemita. ¿Cómo pudo…?

—Por eso, capitán Krebs, por eso precisamente. Aloise Winkler pasó casi toda su vida estudiando e investigando los orígenes de la raza germánica, como una forma de luchar contra su propio origen judío. Aloise Winkler era conocedor de que su madre era judía, dicen que su padre se lo confesó cuando cumplió los catorce años. Con el paso del tiempo, el señor Winkler almacenó un gran poder. ¿Ha visto ese escudo de armas con cinco hachas que hay en el recibidor de la casa? Se lo regaló el káiser Guillermo II, durante una de sus visitas a Postdam. Poco antes de empezar la Gran Guerra, el señor Winkler le regaló al káiser el mejor de sus caballos, y le puedo asegurar que el káiser lo montó, incluso en alguna de sus visitas al frente. Ese poder le hizo atesorar contactos, contactos muy influyentes. Nadie sabe lo que sucedió con Rachel Rosenbach una vez que abandonó Insterburg, pero estoy segura de que Aloise Winkler trabajó para borrar ese aspecto de su vida, y puedo asegurarle que lo consiguió. No encontrará usted en todo el Reich un solo documento, ni una sola persona, que vincule a Aloise Winkler con su origen judío. Se lo puedo asegurar, capitán.

Reinhard Krebs sabía que Helga Kreis estaba en lo cierto. Eso era algo que sucedió y seguía sucediendo en el Reich. En la propia Jefatura de Berlín sabían que muchos de sus compañeros y superiores habían trabajado arduamente para borrar todo rastro que los vinculara con los judíos. Incluso se hablaba del mismísimo Heydrich, bueno, en el edificio de la Prinz Albrecht Strasse era la comidilla diaria. En más de una ocasión Krebs fue testigo de cómo el Gruppenführer Nebe había dicho, víctima de la ira: «¡Ese maldito mediojudío de Heydrich y sus malditas decisiones!». Solía suceder cuando les quitaban algun caso que, por órdenes superiores, pasaba a la Gestapo. Sí, esas cosas eran habituales. Ni el Reichsführer Himmler ni el propio Führer escapaban de la sospecha.

—¿Y dice que ese fue el motivo por el que Aloise Winkler empezó a interesarse por nuestra herencia ancestral?

Sí, estoy segura que ese fue el motivo. Y supongo que también fue la causa por la que solicitó su ingreso en la Orden de los Germanos. En la yeguada se decía que, desde muy joven, el señor Winkler sintió una fascinación casi malsana, obsesiva, por nuestra historia antigua. De joven viajó por toda Alemania, Dinamarca, Suecia e incluso Islandia visitando los más remotos yacimientos arqueológicos y túmulos funerarios de las viejas tribus germánicas. En Jutlandia pasó casi más de dos años. Quizá por un sentimiento de culpa, Lutz Winkler le costeó todos esos viajes, esperando que el chico se sintiera mejor. Fue una mala idea, capitán Krebs. Usted sabe que los ancestros de los germanos, como los vikingos, solían incinerar a sus muertos, por lo tanto era muy difícil encontrar restos de sus enterramientos. Excepto en Jutlandia, allí sí que existen túmulos funerarios, antiguos enterramientos que el señor Winkler se empeñó en estudiar concienzudamente. Creo que fue allí donde desarrolló esa obsesión por la muerte, una obsesión que ha terminado por destruir a toda su familia.

Una obsesión por la muerte. La siniestra imagen de esa deidad pagana en un lugar relevante de los frescos del techo del hall de la casa Winkler acudió a la cabeza de Reinhard Krebs.

—Por cierto, señora Kreis, ¿sabe usted quién pintó los frescos del techo del hall de la casa?

—¿Son impresionantes, verdad? No, no lo sé, capitán. Esos frescos ya estaban cuando nosotras llegamos. Pero esos frescos hablan también de la destrucción y de la muerte. Ese hombre estaba obsesionado. Le repito que esa obsesión ha destruido a su familia. A toda su familia.

—¿Cómo puede afirmar eso? ¿De verdad cree que los asesinatos de Sophie Winkler y Wolfgang Beck están relacionados con esa afición que Alois Winkler desarrolló hace más de cuarenta años?

—Sí, lo creo, capitán Krebs. Y es posible que usted también lo acabe creyendo cuando termine de relatarle esta historia. Yo pude ver cosas, escuchar cosas…

—La pieza suelta en el suelo de su habitación.

—Sí. ¿La ha visto, verdad? La descubrí por casualidad una tarde, poco después de que llegáramos a la yeguada. Aquellos días fueron muy duros para nosotras. Si recuerda, antes le he comentado que mi madre había puesto un gesto extraño en su rostro cuando la señora Henrietta nos hizo la propuesta de trabajar para ellos en la yeguada junto al desfiladero. El motivo era ese, mi madre ya sabía que adaptarnos a la vida de la yeguada Winkler iba a ser muy difícil. Nosotras nos habíamos acostumbrado a vivir en Königsberg, una gran ciudad, y de pronto teníamos que vivir en un pueblo, y no solo eso, en una hacienda perdida en mitad de la nada. Aquellas primeras semanas fueron terribles. Por la noche esperaba a que mi madre se durmiera para poder llorar. No quería que ella se enterara de mi estado y se pusiera triste, yo solía fingir que estaba encantada en la yeguada para que mi madre se sintiera feliz, aunque creo que no conseguí engañarla…

—Pero entonces, encontró una nueva forma de diversión.

—Sí, la pieza extraíble del suelo. Cuando me asomé por primera vez y vi el despacho del señor Winkler, con su mesa escritorio y esa inscripción siniestra sobre ella… me asusté, volví a poner la pieza y, por unos días, me olvidé del asunto. Pero por otro lado, la vida de ese hombre misterioso y hermético me intrigaba. Una noche, esperé a que mi madre se durmiera, lo cierto es que no tardaba mucho en hacerlo, me levanté, me tumbé en el suelo, quité la pieza y miré a través del agujero que dejaba. El señor Winkler estaba en su mesa, se pasaba allí hasta altas horas de la madrugada, siempre rodeado de esos libros sobre los antiguos mitos germánicos y tomando notas sin parar. Mirar a través de ese agujero en el suelo se convirtió para mí en una costumbre, a menudo resultaba muy aburrido, hasta que un día descubrí que el señor Winkler y esos otros caballeros que llegaban en la noche a la yeguada mantenían allí sus reuniones, todos los martes y los viernes. Desde allí pude ver y escuchar muchas cosas, capitán Krebs.

—Las reuniones de la Orden de los Germanos…

—Sí.

—¿Ustedes tenían noticias de esas reuniones?

—No, yo hasta la primera vez que los ví reunidos alrededor de la mesa no sabía nada. Los martes y los viernes, el señor Winkler cenaba mucho más temprano que el resto de las noches. Además, exigía que todos estuviéramos en nuestras habitaciones a las diez de la noche, incluido Albert, su chófer. Las reuniones comenzaban pasada la medianoche, por lo que ya llevabámos dos horas durmiendo cuando esos caballeros llegaban a la casa…

—Pero escucharían llegar sus coches, ¿no?

—Nosotras, no, capitán Krebs. El resto del servicio no lo sé. Si sabían algo, nunca dijeron nada. Yo no llegué a escuchar nunca ningún comentario sobre esas reuniones.

—¿Cuántos hombres participaban en esas reuniones?

—Aparte del señor Winkler, otros cuatro hombres. Hombres muy poderosos, capitán Krebs. Ellos cinco eran los miembros de la Orden de los Germanos en Insterburg.

—¿Quién eran esos hombres?

—Se lo diré, pero no se moleste en anotar sus nombres en esa libreta. No le servirá de nada, porque los cinco están ya muertos. Esos hombres eran Johannes von Kluge, el juez de Insterburg; Erich Buchmann, médico y por aquellos años burgomaestre de la ciudad…

—¿Buchmann? ¿Tiene algo que ver con esa amiga de la niña Winkler, Merlies Buchmann?

—Sí, era su abuelo. Otro de los hombres era Klaus Morgenthaler, diácono de la Iglesia Luterana…

—¿Un diácono? ¿Un hombre de Dios? ¿Qué hacía un hombre de Dios en una organización como la Orden de los Germanos?

Helga Kreis esbozó una amplia sonrisa, se encogió de hombros y contestó:

—Supongo que los caminos del Señor son misteriosos, capitán Krebs. Lo dicen las Sagradas Escrituras.

—¿Quién era el quinto hombre?

—Markus Lindemann, un importante industrial relacionado con la manufactura de la madera. Industrias Lindemann se llamaba su empresa. Ya ha desaparecido, pero aún podrá ver los edificios abandonados de sus fábricas a la salida de Insterburg, en la carretera que conduce a Königsberg. Por lo que pude saber, tiempo después, era amigo de Aloise Winkler desde la infancia.

—¿Qué hacían en sus reuniones?

—Empezaban con una animada charla junto a la chimenea del despacho, en la que repasaban acontecimientos políticos y sociales, tanto de Insterburg, como de Prusia y del Reich. Los cinco eran fervientes defensores del káiser, grandes patriotas. Detestaban a los judíos, a los comunistas y a los católicos. Hablaban pestes de ellos, de cómo podrían deshacerse de lo que llamaban «toda esa escoria inmunda». Después pasaban a la gran mesa y empezaban a debatir sobre la raza germánica, los viejos mitos, las lecciones que se podían extraer del pasado y de cómo, esas enseñanzas arcanas, podrían utilizarse en el presente. Yo no entendía nada de lo que decían, pero todas esas historias que contaban me parecían fascinantes. Eran hombres muy cultos, capitán Krebs. Sin embargo, tengo que reconocerle que también sentía un poco de miedo, porque mi madre y yo eramos católicas. Y hablaban muy mal de los católicos. Tan mal como de los judíos.

—En varias ocasiones se ha referido a lo que pasó una noche en concreto, durante una de esas reuniones. Ha utilizado términos como «infamia», o «la noche que comenzó todo». ¿Qué pasó esa noche en el despacho de Aloise Winkler, señora Kreis?

—Poco a poco, capitán. Antes de contarle lo que sucedió esa noche, tengo que ponerle en antecedentes. ¿Desea un poco más de café, capitán?

—Si es tan amable, señora Kreis.

Mientras calentaba la cafetera en un viejo hornillo de su cocina, Helga Kreis empezó a relatar los antecedentes de los que hablaba.

—Recuerdo perfectamente aquellos días que condujeron a la crisis de julio de 1914. Esos días los nervios se apoderaron de la yeguada, especialmente del señor Winkler. Se aproximaba una guerra, y la ida y venida de militares era continua para elegir los mejores caballos Trakehner para sus distintas unidades. El 28 de junio de 1914 el archiduque Francisco Fernando de Austria fue asesinado en Sarajevo. Recuerdo que la mañana del 6 de julio nos enteramos que nuestro káiser había decidido apoyar al Imperio Austrohúngaro. El 23 de ese mismo mes, Austria-Hungría dio un ultimátum de cuarenta y ocho horas a Serbia, que en la yeguada vivimos con gran intranquilidad. Tres días más tarde nos llegó la noticia de que el káiser había movilizado a la Reichswehr. Cuatro días después, Rusia, aliada de Serbia, movilizó también a su ejército. El káiser dio un ultimátum a los rusos el 31 de julio, un ultimátum que los rusos no tardaron en rechazar.

La señora Kreis volvió a entrar en el salón y, con delicadeza, vertió el café en la taza de Krebs. A través de la ventana se desvanecían las últimas luces del día. Una lluvia fría caía sobre Insterburg. Reinhard Krebs se sirvió un poco de azúcar y le dio vueltas con una bonita cucharilla de plata. El aroma del café impregnaba la vivienda. Helga Kreis tomó otra vez asiento frente a él.

—El día 1 de agosto, el señor Winkler nos reunió a todos en el vstíbulo de la mansión para comunicarnos de manera solemne que el káiser había declarado la guerra a los rusos. Vestía con uniforme militar, unos días antes y atendiendo a la petición del káiser, se había alistado en el ejército. Le otorgaron el rango de teniente en el Primer Regimiento de Fusileros Prusianos. Aquellos días fueron terribles, capitán Krebs. Se decían todo tipo de barbaridades en la yeguada, que los rusos no tardarían en invadir Prusia y que nos matarían a todos. Mi madre, Erna y yo pasábamos el día llorando en la cocina. Por las noches, yo no podía dormir. Gracias a Dios, durante esos días las reuniones de la Orden de los Germanos se celebraban cada noche y por lo menos eso me tuvo entretenida. Tres de los miembros de la Orden vestían ya de uniforme, además de Aloise Winkler, los señores Buchmann y Lindemann. El más belicista de todos era el señor Von Kluge, pero su condición de juez le impidió alistarse en el ejército, según las leyes del Reich, como tampoco lo hizo el diácono Morgenthaler. Durante esas reuniones, se planificó esa monstruosidad que se terminó celebrando la noche del 13 de agosto.

—¿A qué monstruosidad se refiere, señora Kreis?

—Capitán Krebs, para que entienda en toda su magnitud esta parte de la historia, necesito compartir con usted algo, algo que he callado durante años. No es nada que yo escuchara, ni que yo pudiera ver, pero sí es algo que deduje de las muchas noches que observé a Aloise Winkler en su despacho, y de sus palabras durante aquellas largas reuniones. Puedo afirmar que Aloise Winkler estaba obsesionado con la muerte, porque Aloise Winkler temía a la muerte. La temía más que ningún otro hombre que yo haya conocido en toda mi vida.

—No sé dónde quiere llegar, señora Kreis…

—Aloise Winkler sabía que no tardaría en ser llamado al frente, en el mismo momento en que su regimiento fuera movilizado. Aloise Winkler combatiría en esa guerra, pero por nada del mundo quería morir en esa guerra. Así que durante una de esas reuniones, sería el día siete u ocho de agosto, no puedo precisarlo con exactitud, pidió a sus camaradas de la Orden de los Germanos que le ayudaran. Que le ayudaran a sellar un pacto.

—¿Un pacto? ¿Un pacto con quién?

—Con la muerte, capitán Krebs. Un pacto con la muerte.

Señora Kreis, creo que me he perdido…

—Lo comprendo, no es que se haya perdido. Es que es difícil de creer. Escúcheme, capitán: Aloise Winkler comunicó a esos cuatro hombres que durante su estancia en Jutlandia había estudiado un yacimiento,donde encontraron restos de un antiguo culto a una deidad relacionada con la muerte…

Krebs le hizo un gesto con la mano para que detuviera la narración. Había sentido un pinchazo en la boca del estómago, quizá producido por su estado de excitación. Reinhard Krebs no fue consciente de las palabras que escaparon de su boca:

—Hela, la diosa del inframundo.

Helga Kreis se encogió de hombros.

—No lo sé, nunca he entendido de esas cosas. Sé que explicó que ese culto se encontraba bajo tierra. Contó que habían caminado durante horas, a veces reptando y arrastrándose por una profunda caverna, hasta que llegaron a una especie de cámara donde se encontraba ese culto ancestral. Algo parecido a un altar levantado en honor a esa deidad. Dijo que a sus pies encontraron centenares de huesos de equinos, porque los viejos germanos sacrificaban su posesión más valiosa ante esa diosa, para hacer un pacto con ella y librarse de morir en la batalla. Por aquel entonces, la posesión más valiosa de aquellos hombres solía ser su caballo. Sin embargo, Aloise Winkler les comunicó que él no sacrificaría a ninguno de sus caballos. Primero, porque no estaba dispuesto a hacerlo; segundo, porque los caballos no eran su posesión más valiosa. Contó que, durante años, había estudiado un libro, un libro de runas editado en 1860, pero que contenía fórmulas de invocación a esa antigua deidad. Les dijo que había encontrado la manera de invocar a ese ser para pedirle protección, tanto para él como para todos ellos. Y que sabía muy bien qué podía querer a cambio ese poder ancestral.

—Ese libro está en mi habitación del hotel, señora Kreis. Lo cogí de la biblioteca de Aloise Winkler, en la torre de la casa. Si, es un libro indescifrable, lleno de runas y de extraños símbolos. Se llama El manuscrito de Huld. Pensaba enviarlo a Berlín…

—No lo haga, capitán Krebs. Deshágase de él, es un libro maldito. A tenor de lo que yo vi, ese libro solo podría haber sido escrito por el mismísimo diablo.

—¿Qué es lo que vio, señora Kreis?

Helga Kreis se incorporó de una forma pesada, como si se tratara de una anciana. Caminó hacia la ventana, descorrió la cortinilla de lino y miró hacia la calle. Las sombras lo cubrían todo. Continuaba lloviendo.

La tarde del 13 de agosto de 1914, el señor Winkler me pidió que calentara agua, llenara varios barreños y los subiera a la habitación de su hija Sophie. Así lo hice. Como tantas veces, la niña se encontraba desnuda, en el centro de la bañera. Pero aquella tarde, algunas cosas eran diferentes. No puedo olvidar los ojos de la niña, mirándome mientras yo vertía en la bañera el agua caliente. Eran ojos inexpresivos, idos, los ojos de alguien que se encuentra bajo los efectos de algún fármaco o de alguna droga. La habitación olía muy bien, porque el señor Winkler había vertido en el agua unas sales de baño que habitualmente utilizaba la señora Henrietta. No eran las condiciones normales de bañar a una niña, capitán Krebs. Tenía que haber presentido algo, tenía que haber pensado que algo no marchaba bien.

Reflejada en el cristal, Krebs observó que los ojos de Helga Kreis se cubrían de lágrimas.

—Esa noche subimos a la habitación muy temprano. Poco antes de la medianoche empezaron a llegar los miembros de la Orden de los Germanos. El señor Winkler había colocado ese extraño libro en el centro de la mesa, abierto por la mitad de sus páginas. Esa noche los caballeros estaban muy elegantes, vestidos de gala como si fueran a asistir a un acontecimiento de gran relevancia. El propio señor Winkler lucía una chistera gris que solo se ponía para las grandes ocasiones. Parecían muy nerviosos, muy alterados. Sobre todo el diácono Morgenthaler, no paraba de caminar de un lado para otro. Enseguida pude ver como se acercaba al señor Buchmann y le decía: «No sé si esto es lo correcto». Buchmann lo tranquilizó: «Descuida, todo está bien». Por un momento, el señor Winkler desapareció del despacho. Regresó al cabo de unos minutos, pero no entró solo en la habitación. Entró con alguien más, capitán.

Dos lágrimas descendieron por el rostro de Helga Kreis.

—¿Con quién entró, señora Kreis?

—Con su hija Sophie. Iba cubierta por un mantón de color blanco con flecos…

—¿Quiere decir que Aloise Winkler decidió sacrificar a…?

—El señor Winkler le dijo entonces a Buchmann que podía hacer entrar a su hijo.

—¿El hijo del señor Buchmann? ¿El padre de Merlies?

—Sí, Peter Buchmann. Era fotógrafo, bueno, todavía lo es. Tiene un estudio en la Hindenburgstrasse. Yo no lo había visto hasta ese momento, supongo que estaría fuera, esperando en el recibidor. Pasaron unos minutos hasta que Peter Buchmann montó su equipo fotográfico. Johannes von Kluge y Aloise Winkler se sentaron en dos butacones, mientras que el viejo Buchmann, Lindemann y Morgenthaler se colocaron detrás de ellos, de pie. Aloise Winkler ordenó a Sophie que se colocara delante de ellos. La niña caminaba muy despacio, y tenía la misma mirada perdida que esa tarde en el cuarto de baño de su habitación. Cuando el fotógrafo tuvo el equipo preparado, Aloise Winkler le dijo a Sophie que se abriera el mantón con el que iba cubierta. Yo estaba horrorizada, Sophie Winkler estaba desnuda, solo llevaba unos zapatitos negros y unos calcetines blancos. Un fogonazo iluminó el despacho y, luego, el señor Winkler se levantó y dirigiéndose a Peter Buchmann dijo: «Ya está. Recoge tu equipo y vete, Peter». El hijo de Buchmann no tardó ni cinco minutos en salir del despacho. Cuando lo hizo, Aloise Winkler se dirigió al resto de los hombres y les dijo: «Bien, podemos empezar». Retirando el mantón que la cubría, cogió a Sophie Winkler y la tendió sobre la mesa. El rubio cabello de la niña quedó extendido, rozando ese extraño libro. Agarró las piernas de su hija, las flexionó y las abrió de par en par. Entonces se dirigió a Von Kluge y le dijo: «¿Estás preparado? Tú serás el primero». No pude soportarlo más, no podía seguir mirando aquella escena. Cubrí el agujero con la pieza de madera suelta y regresé a mi cama.

Helga Kreis se cubrió el rostro con las manos y lloró de forma desconsolada. Reinhard Krebs permaneció en silencio, con la mirada clavada en la taza de café. Y por un momento, recordando la imagen de Irene Volkenrath dentro de su ataúd, en el salón de su casa de Hamburgo. Esas historias repugnantes parecían perseguirlo.

—Dios mío… —pudo decir, pasados unos segundos.

—¡Solo tenía diez años, capitán Krebs! ¡Y esos hombres, esos malditos hombres…!

—Sometió a su hija a un rito sexual producto de sus propias fantasías. Esto es más de lo que me podía esperar, señora Kreis. Pero tiene su lógica: su bien más preciado. Su propia hija.

No sé qué más pudo pasar en esa habitación, pero allí empezó todo. Esa noche llegó algo a la yeguada, capitán Krebs, porque a partir de esa noche comenzaron las desgracias, tanto para la familia Winkler como para todos los que habitábamos en la hacienda. Sí, esa noche llegó algo. Algo que todavía permanece allí.

Limpiándose el rostro con un pañuelo, Helga Kreis caminó hacia la silla, donde se dejó caer de manera cansada.

—¿Qué pasó después, señora Kreis?

—Yo caí enferma. Tuve fiebre, estuve tres días sin poder levantarme de la cama. Nunca más volví a ver a Aloise Winkler. Cuatro días más tarde, el 17 de agosto, los rusos invadieron Prusia Oriental. El regimiento del señor Winkler fue movilizado y enviado al frente. Antes de partir, envió a Henrietta y a Sophie a la casa de Kolberg. Dejó como encargado de la yeguada al joven hijo del señor Beck, Wolfgang, que por aquel entonces tenía veinte años y al que el señor Winkler había nombrado capataz. Sé que Aloise Winkler combatió con éxito en la batalla de Gumbinnen, pero falleció a mediados del mes de septiembre, en la primera batalla de los lagos Masurianos. Nunca se encontró su cadáver. Sabe, casi todo el Primer Regimiento de Fusileros Prusianos murió junto a él. Entre ellos, los señores Buchmann y Lindemann. El hecho de no encontrar su cuerpo no forma parte de lo extraño, los rusos no devolvían los cuerpos de los caídos en su territorio. Pero a partir de ese momento se dispararon las habladurías sobre Aloise Winkler y algo espantoso sucedido durante esa batalla. A partir de ese momento…

El diablo empezó a caminar por las calles de Insterburg.

—Sí, gran parte de la culpa la tiene Matthias Rappsel, fue uno de los pocos supervivientes de aquella matanza que regresó a Insterburg. Pero tampoco se puede hacer mucho caso de su palabra, Matthias es un borracho empedernido, y todas esas historias siempre las cuenta bajo los efectos del aguardiente…

—¿Todavía vive en Insterburg?

—Oh, sí, lo puede encontrar en cualquiera de las tascas de los alrededores de la estación. Solo con que le invite a un vaso de aguardiente, Matthias le contará esa historia.

—¿Cuándo regresaron Henrietta y Sophie Winkler a la yeguada?

—Poco después de que conociéramos la muerte de Aloise. En el recibidor de la casa se hizo un homenaje a su persona a modo de funeral. A mí me costó mucho volver a mirar a Sophie Winkler, yo conocía lo sucedido, aunque ella no lo supiera. Aquella niña que regresó de Kolberg era otra niña, capitán. No hablaba, no se relacionaba con nadie, no salía de su habitación. Nunca volvió a ser la misma. Nunca después de aquella noche.

—Antes me ha dicho que todos los miembros de la Orden de los Germanos fallecieron, pero en el frente solo murieron tres…

—Sí, el juez Von Kluge se suicidó el 9 de noviembre de 1918, el mismo día que abdicó el káiser. Se pegó un tiro en la cabeza en su despacho de los juzgados de Insterburg. El diácono Morgenthaler murió pocos días más tarde. Un tranvía lo atropelló una mañana de niebla, delante de la Luterkirche, en la plaza del mercado. Aunque algunos testigos afirman que fue él quien se arrojó delante del tranvía. Si no le importa, capitán, podríamos seguir hablando mañana. Aún tiene que conocer muchas cosas de lo sucedido con esa familia, pero me encuentro algo cansada. Esto no es fácil para mí. Reabre heridas que nunca han cicatrizado del todo.

—Está bien, como usted desee, señora Kreis. Solo una cosa más. Ha dicho muchas veces que esa noche empezó todo, que algo se instaló en esa casa. ¿A qué se refiere?

—¿Es que no lo ha escuchado? El murmullo de las paredes, esas paredes murmuran, capitán Krebs. Desde ese día siempre han murmurado. Sé que en el pueblo le dirán que se debe a las aguas subterráneas. La casa está cerca del desfiladero del Inster, y se supone que hay corrientes de agua que atraviesan toda la yeguada. Pero eso no tiene nada que ver con ese murmullo que proviene de las paredes. Yo vivía en esa casa antes de aquella noche, y esas paredes no murmuraban. Y el árbol, el viejo roble de la explanada. Yo lo he oído gemir, capitán Krebs. Y le puedo asegurar que no estoy loca.

—Merlies Buchmann me comentó que Annelies tenía una amiga imaginaria que vivía en ese árbol. ¿Es eso cierto, señora Kreis?

—¿Imaginaria? Yo no creo que esa amiga fuera imaginaria. Yo creo que Annelies veía a esa amiga, o lo que quiera que sea. Y sospecho que Sophie Winkler también.

Aquella tarde Reinhard Krebs envió al sargento Washausen a la Jefatura y regresó caminando al hotel. Necesitaba andar y aclarar las ideas. La historia que le había contado Helga Kreis le había dejado algo conmocionado y muy preocupado. Todas las conclusiones a las que había llegado sobre el caso que le ocupaba se desmoronaban dentro de su cabeza. Era cierto que todas las líneas de investigación continuaban abiertas, pero se acrecentaba en él la sensación de que ese caso se estaba convirtiendo en el más difícil de su carrera profesional. Su intuición le decía que Helga Kreis no había mentido ni en una sola de las palabras que había dicho; su rostro y sus ojos delataban sinceridad. Sin embargo, desde el primer momento que escuchó hablar de los sucesos de la yeguada Winkler en el despacho del coronel Heffner, pensó que los asesinatos de Sophie Winkler y Wolfgang Beck y la carnicería de los establos tenían que estar de alguna manera relacionados con la historia pasada de esa familia; que el motivo de los asesinos podía deberse a algún ajuste de cuentas relacionado con el pasado. El odio larvado a lo largo del tiempo solía llevar a ese tipo de asesinatos de corte casi ritual, como sucedió con la muerte del niño judío Rabitz.

Durante la investigación de aquel caso, había consultado muchas veces en la Jefatura de Berlín al «oráculo», Ernst Gennat, el «buda», el célebre criminalista, llegando siempre a conclusiones muy similares. Pero lo que Helga Kreis le había contado no le hacía caminar por el sendero de ninguna de las líneas de investigación ya abiertas y, al contrario, sumergía la historia de la familia en el oscuro foso de lo sobrenatural y lo insólito. Sabía que la señora Kreis todavía tenía una parte de la historia que contarle, una parte importante, todo aquello que afectaba a Annelies Winkler y los últimos meses de vida de sus padres. Pero sospechaba que lo más trascendente ya lo había contado, y eso, sumado a todo lo descubierto antes, lo dejaba igual que estaba: en el punto de partida de esa investigación. Nada de lo escuchado en la casa de Helga Kreis podía ser relevante para él, más allá de descubrir un horror inimaginable y las turbias cloacas de una familia sometida a los criterios de un loco delirante. Pero lo cierto era que Reinhard Krebs llevaba cuatro días en Insterburg, y no podía presentar nada ante sus superiores. Esa idea empezaba a corroerlo por dentro.

Esos pensamientos acudían a su cabeza mientras contemplaba las frías y oscuras aguas del río Pregel pasando bajo un viejo puente de piedra en el que se había detenido. Krebs caminó por las antiguas callejas que conducían a la Luterkirche, donde volvió a detenerse. Un tranvía pasaba en ese momento por delante de la vieja iglesia y recordó que ese debía de ser el lugar donde había muerto el diácono Morgenthaler. Ya había decidido buscar a ese viejo borracho llamado Matthias Rappsel, quería que le contara qué decían esas habladurías que corrían sobre la muerte de Aloise Winkler y que él mismo, como testigo de excepción, había provocado. También había añadido a su lista de visitas a Peter Buchmann, el fotógrafo que estuvo aquella noche infame en la yeguada. Peter Buchmann era, junto a Helga Kreis, el único superviviente vivo de la ignominia que Aloise Winkler había cometido con su propia hija. ¿Estaba cayendo en un engaño? ¿Estaba dándole demasiada importancia al lado más insólito de ese caso? Podía ser. La verdad es que lo único que podía esperar de esos encuentros era satisfacer su propia curiosidad sobre la historia de la familia Winkler. Como en el caso de Helga Kreis, no creía que nada de lo que le dijeran pudiera llevarlo a los hombres que cometieron la carnicería en la yeguada junto al desfiladero.

Una ligera neblina se había instalado en la ciudad. A través de ella, pudo distinguir a dos niños y una niña que lo miraban detenidamente, junto a la puerta de la Luterkirche. Vestidos ellos con el uniforme de las Juventudes Hitlerianas y la chica con el de la Liga de Muchachas Alemanas, los tres parecían escrutarlo mientras murmuraban y cuchicheaban entre ellos. Armándose de valor, el más alto de los tres dio una indicación y, con paso falsamente seguro, caminaron hacia Krebs.

—Heil Hitler! —gritaron al llegar junto a él, mientras hacían el saludo reglamentario.

—Heil Hitler —les contestó.

El niño más alto de los tres extendió una de esas feas huchas rojas.

—Señor policía, ¿quiere colaborar con la campaña de ayuda invernal?

A Reinhard Krebs le hizo gracia lo de «señor policía». Introdujo la mano en el bolsillo de su abrigo, sacó unos pocos Pfennigs y los depositó en la hucha.

—¡Muchas gracias, señor policía!

Los tres niños caminaron orgullosos calle abajo. El viento arrastró hasta sus oídos la conversación que se desató entre ellos mientras se alejaban:

—¿Sabéis quién es? —preguntó la chica.

—¡Claro, todo el mundo lo sabe! Es ese importante hombre de Berlín que ha venido a investigar los asesinatos de la yeguada de los Winkler.

—Mi padre dice que no podrá encontrar a esos asesinos. Dice que hay cosas que los ojos de los hombres no pueden ver, ni la mente comprender, ni siquiera los policías de Berlín —explicó el más bajito de los tres.

«Hay cosas que los ojos de los hombres no pueden ver, ni la mente comprender». Puede parecer ridículo, pero en los días posteriores esa frase se escucharía muchas veces en el interior de la cabeza de Reinhard Krebs. En aquel momento sonrió, mientras miraba el reloj. Tarde. El importante hombre de Berlín debía regresar a su hotel.

Su estado de ánimo cambió cuando llegó a la puerta del Dessauer Hof. No se esperaba ver el DKW negro aparcado en la puerta, ni distinguir al teniente Peter Hanke en el vestíbulo hablando animadamente con Margarette. El médico de Königsberg. Le dijo al teniente Hanke que no regresara a Insterburg hasta que no diera con ese médico, y el teniente estaba allí. Solo deseaba que Hanke fuera portador de buenas noticias.

Tras sobresaltarse al escuchar cómo se abría la puerta, los dos se acercaron a Krebs con un gesto jovial en su rostro.

—¡Capitán Krebs! Le estaba diciendo al teniente Hanke que no sabía dónde se encontraba usted…

—Gracias, Margarette. He decidido regresar caminando, necesitaba dar un paseo. ¿Puede servirme la cena? ¿Quiere cenar usted, teniente Hanke?

—No, gracias, mi capitán. He telefoneado a mi esposa y me espera en casa.

—Ahora le preparo la cena, capitán —dijo Margarette, que ante la presencia de Hanke mantuvo el decoro de no llamarle Reinhard.

Mientras la joven camarera desaparecía por la puerta de la cocina, Krebs y el teniente Hanke caminaron hacia una de las mesas. Krebs estaba impaciente porque le revelara el resultado de sus averiguaciones en Königsberg.

—Y bien, teniente Hanke, ¿ha dado con el médico que visitó a Annelies Winkler?

—No, capitán Krebs. No había ningun médico al que la familia Winkler visitara en Königsberg…

—¿Cómo?

—Pero sabemos lo que la familia Winkler fue a hacer a Königsberg, capitán. Le parecerá sorprendente.

Tras desprenderse de sus abrigos y sus gorras, tomaron asiento.

—Explíquese, teniente Hanke.

Peter Hanke sacó del bolsillo de su abrigo su pequeña libreta y la colocó sobre la mesa.

Es cierto que la familia Winkler estuvo en Königsberg en la fecha en que usted nos informó, durante un fin de semana. Pero el objeto de ese viaje no fue visitar a ningún médico. Como usted ordenó, trabajamos en la Jefatura de Königsberg haciendo un listado de todos los médicos de la ciudad, tanto los que trabajan en hospitales y clínicas estatales, como los que tienen consulta privada. Eran muchos, capitán, visitarlos a todos podría habernos llevado días. Uno de los agentes de Königsberg sugirió que empezáramos por los hoteles, averiguar en cuál de ellos se había alojado la familia Winkler durante esa visita a la ciudad. Conociendo el nivel económico del señor Beck, empezamos por el más lujoso de todos, el Berliner Hof. Allí comenzó y allí terminó la investigación.

—¿Qué quiere decir?

—Los señores Winkler y su hija llegaron al hotel la noche del viernes, capitán. Y ya no salieron del hotel. Cuando volvieron a hacerlo, el domingo por la tarde, fue para regresar a Insterburg.

—No lo entiendo…

—El recepcionista del hotel, un tal señor Hubner, nos dijo que los señores Winkler llegaron un viernes por la noche, tal como ya le he dicho antes. Por cierto, fue la señora Winkler la que firmó los trámites reglamentarios en la recepción, porque el señor Beck tuvo que subir a la niña en brazos a la habitación que habían reservado, la suite presidencial. Se excusó diciendo que la niña se había dormido durante el viaje, que se había mareado, había vomitado y después se había quedado dormida…

—Estaba enferma. La niña estaba enferma. Continúe.

—Hubner no tenía constancia de eso. Sí que es cierto que nos dijo que durante aquellos días, el señor Beck desayunó, comió y cenó solo en el comedor del hotel, mientras que a la señora Winkler y a la niña les sirvieron las comidas en su habitación. Sin embargo, el día que se marcharon la niña salió caminando con normalidad, aunque el recepcionista nos confesó que parecía muy pálida y tenía unas pronunciadas ojeras negras.

—¿Y no sucedió nada más durante aquellos días?

—Sí, capitán. Ahora viene lo importante. El sábado por la tarde, se produjo un incidente.

—¿Qué incidente?

—A primeras horas de la tarde de ese sábado, un hombre entró en el hotel. Era un hombre bajo, lucía una gran barba blanca y vestía de manera descuidada, con una gabardina negra llena de manchas. Y en el pecho, una estrella de David de color amarillo. Un judío, capitán.

—Jacob Palitz…

—Efectivamente, capitán. Así se identificó, como Jacob Palitz. El hombre se acercó a la recepción y preguntó por la habitación de los señores Winkler. Dijo que estos lo estaban esperando. Pero claro, tanto los recepcionistas como los botones del hotel lo rodearon y le pidieron que se marchara. Los judíos tienen prohibida la entrada en el hotel.

¿Qué sucedió?

—Por lo visto, el hombre se resistió a marcharse. Tuvieron que sujetarlo y llevarlo a rastras hasta la puerta. En ese momento, el señor Wolfgang Beck bajaba por las escaleras. Cuando vio la escena, corrió hacia ellos. Hubner, el recepcionista, dice que el señor Beck entró en cólera, les exigió que soltaran al viejo judío y les asegurós que era su invitado. Fueron momentos muy tensos, porque los empleados del hotel eran conscientes de que ese judío no podía estar allí. Entonces, Beck los amenazó con telefonear al Gauletier Erich Koch. Les dijo que exigiría al Gauletier que todos ellos fueran despedidos, y que no volverían a encontrar un empleo en todo el Reich. Hubner nos reconoció que se asustaron y que, finalmente, dejaron al judío que accediera a la habitación de los señores Winkler. Jacob Palitz estuvo toda la tarde en la habitación, abandonó el hotel al filo de la medianoche.

Durante unos segundos, Reinhard Krebs permaneció con la mirada perdida en el rostro del teniente Hanke, mientras este tamborileaba con su libreta sobre la mesa.

—¿Qué podía querer ese rabino judío de los señores Winkler, capitán Krebs?

—Déle la vuelta a la pregunta, Hanke: ¿Qué podía querer la familia Winkler de ese judío? Que sepamos, la señora Sophie Winkler ya había contactado con Jacob Palitz antes de que naciera su hija.

¿Podría conocer ese rabino el secreto de la familia? ¿Tendrían alguna relación esos encuentros con que Aloise Winkler fuera mediojudío? Por supuesto, Krebs no podía compartir esos pensamientos con el teniente Hanke. No estaba dispuesto a romper la palabra que le había dado a Helga Kreis bajo ningún concepto. Ni con el teniente Hanke, ni con nadie. Pero tenían que encontrar a ese judío al precio que fuera.

—Excelente trabajo, teniente. Pero es urgente que localizemos a ese rabino judío…

—Antes de venir aquí he pasado por la Jefatura y he hablado con el sargento Reichel. Está teniendo muchos problemas para localizarlo. Los de Asuntos Judíos no se lo están poniendo fácil. No hacen otra cosa que pasarlo de una oficina a otra, de un departamento a otro. Dicen que no pueden considerar como una prioridad buscar a un judío deportado. Dicen que hay asuntos más importantes, que estamos en guerra, capitán.

—No se preocupe, en los próximos días nos visitará el coronel Heffner del SD de Königsberg. Si es necesario, le solicitaré que hable con el mismísimo Heydrich. Pero tengo que localizar a Jacob Palitz, sea como sea.

Krebs fijó su mirada en Margarette, que se preparaba en el mostrador del restaurante para servirle la cena. Le iba a dar un disgusto, pero en ese momento necesitaba hacer algo.

—Margarette, lo siento mucho, pero esta noche no cenaré, me ha surgido algo. ¿Puede llevarme a la Frauenklinik, teniente Hanke?

La jefa de enfermeras Giesler dio un respingo en la silla en la que se encontraba sentada, cuando la puerta de la habitación de Annelies Winkler se abrió y lo vio aparecer. El último ejemplar de la revista Frauen und Werk resbaló de sus manos y cayó al suelo. Azorada, se agachó a recogerlo.

—Capitán Krebs, perdone, no le esperaba. Si busca al doctor Raab no se encuentra en la clínica, esta noche ha tenido que…

—No se preocupe, enfermera Giesler, no he venido buscando al doctor Raab. Solo venía a preguntar por la niña.

Con cierta aprensión, caminó hacia la cama donde yacía la niña Winkler. Bueno, en realidad, un saco de huesos cubiertos por una piel blanquinosa casi irreconocible. Era evidente que había perdido más kilos, todavía se veía más delgada que la primera vez que la visitó cuatro días antes. Le habían vendado la frente y las muñecas. La enfermera Giesler se inclinó hacia Annelies y comprobó que los labios de la niña se habían cuarteado. Introdujo una pequeña gasa en un vaso de agua que había en una mesita auxiliar junto a la cabecera de la cama, la empapó y la pasó por los labios de la niña.

—¿Cómo se encuentra?

—Continúa igual. Bueno, ayer abrió durante unos segundos los ojos…

—¿Cómo?

—Sí, abrió los ojos, durante unos segundos los tuvo clavados en el techo. Después volvió a cerrarlos y ya no…

—¿Y por qué no me informaron? Enfermera, les advertí que me tuvieran informado de cualquier novedad…

—Capitán, no fue nada relevante. Quiero decir, el doctor Raab consideró que no era nada relevante. Él pensó que podía tratarse tan solo de un acto reflejo…

—Es lo mismo, enfermera. Aunque a ustedes les parezca irrelevante, quiero que se pongan en contacto con la Jefatura en el mismo instante en que se produzca la mínima variación en su estado de salud.

—Perdone, capitán Krebs. No volverá a suceder.

—Está más delgada, ¿verdad?

La enfermera Giesler retiró la sábana que cubría a la niña. Fue algo curioso, pero cuando Krebs miró, no vio el cuerpo desnudo de Annelies Winkler tendido en esa cama, lo que acudió a su cabeza fue el cuerpo desnudo de una niña llamada Sophie Winkler, tendida en la mesa de un enajenado mental, su propio padre, mientras otros cuatro hombres la miraban con ojos lascivos, una noche de agosto de 1914. Y después vio el cuerpo desnudo y ensangrentado de Irene Volkenrath, tal como él lo imaginaba en esas largas noches en las que no podía conciliar el sueño. Vio sus cuencas oculares vacías, su mandíbula rota, abierta en una mueca grotesca. Y a su lado, el cuerpo también desnudo de un hombre, llorando y sollozando, con los ojos de su amiga en las manos y preguntandole al que habita en el cielo, dónde podía esconderlos. Una escena que debió suceder en una caseta ferroviaria abandonada junto a la estación de Hamburgo, treinta años atrás.

¿Se encuentra bien, capitán? —preguntó la enfermera Giesler con tono preocupado.

—Sí, no se preocupe. Mucho trabajo, solo estoy un poco cansado. No me ha contestado. ¿Ha perdido más kilos?

—Sí, seguimos alimentándola cada cuatro o seis horas con agua, caldo y leche. Pero continúa perdiendo kilos. Hoy hemos recibido un compuesto vitamínico especial que nos han enviado desde el hospital Kaiser und Kaiserin Friedrich Wilhelm. Mañana por la mañana empezaremos a administrárselo.

La enfermera Giesler cubrió el cuerpo de Annelies Winkler. Extrajo del bolsillo de su uniforme un bonito reloj dorado con cadena y lo miró.

—Precisamente ahora tengo que darle una de sus raciones de leche. Si me espera aquí un momento, capitán…

—Sí, por supuesto. Vaya a hacer su trabajo.

Caminó despacio alrededor de la cama de la niña, en dirección a la silla donde había estado sentada la enfermera. Ella se dirigió hacia la puerta y, al llegar a ella, se volvió para mirarlo con ese rostro que ya mostrara la primera vez que la vio. Ese extraño gesto de las personas que quieren decir algo, que necesitan decir algo, pero que no se atreven. Krebs esperó a que hablara, pero no lo hizo. Bajó la mirada, hizo girar la manivela de la puerta y salió de la habitación.

Se sentó en la silla. Colocó la gorra y el abrigo sobre su regazo y concentró su mirada en el rostro cadavérico de Annelies Winkler.

—¿Qué te sucedió, Annelies? ¿Qué sucedió aquella noche en la yeguada?

El silencio de la habitación, la ausencia de respiración en el pecho de esa niña y sus propias palabras, provocaron que Reinhard Krebs se estremeciera.

Por supuesto, Annelies Winkler no contestó.

Y Reinhard Krebs cerró los ojos.

Cuando despertó, el rostro angelical y los agradables ojos de una joven enfermera rubia lo miraban. Estaba montando guardia junto a la cabecera de la cama de la niña.

Krebs miró hacia la ventana. Había amanecido. Los jirones de una niebla espesa y gélida revoloteaban ante los cristales de la ventana.


6


Reinhard Krebs esperaba en el interior del DKW, frotando sus manos enguantadas, a que el teniente Hanke saliera del Gerichts Casino de la Erich Koch Strasse con un café para él. Era el único sitio que habían encontrado abierto a esas tempranas horas de la mañana. El teniente Hanke había pasado a recogerlo a la Frauenklinik, alterado y excesivamente nervioso, para informarle que el coronel Erich Heffner le esperaba en la Jefatura. Como cabía esperar, la llegada de un coronel del servicio interior de la SD había puesto patas arriba el tranquilo castillo de Insterburg. Los chicos ya se encontraban trabajando cuando llegó Heffner, según el teniente, dando grandes gritos mientras pronunciaba su nombre. Los nervios le jugaron una mala pasada a Grete, la radiotelegrafista, que mientras preparaba una cafetera para el coronel, en su deseo de amenizar la espera, se había derramado el café en la mano mientras llenaba las tazas.

Peter Hanke salió del local con una humeante taza de color blanco, se acercó al vehículo, abrió la puerta y entró. El aroma a un fantástico café turco inundó el interior del DKW. Un café amargo, de esos que abrasan la garganta pero que Krebs tomó en dos tragos.

—Quiero encargarle algo para hoy, teniente. Es algo importante.

Dejó la taza junto al salpicadero, y sacó su libreta. Como casi siempre, el teniente Hanke lo miraba con un gesto de expectación en su rostro.

—Quiero que encuentre a un tal Matthias Rappsel. Me han dicho que se deja ver por los tugurios que rodean la estación.

—¡El viejo Matthias! ¡Claro, es una institución en Insterburg! ¡Todo el mundo conoce al viejo Matthias! Sabe, fue el único superviviente de su regimiento durante la batalla de los lagos Masurianos en la Gran…

—Lo sé, teniente. Bien, deténgalo por cualquier motivo y llévelo a la Jefatura. ¿Tienen aguardiente?

¿En nuestro departamento? No, no tenemos alcohol. Quizá los chicos de la Gestapo tengan algo.

—Vale, pues pídales una botella y que se la lleven a ese tal Matthias Rappsel. Métanlo en uno de los despachos y dejénlo allí hasta que yo llegue. Sé por experiencia propia que esos tipos cantan mejor la opereta de turno cuando el aguardiente fluye por sus venas. Ahora, devuélvale la taza a esa gente tan amable y lléveme a la jefatura.

Un silencio sepulcral se había apoderado de la Jefatura de la Kripo, cuando Krebs y Hanke llegaron. El sargento Reichel hizo un gesto con la cabeza en dirección a uno de los despachos que permanecían cerrados, indicándoles que Heffner se encontraba en su interior. Mientras Krebs se desposeía de la gorra de plato y de los guantes, sonrió a la pobre Grete. La joven llevaba un aparatoso vendaje en su mano y parte de su antebrazo. Krebs les hizo un gesto con el rostro para tranquilizarlos, abrió la puerta del despacho y penetró en su interior.

No hubo saludos de protocolo. El coronel Heffner lo esperaba sentado ante la mesa en la que solían tener las reuniones, dando vueltas con su mano a una taza de café vacía.

—¿Para qué quería que viniera con tanta insistencia, capitán Krebs?

Krebs tomó asiento frente a él.

—Es algo muy importante, coronel Heffner. Necesito tiempo, necesito tres días más. Avanzamos lentamente, pero tenemos cosas. Y tenemos a la niña. Según me ha informado la jefa de enfermeras Giesler, ayer por la mañana abrió los ojos. Fueron solo unos segundos, pero abrió los ojos. ¿Sabe lo que eso significa? Usted mismo me lo dijo, si esa niña saliera de ese estado en el que se encuentra y pudiera hablar, la resolución del caso podía estar…

—No tengo tiempo, capitán. No puedo darle más tiempo. El plazo que le di termina mañana…

—Escúcheme, mi coronel. Usted me dijo que tendría las puertas abiertas y las manos libres para dirigir esta investigación. Al menos escuche lo que tenemos hasta ahora.

—¿Qué tienen?

Durante más de media hora, Krebs le expuso pormenorizadamente el estado actual de la investigación. Todo el trabajo realizado, todas las pistas que estaban siguiendo, sus pequeños avances y todas las incógnitas que el caso de la yeguada Winkler provocaba. Todo, le contó todo excepto su encuentro con Helga Kreis y sus averiguaciones sobre la familia Winkler. Reinhard Krebs tenía dos poderosos motivos para no hablarle de Helga Kreis: primero, le había dado su palabra a la señora Kreis; segundo, su instinto le decía que tenía que guardar algo para él, una carta oculta. Estas cosas funcionan así, todos se engañan, nadie dice toda la verdad, incluso entre compañeros o en la cadena de mando. El Reich es así, todos ocultan algunas cosas por su propia seguridad. Krebs también estaba convencido de que el coronel Erich Heffner no le había contado toda la verdad sobre el caso de la yeguada Winkler.

El coronel escuchó la explicación prácticamente en silencio, haciendo solo un par de preguntas y sin apartar ni un solo momento sus astutos ojos de los de Krebs. Estudiaba cada una de sus reacciones, como Krebs estudiaba las suyas. Reinhard Krebs pensó que los dos eran unos maestros en eso.

En uno de los papeles que había sacado de su cartera de piel negra, timbrada en el lomo con el águila dorada del Reich, había anotado dos nombres, que había rodeado con un círculo una y otra vez con su pluma: Rudi Lauterbach, el bracero desaparecido, y Jacob Palitz, el rabino judío de Königsberg.

—Lauterbach y Palitz, de todo lo que me ha contado esto es lo más fiable que tienen. Especialmente, ese tal Lauterbach. Aunque claro, a nosotros nos interesaría más que fueran los judíos los que estuvieran detrás de esto. Podríamos ganar un ascenso, capitán Krebs.

—Espero que demos pronto con Lauterbach, no creo que haya ido muy lejos y tenemos a todas las fuerzas del Gau tras él, incluida a la Gestapo. Pero me gustaría que me ayudara con el asunto del rabino. El sargento Reichel dice que el Referat V, Asuntos Judíos, no está colaborando excesivamente con nosotros. ¿Realmente es tan difícil encontrar a un judío al que nosotros mismos hemos deportado dentro de nuestro territorio ocupado?

El coronel Heffner sonrió, pero rápidamente la intranquilidad ocupó sus ojos.

—El Gobierno General de ese petulante de Frank, capitán Krebs, ese es el problema. ¿Entiende? Varsovia. Desde hace poco más de un mes estamos agrupando a centenares de miles de esos dichosos judíos en Varsovia. Llegan a miles, nuestra gente allí está sobrepasada. Registrarlos, hacer listados, proporcionarles documentación… yo he estado allí, capitán, sé de lo que hablo. Pero de todas formas, haré algunas llamadas a Berlín. Espero que Schellenberg pueda echarnos una mano. Una llamada de Schellenberg equivale a una llamada de Heydrich. Es posible que entonces los hombres de ese estúpido de Hans Frank se pongan a trabajar. Ya sabe, «el Rey de Polonia» lo llaman. ¡Madre mía, si su único mérito en la vida es haber sido abogado del Führer!

—Tres días, mi coronel. Tiene que darme tres días —el tono de voz de Krebs sonó a súplica.

—No puedo. Dos días, como mucho le doy dos días más, contando hoy tendrá tres. Y me estoy jugando el cuello por usted, capitán Krebs. Estoy sometido a fuertes presiones. Pero tampoco me he quedado quieto, no se crea. Me he informado, capitán, afortunadamente mantengo importantes contactos que suelen ponerme al día de los asuntos que se mueven en Berlín. El Departamento de Antropología Médica y Psicológica está siendo controlado por Wolfram Sievers, supongo que sabe lo que eso significa. Sievers y su gente están jugando fuerte. No sé lo que buscan, pero quieren estudiar a la niña, y la quieren en Alsacia. Sé que son unos imbéciles, estamos en mitad de una maldita guerra, nuestros hombres se desangran en los frentes y ellos están allí, estudiando cráneos y antiguas reliquias. Pero ya sabe que a nuestro Reichsführer le gustan esas cosas. Tienen mucho poder, capitán Krebs. Mucho poder.

—Tres días, coronel Heffner. Con el de hoy, cuatro. Solo le pido eso, sé que usted puede conseguirlo.

Erich Heffner resopló. Pasó su mano por el mentón y desvió la mirada hacia el pequeño bosquecillo que rodeaba el castillo, y que esa mañana gris parecía más verde que nunca a través de la ventana.

—Está bien, tres días. Pero ni una hora más. Si dentro de cuatro días no tiene nada, algo que demuestre que es necesario que Annelies Winkler permanezca aquí, la niña partirá para Alsacia. Y usted continuará con la investigación, hasta que dé con aquellos que cometieron esa carnicería. Por cierto, tengo algo para usted…

Erich Heffner rebuscó en el interior de su maletín. Extrajo una carpeta de color marrón claro que depositó sobre la mesa. La abrió. En su interior, figuraba un documento.

—Como puede ver, el equipo de dactiloscopia de la Gestapo estudió la caja de madera que nos enviaron. Cotejaron las huellas que encontraron en la caja con las que nosotros les enviamos. Todas las huellas de esa caja pertenecían a la misma persona…

Annelies Winkler —dijo Krebs de manera casi inaudible, mientras leía el nombre escrito en el informe.

—Sí, Annelies Winkler. No parece sorprenderle…

—No me sorprende, mi coronel. Los que cometieron esa matanza eran muy profesionales, iban muy bien preparados. No dejaron ni una sola huella en toda la yeguada. Era natural que si la caja pertenecía a la niña Winkler, llevara sus huellas.

—Otra cosa, como puede ver más abajo, el Departamento de Anatomía Forense de las SS en Königsberg estudió los dos ojos humanos que había dentro de la caja. Aunque su estado de descomposición era muy avanzado, dictaminaron que el color del iris de uno de los ojos era gris o azul claro, el otro marrón oscuro…

—Naturalmente. Uno de los ojos pertenecía a Sophie Winkler; el otro a Wolfgang Beck.

—Hay una cosa más, capitán Krebs. Déle la vuelta al documento. Ve, el equipo de dactiloscopia también examinó aleatoriamente algunos de los ojos de las muñecas que había en la caja. En dos de ellos encontraron las huellas de Annelies Winkler. Pertenecían a dos ojos de cristal, de tamaño casi real, de dos muñecas de porcelana. Eso es más sorprendente, ¿verdad? ¿Qué quiere decir? ¿Fue la niña quien arrancó los ojos de esas muñecas? ¿Para qué? ¿Lo entiende usted, capitán Krebs?

El tono de voz del coronel Heffner había adquirido un matiz diferente, el matiz de la sospecha. El tono que emplean los policías cuando se dirigen a alguien de quien sospechan. A esas alturas, la partida era ya a vida o muerte. Por supuesto que Krebs no le hablaría a Heffner de Helga Kreis, de la misma manera que estaba cada vez más convencido que Erich Heffner sí sabía por qué querían llevarse a la niña a Estrasburgo y qué quería investigar el Departamento de Antropología Médica y Psicológica sobre ella. Krebs no levantó la vista, continuó leyendo el informe. Sin apartar la mirada, contestó:

—No lo entiendo, mi coronel. Si le digo la verdad, no lo entiendo.

Más café y bollitos berlineses. El café se estaba convirtiendo en el mayor aliado de Krebs durante aquellos días. Helga Kreis se había sentado frente a él y lo miraba con detenimiento mientras el policía mojaba uno de los bollitos en el café y se lo llevaba a la boca.

—Le está pasando factura, capitán. Este caso le está pasando factura.

—Demasiada presión, señora Kreis. Tengo poco tiempo, mucho trabajo y pocas horas para dormir. Pero no se preocupe por mí. Son gajes del oficio.

—Bueno, supongo que tendré que continuar con mi relato.

—Sí, sería lo mejor. Su relato de ayer concluyó con la muerte de Aloise Winkler. Más tarde estuve pensando, tenía algo que preguntarle… ¿Es posible que el matrimonio de Sophie Winkler con Wolfgang Beck se pactara antes de la muerte del señor Aloise Winkler? Creo haberlo leído en algún informe…

—Sí, así fue. Exactamente, se pactó antes de que Aloise Winkler partiera para la guerra. Como ya creo que le he explicado, el señor Winkler convirtió al hijo del matrimonio Beck en capataz de la yeguada. Le enseñó todo lo que tenía que saber sobre caballos, sobre el negocio, contactos… Le presentó en sociedad, le abrió puertas. Sabe, creo que Aloise Winkler siempre quiso tener un hijo que se hiciera cargo de la hacienda, alguien a quien traspasarle su legado, como su padre se lo traspasó a él. Pero desgraciadamente solo tuvo a Sophie y, además, la señora Henrietta quedó imposibilitada para tener más niños después del nacimiento de su primera hija. Por un lado, creo que Wolfgang Beck significó una de las pocas alegrías de Aloise Winkler durante aquellos años. Formándolo y educándolo a su gusto y antojo, prometiéndolo después a su hija, consiguió solucionar el problema de la sucesión en la yeguada. Le obligó a firmar ese documento por el que el joven se sometía a relegar su apellido detrás del de Sophie a sus futuros vástagos y…

—Pero todo eso es algo inmoral, ¿no? Quiero decir, no solo sometió a su hija a un ritual delirante, sino que además la prometió en matrimonio cuando solo tenía diez años de edad…

—Bueno, lo segundo no era tan anormal, capitán Krebs. Comprendo que alguien de Berlín no lo entienda, pero en el mundo rural esas cosas solían ser algo habitual. Todavía lo siguen siendo.

—Entiendo entonces que, desde la muerte del señor Winkler hasta que se celebrara el matrimonio de su hija, el señor Beck actuó como cabeza de familia.

—Sí, sí. A todos los efectos, Wolfgang Beck se convirtió en el señor de la casa desde la muerte de Aloise Winkler. Eso sí, la familia era muy tradicional, y Henrietta se encargó de que su hija Sophie y Wolfgang Beck no mantuvieran ningún contacto carnal antes del matrimonio, que se celebró en 1925. Poco después empezaron los problemas.

—¿Qué problemas, señora Kreis?

—Sophie y Wolfgang celebraron su luna de miel en la casa de Kolberg, junto a la playa. Allí estuvieron acompañados por Henrietta. Poco después de regresar a la yeguada, el doctor Wiesermann visitó una noche la hacienda, creo que fue a finales del verano de 1925. Sophie Winkler se encontraba enferma, había tenido vómitos y mucha fiebre. Tras examinarla, el doctor les comunicó que estaba embarazada. Recuerdo que todos nos alegramos mucho, la casa llevaba años envuelta en una tristeza sofocante y pensamos que un niño podría devolverle la luz y la alegría. Nos equivocamos, capitán Krebs.

—¿Por qué se equivocaron?

—Verá, el embarazo de Sophie Winkler fue muy accidentado. Tuvo que ser ingresada en varias ocasiones, sufrió de insomnio, alucinaciones y, además, el parto se adelantó. Rompió aguas de improviso, mientras cenaba en el gran salón. Albert tuvo que venir a Insterburg en la noche para llevar a la hacienda al doctor Wiesermann a una comadrona y a una enfermera. El parto tuvo lugar en la habitación de los señores, en la primera planta. Fue horrible, capitán, nosotros estábamos en el vestíbulo, al pie de la escalera, escuchando esos gritos demenciales que llegaban de la habitación. Todos sabíamos que las cosas iban mal, pero no sospechamos que fuera tan espeluznante como más tarde Erna nos contaría. Ella estuvo ayudando en el parto…

—¿Qué sucedió, señora Kreis?

—Según Erna, la señora Sophie estuvo como fuera de sí durante todo el parto. Usted conoce la casa, sabe que la cama de los señores queda enfrente del baño. Según Erna, Sophie Winkler en mitad de su sufrimiento, no hacía nada más que señalar el baño, gritaba que allí había alguien, una mujer, porque dicen que se refería a ese alguien como «Ella». «Ella está allí, en el techo», repetía una y otra vez. «Está esperando a que todos se vayan para arrebatarme a mi niño», gritaba. «La escucho respirar, veo sus dedos putrefactos entreabriendo la puerta». «Quiere quitarme a mi niño, quiere quitarme a mi niño». Fue espantoso. Lo que salió del cuerpo de Sophie Winkler aquella noche no fue un niño, capitán Krebs. Según Erna, era un engendro abominable. El doctor Wisermann lo envolvió en una toalla y se lo entregó a la comadrona. Yo la vi descender por las escaleras, con esa toalla ensangrentada en sus manos. El señor Beck ordenó a Albert que trajera el vehículo hasta la puerta de la casa. La enfermera montó en el coche y este se puso en marcha. No sé a dónde se llevaron a ese engendro, ni lo que hicieron con él…

Reinhard Krebs se incorporó y caminó hacia la ventana. Desde que Helga Kreis había empezado a relatar el parto de Sophie Winkler, la imagen del baño donde esta había sido asesinada no se apartaba de su cabeza. Ironías de la vida, Sophie Winkler había muerto descuartizada en el interior de ese mismo baño, quince años más tarde. ¿O no era una ironía? La sensación de murmullo creciente procedente de las paredes que escuchó allí el día anterior y los inexplicables rastros de sangre en el techo. «Ella está allí, en el techo». «Ella». Eso era lo mismo que habían dicho Annelies Winkler y el capitán Rauschning. «Ella ha salido del árbol, está perdida y no sabe volver». «Ella», así llamaba Annelies Winkler a su amiga imaginaria, según Merlies Buchmann. ¿Quién o qué era «Ella»? ¿De qué se trataba todo eso? ¿Qué pasaba en esa casa? ¿Podía ser toda una familia víctima de la locura? Reinhard Krebs se sobresaltó cuando Helga Kreis volvió a hablar.

—Después de aquel día no pude conciliar el sueño durante meses. Las imágenes de lo que había sucedido aquella noche fatídica de 1914 en el despacho de Aloise Winkler volvían una y otra vez a mi cabeza. Quizá pensará que soy una mujer supersticiosa, pero para mí lo sucedido en el parto de Sophie Winkler estaba relacionado con ese ritual que su padre había realizado años atrás… no sé… una niña de solo diez años, ofrecida a todos esos hombres… una maldición. Una maldición perseguía a la niña, a la casa, a todos nosotros. La visión de aquel acto infame era y es para mí como un fantasma que habitase en mi interior y del que no me puedo desprender. ¿Sabe usted lo que significa convivir con un fantasma dentro de uno mismo, capitán Krebs?

Irene Volkenrath. El fantasma que habitaba en su interior se revolvió dentro de sus entrañas.

—Sí, sé lo que es convivir con un fantasma en tu interior, señora Kreis.

Otra vez volvía a llover. Krebs caminó de nuevo hacia su lugar en la mesa y, aunque sin mirarla, pudo percibir el gesto de sorpresa instalado en el rostro de ella.

—Todos tenemos pasado, señora Kreis. Todos convivimos con recuerdos de nuestro pasado convertidos en fantasmas. Continúe, por favor.

—Después de aquello, la tristeza y el dolor volvió a instalarse en la yeguada Winkler. La señora tardó tres años en volver a quedarse embarazada. No sucedió hasta el invierno de 1928.

—¿Tres años para volver a quedarse…?

—Sí, y muchos pensamos que, después de lo que sucedió aquella aciaga noche, nunca volvería a quedarse embarazada. Aquellos tres años fueron muy duros, capitán Krebs. Como ya le he dicho, nada volvió a ser como antes. Sophie Winkler cayó en una fuerte depresión, a mí me daba mucha pena. Era frecuente encontrarla por los pasillos, recuerdo su imagen lánguida, mirando a la nada a través de los ventanales de la casa, siempre llorando, siempre con los ojos enrojecidos. Por las noches era habitual escucharla gritar, víctima de macabras pesadillas que siempre tenían que ver con esa presencia que ella decía que habitaba en el baño de su habitación. La casa parecía un camposanto, siempre oscura, siempre silenciosa, siempre vacía. Poco antes de anunciarnos el segundo embarazo de la señora, el señor Beck se unió al Partido Nazi y, gracias a eso, la casa volvió a resurgir por las noches, cuando los amigotes del señor lo visitaban para hablar de política.

»Por aquellos días se desató una epidemia de tuberculosis en Insterburg y yo perdí a mi madre. Víctima de la enfermedad, fue trasladada a la Frauenklinik, donde acabó falleciendo, sin que yo pudiera ni siquiera visitarla. Como Sophie Winkler había quedado embarazada, y mi madre y algunos braceros contrajeron la enfermedad, la hacienda fue declarada en cuarentena y nadie podía entrar ni salir de ella. Por ese motivo, al estar liberada mientras cumplía el luto por mi madre, la noche del segundo parto de la señora yo me encontraba en mi habitación, y pude ser testigo de un fuerte encontronazo entre Henrietta Winkler y Wolfgang Beck. El parto fue tan terrible como el primero, pero en esta ocasión nació una niña. Aunque lo hizo muerta. Más tarde Erna me contó que la señora Sophie entró en cólera cuando fue consciente que su hija no lloraba y que envolvían su cuerpo en un mantón, gritando que «Ella» había salido del baño, había penetrado en su cuerpo y había estrangulado a su niña. El doctor Wiesermann le preguntó que quién era ella y, entre sollozos y ante el estupor y el horror de los presentes, Sophie le contestó que era «ese ser abominable que mi padre trajo a casa». Sé que muchos de ellos pensaron que Sophie había enloquecido, pero puede que esa fuera la única ocasión que Sophie Winkler diera una pista sobre quién era «Ella».

—¿Y dice que esa noche hubo un encontronazo entre Henrietta Winkler y Wolfgang Beck?

—Sí, como le he dicho, yo me encontraba en mi habitación. El enfrentamiento tuvo lugar en el despacho del señor Beck, así que yo pude verlo desde el agujero que la pieza de madera dejaba en el suelo. Poco después de que el doctor Wiesermann, la comadrona y la enfermera abandonaran la casa, el señor Beck recriminó a Henrietta que la culpa de todo lo que había sucedido la tenía «ese estúpido judío de Wiesermann». «Los judíos tienen un plan para evitar que nazcan niños arios, a saber qué brebajes envenenados le habrá dado a Sophie durante el embarazo». Y concluyó: «Yo me encargaré de que ese maldito judío no vuelva a poner los pies en esta casa». La señora Henrietta se enfrentó a él, recordándole que el doctor Wiesermann había sido desde siempre el médico de la familia y que así seguiría siendo mientras ella estuviera en la hacienda. Después se desplomó en una butaca y dijo entre sollozos que le hubiera gustado llamar a la niña Annelies, porque así se llamaba la madre de Aloise Winkler. Entonces el señor Beck sonrió y dijo: «Si quería llamarla como a la madre de su marido, el nombre correcto no es el de Annelies. El nombre correcto es el de esa puta judía llamada Rachel». La señora Henrietta se levantó, caminó hacia Beck y le dio un bofetón que resonó por todo el despacho, dando por concluida la conversación.

—Ese doctor Wiesermann, ¿sigue viviendo en Insterburg?

—No, el doctor Wiesermann murió en 1938, la misma noche que falleció en Paris aquel diplomático alemán, Von Rath. Esa noche el señor Beck dirigió a los hombres que asaltaron e incendiaron la sinagoga. El doctor Wiesermann no vivía lejos de allí…

Helga Kreis detuvo su explicación. Antes de volver a hablar, lanzó una mirada de reojo al brazalete del brazo izquierdo de Krebs.

—Dicen que tres camisas pardas asaltaron su domicilio. El doctor Wiesermann les hizo frente. En el forcejeo, cayó por las escaleras y se rompió el cuello.

—Entiendo, aquella noche sucedieron cosas como esa también en Berlín. Continúe, señora Kreis.

—Annelies nació dos años más tarde, en el otoño de 1930. Recuerdo que aquella noche había caído una gran nevada, los mozos tuvieron que quitar con palas la nieve que cubría el camino por el que Albert trajo al doctor Wiesermann y a sus acompañantes. El embarazo de la señora había vuelto a ser complicado y el parto también se adelantó, con lo que el pesimismo sobre un tercer fracaso estaba muy presente en nuestro ánimo aquella noche. Así que puede imaginarse nuestra alegría y la algarabía que nos invadió, cuando escuchamos los lloros de la niña que llegaban desde la habitación de los señores. Recuerdo que Erna y yo nos abrazamos, e incluso lloramos juntas de ilusión. Aquel año la primavera llegó antes a la hacienda, y no solo me refiero a la estación. La felicidad que Sophie Winkler demostraba ante la llegada de Annelies se apoderó también de toda la yeguada. Pero esa alegría duró poco. Cuando Annelies cumplió tres meses, llegó la noticia de la muerte de la señora Henrietta en su casa de Kolberg…

—¿Cómo murió?

—Su estado de salud era delicado, la señora tenía problemas de corazón. Su médico le recomendó el clima suave de Kolberg que, dado su estado, podía resultar beneficioso y la señora partió hacia el Báltico. Por lo que pudimos saber, una chica del servicio la encontró muerta en una mecedora, junto a la ventana, con un libro en su mano y los ojos muy abiertos clavados en una pared. Dijeron que sufrió un paro cardíaco.

Helga Kreis se detuvo. Quizá se percató de la mueca que Krebs dibujó con su rostro. Pero es que el policía de Berlín no pudo evitarlo: la imagen del capitán Rauschning acudió con fuerza a su cabeza.

—A partir de ese día el carácter de Sophie Winkler volvió a cambiar. Yo siempre pensé que la muerte de su madre pudo influir, aunque… no sé, siempre hubo un aura extraña rodeando a la niña. Poco a poco, Sophie se fue alejando de ella, recluyéndose en su habitación. Éramos Erna y yo las que nos ocupábamos de Annelies, porque la señora llegó a no cumplir sus responsabilidades como madre, y nosotras, claro, tampoco nos atrevíamos a decirle nada.

—¿Qué aura extraña rodeaba a Annelies Winkler, señora Kreis?

—No sabría cómo explicárselo, Annelies era una niña preciosa, supongo que la habrá visto en las fotografías. Incluso puede decirse que era demasiado bonita, parecía una de esas muñecas que su padre le compraba cuando viajaba a Königsberg. Pero a la vez, para ser tan pequeña, tenía una serenidad y una calma inquietantes. Recuerdo que seguía con la mirada todo lo que hacías, escrutándote con esos ojos tan azules y perfectos que casi asustaban. Siempre la rodeaba un gran silencio, pero al mismo tiempo había como un murmullo extraño a su alrededor, ese murmullo misterioso que todavía se sigue escuchando en ese lugar. En ocasiones se quedaba muy quieta mirando una pared, el techo, el suelo, su cuna o su cama, cuando ya fue más mayor. Y sonreía maliciosamente o asentía con la cabeza, como si estuviera comunicándose con alguien, con alguien que nosotros no podíamos ver. Cuando creció, no era extraño verla asomada a la ventana de su habitación, con la mirada clavada en el gran roble que hay frente a la puerta de la casa. Podía pasar horas allí, inmóvil, y de vez en cuando reía o simplemente tarareaba una canción, siempre la misma…

—¿Qué canción, señora Kreis?

—No podría cantársela, ni tampoco recuerdo mucho de ella… bueno, no sé, al principio la cantaba de una manera extraña, no entendía lo que decía, eran palabras que yo nunca había escuchado… luego, cuando Annelies creció, solía cantarla mientras jugueteaba dando vueltas a ese viejo roble de la casa, y por la noche, en su habitación, a veces a altas horas de la madrugada. Entonces sí que entendí algo, solo dos frases, algo así como: «En el hogar se enciende un fuego, y está cálida la pequeña casa». Ya no entendía nada más. Pero sucedía algo curioso. Siempre que la niña cantaba esa canción, su madre solía salir corriendo, subía las escaleras llorando y se encerraba en su habitación.

Hans Krebs anotó esas frases en su libreta.

—¿Qué sucedía entre la niña y los caballos, señora Kreis?

—¿Quién le contó eso? ¿Fue Merlies Buchmann?

—Sí, fue ella.

—Bueno, era algo extraño. Annelies siempre tuvo miedo de los caballos, y los caballos siempre tuvieron miedo de ella. Cuando Annelies cumplió tres años, Sophie la llevó una mañana a los establos, donde se encontraba trabajando su padre. Fue horrible, capitán Krebs. Los caballos parecieron enloquecer, intentaban huir de los establos, se golpeaban contra las paredes. La niña tuvo un ataque de histeria y Sophie tuvo que llevársela corriendo a la casa. El señor Beck y los mozos tardaron en hacerse con los equinos, hasta recuerdo que alguno se dañó gravemente. Desde ese día, el señor Beck prohibió a Sophie llevar a la niña a los establos. Y cuando tenían que sacarlos a pastar o al campo de doma, siempre se aseguraban que la niña estuviera en su habitación. Por cierto, aquel día Annelies cayó enferma. Fue muy desagradable, capitán Krebs.

—La amiga imaginaria de Annelies. ¿Cuándo empezó eso?

—Desde el principio. Como ya le he dicho antes, la niña tenía obsesión con ese viejo roble. Ella decía que su amiga vivía allí. Pasaba horas sentada frente al árbol, jugueteando a su alrededor mientras cantaba esa extraña canción. Salía, dejaba sus muñecas…

—¿Dejaba sus muñecas bajo el árbol?

—¡Oh sí! Todos los días. A veces, incluso sacaba de la casa vasos de leche y mendrugos de pan, que dejaba bajo el árbol para que su amiga comiera.

—¿Y que decía su madre de ese comportamiento?

—Sophie estaba muy asustada, capitán Krebs. Siempre lo estuvo. En ocasiones, yo pude ver cómo se acercaba al árbol, levantaba a su hija de mala manera, agarrándola fuertemente por el brazo, mientras le espetaba: «¿Dónde está “Ella”? ¡Dímelo! ¡Sé que “Ella” está aquí!». Entonces la niña se ponía muy sería y decía: «Aquí no hay nadie, mamá». Y Sophie le contestaba: «No me mientas, “Ella” está aquí, sé que está aquí». Erna era la única que podía controlar a Sophie. Recuerdo que decía: «Oh no, ya está otra vez con eso». Y entonces se acercaba a Sophie e intentaba que dejara tranquila a la niña. Bueno, a veces lo hacía y a veces, no.

—¿Alguna vez le habló Annelies de esa amiga imaginaria?

—Mire, Erna y yo nos alternábamos en sus cuidados. Sí, una vez me habló de esa amiga, es más, me dio un susto de muerte. Fue aproximadamente hace un año. Yo estaba bañándola, sí, sé que la niña ya era muy mayor, pero nosotras siempre nos ocupábamos de su aseo personal, la tratábamos como a una princesa. Fue en esa misma bañera en la que el señor Aloise Winkler…

—La bañera de la habitación de los señores.

—Sí. Había enjabonado a la niña y le pedí que se levantara para aclararle las piernas. Entonces, sentí un líquido caliente que cayó sobre mis manos. Era orina, capitán Krebs. La niña se orinó encima de mis manos. Recuerdo mi cara de sorpresa mientras miraba su rostro, y el gorgoteo que provocaba el chorrito de orina al caer en el agua detenida en la bañera. Yo le pregunté: «Annelies, ¿por qué has hecho eso?». Y ella, soltando una risita maliciosa, me contestó: «Porque “Ella” me lo ha ordenado. Quería reírse de ti». Entonces le dije: «¿Ella? ¿Quién es “Ella”?». «Mi amiga, ¿quién va a ser?», me contestó. Le pregunté: «¿Ella está aquí? Pero ¿no dices que vive en el árbol?». Y Annelies me dijo: «Sí, pero muchas veces sale, luego yo la acompaño al árbol de la mano, porque no sabe el camino de vuelta». La firmeza con que le niña hablaba de ese asunto aumentó mi angustia. Le pregunté: «¿Dices que ahora está aquí?».Y soltando otra de esas risitas, me dijo: «Sí, detrás de ti. Está tocando tu cofia». Me giré muy asustada. No crea que estoy loca, pero en verdad allí se sentía algo, una presencia. Pero, por supuesto, no había nadie. Entonces le dije: «Annelies, ¿por qué no la puedo ver?». Y ella me agarró del pelo con fuerza, acercó mi cabeza a su rostro, trasformado en una mueca desconocida, y me dijo: «Porque te morirías. Porque morirías de terror». Fue una experiencia terrible. Además, estaba lo del columpio…

—¿El columpio? No he visto que en la casa haya ningún columpio…

—Sabe, el señor Beck le hizo a Annelies un bonito columpio que colgaba del viejo roble. La niña nunca lo usó. Siempre estaba sentada en el suelo, mientras el columpio se balanceaba solo. Annelies decía que «Ella» no la dejaba columpiarse. Bueno, nosotros siempre supusimos que la niña lo movía para asustarnos. Un día, Sophie se hartó y salió corriendo de la casa. Levantó a Annelies, que estaba sentada en el suelo, y se encaró con el columpio, que no dejaba de mecerse de un lado para otro. «¡Sé que eres tú, ser maldito! ¡Vete de aquí, deja a mi hija! ¡Quita tus putrefactas manos de ella!», gritó Sophie al columpio. Y el columpio siguió balanceándose solo, porque la niña no lo podía mover, capitán Krebs. La niña estaba viendo la escena desde la puerta de la casa. Sophie enloqueció y arrancó el columpio, por eso usted no lo ha visto. ¡Pero eso sucedió! ¡Yo lo vi, capitán! ¡Ese columpio se balanceaba cuando la señora Sophie le estaba hablando! ¡Lo juro! Después de aquello pensé en abandonar la casa, capitán Krebs. Pero no sabía a dónde ir.

El silencio envolvió la estancia. Estuvieron así unos minutos, mirándose, pero sin pronunciar palabra. Fue Krebs quien volvió a hablar, y pensó que Helga Kreis ya sabía lo que iba a decir.

—¿Sabe lo que creo, señora Kreis? Creo que Annelies Winkler sufría algún tipo de enfermedad mental. Pero hay una cosa que no comprendo. ¿Por qué sus padres no la llevaron a un médico? Tenían medios, dinero, contactos. ¿Por qué no la llevaron a un especialista en enfermedades mentales infantiles?

—Para evitar habladurías, capitán Krebs. ¿La hija de los señores Winkler, una enferma mental? No, no se lo podían permitir. El señor Beck estaba ascendiendo en el Partido, los negocios iban viento en popa. Tenían que dar la imagen de una familia perfecta, así es la vida en este rincón provinciano del Reich. Sé lo que usted pensará de nosotros, pero créame que es la única explicación. No hay otra.

—Sin embargo… ¿Conocía usted a los señores Palitz, señora Kreis?

—¿Los vecinos de la yeguada? No, solo de vista. Nunca hablé con ellos. Eran judíos, capitán Krebs. Los judíos no eran bienvenidos en la yeguada Winkler.

—¿Y sabe si Sophie Winkler tuvo alguna relación con ellos? ¿Sabe si los visitó alguna vez, o si tenía costumbre de hacerlo?

—No, lo desconozco. La Señora Winkler abandonaba la yeguada siempre que quería. Pero nunca sabíamos a dónde iba, era muy reservada, capitán.

—Por lo demás, Annelies era una niña normal, tengo entendido que una buena estudiante.

Sí, es cierto. Sacaba notas excelentes, Annelies es una niña muy inteligente. Demasiado inteligente, capitán Krebs. Supongo que mucho más que la media de los niños de su edad. ¿Recuerda los frescos del techo? Con seis años ya explicaba su significado. Sabía lo que representaba cada figura, conocía frases enteras de la leyenda. A veces subía a la torre y leía los libros de su abuelo. ¿Cómo llamaba a aquella leyenda? Sí, ya recuerdo. El Ragnarök. La llamaba la leyenda del Ragnarök.

—¿Qué pasó el último año? ¿Por qué fue todo el servicio despedido?

—Una mañana, Erna estaba bañando a la niña. Esta titiritaba, hacía mucho frío y el agua se había quedado helada. Erna bajó a la cocina a por más agua caliente, entonces escuchamos un grito y, a continuación, un golpe seco. Provenía del baño del dormitorio de los señores. Todos corrimos en esa dirección. La niña estaba tumbada en la bañera, había caído en su interior. Se había golpeado con el borde, donde había dejado un rastro de sangre. Temblaba, tenía los ojos muy abiertos, dos hilillos de sangre manaban de su nariz y, con la mano, señalaba al techo del baño. Recuerdo que Sophie se llevó las manos al rostro, caminó hacia su cama y se dejó caer en ella mientras gritaba: «¡La ha intentado matar! ¡Esa cosa la ha intentado matar! ¡Ha intentado matar a mi hija, como hizo con aquellos que perdí!». Albert cubrió a la niña con una gran toalla y la llevó a su habitación. Annelies estuvo muy enferma. Pero esta vez la niña ya no consiguió recuperarse. El señor Beck decidió trasladarla a su habitación…

—Espere, espere, señora Kreis. ¿Quiere decir que Annelies Winkler dormía con sus padres?

—Sí, los últimos meses, sí…

Reinhard Krebs resopló, lo acompañó con un gesto de satisfacción. Habían resuelto el misterio de la cama sin deshacer en la habitación de Annelies. La cama de la niña estaba hecha porque ella dormía con sus padres. Lo anotó en la libreta y lo subrayó tres veces.

—Continúe…

—Bueno, el señor Beck nos prohibió a todo el servicio entrar en su habitación. Nos dijo que, en adelante, Sophie y él cuidarían de la niña. Yo ya no volví a verla. Sé que casi no dormían, pasaban la noche en vela porque la niña sufría continuos ataques, pesadillas y delirios. Una mañana, el señor Beck nos reunió a todos en su despacho. Sentado ante su escritorio estaba el notario Höffer. El señor Beck ofreció un pequeño discurso en el que nos agradeció los servicios prestados a la familia. Especialmente a Albert, a Erna y a mí. Después, el notario nos leyó el documento que usted ya conoce. La familia Winkler se haría cargo de nuestro futuro económico a cambio de nuestro más absoluto silencio. En los días siguientes recogimos nuestras cosas y nos marchamos de la casa. Albert y Erna regresaron a Pomerania y, en mi caso, el notario Höffer me hizo entrega de esta casa. Fue expropiada a una familia judía días antes de mi llegada.

Reinhard Krebs golpeó con la pluma sobre la libreta, dándole vueltas a un asunto.

—Capitán Krebs, usted nunca encontrará a los asesinos de la yeguada. Porque no son humanos. Hay algo en esa casa, algo muy antiguo, algo poderoso, algo que llegó la noche que Aloise Winkler hizo aquel pacto con la muerte. No sé lo que es, seguramente nunca lo sabré. Pero no es algo humano. No es un asesino al que usted pueda detener.

—Señora Kreis, estamos en 1940. Esas cosas no existen, todo, escúcheme bien, todo, tiene siempre una explicación lógica…

—Esto no, capitán Krebs, esto no tiene una explicación lógica. Ustedes creen que tienen respuestas para todas las preguntas, pero se equivocan. Existen cosas que no tienen explicación. Sabe lo que creo, que «Ella» no se detendrá hasta que muera la niña. Annelies es la última de los Winkler. Con ella se cierra el círculo de sangre. Bueno, posiblemente Albert, Erna y yo también moriremos, todos aquellos que tenemos noticias de su existencia. También usted. Pero por otro lado, también pienso que puede existir una solución. Es posible que, si me hace caso, todavía nos quede una esperanza. Una última esperanza.

Helga Kreis se incorporó y caminó hacia Krebs. Para su sorpresa, agarró sus manos. Estaba muy caliente, como si tuviera fiebre. No sabía si era correcto aquello que le dijo, pero ella creía profundamente en esas palabras. Su rostro no engañaba. Su rostro era la muestra palpable de la convicción.

—Vaya a la iglesia de San Miguel. Hable con el padre Weishoffer, él lo está esperando. Encomiéndese a él y encomiéndese a Dios. Y, por favor, hágale caso. Haga caso de todo lo que el padre Weishoffer le diga. Hágalo por mí, y hágalo por usted. Y, sobre todo, hágalo por Annelies Winkler, capitán Krebs. No la deje morir. Ella es solo una niña. Una niña de diez años.

Tres grandes fotografías del Führer en el escaparate a la izquierda de la puerta. En el escaparate de la derecha, las tradicionales fotografías de niños y niñas sonrientes, rubios y de rasgos perfectos con sus impolutos uniformes de las Juventudes Hitlerianas y la Liga de Muchachas Alemanas. En el centro, una imagen de grandes proporciones del Gauletier Erich Koch impartiendo un mitin delante de la Luterkirche durante una de sus visitas a Insterburg. Sobre la fachada, una marquesina y, en esta, en luminosas letras góticas, el nombre del negocio: Fotografía Buchmann.

Aparcado frente a la puerta, en una triste y desértica Hindenburgstrasse en esa mañana de niebla y lluvia, el teniente Peter Hanke observaba desde el interior del DKW con rostro preocupado. Era normal, no pudo evitarlo y, al abandonar la casa de Helga Kreis, Reinhard Krebs vomitó sobre el pavimento el café y los bollitos berlineses que había ingerido. Para ser sincero, Reinhard Krebs no creía que el estómago se le hubiera revuelto como consecuencia del cansancio. El motivo fue que por primera vez, mientras Helga Kreis le contaba la historia de la familia Winkler, fue consciente que la investigación de ese suceso podía no tener un final satisfactorio. Es más, por primera vez pensó en algo todavía más inquietante: que los sucesos de la yeguada Winkler no tuvieran una explicación lógica. Que Helga Kreis pudiera tener razón. Por eso tenía que confirmar, con las pocas posibilidades que tenía en su mano, que la historia de Helga Kreis no fuera el delirio de una demente.

Abrió la puerta y entró en el local. Un llamador de campanitas chinas lo recibió al adentrarse en la vacía estancia. Sus sentidos se cubrieron con el tradicional olor que siempre desprendían esas tiendas de artículos fotográficos. Tras el mostrador, un hombre bajo, delgado, de cabellos canos y luciendo un mostacho que recordaba a los tiempos del káiser. La parte de su vestimenta que era visible consistía en un chaleco de tweed gris claro, camisa blanca y pajarita de color rojo. El hombre levantó la mirada de unos papeles que estaba estudiando, titubeó ostensiblemente al percatarse de su uniforme y levantó el brazo equivocado para decir, de forma difusa:

—Heil Hitler!

—Heil Hitler! —le contestó Krebs, mientras el hombre cerraba la carpeta y se quitaba las gafas.

Se acercó hacia el mostrador a la vez que se quitaba los guantes y la gorra, que colocó bajo su axila.

—¿Es usted el señor Peter Buchmann?

—Sí, yo soy Peter Buchmann.

—Señor Buchmann, soy el capitán Reinhard Wolfgang Krebs, de la Policía Criminal de Berlín. Estoy en Insterburg investigando los sucesos de la yeguada Winkler. Me gustaría que me dedicara un momento de su tiempo.

—¡Naturalmente! ¡Cómo no! Mi hija Merlies me habló de usted. Me dijo que estuvo charlando con ella en la escuela…

—Sí, Merlies, una niña encantadora.

—Capitán Krebs, antes de nada quiero que sepa que lamento mucho lo sucedido con Wolfgang y Sophie. Nos unía una gran amistad, una amistad que se prolongaba en el tiempo, desde nuestra infancia. Mi padre y el padre de Sophie Winkler ya eran muy buenos amigos. Ahora mi mujer, Lotte, y yo, además de mi hija, rezamos por el estado de salud de Annelies. Por cierto, ¿cómo se encuentra la niña?

—Señor Buchmann, lo siento pero no le puedo dar ningún tipo de información sobre la niña Winkler, además, yo no he venido a hablar de ella. He venido a hablar de usted.

Un ligero temblor en su mano derecha, cuando esta ascendió hasta su rostro para mesarse la parte más poblada de su mostacho.

—¿De mí? ¿Qué quiere de mí, capitán Krebs?

—Quiero que me hable de la noche del 13 al 14 de agosto de 1914. ¿Le dice algo esa fecha, señor Buchmann?

El rostro de Peter Buchmann palideció adquiriendo un tinte cadavérico.

—No, no me dice nada. Agosto de 1914… eso fue unos días antes de que estallase la Gran Guerra… no, no. Esa fecha no me dice nada.

—Le refrescaré la memoria. Creo que por aquellos días su padre, Erich Buchmann, era médico y burgomaestre de esta ciudad. Como usted ha dicho antes, mantenía una estrecha amistad con Aloise Winkler, hasta el punto que ambos formaban parte de una sociedad secreta conocida como la Orden de los Germanos…

—Espere, capitán Krebs. Mi padre fue un gran médico, un patriota y, además, un burgomaestre querido por su pueblo. La Orden de los Germanos no era una sociedad secreta…

—¿Ah, no? Ese señor del que tiene tres grandes retratos en el escaparate, nuestro Führer, Adolf Hitler, promulgó un decreto hace unos años por el que abolía y prohibía las sociedades secretas en nuestro Reich. Creo recordar que una de esas sociedades secretas prohibidas era la Orden de los Germanos.

—Sí, pero aquí, en Prusia Oriental, en aquellos años…

—En aquellos años la Orden de los Germanos era una sociedad secreta, señor Buchmann. Pero no insista, ese no es el asunto. El asunto es otro. Como usted no lo recuerda, volveré a refrescarle la memoria. Esa noche, su padre le pidió que lo acompañara a la yeguada Winkler para que usted hiciera una fotografía. ¿Va recordando ahora?

Peter Buchmann estaba a punto de desmayarse.

—Sí, sí que lo recuerdo. Es que bueno, era algo habitual, los amigos se hacían frecuentemente fotografías y, como yo estaba empezando en el negocio, solía desplazarme a la yeguada para hacerlas.

Señaló con la mano una que había en una de las paredes de la estancia. Un distinguido caballero posaba orgulloso junto a un bonito ejemplar de caballo Trakehner de pelaje oscuro.

—Ve, ese caballero de la fotografía es mi padre posando con Odin, uno de los mejores sementales de la yeguada.

—Sí, una fotografía magnífica, pero a mí me interesa otra fotografía. Otra fotografía en la que también aparecía su padre. Solo que esta vez estaba acompañado de sus amigos de la Orden de los Germanos. Y de una niña de diez años desnuda.

Peter Buchmann se llevó la mano temblorosa a la sien. Su frente estaba cubierta por una fina película de sudor. Balbuceó al hablar.

—Capitán Krebs, yo no sé lo que le habrán contado, pero esa noche yo solo…

—Sophie Winkler. La niña desnuda de la fotografía era Sophie Winkler. ¿Va recordando?

—Sí, pero por favor, intente comprender. Yo era muy joven. Aquella noche mi padre solo me pidió que lo acompañara a la yeguada para hacer esa fotografía. Yo la hice, recogí el equipo y me marché. Albert, el chófer del señor Winkler, me acercó en el coche de caballos a mi casa. No sé lo que sucedería aquella noche, mi padre nunca quiso hablarme de eso. Además, murió unos meses más tarde en la batalla de los lagos. Es todo lo que le puedo decir. Nada más.

—¿Y no le sorprendió? ¿No le sorprendió que cinco hombres: un juez, un alcalde, un diácono, un influyente industial y un importante ganadero se hicieran una fotografía con la hija de uno de ellos, solo una niña de diez años, desnuda?

—Sí, claro que me sorprendió, pero solo tenía que obedecer a mi padre. No tenía que pensar, solo tenía que hacer la fotografía y guardar silencio. Nadie podía hablar de ellos, incluso para mí que era su hijo podía…

—¿De verdad me quiere decir que no le pareció algo insano? ¿No le pareció algo inmoral? ¿No se atrevió a preguntarle a su padre…?

—No, no me atreví. Verá, estaba muy asustado, yo…

—Claro, claro, era usted un cobarde. Siempre lo ha sido. ¿No?

Peter Buchmann inclinó la cabeza, cerró los ojos y apretó los dientes.

—Yo solo obedecía a mi padre. Usted pertenece a las SS, supongo que muchas veces habrá obedecido órdenes sin preguntar, sin pensar después las consecuencias…

—No, no se equivoque, señor Buchmann. Yo pertenezco a la Policía Criminal, ya pertenecía a ella antes de vestir este uniforme. Yo investigo crímenes y delitos. No los cometo.

—Perdone, capitán Krebs. Yo no cometí ningún delito, solo hice una fotografía. Aquella niña era la hija del Aloise Winkler, él podía hacer con ella lo que quisiera, aquí las cosas eran así. Además, la niña parecía feliz…

—Sí, sí, feliz, muy feliz. Tan feliz que estaba bajo los efectos de algún fármaco o de alguna droga. ¿Qué droga le proporcionaron, señor Buchmann?

—No lo sé. Yo esperé en el vestíbulo. Cuando me llamaron, entré, hice la fotografía y me marché, ya se lo he contado. No sé nada más.

—¿Cuántas copias se hicieron de esa fotografía?

—Dos. Una para el señor Aloise Winkler y otra que guardamos aquí, en la caja fuerte.

—¿Tiene aquí esa fotografía?

—Sí. La guardo en la caja fuerte.

—Traigala, quiero verla.

—Discúlpeme un momento, por favor.

Peter Buchmann desapareció detrás de una cortina de color verde que debía comunicar con la trastienda y el estudio de revelado. Reinhard Krebs paseó por la tienda, mirando distraídamente las fotografías que tenía expuestas: bautizos en la pila bautismal de la Luterkirche y otras iglesias; sonrientes parejas de recién casados; soldados de la Reichswehr y de la Wehrmacht, alguno de las SS. Más niños de uniforme…

Regresó con un sobre color sepia en la mano. Lo abrió y lo agitó en el aire hasta que una antigua fotografía resbaló del sobre y cayó encima del mostrador.

Reinhard Krebs la cogió entre sus manos. Allí estaba. La fotografía de la infamia.

El floreado papel de las paredes delataba que se trataba del despacho de Aloise Winkler, aún hoy en día se encontraba igual. Había tres cuadros de contenido difuso en una de las paredes, donde ahora habían colocado un armario archivador. Los cinco hombres se encontraban exactamente en la misma posición en que los describió Helga Kreis: sentado a la derecha, en un butacón, Aloise Winkler, con gesto duro, pétreo, llevaba una chistera en su mano derecha y unos guantes en la otra mano. Sentado a la izquierda, en otro butacón, un hombre de rostro serio y siniestro, ojos malévolos pero que denotaban una gran inteligencia. Su mano izquierda estaba apoyada en su mandíbula, y el dedo índice rozaba la piel de su rostro en un gesto que evidenciaba una personalidad narcisista. Helga Kreis dijo que se trataba del juez, Johannes von Kluge.

Tras él, un hombre alto, corpulento y un tanto obeso, llevaba un fino bigotillo y por su rostro, parecía estar muy asustado, como si tras el objetivo fotográfico estuviera viendo una aparición macabra. Dedujo que se trataba del diácono Morgenthaler. Junto a este, un hombrecillo de aspecto anodino, por descarte podría tratarse del industrial Lindemann y, junto a él, otro hombre, el mismo que Peter Buchmann había identificado en esa otra fotografía, posando junto a un caballo: Erich Buchmann, el entonces burgomaestre de la ciudad. Todos ellos rodeaban a la figura principal de la fotografía: una preciosa niña de diez años de edad completamente desnuda, excepto por unos calcetines blancos y unos zapatitos negros. Tenía los brazos en cruz, y con las manos sujetaba el mantón blanco del que le hablara Helga Kreis.

Una luz provocada por un efecto fotográfico proyectaba en su piel blanca un brillo que todavía convertía a la fotografía en más sucia y pervertida. Lo más sobresaliente era la expresión facial de la niña: unos ojos perdidos, ausentes, que otorgaban al rostro de Sophie Winkler un aspecto casi místico.

Krebs dejó la fotografía sobre el mostrador, allí donde la mirada de Peter Buchmann estaba clavada.

—Mire la fotografía. ¿No le da vergüenza?

Buchmann no contestó.

—Bien, le diré lo que va a hacer…

El tintineo del llamador chino le interrumpió. El teniente Peter Hanke entró en la tienda. Un momento antes, Krebs había escuchado el sonido del motor de otro vehículo estacionando junto a la puerta de la tienda.

—Capitán Krebs, el sargento Washausen nos está buscando. Ha aparecido algo en la yeguada y parece que es importante. ¿Va a tardar mucho?

—No, teniente Hanke, ya terminaba mi charla con el señor Buchmann. Espéreme fuera, por favor.

—Como usted ordene, capitán.

—Escúcheme bien, señor Buchmann: quiero que coja esta fotografía y la destruya. Si guarda los negativos, que imagino que sí, destrúyalos también. En los próximos días, la Gestapo recibirá una notificación por la cual se advertirá de que en este estudio se esconden fotografías de contenido pornográfico. Ya sabe usted que en nuestro Reich la pornografía es un delito duramente penado. No le gustaría que la Gestapo encontrara esta fotografía o sus negativos en esta tienda. ¿Verdad que no? No sería bueno para usted que en el informe de la Gestapo local apareciese junto a su nombre y su fotografía la palabra asocial, acompañada de una descripción de sus rasgos de pervertido en posesión de material pornográfico. ¿Qué diría Lotte, su esposa? ¿Y Merlies? Sería una vergüenza para ella. Y qué dirían sus convecinos, parece que en Insterburg a esas cosas le dan mucha importancia. No, no sería nada bueno para usted.

La mirada de Peter Buchmann continuaba clavada en el mostrador. Ni siquiera hizo ademán de abrir la boca. Krebs se colocó la gorra y los guantes mientras caminaba hacia la puerta de la tienda.

—Solo una cosa más, señor Buchmann. Sé por su hija, y usted mismo lo ha corroborado, que durante todos estos años ha mantenido una estrecha relación con el matrimonio Winkler. ¿Qué pensaba usted cada vez que veía a la señora Sophie? ¿De verdad era capaz de mirarla a los ojos?

Peter Buchmann levantó la mirada hacia Krebs. Dos lágrimas resbalaron por sus mejillas.

—No es necesario que avise a la Gestapo, capitán Krebs. Haré inmediatamente lo que me ha pedido. Me desharé de la fotografía y de los negativos.

—Buen chico, Buchmann. Buen chico.

El tintineo del llamador chino acompañó sus últimas palabras.

Había dos vehículos aparcados en la gran explanada frente a la casa de la yeguada Winkler. Un socavón de importantes dimensiones se había abierto entorno al viejo roble, lo que indicaba que el sargento Washausen había hecho un buen trabajo. Precisamente el sargento y el cabo Reichel charlaban junto al socavón, por sus gesticulaciones parecía que Washausen le estaba explicando algo. Los dos levantaron la vista y caminaron a su encuentro cuando vieron que el DKW que conducía el teniente Hanke hacía su entrada en la gran explanada. Durante el trayecto hasta la hacienda, Krebs había sentido ganas de rezar para que, siguiendo su intuición, Washausen hubiera encontrado las hachas que demostraran que fue más de un hombre los que habían cometido la carnicería de la yeguada. Sin embargo, en aquel momento, Krebs no estaba preparado para aceptar el descubrimiento que el sargento había hecho unas horas antes. Un descubrimiento que daba un giro inesperado a toda la historia de la familia Winkler.

Washausen comenzó a hablar de manera nerviosa y apresurada antes de que hubieran descendido del vehículo.

—¡Capitán Krebs, menos mal que ya está aquí! Ha sido por casualidad, he descubierto los huesos nada más empezar a cavar esta mañana…

Krebs se detuvo en seco. Esa palabra le golpeó con la misma furia que el viento que se había desatado esa fría tarde de noviembre.

—¿Huesos?

Sí, huesos. Huesos humanos. Yo no entiendo mucho, pero sospeché que eran huesos humanos en cuanto tropecé con el primero de ellos. Cuando hicimos el reconocimiento inicial de la yeguada, encontramos lo que parecía una zona de enterramientos allí, justo detrás de los establos. En cuanto empezamos a cavar y descubrimos los primeros restos, comprendimos que se trataba de huesos de equinos y otros animales. Pero estos no…

Llegaron junto al gran socavón.

—¿Dónde estaban?

—Allí, justo donde se encuentra esa gran raíz del roble. Capitán, igual he obrado mal, pero como sabía que usted no quería que le molestaran, me he atrevido a avisar al doctor Steiner, el forense de Insterburg. Ha trasladado los restos dentro de la casa…

Un hombre de unos sesenta años, pelo blanco y rostro rojizo y afable se asomó a la puerta de la casa. Los divisó y caminó de manera apresurada hacia ellos.

—No, no ha hecho mal, sargento Washausen. Ha hecho lo correcto. Su trabajo en esta investigación está resultando magnífico. Lo tendré en cuenta cuando redacte el informe que tengo que enviar a Berlín.

—Muchas gracias, mi capitán —repuso Washausen con tono orgulloso.

—¡Capitán Krebs! —gritó el hombre que corría hacia ellos.

No hubo saludos de rigor, solo se estrecharon amistosamente la mano.

Capitán Krebs, soy Alexander Steiner, forense de Insterburg. Estaba ansioso por conocerlo. El sargento Washausen me ha informado de que es usted el hombre que ha enviado Berlín para investigar los trágicos acontecimientos de la yeguada.

Sí, así es, doctor Steiner.

—No sé si he obrado de manera correcta, pero el sargento y yo hemos introducido los huesos en el interior de la casa. Los estaba limpiando con mis brochas y colocándolos adecuadamente para cuando usted llegara.

—Ha hecho lo correcto, doctor Steiner. Me gustaría que me mostraran lo que han encontrado.

—Sí, sí, acompáñeme…

Caminaron hacia la escalinata que conducía al interior de la casa. Steiner y Krebs marchaban delante; Hanke, Reichel y Washausen los seguían detrás.

—Este hallazgo ha sido una suerte para mí, capitán. No solo es que mi trabajo sea el de forense, es que los enterramientos se han convertido en una especie de obsesión personal. Desde que cursé la carrera en la universidad de Viena, el estudio de los huesos me ha apasionado. Soy un asiduo estudioso de los métodos de celebridades en anatomía forense como Pearson y Dwight. He asistido al levantamiento de osamentas como esta en todos los rincones del Gau. Tengo algo de experiencia.

—Entonces la suerte es para nosotros, doctor Steiner —dijo Krebs, mientras se adentraban en el interior de la casa—. ¿Qué es lo que tenemos aquí?

Habían colocado los huesos en el centro del vestíbulo, sobre unas sábanas de color blanco, bordadas con las iniciales S. W. Junto a los huesos se encontraba abierto un maletín de cuero de aspecto muy viejo, una caja de madera, también abierta y, alrededor de ella, una sucesión de brochas de distintos calibres y espátulas de diferentes tamaños.

—Huesos humanos, por supuesto, y además muy bien conservados. El hecho de ser un terreno básico ha colaborado a que la osamenta se haya conservado relativamente bien. Si el enterramiento se hubiera encontrado más al norte, en los pantanos, entonces…

Krebs se quitó la gorra y se agachó para observar la sucesión de huesos sobre la sábana. El doctor Steiner se colocó a su lado. El rayo de luz que penetraba por el ventanuco del recibidor incidía directamente sobre el osario allí expuesto. Y sobre sus rostros.

Se hizo un momentáneo silencio, solo roto por el aullido del viento en el exterior de la casa.

—¿Qué puede contarme de estos huesos, doctor Steiner?

—Antes de empezar debería explicarle algo. Lo que puedo hacerle es un análisis rápido, a primera vista, nada científico. Hay algunos datos muy claros y concretos que nos pueden ayudar a que nos hagamos una idea de lo que el sargento Washausen ha encontrado. Yo creo, capitán Krebs, que este hallazgo debería ser minuciosamente estudiado por los expertos de la Oficina de Antropología y Anatomía Forense de Königsberg. Si usted me autoriza, yo mismo podría trasladarlos hasta allí, tengo cajas suficientes para…

—Está autorizado a hacerlo, doctor Steiner. Además tiene usted mi agradecimiento por colaborar con nosotros. ¿Cuánto tardarían en hacer un estudio completo y detallado de estos huesos, doctor?

—Más o menos dos semanas.

—Dos semanas… no tengo dos semanas. ¿Qué puede decirme?

—Primero, que nos encontramos ante un cuerpo incompleto, quiero decir, más o menos aquí tenemos una sucesión de huesos que abarcarían la mitad de un cuerpo humano. Y a su vez, los huesos principales han sido cortados por la mitad.

—¿Un cadáver descuartizado?

—Podría ser, capitán Krebs.

—¿Qué más?

—Observe el color, sobre todo el contorno de los huesos craneales. He asistido a muchos levantamientos de osarios y eso, unido a lo pegados que estaban los sedimentos en alguna parte de los huesos, me lleva a una interpretación temprana de que estamos ante los restos de un cadáver que lleva enterrado muchos años.

—¿Muchos años? ¿Cuántos años? ¿Veinte, treinta años?

—Más. Por otros huesos de similares características que he visto en anteriores enterramientos, yo me inclinaría a pensar que entre sesenta o setenta, capitán.

—¿Alguien asesinado hace sesenta o setenta años?

—Eso lo ha dicho usted, capitán, dudo que el origen de la muerte pueda dictaminarse, y menos si no encontramos la otra parte del cadáver. Lo que sí es seguro, como luego le enseñaré, es que el cadáver fue troceado deliberadamente.

—¿Hombre? ¿Mujer?

El doctor Steiner se incorporó, caminó hacia uno de los primeros huesos colocados y lo cogió.

—Mire este hueso, capitán. Es un sacro; normalmente los sacros femeninos suelen ser como este, más anchos y más cortos que los masculinos. De esta manera, suele existir una mayor curvatura en las últimas vértebras lumbares y las primeras sacras, como estas de aquí.

Dejó el hueso en su sitio y cogió otro, lo que parecía la mitad de una mandíbula y parte del hueso facial.

—La mandíbula femenina suele ser como esta, de menor espesor, altura y peso que la masculina. Observe esta parte de aquí, el hueso malar. En las mujeres, este hueso tiende a ser más pequeño y delicado que el de un hombre. Este hueso malar es pequeño y muy delicado, capitán.

Dejó el hueso malar y cogió otro de forma triangular, todavía cubierto por duros cascarones de tierra seca.

Esto es un omóplato. Esta pieza es determinante, porque está completa. Es pequeño y ligero, muy alejado del de un hombre, si fuera el caso. La cavidad glenoidea parece estrecha… yo creo que puedo afirmar, aun a riesgo de equivocarme, que estos huesos pertenecen a una mujer.

—¿Una niña? ¿Una mujer joven? ¿Una mujer adulta?

El doctor Steiner movió la cabeza mientras cogía una parte de lo que parecía un hueso craneal.

—Mire, esto me ha llamado la atención en cuanto lo he visto. ¿Ve esta línea de aquí? Es la sutura basilar del esteno occipital. El doctor Schmidt, un experto en esta materia, sostenía en sus escritos que la sutura basilar se unía entre los veintiuno y los veintitrés años. Esta que tengo en mi mano todavía no está completamente unida, al menos lo que aquí se ve. Es posible que estemos hablando de una mujer joven, entre dieciocho o veinte años, pero por otro lado…

Dejó con delicadeza el hueso craneal y caminó hacia el final de la sábana, obligando al cabo Reichel a apartarse.

—Miré aquí, capitán Krebs. Esto es un hueso púbico, que curiosamente está completo. Esta parte que estoy señalando es un cartílago osificado que se conoce como sínfisis púbica. En las mujeres más jóvenes los bordes suelen encontrarse menos definidos, sin embargo, aquí… parece estar cortada, desunida. No lo sé, capitán, puede que el motivo sea el deterioro del hueso por el tiempo pasado, pero también podría tratarse…

Krebs se levantó lentamente. Su aspecto llamó tanto la atención del doctor Steiner que este interrumpió su explicación. Reichel, Washausen y Hanke también lo observaban detenidamente. Una potente luz se abrió paso en el interior de la cabeza de Krebs. Reinhard Krebs metió atropelladamente la mano en el bolsillo de su abrigo y sacó su libreta. Recordaba haber anotado algo en casa de Helga Kreis, dos días atrás. Pasó rápidamente las hojas. Allí estaba.

—¿Una mujer joven que hubiera dado recientemente a luz, doctor Steiner?

—Sí, podría ser. En ocasiones, cuando la cabeza del niño es muy grande, se ha llegado a cortar la sínfisis púbica para que la madre pudiera dar a luz, capitán Krebs. En definitiva, me inclino por la idea de que estos huesos puedan pertenecen al cadáver de una mujer joven que hubiera dado recientemente a luz.

—Una mujer joven que habría dado recientemente a luz —Krebs lo repitió en voz alta, pero lo pensaba para sí mismo.

—Cabe esa posibilidad, capitán Krebs. Resultaría muy interesante que se estudiara con profundidad esa parte de la sínfisis púbica…

—¿Qué más datos nos puede ofrecer un estudio detallado en Königsberg?

—Una vez que los llevemos a Königsberg los lavarán convenientemente y los dejarán secar. Una vez secos, los colocarán anatómicamente intentando reproducir el esqueleto y los estudiarán en profundidad. Yo creo que por el estado en que se conservan, podrán dictaminar con bastante precisión el sexo, la edad e incluso la estatura. Pero para eso, tendríamos que encontrar la otra parte del cuerpo que nos falta. Dudo que, de no encontrar una prueba determinante, se pueda conocer la causa del fallecimiento…

—Pero ¿cree que los huesos están cortados?

—Sí, se lo enseñaré.

Conforme caminaba, el doctor empezó a señalar los huesos de mayor tamaño.

—El húmero, el cúbito, el radio, el fémur y la tibia. Su buen estado de conservación va a ser importante para que, una vez que se haga un estudio matemático de regresión en virtud de su longitud, podamos establecer la altura del individuo. Pero ni el peroné, ni ningún hueso del pie han aparecido. Tampoco el esternón y, además, solo tenemos cuatro costillas. Bien, como le decía, todos estos huesos están cortados por la mitad. Y, además, mire…

Cogió dos de los huesos y caminó hacia Krebs.

—Por supuesto, podían haberse partido como motivo de la putrefacción y del deterioro, pero, mire esto… ¿lo ve? Esto es un húmero, fíjese, ve este corte… ha dejado como una muesca, una marca astillada en el hueso, una marca de…

—¿Un hacha?

—No, mire el fémur. A la misma altura, el mismo corte y la misma marca, como si se tratara de unos dientes, una especie de filo dentado… recuerda al corte que dejaba en la madera una de esas sierras de dos brazos que utilizábamos para cortar la leña en invierno. Mi padre tenía una.

—Aquí en la casa también hay una —dijo el teniente Hanke.

—¿Dónde? —preguntó Krebs.

—En el sótano, capitán. Yo la encontré durante la primera inspección de la casa. Estaba cubierta por un plástico. Debe ser muy antigua.

Llévenos hasta ella, teniente Hanke. Doctor, venga con nosotros.

Caminaron hacia el final del vestíbulo. La puerta del sótano se encontraba bajo la escalinata, frente a la columna tras la que se escondía Annelies Winkler la mañana que el capitán Rauschning y sus hombres entraron en la casa. El teniente Hanke abrió la puerta y encendió la luz, una bombilla pelada que colgaba de un cable en el centro del sótano. Descendieron por unas escaleras de piedra desgastadas y deterioradas por el paso del tiempo. Continuamente se veían obligados a apartar las telarañas grisáceas que pendían del techo. El doctor Steiner caminaba detrás de Krebs, con el fémur en su mano.

El sótano se encontraba revuelto, víctima de la inspección policial al que fue sometido semanas atrás, aunque ya en su estado original debía verse abandonado y lleno de trastos amontonados. En una pared lateral había un objeto apoyado en la pared, cubierto por una lona de color gris. El teniente Hanke retiró la lona.

—Aquí está, mi capitán.

Efectivamente, era una sierra de dos mangos de grandes proporciones, destinada a que dos hombres empujaran de ella para cortar troncos de madera. Los mangos se veían desgastados y, el filo, cubierto de óxido.

El doctor Steiner colocó la parte por donde parecía que se había cortado el fémur junto a los dientes de la sierra. Mirando a Krebs, hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

—Sí, puede ser, capitán. No es descabellado pensar que este hueso pudiera haber sido seccionado con esta sierra.

—Estoy de acuerdo con usted, doctor. Vámonos de aquí.

Krebs aprovechó que caminaban hacia las escaleras para impartir órdenes.

—Puede que aparezcan más restos, doctor, pero para ganar tiempo no estaría mal que trasladara lo que ya tenemos a Königsberg lo antes posible…

—Sí, mañana mismo los llevaré, capitán Krebs.

—Gracias, doctor. Dejo el asunto en sus manos, manténgame informado en todo momento. No tengo que decirle que tiene las puertas de la jefatura abiertas de par en par.

—Gracias, capitán Krebs.

De regreso en el vestíbulo, la mirada de Krebs se concentró en los huesos que yacían en el centro del recibidor. Pensó algo.

—Sargento Washausen, acompáñeme un momento.

En compañía del sargento, ascendieron por las escaleras que conducían a la primera planta. Krebs se detuvo al llegar bajo el fresco que representaba a Hela, la diosa germánica de la muerte. ¿Y si Helga Kreis estuviera equivocada? ¿Y si todo no hubiera empezado la noche que Aloise Winkler selló un pacto con la muerte, sometiendo a su propia hija en un arcano rito sexual? ¿Y si todo hubiera empezado antes? Mucho antes…

—Es siniestra, ¿verdad, capitán?

—¿Qué dice, Washausen? —Inmerso en sus pensamientos, no había entendido las palabras del sargento.

—Esa imagen de ahí, la del fresco. Le decía que resulta siniestra.

—Sí, tiene usted razón, sargento.

Continuaron caminando hasta llegar a la habitación de Wolfgang Beck. Encendió la luz y avanzaron hasta la puerta del baño. Krebs abrió la puerta y miró en su interior. El rostro de Washausen resultaba expectante. No sabía qué hacían allí.

—Quiero que cave aquí, sargento. En el suelo del baño. Levante las baldosas y cave. Sé que es mucho trabajo, puede buscar a alguien de confianza que le ayude.

—Como usted ordene, capitán Krebs. ¿Puedo hacerle una pregunta?

—Pregunte, sargento.

—¿Tenemos que seguir cavando también bajo el roble?

—Sí. Busque a otros dos hombres que caven junto al viejo roble.

—Como quiera. Otra pregunta: aquí no está buscando las hachas, ¿verdad, capitán?

—No, no estoy buscando las hachas. Estoy buscando la otra parte del cuerpo, la que no ha aparecido bajo el roble. Ahora ya no estamos investigando solo los asesinatos de Sophie Winkler y Wolfgang Beck, ahora estamos investigando otro asesinato más. Un asesinato cometido en esta misma casa hace muchos años. Hace más de sesenta años, sargento.

¿Y qué le hace pensar que la otra parte del cuerpo está enterrada aquí?

Desvió la mirada hacia la cama donde había sido asesinado Wolfgang Beck. La misma cama donde Sophie Winkler había dado a luz tres veces.

—No lo sé, sargento Washausen. No lo sé.

Sí, sí que lo sabía. Pero no podía compartirlo con nadie.

Cuando Reinhard Krebs llegó a la Jefatura se encontró con que su dura jornada de trabajo no había concluido. El cabo Schütze lo recibió con la noticia de que Matthias Rappsel lo esperaba en el despacho. Lo habían encontrado a primeras horas de la tarde merodeando por las cantinas cercanas a la Estación Central. Siguiendo las instrucciones de Krebs, el cabo Schütze le había hecho entrega de una botella de aguardiente, proporcionada por los chicos de la Gestapo. Entre risas, Schütze dijo:

—Dese prisa en hablar con él, capitán Krebs. Al paso al que bebe, en pocos minutos se lo encontrará durmiendo la mona.

Sin hacer mucho caso al comentario, Krebs se acercó a una pizarra que tenían junto a la centralita, debajo de un gran mapa del Reich. Allí había escrito las líneas generales de la investigación del caso Winkler. En el lado derecho de la pizarra, todas las pistas que se mantenían abiertas. En el centro, los escasos progresos y, en el margen izquierdo, todas las incógnitas. Allí escribió la incógnita número 22:


Cadáver, presumiblemente joven, enterrado

bajo el viejo roble. Nombre: desconocido.

Sexo: presumiblemente, mujer.

Edad: presumiblemente, entre 18 y 23 años. Tiempo de antigüedad del enterramiento: presumiblemente, entre 60 y 70 años.

Motivo de la muerte: ¿Asesinato?


Hanke, Reichel, Schütze, Grete y el propio Krebs permanecieron en silencio mirando la pizarra. En ese momento, el experimentado policía de Berlín era consciente de que, si esos restos humanos pertenecían a quien él creía que podían pertenecer, la mayoría de esas incógnitas quedarían sin resolver para siempre. Sin embargo, tenía que intentar algo. Antes de hablar, observó la incógnita número 8: ¿Por qué estaba sin deshacer la cama de Annelies Winkler? Trazó una línea recta con la tiza y escribió: Gelöst.

—¿Resuelto? —preguntó el teniente Hanke con tono sorprendido.

—Sí —le contestó Krebs—. La niña Winkler llevaba un año durmiendo en la habitación de sus padres, teniente Hanke.

—¿Cómo lo ha sabido?

—Eso no importa ahora, teniente. Cabo Reichel, usted se encargó de interrogar a lo que queda de la comunidad judía en Insterburg. ¿Cuántos son?

—Ochenta y dos, mi capitán. Diez de ellos serán deportados al Gobierno General la próxima semana.

—Bien, quiero un listado con sus nombres de pila, sus apellidos y domicilio actual para mañana mismo encima de la mesa de mi despacho. ¿Entendido?

—Sí, mi capitán. Por cierto, no sé lo que hablaría usted con ese coronel del SD de Königsberg, capitán, pero parece que ha surtido efecto. Esta mañana he recibido una llamada del Judenreferat. Han nombrado a un tal Högl como enlace entre su oficina y la nuestra. Me ha dicho que están trabajando duro, y que en los próximos días podíamos tener noticias de ese judío, Jacob Palitz.

—¡Por fin una buena noticia! Usted, Schütze, ¿cómo va el asunto de ese bracero desaparecido, Lauterbach?

—De momento sin novedad, capitán.

—Siga con ello. En general, puedo decir que estoy muy satisfecho con el trabajo y el sacrificio que están haciendo para la resolución de este caso. Gracias, muchachos. Bueno, voy a ver si puedo hablar con ese tal Rappsel.

Caminó hacia la puerta del despacho y, antes de abrir la puerta, Schütze dijo:

—Tenga cuidado, capitán. Por precaución debería ponerse un pañuelo en la nariz.

Todos rieron. Krebs se limitó a sonreír. Más por cansancio que porque le hubiera hecho gracia la ocurrencia de Schütze.

Matthias Rappsel estaba sentado ante la mesa, con media botella de aguardiente en su mano y un vaso en la otra. Krebs entró, cerró la puerta y bajó la cortinilla que aislaba los cristales. En realidad, le dieron ganas de abrir la ventana: el despacho apestaba a una mezcla de alcohol, sudor y orina rancia. Los aromas de Matthias Rappsel.

Tendría alrededor de setenta años. Cuatro mechones desordenados de pelo cano en su pelada cabeza; rostro y nariz colorados y, al abrir la boca, observó que solo conservaba un diente.

—¿Por qué me han detenido, general? Yo solo intentaba echar un trago en la cantina de Rüdiger…

—No está detenido, señor Rappsel. Tengo que charlar con usted, cuando termine nuestra conversación podrá marcharse. Y no soy general, soy capitán. Capitán Reinhard Wolfgang Krebs, de la Policía Criminal de Berlín.

—¡Oh, Berlín! ¡Yo amo Berlín! Solo estuve allí una vez, pero qué buenos recuerdos guardo. ¡Bellas putas y todo el alcohol que uno puede pedir! ¡Berlín! No se parece nada a esta ciudad de mierda. Recuerdo que estuve en un local llamado Eldorado. Allí conocí a la bella Lily. ¡Qué tetas tenía, general! ¿Ve estas manos? ¡Pues con estas manos no podía abarcar sus tetas!

—¡Cállese, Rappsel! No lo hemos traído hasta aquí para que me hable de las putas de Berlín.

Dejó sobre la mesa la gorra y los guantes.

—¿Y por qué me han traído aquí? Yo no he hecho nada malo, solo me gusta beber. Mi vida se reduce a dormir, comer, cagar, mear y beber. Y cuando me despierto cada mañana, vuelvo a beber. Creo que todavía nadie ha prohibido beber. Soy un viejo. No valgo para nada. ¿Qué quieren de mí?

—Quiero que me hable de alguien, de un hombre. De un hombre al que usted conoció en el pasado. Se llamaba Aloise Winkler.

Sin inmutarse, Matthias Rappsel vertió más aguardiente en el vaso.

—¿Y si no quiero hablar, que me harán? —el viejo borracho lanzó una estridente carcaja—. No creo que puedan aplicarme ese castigo de arrancar los dientes con una tenaza! ¡Solo tengo un diente!

—No, pero podemos aplicarle otros castigos. Puedo pedir que le desnuden y le aten los testículos al pomo de la puerta, esperando que alguien la abra. O puedo pedir que lo pongan boca abajo y le peguen quinientos latigazos en las plantas de los pies. ¿Sabe algo, Raapsel? He visto a hombres a los que se les veía el hueso…

—¡Vale, vale, vale! Está bien, hablaré. ¿Qué quiere saber?

—Quiero saber cómo murió Aloise Winkler. Me han llegado noticias de que usted es la única persona que lo sabe.

—¡Claro que soy la única persona que lo sabe! ¡Soy el único superviviente del Primer Regimiento de Fusileros Prusianos! Yo vi morir a Aloise Winkler, sí. ¿Por dónde quiere que empiece?

—Por el principio. ¿Cuándo se alistó en el ejército?

—Poco después de que esa comadreja rusa de Rennenkampf invadiera Prusia Oriental. Así lo llamábamos, la comadreja. Y a los rusos, «las comadrejas rusas». En realidad no es que fuera un patriota, ni siquiera me gustaba mucho el káiser. Me gusta mucho más el Führer que el káiser. Por lo menos el Führer tiene agallas. ¡El káiser era un cagón! ¡Abdicó! ¡El muy hijo de puta abdicó…!

—No me interesa su opinión sobre el káiser, Rappsel.

—Bueno, yo lo único que quería era lucir el uniforme para llevarme a la cama a las muchachitas más jovenes y hermosas. ¡La guerra me importaba una mierda! Pero por lo visto, a la guerra yo no. Me movilizaron dos días después de alistarme: Primer Regimiento de Fusileros Prusianos. Días más tarde me encontraba combatiendo en Gumbinnen…

—Tampoco me interesa esa parte de la historia. Quiero que se centre en el día en que murió Aloise Winkler. No dispongo de mucho tiempo y estoy cansado.

—Como quiera. Después de un avance triunfal, los rusos lanzaron una contraofensiva a finales del mes de septiembre, sobre el día veinte. Tuvimos que retroceder hacia la región de los lagos. Esas comadrejas rusas pusieron sus pies en Prusia Oriental. Conseguimos hacernos fuertes en algún lugar cercano a la ciudad de Gehlenburg. Construimos un puesto defensivo entre unas colinas que ocupaban las comadrejas y un pequeño bosquecillo. A la mayoría de nosotros no nos gustó ese lugar, estábamos demasiado expuestos a la artillería rusa, que nos martilleaba día y noche. Y ese maldito bosquecillo… El problema era ese condenado de Winkler. Ludendorff había puesto al coronel Marstein al frente del regimiento, pero por esos días se combatía en Gehlenburg y Marstein se había desplazado hasta allí. El jodido Winkler se empeñó en que defendiéramos esa posición. Todas nuestras quejas fueron en vano…

—¿Cómo era Aloise Winkler?

—Un hijo de puta. Un compañero mío, el sargento Benburg, decía que estaba convencido que a Aloise Winkler lo había parido el diablo, echándolo por el culo entre grandes sufrimientos. ¡Benburg, qué buen tipo! Sabe, en una ocasión Benburg se encerró en un burdel de Ortelsburg con cinco putas. ¡Cinco! Y sabe lo mejor, una de ellas era un hombre. ¡Ja! ¡Un hombre! ¡Aún recuerdo los gritos que pegaba el sargento cuando descubrió los colgantes y la polla de la bella señorita!

Al grano, Rappsel. Ya se ha alejado usted de lo que nos ocupa.

—Perdone, general. Me pasa muchas veces, tantos años bebiendo me parece que el alcohol me ha afectado a la cabeza. Yo conocía a Winkler con anterioridad, antes de la guerra fui bracero. El jodido Winkler solía venir a la plaza del mercado y en varias ocasiones me había solicitado para trabajar en la yeguada. Solía tratarme muy mal, como a todos los empleados. Ese cabrón solo trataba bien a sus jodidos caballos. En el regimiento pasaba lo mismo. Siempre estaba gritando, dando órdenes absurdas, siempre de mal humor. Era un hombre rodeado por una nube oscura…

«Un hombre envuelto por una atmósfera oscura», así lo había definido Helga Kreis.

—¿Se rumoreaba algo de él? ¿Se comentaba alguna cosa sobre su persona, señor Rappsel?

—Bueno, algunas cosas. Pero en voz baja, siempre en voz baja. Tenía mucho poder, general. A decir verdad, los Winkler nunca habían tenido muy buena fama en Insterburg. Se decía que Lutz, su padre, era un inútil que había hecho su fortuna tras casarse con Annelies Dorfmann, la heredera de las yeguadas Dorfmann.

Matthias Rappsel se abalanzó sobre la mesa, intentando acercarse a Krebs. Un apestoso aliento con olor a aguardiente abofeteó el rostro del policía.

—Algunas veces el viento arrastraba voces. Ya sabe, en la noche, después de una buena borrachera. Esas voces decían que Aloise no era hijo de Annelies Dorfmann, sino de una joven sirvienta judía con más lascivia entre las piernas que pelo. Yo no lo sé, solo eran rumores.

—¿Y sabe usted algo de esa joven judía?

—No, eso sucedió antes de que yo naciera. Debió de ser sobre 1870, poco después de que los Winkler se trasladaran a la yeguada. Hasta entonces vivían en una lujosa casa burguesa de la Luisenstrasse. La casa Dorfmann todavía está en pie, aunque lleva muchos años deshabitada. Posiblemente conoció a esa putita judía cuando ya vivían en la hacienda junto al desfiladero, lo desconozco. Dicen que era una mujer misteriosa, parece como si nadie la hubiera visto nunca. O la gente de su época estuviera demasiado asustada para hablar de ella.

«El secreto de Aloise Winkler no era tan secreto, señora Kreis», pensó Krebs para sus adentros.

—Volvamos al día de la muerte de Winkler, señor Rappsel.

—El muy hijo de Satanás nos obligó a cavar esa trinchera durante días. Una jodida trinchera que terminó por convertirse en la tumba de medio regimiento. Cavamos, cavamos y cavamos. Nos pasamos todo el día y toda la noche cavando y fortificándola con sacos terreros. Y, cada hora, las comadrejas rusas bombardeaban nuestra posición desde la colina y destruían todo lo que habíamos hecho. Para colmo, el agua procedente de los pantanos lo anegó todo. Muchos de nuestros muchachos sufrieron de «pie de trinchera» y, además, no podíamos trasladarlos a retaguardia para que fueran atendidos. Aquello era una mierda, general. La más jodida mierda que nadie pueda imaginar.

s aguardiente cayendo en el vaso. Un nuevo trago.

—¿De dónde han sacado este aguardiente? Es fuerte, como a mí me gusta.

—De la Gestapo, Rappsel.

—¡Esos sí que saben! ¡No se parece en nada a ese mataratas que sirve Rüdiger! Al cuarto o quinto día de estar allí, llegó el ataque de las comadrejas de Rennenkampf. Fue a mitad de la tarde, poco después de ponerse el sol. Comenzó con un potente ataque artillero desde sus posiciones en la colina. Supongo que los rusos aprovecharon nuestro desconcierto y la oscuridad para desplazar a sus hombres hacia el bosquecillo. Todo sucedió muy rápido, general. Muy rápido. Cuando Loringer dio el aviso de que los rusos asaltaban la trinchera, ya los teníamos encima. Solo nos dio tiempo de colocar el cuchillo en la boquilla de los Mauser para recibir a los bastardos a golpe de bayoneta. Muchos de esos hijos de mala madre se clavaron en nuestros cuchillos, yo mismo pude rebanarle los intestinos a más de uno. Pero eran muchos, general, muchos. Algunos de ellos empezaron a tomar la trinchera por el flanco norte. Fue entonces cuando sucedió aquello. Lo de Winkler…

—¿Qué sucedió, señor Rappsel?

—No sé si contárselo. Usted es un general, puede ordenar que me detengan y me envíen al manicomio. No quiero volver a ese lugar, ya estuve una vez. Allí solo hay monjas viejas más feas que el demonio, médicos más chalados que los internos… ¡Y no tienen aguardiente! No, creo que no se lo debería contar.

—No irá a ningún manicomio, señor Rappsel. Tiene usted mi palabra. Además, ya lo ha contado muchas veces…

—¡Pero no a un general!

—Continúe, Rappsel. No haga que pierda la paciencia.

—Era un cobarde. Esa rata de Aloise Winkler era un cobarde. Durante el primer ataque se escondió en una cueva que habíamos excavado en la roca para convertirla en una especie de cuerpo de guardia. Cuando los primeros soldados rusos pusieron pie en la trinchera, el muy hijo de puta intentó escapar. Yo acababa de cargarme a un ruso, un chico joven, casi un niño. Parte de sus intestinos colgaban todavía del cuchillo de mi bayoneta. Era noche cerrada, pero el fogonazo de la artillería y de los Mauser iluminaban la trinchera como si fuera de día. Desvié la mirada un instante y entonces lo pude ver. El muy cabrón intentaba escapar por la parte posterior de la trinchera, camino del bosquecillo.

—No lo entiendo, Rappsel. ¿Cómo podía huir hacia el lugar del que procedía el ataque?

Rappsel se llevó la mano a la frente. Rio, mientras movía la cabeza de un lado para otro.

—¡Maldito hijo del gran cabrón! Aprovechó el desconcierto creado para arrastrar hasta dentro de la cueva a un soldado ruso al que habíamos dado muerte. Cuando yo lo vi, Aloise Winkler iba vestido con el uniforme de ese soldado ruso. Y entonces pasó eso… todavía hoy tengo pesadillas, general. Todas las noches las tengo. Yo estoy seguro de que lo vi, no lo imaginé… eso no pudo pasar. Pero pasó.

—¿Qué pasó?

—Intentaba escapar mirando hacia detrás, cuando el suelo se abrió a sus pies.

—¿Cómo? ¿Qué quiere decir?

—Lo que oye, general. El suelo se abrió a sus pies. Un fogonazo provocado por un proyectil que terminó impactando sobre nuestra posición me permitió ver lo que sucedió. Dos brazos negros y putrefactos, tan negros como la noche y tan podridos como los cadáveres de nuestros compañeros abandonados en tierra de nadie, emergieron del suelo y agarraron a Aloise Winkler por la cintura. Tiraron de él y lo arrastraron hacia el fondo de la tierra. Una de las manos de esa cosa, tan negra y pútrida como el brazo, se posó sobre el rostro de Winkler. Clavó una uña grisácea y corrompida en la cuenca de su ojo y lo extirpó. Sí, estoy seguro, fue el ojo izquierdo. Aullando como un animal, con el rostro ensangrentado y arrastrado por esos brazos putrefactos, Winkler desapareció. La tierra volvió a cerrarse, general. Como si no hubiera sucedido nada.

El más absoluto silencio invadió el despacho. Hasta ellos llegaban las risotadas de Reichel, la cantarina voz de Grete y una frase que salía de la boca del teniente Hanke pidiendo orden y silencio.

—Ya está, ya lo he contado. Ya puede decir que soy un borracho y un loco que no sabe lo que dice. Tranquilo, estoy acostumbrado. Ya puede ordenar que me envíen al manicomio. Bueno, no será tan malo. Intentaré tocarle el culo a alguna de esas monjas que parecen hombres.

—Pudo tratarse de una alucinación, señor Rappsel. Eso no sería nada extraño, muchos hombres en las trincheras de la Gran Guerra vieron cosas, pero eso no quiere decir que fueran reales. Ya sabe, el miedo, el cansancio…

—¡No! ¡Yo lo vi, general! ¡Con estos mismos ojos que lo están mirando! ¡Yo lo vi! ¡Fue real!

El ojo izquierdo. ¿Por qué había mencionado el ojo izquierdo?

—Señor Rappsel, ¿qué sabe usted de los crímenes de la yeguada? ¿Qué le han contado en la ciudad?

—Poca cosa. Que alguien mató a Sophie Winkler y a su marido. Ah, y que mataron a los caballos. También sé que la niña resultó herida, eso me lo dijo mi amiga Hilde, otra borracha como yo que por las noches me da calor. Bueno, siempre que le pague la borrachera, claro. No sé nada más, nadie quiere hablar. Todo el mundo tiene miedo. Mucho miedo.

—¿A qué tienen miedo?

—A los demonios que cometieron la matanza de la yeguada y a los nazis, claro. Perdón, ya he metido la pata. Ahora todos ustedes, los policías, son nazis también. En algún lugar escuché que han enviado a un policía de Berlín a investigar los crímenes. Un policía muy importante. ¿Es usted ese policía, general?

Sí, soy yo. Pero no soy general, Rappsel. Ya se lo he dicho. Soy capitán. Capitán de la Policía Criminal.

—¡Y una mierda, general! Puedo ser un viejo y un borracho, pero no se crea que soy tonto. Ese uniforme que lleva es de general. He visto muchos uniformes, pero ninguno como ese.

—¿Cómo salió de allí, Rappsel? Quiero decir, todos los hombres murieron. ¿Cómo consiguió escapar de allí?

—Se lo diré, aunque supongo que pasará toda la noche riéndose de mí. Todo el mundo lo hace. Me cagué. ¡Vale, soy un cobarde! Pero me cagué. Me cagué encima cuando vi al diablo llevarse al averno a Aloise Winkler…

—¿El diablo? ¿Cómo sabe que lo que se llevó a Winkler fue el diablo?

—¿Y qué otra cosa podía ser? ¿Me lo quiere explicar usted? ¡Fue el diablo! ¡El diablo se llevó a ese hijo de puta de Winkler! ¡Esa familia estaba maldita! ¡Y la yeguada también, también está maldita! Alguien tendría que subir allí y prenderle fuego… Además, el padre Weishoffer, el párroco de San Miguel, vino una vez a hablar conmigo y me lo dijo. Me pidió que le contara la historia y lo hice. El padre me pagó una botella de estas… Él me dijo que había sido el diablo, me dio una estampita y me invitó a acudir a su iglesia a rezar unas oraciones. Yo lo hice. Soy viejo, me queda poco tiempo y sé que el infierno existe. No quiero ser arrastrado a ese lugar por nada del mundo. Sé que existe porque lo vi, lo vi aquella noche en la trinchera…

—¿Cuándo lo visitó el padre Weishoffer?

—Hace más o menos un año. Sí, hace un año.

Me estaba contando cómo salió de aquella trinchera. Tengo curiosidad por saberlo.

—Como le he dicho, me cagué al ver lo que le había sucedido a Aloise Winkler. Y eso me salvó la vida. Quería huir, quería marcharme de ese lugar. Ya no me daban miedo ni las comadrejas rusas ni el fuego de artilleria. Solo me daba miedo eso que había salido del suelo y que se había llevado consigo al teniente Winkler. Mientras la mierda descendía por mis piernas, me acordé de la fosa donde cagábamos todos los días. El teniente nos hizo cavar esa fosa el mismo día que llegamos. Estaba cubierta de mierda hasta arriba. En esa trinchera cagábamos todo el día. Entre el rancho que nos daban para comer, una sopa nauseabunda donde alguna vez podía flotar una patata o un trozo de col, y el miedo que teníamos, estábamos todo el día cagando, esa es la verdad. Allí había mierda para cubrir a una persona entera. Lo pensé muy rápido. Cada vez había más soldados rusos en la trinchera. Uno de ellos cayó sobre mí. Con pericia, conseguí clavarle la bayoneta en el vientre. Lo rematé en el suelo. Dejé mi bayoneta allí, clavada sobre ese pobre desgraciado. Aproveché la oscuridad para correr hacia la fosa, no estaba muy lejos de donde yo me encontraba. Cuando llegué, me arrojé sobre ella como si fuera el agua del lago. No voy a contarle lo que es vivir una situación como esa, general. Le ahorraré los detalles.

»Durante toda la noche y parte de la mañana, permanecí allí, oculto. Pude escuchar cómo los rusos tomaban la trinchera, cómo mataban a nuestros hombres, cómo remataban a nuestros heridos. Muchos de los soldados rusos se acercaron a la fosa. Entonces yo me sumergía, fueron los momentos más críticos. En más de una ocasión, pensé que iba a ahogarme entre toda aquella porquería flotante. Los soldados rusos llegaban, se bajaban los pantalones, abrían el culo y cagaban. Bueno, eso daba igual. Solo era más mierda entre la mierda. Esa tarde el grueso de los soldados rusos se marchó. Solo dejaron una avanzadilla de guardia, diez o doce hombres a lo sumo. Yo aproveché un descuido para salir de la fosa y correr, correr con toda mi alma en dirección contraria al bosquecillo. Esa misma noche llegué a Gehlenburg. Los rusos habían destruido y saqueado la ciudad, la otra mitad de nuestro regimiento murió defendiéndola, entre ellos el coronel Marstein. Entré en una casa, me duché y me vestí con la ropa que los lugareños habían dejado abandonada en su huida. A partir de ese momento caminé entre los bosques y los lagos buscando nuestras líneas. No le aburriré contándole toda mi aventura.

—No, es suficiente Rappsel.

Reinhard Krebs se levantó para dirigirse hacia la ventana. A la luz de una fría luna de noviembre, el bosquecillo que rodeaba el castillo de Insterburg ofrecía un aspecto lúgubre.

—Entonces usted ha contado esa historia mil veces, y por la ciudad ha empezado a correr la leyenda de que el diablo camina por las calles de Insterburg.

—No, no es verdad. Esa historia del diablo la han corrido las viejas beatas…

—Las viejas beatas a las que les llegaba la historia que usted contaba por las tascas y las cantinas de la ciudad sobre la muerte de Winkler, Rappsel. No quiero más historias sobre el diablo, ¿entiende? No quiero que cuente más esa historia de la trinchera de los lagos Masurianos. A nadie, Raapsel. Cierre la boca, no hable, usted no sabe nada. De lo contrario, sí que tendré que detenerlo. La tortura de los latigazos en la planta de los pies es bastante peor que estar día y medio dentro de una fosa de mierda, se lo puedo asegurar.

Krebs se giró hacia él. El viejo lo miraba con los ojos tan abiertos y atentos como si estuviera viendo al mismísimo Führer.

—¿Me ha entendido, Rappsel?

—Sí, general. Le he entendido.

—Muy bien, puede irse.

—Solo una cosa más, general. Es algo muy importante. ¿Puedo hacerle una pregunta?

—Pregunte, Rappsel.

—¿Podría llevarme la botella?

A Reinhard Krebs se le cerraban los ojos cuando esa noche llegó al Dessauer Hof. Había pensado en no cenar, subir a su habitación, dejar la mente en blanco intentando alejarla del caso y dormir. Pero Margarette lo estaba esperando con rostro ilusionado. No pudo decirle que no.

—¡Reinhard, estaba ansiosa por que llegara! Sé que estará muy cansado y le he preparado un plato especial: mi receta de filete de venado con salsa de cebolla. Bueno, la señora Kreis me la dio hace un tiempo. Me dijo que era uno de los platos más importantes cuando trabajaba en la hacienda. ¡Venga, siéntese! ¡Ahora mismo se lo sirvo!

—Gracias, Margarette. Es usted muy amable.

Un gesto de rubor y un brillo especial en sus enigmáticos ojos. La dulce camarera desapareció por la puerta que conducía a la cocina, mientras Krebs se acomodaba en su mesa habitual del comedor. Reinhard Krebs tuvo en ese momento un presentimiento. Mientras paseaba su mirada por la acogedora estancia, pensó que quizá, algún día, sentiría nostalgia de aquellos días pasados en ese lejano y oscuro rincón del Reich.

Esa noche no probó el guisado de filete de ciervo de la señorita Margarette. Se durmió. Se durmió sobre la mesa. Tuvo la sensación de que, momentos después, una mano dulce y suave acariciaba su pelo. Supuso que sería la mano de Margarette. Supuso. Porque mientras eso sucedía, Reinhard Krebs estaba soñando. Soñaba que otra mano acariciaba su pelo.

La mano cadavérica de Irene Volkenrath.


7


¿Cómo puede una gris y gélida mañana de noviembre convertirse en una luminosa y cálida mañana de primavera? Solo hay una respuesta: recibiendo buenas noticias. Nada más llegar con Hanke a la Jefatura, el cabo Schütze los recibió con las mejores noticias posibles: allí donde no había podido llegar la Kripo, había llegado la Gestapo. Habían encontrado a Rudi Lauterbach, el bracero que huyó del barracón de Luisenburg después de que los agentes de Königsberg le tomaran declaración.

Capitán Krebs, me acaban de telefonear de la Oficina Central de la Gestapo en Königsberg: han encontrado a Rudi Lauterbach.

—¿Dónde se encuentra?

—No muy lejos de aquí, en Gerdauen. No se lo va a creer: se esconde en un burdel. Los chicos de la Gestapo lo tienen localizado y lo vigilan, no han querido detenerlo porque consideran que el caso es nuestro…

—¡Qué consideración! —exclamó Krebs, provocando las risas colectivas—. ¿Un burdel?

—Sí, le explicaré: en las cercanías de Gerdauen hay varios acuartelamientos de la Wehrmacht. Se ha permitido que ese burdel permanezca abierto porque, ya sabe, los chicos necesitan desahogarse. Eso sí, la Gestapo lo tiene vigilado y controlado. En apariencia es una tasca pero, en la segunda planta, dispone de habitaciones donde trabajan varias chicas. Ya han hablado con el tipo que lo regenta y está dispuesto a colaborar con nosotros. Él se encargará de dar el aviso a la Gestapo si Lauterbach hace algún movimiento.

—Y hasta ahora, ¿por qué no sabían que…?

—No saben cómo pudo burlar la vigilancia que tienen sobre ese recinto, pero el tipo lo hizo. Ayer sin embargo, cometió un error. Salió por primera vez para entrevistarse con un hombre en un parquecillo cercano. Ahora lo están investigando.

—¿Y no pudieron detener a ese hombre ayer?

—Solo me han comentado que es un importante dirigente del Partido en la zona. No, no pudieron detenerlo. La Gestapo los espera en Gerdenau al mediodía, capitán. Estarán en la plaza del mercado, en un Opel Admiral de color negro. Ellos lo llevarán hasta ese burdel, El Colibrí.

—¿El Colibrí? —preguntó Krebs.

Schütze no contestó. Fue Washausen el que se empezó a reir. Reichel le siguió. Grete y Hanke se unieron a la juerga y, Schütze, sin poder contenerse, terminó por soltar una carcajada.

—¡Venga, basta de risas! —exclamó Krebs—. Hanke y usted, Schütze, vendrán conmigo; Washausen, vuelva a la yeguada y continúe cavando. Reichel, quiero que se ponga de nuevo en contacto con la gente de Asuntos Judíos, ahora Palitz es nuestra máxima prioridad. Y usted, Grete, vuelva a la centralita.

Hanke y Washausen cogieron sus gorras y sus guantes y caminaron hacia Krebs.

—Ese tipo se oculta de algo, Hanke. Demasiados días escondido en un burdel para no saber nada ni tener alguna conexión con los sucesos de la yeguada.

—¿Cómo se llama el burdel, capitán? Es que se me ha olvidado.

El Colibrí, Hanke. Se llama El Colibrí.

Otro coro de risas.

Esas risas formaban parte del buen estado de ánimo que los embargaba esa mañana. Especialmente a Krebs, aunque intentara disimularlo para mantener la tensión y la disciplina entre sus hombres. Después de la inquietante visita a la casa de Helga Kreis, la aparición de esos misteriosos restos humanos en la yeguada y la delirante historia que le había contado Matthias Rappsel, el hecho de haber encontrado a Rudi Lauterbach significó que las nubes negras que lo habían cubierto todo el día anterior desapareciesen de pronto para ser sustituidas por un deslumbrante cielo azul. Las hojas del calendario caían inexorablemente; ahora se encontraba en el tiempo porrogado que le había ofrecido el coronel Heffner. Tres días, solo le quedaban tres días. Si con lo que les pudieran contar Rudi Lauterbach y Jacob Palitz, si es que daban con el rabino judío, seguían sin tener nada, Annelies Winkler sería trasladada a Alsacia y el caso de la yeguada se habría terminado. Ese fue el último pensamiento que Reinhard Krebs tuvo la noche anterior, antes de acabar durmiéndose sobre la mesa del comedor del Dessauer Hof. En ese momento tenía un convencimiento absoluto: más allá de que Lauterbach o Palitz fueran elementos interesantes a investigar, Annelies Winkler era la única persona que podía esclarecer lo sucedido aquella noche de finales de octubre en la yeguada junto al desfiladero. Si perdían a Annelies Winkler, el caso nunca sería resuelto.

Esos eran sus pensamientos cuando el DKW de color negro enfilaba los arrabales de esa pequeña ciudad llamada Gerdauen. Reinhard Krebs esbozó algo parecido a una sonrisa, porque Hanke apartó momentáneamente la mirada de la carretera para escrutarlo y preguntar:

—Todavía se sonríe pensando en lo de El Colibrí, ¿verdad?

—No, teniente Hanke. Pensaba en otra cosa.

Krebs decía la verdad. Desde su conversación con el coronel Heffner, no hacía más que acordarse de una historia que le contara su padre durante su infancia en Hamburgo: la del sepulturero analfabeto que recorría el cementerio arrastrando una lápida. El hombre silbaba una alegre melodía, sin saber que el nombre escrito en la lápida era el suyo. Ese era su estado de ánimo aquel día.

No les llevó mucho tiempo cruzar esa pequeña ciudad y llegar a la plaza del mercado. Allí, estacionado frente a un colmado con el nombre de Weber pintado en la fachada, los esperaba el Opel Admiral de la Gestapo. Dos hombres descendieron del vehículo al ver que el DKW se acercaba a ellos. Vestían de paisano: traje gris, abrigo gris y sombrero de ala del mismo color.

Tras aparcar, ellos también descendieron del vehículo y caminaron a su encuentro. No hubo saludos oficiales, eso solía suceder entre cuerpos policiales, a no ser que el encuentro se produjera en recintos del Estado o en presencia de oficiales y superiores.

De los dos hombres de la Gestapo, quedaba claro que el más alto y corpulento era el que llevaba la voz cantante. Lo pudieron comprobar cuando, obviando a Hanke y a Schütze, se dirigió directamente a Krebs extendiendo su mano.

—Soy el teniente Langer, de la oficina de la Gestapo. Él es mi ayudante, el sargento Kehl —explicó con tono serio, mientras se estrechaban las manos.

—Yo soy el capitán Reinhard Wolfgang Krebs, de la Policía Criminal de Berlín. Ellos son el teniente Hanke y el cabo Schütze, de la oficina de la Kripo en Insterburg.

—Sean bienvenidos a Gerdauen. Tenemos al «pichón» controlado, su captura será una operación muy sencilla, completamente rutinaria.

—¿Dónde está?

No muy lejos de aquí, en un antro llamado El Colibrí. Hay un asunto, capitán, que me gustaría tratar con usted antes de conducirlo hasta ese tipo.

—Dígame, teniente Langer.

—Verá capitán, mantener ese local abierto es un acuerdo entre nuestra oficina y un par de cuarteles de la Wehrmacht que hay en los alrededores. Aunque caiga ese tal Lauterbach, nos gustaría que no se detuviera ni se interrogara a ninguna de las chicas. ¿Será posible, capitán?

«Las chicas saben cosas, nombres, no creo que el problema sean los militares que las frecuentan, sino otros tipos, Prominenten de la ciudad y, seguramente, de pueblos aledaños», pensó Krebs para sí mismo.

—Sin ningún problema, teniente. Solo nos importa Lauterbach. Solo nos interesa Rudi Lauterbach.

—Bien, pues entonces vamos para allá. Sígannos.

Der Kolibri, como su nombre indicaba en unas chabacanas letras escarlatas pintadas sobre una marquesina, era un bar de mala muerte situado en una estrecha calleja del pueblo. El volumen de los coches estacionados al principio de esa calleja impedía que otros vehículos pudieran transitar por esa dirección, por lo que decidieron dejar allí al sargento Kehl por si, aunque no creían que fuera probable, se acercaba algún coche. Langer, Hanke, Schütze y Krebs caminaron hacia la puerta del antro.

—El tipo que regenta el bar se llama Kurt, está colaborando con nosotros a cambio de que olvidemos que ha acogido a Lauterbach en su local…

—¿Por qué lo ha hecho?

—Son viejos conocidos, Lauterbach le proporcionaba chicas. En realidad, ese tipo desconocía que la policía de Insterburg piensa que Lauterbach está involucrado en un caso de asesinato…

—Todavía no lo está, teniente. Solo tenemos una ligera sospecha. Queremos hablar con él.

Repentinamente, el cielo azul desapareció para volver a cubrirse de nubes negras. «Le proporcionaba chicas». Solo ese podía ser motivo suficiente para que Lauterbach se marchara apresuradamente del barracón de braceros de Luisenburg. El proxenetismo era un delito duramente perseguido en el Reich. Excepto que el proxenetismo sea cosa del Estado, la Oficina de Seguridad del Reich, naturalmente.

—¿Se hacen cargo ustedes de la detención? —preguntó Langer.

—Sí, no creo que dé problemas. Usted se puede quedar con ese tipo que regenta el bar.

—De acuerdo —dijo Langer, antes de abrir la puerta y de que entraran en el local.

El olor a perfume barato y la voz de Lilian Harvey cantando Das Gibt’s Nur Einmal los recibieron. El local estaba vacío, solo había un hombre fornido y con un gran mostacho que secaba unos vasos en el fregadero tras la barra. Les hizo un gesto con la cabeza antes de decir:

—Está arriba. Es la segunda puerta, de donde proviene la música.

Lange se acercó a la barra y apoyó su brazo en ella.

—Los espero aquí. Si hay algún problema, avísenme. Kurt, ponme un Schnapps.

Hanke, Schütze y Krebs ascendieron por la escalera de caracol que conducía a la primera planta. El teniente y el cabo sacaron las Luger de sus cartucheras, serían los encargados de entrar en la habitación de Lauterbach antes de que lo hiciera Krebs. No sabían cómo podía reaccionar al verlos aparecer. Tenían que estar preparados para cualquier cosa.

Era un pasillo estrecho, tres o cuatro desgastadas puertas a un lado y una barandilla de madera, que en alguna ocasión había sido roja y a la que le hacía falta una buena mano de pintura, desde la que se divisaba toda la tasca. Llegaron ante la puerta. Hanke acarició con sigilo la manivela circular de color dorado. Esperaron que la voz de Lilian Harvey terminara de cantar esa conocida melodía para que Hanke abriera con fuerza la puerta y, pistola en mano, penetrara en la habitación acompañado por Schütze. Justo en el momento que una atractiva pelirroja cabalgaba desbocada sobre Rudi Lauterbach.

—¡Quieto Lauterbach! ¡Ni te muevas! —gritó Hanke mientras lo encañonaba.

La joven pelirroja se arrojó de la cama al suelo, cayendo de manera estrepitosa con las piernas abiertas. Gimoteando, tiró con fuerza de la sábana de la cama para cubrir su desnudez. Rudi Lauterbach estaba desnudo, tendido en la cama y con las manos levantadas. Asustado, sus ojos se movían de la pistola de Schütze a la pistola de Hanke y, de vez en cuando, de manera avergonzada, desviaba la mirada hacia su prominente pene en estado de erección.

Su rictus de pánico aumentó cuando vio entrar a Krebs en la habitación.

—Schütze, apaga la radio y llévate a la chica.

El cabo asintió con la cabeza, apagó la radio y levantó del suelo a la mujer agarrándola del brazo.

—¿Quiénes son ustedes? ¿Qué quieren de mí? —balbuceó Rudi Lauterbach.

—Soy el capitán Reinhard Krebs, de la Policía Criminal de Berlín.

Los ojos de Rudi Lauterbach se abrieron como platos.

—De Berlín, Lauterbach, de Berlín —recalcó Hanke.

—¿Qué quieren de mí? ¡Yo no he hecho nada! —su nerviosismo iba en aumento.

Tenían que ahondar en ese estado de nerviosismo. Krebs caminó rodeando la cama, sin apartar los ojos de su rostro.

—Rudi, Rudi, Rudi. Estás jodido, muchacho. A no ser que colabores con nosotros.

No sin cierta aprensión, Krebs se sentó sobre la cama.

¿Colaborar? ¿En qué tengo que colaborar?

—28 de octubre, yeguada Winkler en Insterburg. ¿Sabes lo que sucedió ese día?

—¡Sí, claro que lo sé! Alguien asesinó al señor Wolfgang Beck y a su mujer. Y mató también a los caballos. Ya respondí…

—Tranquilo, tranquilo muchacho. Vayamos por partes.

Desvió la mirada hacia los genitales del chico.

—¿Estimas mucho eso que tienes ahí?

—Yo… claro que…

Krebs hizo un gesto con la cabeza al teniente.

—Hanke.

Peter Hanke colocó la boquilla de la Luger en los testículos del joven. Su rostro adquirió un gesto de terror aún mayor.

—Si estimas eso, más vale que colabores con nosotros. No dispongo de mucho tiempo, Lauterbach. Te advierto, que esto sería lo menos que podrías perder.

—¡No entiendo nada! ¡Yo no he hecho nada, señor!

—¿No has hecho nada, Lauterbach? Te refrescaré la memoria. Unos días después de los sucesos de la yeguada fuiste interrogado por agentes de nuestra oficina en Königsberg junto a otros braceros, asiduos trabajadores de la hacienda con los que compartías un barracón en las afueras de Louisenburg…

—Sí, ya les dije todo lo que sabía…

—Bueno, hasta ahí estaríamos de acuerdo. Pero después sucedió algo; esa misma noche y en un estado de cierto nerviosismo, según algunos de tus compañeros, hiciste el petate y te largaste del barracón. Por lo visto, llegaste hasta este pueblo y has vivido recluido en este pintoresco lugar hasta hoy. ¿Por qué, Lauterbach? Si tú no habías hecho nada, según tu declaración. ¿De qué huías? ¿De qué te escondes?

—Tengo mis motivos…

—Hanke puede disparar, Lauterbach, solo tengo que pedirle que dispare.

Rudi Lauterbach agachó la cabeza. Cerró los ojos. Permaneció así durante unos segundos. Después habló, pero sin levantar la cabeza.

Tenía miedo.

Los dos policías se miraron. Una puerta abierta.

—¿De qué tenías miedo, Lauterbach?

Por fin levantó la cabeza. Su rostro estaba empapado en sudor.

—¡Tenía miedo! ¡Esa es la verdad! ¡Tenía miedo!

—No me has contestado. ¿De qué tenías miedo?

—Verá, hace algunos años tuve unos problemas…

—Sí, ya lo sé. Proxenetismo. Eras un proxeneta, Lauterbach. Una chica te denunció en Danzig…

—¡Yo no le hice nada! ¡No la toqué, lo juro! Fue otro…

—Y seguiste comerciando con chicas. Eso ya lo sabíamos, Lauterbach. No, no me convences. Ese no era el motivo. ¿De qué tenías miedo?

Volvió a agachar la cabeza. Las gotas de sudor cayeron sobre las sábanas revueltas.

—Puede creerme o no. Pero esa es la verdad. Tenía miedo que utilizaran esa información para inculparme de algún otro delito…

Otra vuelta de tuerca. Había que seguir presionando.

—Un equipo de dactiloscopia de la Gestapo se desplazó a la yeguada, Lauterbach. Encontraron tus huellas. En los establos.

—¡Naturalmente! ¿Cómo no iban a encontrar mis huellas en los establos? ¡Yo trabajaba en los establos! ¡Claro que encontraron mis huellas, y las de mis compañeros, supongo! ¡Yo trabajaba allí! Limpiando mierda de caballo, por si le interesa.

—¿Y en la casa? ¿Crees que encontraron tus huellas en la casa?

—¡Imposible! ¡Eso es imposible! ¡Me están tendiendo una trampa! ¡Yo nunca estuve en la casa! ¡Nunca! El señor Beck no dejaba ni que nos acercáramos. A ninguno de nosotros.

—Creo que este joven no nos está contando toda la verdad, Hanke. Sigue sin decirnos la verdad de por qué tenía miedo. Bueno, puede que los chicos de la Gestapo, con sus métodos…

—¡No! ¡Se lo suplico, la Gestapo no…!

—Pues cuéntanos la verdad, Lauterbach.

—Está bien, se lo diré. Mire, usted no sabe lo que es ir todas las mañanas a esa plaza de Luisenburg, esperando a que el señor Beck u otros propietarios de las haciendas de la comarca acudan para elegirte, estar trabajando diez horas para que te paguen unos miserables Reichsmarks que no te dan ni para comer…

—Seguías con el asunto de las chicas. ¿Es eso?

—Sí. Por eso me marché. Tenía miedo de que me descubrieran, volvieran a detenerme y me torturaran…

Fin del asunto. Un policía experimentado sabe muy bien cuándo el testimonio de un sospechoso es fiable o no. Y en materia de experiencia, si hay un lugar en el orbe que puede proporcionártela, ese lugar son las calles de Berlín. Krebs podía haber mantenido ese interrogatorio el tiempo que le hubiera parecido necesario, pero solamente habría servido para perder ese valioso tiempo. Estaba claro que Rudi Lauterbach decía la verdad, había reconocido un delito que le costaría la carcel. Pero la certidumbre de Krebs era absoluta en que Lauterbach no tenía nada que ver con los crímenes de la yeguada. Solo con verlo, ya era fácil determinar que ese muchacho no tenía carácter para cometer un crimen de esa magnitud. Rudi Lauterbach solamente era lo que se podía definir como un pobre diablo.

—De cualquier manera has caído, Lauterbach. De aquí te vas de cabeza al calabozo de la Gestapo. Pero no te quejes, te aseguro que podía haber sido mucho peor.

Reinhard Krebs le hizo un gesto a Hanke para que apartara la Luger de los genitales de Rudi Lauterbach.

—Hanke, busque a Langer y dígale que venga. Tendrá que llevarse a este tipo.

—Como ordene, capitán —contestó el teniente, antes de abandonar la habitación.

Krebs se levantó y se acercó a una butaca con capitoné donde había un cojín de dudoso gusto. Se lo arrojó a Lauterbach.

—Toma, tapate, muchacho. Vas a coger frío.

«Cuando una puerta se cierra, se abre una ventana», reza un viejo refrán. En ocasiones las cosas suceden así, como aquel aciago día. El regreso a Insterburg fue un funeral, ninguno de ellos hablaba mientras transitában entre frondosos bosques de coníferas. No era para menos: la posibilidad más factible de encontrar a alguien directamente relacionado con los crímenes de la yeguada Winkler se había esfumado. Hanke y Schütze miraban sigilosamente a Krebs, aprovechando cualquier movimiento que este pudiera hacer. Quizá pensaban en la frustración que debía sentir un policía de Berlín acostumbrado a resolver todos los casos, y que ahora se encontraba perdido en una investigación en la que no tenía nada tras siete días de duro trabajo. Pero los pobres infelices se equivocaban.

En esos momentos, la mayor preocupación de Reinhard Krebs ya no era esa. Su mayor preocupación consistía en convencerse a sí mismo de que con todas las fichas en la mano era posible que el caso de la yeguada Winkler no tuviera una explicación. Una explicación racional. Una explicación que pudiera presentar no solo al coronel Heffner, sino a sus superiores en la Prinze Albrecht Strasse.

Sin embargo, al entrar en la pequeña Jefatura de la Kripo en el castillo de Insterburg, volvió a embargarlos la emoción. Grete estaba en la centralita, se quitó los auriculares de manera apresurada y, con ojos excitados, exclamó:

—¡Capitán, corra! Entre en el despacho y coja el teléfono. Tengo a Högl, de Asuntos Judíos, al otro lado de la línea.

Hanke, Schütze y Krebs se miraron y, casi a la vez, sonrieron. Krebs se dirigió al despacho, entró, cerró la puerta y descolgó el teléfono que tenían encima de la mesa. Grete esperó a que descolgara para introducir la clavija en la extensión correspondiente.

—Soy el capitán Reinhard Krebs.

—¡Capitán Krebs, menos mal que doy con usted! Soy Högl, de Asuntos Judíos. Hemos localizado a ese rabino que usted buscaba, Jacob Palitz.

—¿Dónde se encuentra?

En Varsovia, capitán. En el nuevo gueto que hemos habilitado para reasentar a los judíos deportados desde los territorios del Reich…

—¿Y cómo es posible que hayan tardado tanto en dar con él…?

—Tiene que disculparnos, capitán, todo se ha debido a un error burocrático. Cuando fue deportado desde Königsberg, en el expediente figuraba como Jacob Aaron Palitz. Al llegar a Varsovia, alguien se equivocó al registrarlo como Jacob Aaron, olvidándose del Palitz. Hemos tenido que patearnos todo el jodido gueto para localizarlo, pero al final hemos conseguido dar con él. ¿Cuándo tiene previsto desplazarse al Gobierno General?

—Mañana mismo, Högl. Si es preciso, saldremos ahora en dirección a Varsovia.

—¡Perfecto! Yo les estaré esperando en la puerta de acceso al gueto, no les será difícil encontrarla. Lo conduciré hasta Palitz, capitán.

—Gracias, Högl, mañana nos veremos.

—Hasta mañana, capitán.

Colgó el teléfono. Jacob Palitz. Era la última bala en la recámara de su revolver. Si esclarecer las dos reuniones que ese viejo rabino había mantenido con Sophie Winkler no les habría ninguna nueva línea de investigación, el caso estaría definitivamente perdido.

Antes de salir, Krebs se percató de que el cabo Reichel había dejado la lista de judíos residentes en Insterburg en la mesa auxiliar, junto a la máquina de escribir. Había ochenta y dos nombres escritos, que fue leyendo rápidamente. Buscaba un apellido concreto, y lo encontró en el número ochenta de la lista.

80.

SARAH SCHULZ ROSENBACH.

50 AÑOS, VIUDA.

WIECHERTSTRASSE, 22.

ESTADO: EN ESPERA DE DEPORTACIÓN AL

GOBIERNO GENERAL.

Tendría que ocuparse de ese asunto en cuanto regresara de Varsovia. Pero ahora, lo primero era lo primero. Dobló el documento por la mitad y lo introdujo en el bolsillo interior de su abrigo.

Cuando Krebs salió del despacho, Grete, Schütze y Hanke lo esperaban con rostros expectantes.

—Hanke, llame a su esposa y dígale que no le espere para cenar ni para dormir. Nos vamos a Varsovia.

—¿Cómo? ¿Varsovia?

—Sí, Varsovia. Hemos encontrado a Jacob Palitz.

Gestos de satisfacción en Schütze y Hanke, pese a su malestar inicial. El rostro y los ojos de Grete se iluminaron y empezó a dar pequeñas palmaditas con sus manos en un gesto infantil.

—Ve, Hanke, cuando una puerta se cierra, se abre una ventana.