Capítulo 1

 

COMO de costumbre, Allegra Kallas no esperaba una alfombra roja ni una banda de música a su llegada a Santorini. Lo que sí esperaba era la indiferencia de su padre, el cortés, pero fingido, interés de él por su trabajo en Londres de abogada, y su expresión de decepción al recibir la noticia de que sí, seguía soltera. Un hecho que para un padre griego con una hija de treinta años era equiparable a una enfermedad sin cura.

Lo que le hizo preguntarse por qué había una botella de champán en un cubilete con hielo, con el escudo del apellido Kallas, y por qué era tan maravilloso tenerla en casa.

¿Maravilloso?

Para su padre, ella no tenía nada de maravilloso. Lo único que sí le parecía maravilloso era Elena, su joven esposa, solo dos años mayor que ella, y Nico, el hijo que acababan de tener. Ambos, Elena y Nico, no iban a llegar hasta por la tarde de Atenas, adonde habían ido para visitar a los padres de Elena. Y ya que el bautizo de Nico no iba a tener lugar hasta el día siguiente…

¿Para quién era la tercera copa?

Allegra, sospechando que algo tramaba su padre, dejó caer el bolso en el sofá más cercano.

–¿Qué pasa?

Su padre esbozó una sonrisa que no alcanzó sus ojos, lo que no era de extrañar, tenía la costumbre de hacer muecas de disgusto al mirarla.

–¿Es que un padre no puede alegrarse de ver a su hija?

¿Desde cuándo se alegraba de verla? ¿Y cuándo se había sentido ella querida en el seno familiar? Pero no era su intención abrir viejas heridas y menos ese fin de semana. Había ido por el bautizo; poco después, el lunes por la mañana, regresaría a Londres. Solo iba a pasar allí el fin de semana.

Allegra clavó los ojos en las tres copas de champán.

–¿Para quién es la tercera copa? ¿Esperas a alguien?

La expresión de su padre no se alteró, pero Allegra notó que algo le incomodaba. Su comportamiento era extraño, no solo por la desacostumbrada efusividad del recibimiento, sino también por el hecho de que se miraba el reloj constantemente y se tiraba de los puños de la camisa.

–Sí, la verdad es que espero a alguien. Llegará en un momento.

–¿Quién? –preguntó Allegra con aprensión.

Su padre dejó de sonreír y juntó sus espesas y canas cejas.

–Espero que no pongas las cosas difíciles. Draco Papandreou va…

–¿Draco va a venir aquí? –a Allegra le dio un vuelco el corazón–. ¿Por qué?

–Elena y yo le hemos pedido que sea el padrino de Nico.

Allegra parpadeó. Le había halagado que su padre y su esposa le hubieran pedido que fuera la madrina de su hijo, aunque había supuesto que había sido idea de Elena, no de su padre. Pero no se le había pasado por la cabeza que Draco fuese a ser el padrino, sino alguno de los amigos de su padre. Draco nunca había sido amigo de él, solo se habían tratado por cuestiones de negocios; en realidad, Draco había sido su rival. Los apellidos Papandreou y Kallas representaban dos poderosas corporaciones que, antaño, habían estado asociadas; sin embargo, con el transcurso de los años y la creciente competitividad, habían rivalizado.

Además, ella tenía asuntos pendientes con Draco. Cualquier encuentro con él sería un suplicio para ella. Cada vez que le veía, recordaba los tiempos de su adolescencia cuando había hecho todo lo posible por llamar la atención de Draco y el humillante momento en el que él había puesto punto final a la situación.

–¿Por qué demonios le has pedido que sea el padrino?

Su padre lanzó un profundo suspiro, agarró la copa de ouzo que se había servido y la vació de un trago.

–El negocio va mal. La crisis económica en Grecia nos ha hecho mucho daño. Más del que suponía, mucho más. Voy a perderlo todo si no acepto la generosa oferta que me ha hecho de fusionar las dos empresas.

–¿Draco Papandreou te… te va a ayudar? –preguntó con incredulidad.

La última vez que había visto a Draco había sido seis meses atrás en un club nocturno de Londres en el que había quedado con un amigo que la había dado plantón. De hecho, Draco lo había encontrado muy gracioso.

Odiaba a ese hombre por tener siempre… la razón. Cada vez que ella cometía un error Draco estaba ahí para presenciarlo. Después del vergonzoso coqueteo con él cuando tenía dieciséis años, había desviado la atención a otro joven de su círculo. Draco le había advertido que no se fiara de él, pero… ¿qué había hecho ella? Había ignorado la advertencia y había acabado con el corazón destrozado. Bueno, quizá no el corazón, pero sí su ego.

Después, a los dieciocho, Draco la había sorprendido bebiendo demasiado en una de las fiestas de su padre y le había amonestado por ello. Otro sermón que ella había ignorado y, en consecuencia, había acabado echando hasta el hígado.

Sí, le odiaba.

Incluso con el paso de los años, cada vez que se encontraban, Draco seguía tratándola como si fuera una adolescente, no una mujer adulta que trabajaba de abogada en Londres.

–Draco me ha ofrecido un trato –dijo su padre–, una fusión de nuestras empresas que solucionará mis problemas financieros.

Allegra lanzó un bufido.

–Demasiado bonito para ser verdad. ¿Qué es lo que quiere a cambio?

Su padre desvió la mirada antes de responder.

–Ha puesto algunas condiciones, que no he tenido más remedio que aceptar –contestó su padre por fin–. Tengo que pensar en mi mujer y en mi hijo recién nacido, se lo debo a Nico y a Elena. He hecho todo lo posible por contener a mis acreedores, pero mi situación ha llegado a un momento crítico. Draco es mi única salida; al menos, la única que estoy dispuesto a aceptar.

Las palabras de su padre le dolieron más de lo que quería admitir. ¿Cuándo se había sentido ella parte de la familia? Su hermano mayor, Dion, había tenido leucemia de pequeño; en aquellos tiempos, a los padres que se encontraban en esa situación se les animaba para que tuvieran algún hijo más por si eran compatibles y se podía realizar un trasplante de médula. No hacía falta decir que ella no había producido el resultado esperado. No habían sido compatibles. Dion había muerto antes de que ella cumpliera los dos años. No se acordaba de él, de lo que sí se acordaba era de criarse con niñeras porque su madre, trastornada por la muerte de su hermano, había acabado con depresión profunda. Y ella había acabado en un internado para no molestar a su madre.

Cuando Allegra tenía doce años, un día antes de ir a casa a pasar las vacaciones de verano, su madre «accidentalmente», había tomado una sobredosis de pastillas para dormir y había muerto. Nadie había empleado la palabra suicidio, pero eso era lo que ella pensaba que había ocurrido. Lo peor era pensar que nunca había sido lo suficientemente buena para su madre. En cuanto a su padre, él jamás había ocultado la desilusión que le había causado tener una hija en vez de su adorado Dion.

Pero ahora, su padre tenía otra esposa y, por fin, un hijo.

Allegra nunca había formado parte de la familia y ahora menos.

Allegra se dio la vuelta y vio la alta figura de Draco entrar en la estancia. Miró esos ojos de ónix y, al instante, una extraña sensación se alojó en su vientre. Siempre que le veía tenía la misma reacción: el pulso se le aceleraba, el corazón le latía con fuerza y apenas podía respirar.

Draco llevaba ropa deportiva: pantalones color tostado y camisa blanca. Iba con la camisa remangada, mostrando sus fuertes brazos. Cuando Draco Papandreou entraba en una habitación todas las cabezas se volvían para mirarle. Cada poro de ese cuerpo de un metro noventa de estatura exudaba atractivo sexual.

Allegra recurría al sarcasmo para ocultar lo que ese hombre la hacía sentir. Mejor eso que permitirle ver que todavía le deseaba.

–Draco, qué detalle por tu parte irrumpir en una celebración familiar. ¿Cómo es que no vienes acompañado de una de tus rubias teñidas?

Draco esbozó una cínica sonrisa.

–Esta vez, quien me va a acompañar eres tú, ágape mou. ¿Es que tu padre no te lo ha dicho todavía?

Allegra le dedicó una gélida mirada.

–Ni en sueños, Papandreou.

Los oscuros ojos de Draco brillaron, como si le excitara el hecho de que ella le rechazara. Ese era el problema de haber coqueteado con él de adolescente, Draco no le permitía olvidarlo.

–Tengo que hacerte una proposición –dijo él–. ¿Prefieres que esté tu padre presente o hablamos en privado?

–Me da igual porque rechazaré cualquier cosa que me propongas, sea lo que sea –respondió Allegra.

–Disculpad, creo que me está llamando uno de los sirvientes –dijo su padre. Y, al momento, salió de la estancia. Normal, dado que cada vez que Draco y ella estaban a solas la posibilidad de una explosión era real.

Draco la miró fijamente a los ojos.

–Al fin solos.

Allegra desvió la mirada, se acercó a la bandeja con las bebidas y se sirvió una copa de champán. No bebía mucho, pero en ese momento se veía capaz de beber la botella entera y luego estrellarla contra la pared.

¿Por qué estaba Draco allí? ¿Por qué iba a ayudar a su padre? ¿Qué podía tener eso que ver con ella? Las preguntas se agolparon en su cerebro. ¿El negocio de su padre corría peligro? ¿Cómo era eso posible? Era uno de los negocios más sólidamente establecidos en Grecia y llevaba operando durante varias generaciones. Otra gente de negocios admiraba a su padre por todo lo que había conseguido. ¿Cómo había llegado a esa situación crítica?

Allegra se volvió a Draco y le dedicó una dulce sonrisa.

–¿Puedo ofrecerte algo de beber? ¿Matarratas? ¿Nitrógeno líquido? ¿Cianuro?

La carcajada de Draco le provocó un hormigueo en el vientre.

–Dadas las circunstancias, me conformo con una copa de champán.

Allegra le sirvió una copa y se la dio, disgustada por el ligero temblor de su mano. Cuando Draco agarró la copa, sus dedos se rozaron. La corriente eléctrica le subió por el brazo y después se extendió por todo su cuerpo. Apartó la mano rápidamente y, al instante, se arrepintió de haberlo hecho. Draco tenía la maldita habilidad de interpretar a la perfección su lenguaje corporal.

Draco la desequilibraba. La hacía sentir cosas que no quería sentir. Y por mucho que tratara de evitarlo, no podía apartar los ojos de él. A lo largo de los años había conocido a hombres muy guapos, pero ninguno se podía comparar con él. Draco tenía el cabello negro azabache y una boca que no era solo sensual sino pecaminosamente esculpida. La sola idea de que esos labios se unieran con los suyos la dejaba sin aliento.

Y había ocurrido una vez.

Allegra agarró su copa de champán. Pero antes de llevársela a los labios, Draco alzó la suya para brindar.

–Por nosotros.

Allegra apartó su copa, antes de chocarla contra la de él, pero la brusquedad del movimiento hizo que derramara champán en su blusa de seda. El saturado líquido le empapó el pecho derecho, dentro de la copa de un sujetador de encaje. ¿Por qué se volvía tan torpe en presencia de él?

Draco le dio un pañuelo blanco para que se secara. Por supuesto, Draco llevaba encima un pañuelo limpio.

–¿Quieres que…?

Allegra le arrebató el pañuelo antes de que él pudiera acabar la frase; de ninguna manera iba a permitirle que le tocara el pecho, aunque fuera con un trozo de algodón doblado. Se secó el pecho y jamás semejante acto le había parecido tan erótico. Lo mismo le ocurría a su pecho, que le picaba y el pezón se le estaba irguiendo.

Allegra hizo una bola con el pañuelo y lo tiró encima de la mesa de centro.

–Haré que te lo laven y te lo devuelvan.

–Guárdalo como souvenir.

–El único souvenir que quiero de ti es que te vayas.

–La única forma de conseguir eso es si consigo este asunto de la fusión de nuestras empresas.

–No me importa en absoluto esa fusión.

–Pues debería. Depende completamente de que tú aceptes las condiciones del trato.

¿Condiciones? ¿Qué condiciones?

Allegra sacudió la cabeza y se echó la negra melena hacia atrás con gesto de indiferencia en un intento por disimular su inquietud. No obstante, en vez de indiferente, se sentía como un animal acorralado bajo la intensa mirada de él.

Desde aquel beso años atrás, su relación siempre había sido tensa, una constante lucha de voluntades. Draco era su enemigo. El odio hacia él la ayudaba a olvidar lo mucho que le deseaba. El odio la protegía de su deseo por ese hombre.

–El negocio de mi padre no tiene nada que ver conmigo. Soy completamente independiente, llevo siéndolo desde hace unos diez años.

–Quizá económicamente independiente, pero eres su hija. Pagó por tu excelente educación, te dio todo lo que el dinero puede comprar. ¿No te importa que, sin mi ayuda, vaya a perderlo todo?

Allegra deseó que no le importara, pero sí. Era su tendón de Aquiles, su punto débil, esa necesidad de sentirse querida y valorada por su padre. Llevaba toda la vida así. A pesar de los defectos de su padre, ella, en cierta manera, seguía siendo una niña pequeña anhelando la aprobación de él. Terrible, pero cierto.

–No consigo entender qué tiene eso que ver conmigo. Lo digo en serio, no me importa el estado de los negocios de mi padre –sabía que lo que acababa de decir parecía frío, pero… ¿por qué iba a importarle lo que Draco pudiera pensar?

Draco se la quedó mirando en silencio unos instantes.

–No te creo. Sí te importa. Por eso vas a aceptar casarte conmigo con el fin de mantener a flote el negocio de tu padre.

Allegra se quedó perpleja. ¿Casarse con Draco? No, no debía haber oído bien.

Parpadeó y se echó a reír, pero fue una risa histérica.

–Si en serio crees que me casaría contigo debes ser mucho más ególatra de lo que pensaba.

La mirada de Draco, fija en ella, le produjo un hormigueo en el bajo vientre.

–Allegra, o te casas conmigo o vas a presenciar la lenta y dolorosa muerte del negocio de tu padre. De momento, solo consigue mantenerse a flote porque llevo un año pasándole dinero. Tu padre no está en posición de devolverme el préstamo ni siquiera perdonándole los intereses. En la situación económica actual, nadie va a prestarle dinero. Sin embargo, yo he encontrado una solución al problema. De esta manera, casándonos, todos ganamos; sobre todo, tú.

Allegra no podía creer la arrogancia de Draco. ¿En serio pensaba que iba a acceder a una proposición tan descabellada? Le odiaba con todo su ser. La última persona con la que se casaría sería con él. Draco era un mujeriego que iba de mujer en mujer como abeja de flor en flor. Casarse con Draco sería un suicidio emocional aunque no le odiara.

–Eres increíble. ¿En qué planeta crees que yo tendría mucho que ganar casándome contigo?

–Llevas demasiados años encargándote de divorcios –comentó Draco–. Hay muchos matrimonios que funcionan. A nosotros nos podría pasar lo mismo. Tenemos mucho en común.

–Lo único que tenemos en común es que respiramos oxígeno –respondió ella–. No te soporto. Y aunque quisiera casarme jamás lo haría con alguien como tú. Eres la clase de hombre que espera que, al llegar a casa, la mujer le lleve la pipa y las zapatillas. Tú no quieres una esposa, sino una sirvienta.

La media sonrisa de él produjo un brillo travieso en sus ojos imposiblemente negros.

–Yo también te quiero, glykia mou.

–Escúchame bien: no voy a casarme contigo. Ni para salvar el negocio de mi padre ni por nada. No, no, no, no y no.

Draco bebió un sorbo de champán y después dejó la copa encima de la mesa de centro.

–Naturalmente, tendrás que ir y venir de Londres a mi casa por tu trabajo, pero podrás utilizar mi avión privado, siempre y cuando no tenga que utilizarlo yo.

Allegra cerró las manos en dos puños.

–¿Es que no me has oído? No voy a casarme contigo.

Draco se sentó en el sofá y, con las manos en la nuca, se recostó en el respaldo y cruzó las piernas.

–No tienes alternativa. Si no te casas conmigo, echarán la culpa a tu padre del derrumbe de la empresa. Es una buena empresa, pero mal dirigida últimamente. El gerente de negocios que contrató tu padre hace un par de años, cuando tuvo ese problema de salud, ha sido un desastre. Sin embargo, yo podría arreglar las cosas y hacer que el negocio volviera a dar beneficios. Tu padre seguiría siendo miembro de la junta directiva y obtendría parte de unos beneficios que, garantizado, supondría mucho más dinero que lo que lleva ganando desde hace décadas.

Allegra se mordió los labios. Su padre había pasado muy malos momentos debido a un cáncer. Ella había viajado constantemente para acompañarle durante las sesiones de quimioterapia y radioterapia; a pesar de ello, su padre no le había mostrado ningún reconocimiento. Pero… ¿casarse con Draco para evitar la ruina de su padre?

No obstante, su padre la necesitaba. Sí, realmente la necesitaba. Y, a regañadientes, admitió que hombres mucho peores que Draco podían haberle hecho esa proposición. Hombres con los que se enfrentaba en los tribunales. Hombres peligrosos, hombres que no respetaban a las mujeres y utilizaban a sus hijos para vengarse de ellas. Hombres que perseguían, amenazaban, maltrataban e incluso mataban para conseguir lo que querían.

Draco podía ser arrogante, pero no era mala persona. ¿Peligroso? Quizá para sus sentidos. Buena razón para no casarse con él.

–¿Por qué yo? –preguntó Allegra–. ¿Por qué quieres que sea tu esposa cuando podrías conseguir cualquier mujer que quisieras?

Draco la miró de arriba abajo, haciéndola temblar.

–Te deseo.

Esas palabras no deberían haberle producido un hormigueo en el bajo vientre. No era vanidosa, pero sí consciente de que se la consideraba atractiva al estilo clásico. Poseía el cutis blanco de su madre, típicamente inglés; ojos azules y era delgada. De su padre había heredado el cabello negro y el deseo de ambición profesional.

Pero Draco salía con modelos y bellezas jóvenes y seductoras. ¿Por qué iba a desear casarse con una mujer entregada a su trabajo, como ella; sobre todo, cuando no hacían más que discutir siempre que estaban juntos?

Llevaba años haciendo lo posible por disimular la atracción que sentía por Draco. Enamorarse de él sería su perdición. Las mujeres hacían muchas tonterías cuando se enamoraban y perdían la cabeza.

Ella no iba a ser una de esas mujeres, no iba a ser víctima de los juegos de poder de un hombre, no iba a encontrarse en una situación de vulnerabilidad.

–Mira, te agradezco el halago, pero no quiero casarme. Y ahora, si me disculpas, voy a ir a…

–La proposición es solo por hoy, se acabó. A partir de mañana pediré que se me devuelva mi dinero. Con intereses.

Allegra se pasó la lengua por unos labios repentinamente secos. La crisis económica en Grecia era muy seria; por su causa, muchas empresas habían quebrado. Aunque no se llevaba bien con su padre, no quería verle en la ruina y humillado públicamente; sobre todo, ahora que había vuelto a casarse y tenía otro hijo. Elena, aunque solo era dos años mayor que ella y no había imaginado que pudiera ser así, le caía bien. En muchos aspectos, se veía reflejada en Elena, que hacía grandes esfuerzos para ganarse el cariño y el respeto de los demás.

Pero si se casaba con Draco para salvar a su padre de la ruina se expondría a un peligro sensual innecesario. Llevaba años evitando a Draco. Después del humillante incidente a los dieciséis años, era la única forma de protegerse a sí misma. Pero, si se casaba con él, ¿cómo iba a poder evitarle?

–Este matrimonio que estás proponiendo… ¿qué pretendes conseguir con él?

Un brillo malicioso asomó a los ojos de Draco y los muslos le temblaron como si él se los hubiera acariciado. Solo con mirarla la excitaba, la hacía desearle con locura. Lo que más quería en el mundo era pasear las manos por ese cuerpo para ver si era tan viril como parecía. ¿Cuándo no le había deseado? Desde la adolescencia Draco había sido el hombre de sus sueños. Ningún otro había despertado en ella esa pasión.

–Una esposa que me desea. ¿Qué más puede querer un hombre?

Allegra mantuvo fría la expresión.

–Si lo que quieres es una esposa que te adorne, ¿por qué no te casas con una de esas atractivas aduladoras con las que sales?

–Porque quiero una mujer con un cerebro entre las orejas.

–Cualquier mujer con un mínimo de inteligencia se mantendría alejada de ti.

El insulto solo logró hacerle sonreír. Draco se estaba divirtiendo a su costa.

–Y si me dieras un heredero…

–¿Un qué? –preguntó ella en tono estridente–. ¿Esperas que entre tú y yo…?

–Ahora que lo dices… –Draco se levantó del sofá con la agilidad de un felino–. Un heredero y otro hijo de repuesto no estaría mal, ¿no te parece?

¿Hablaba en broma o en serio? Era difícil de adivinar.

–Me parece que se te olvida una cosa. Yo no quiero tener hijos. No estoy dispuesta a sacrificar mi carrera por una familia.

–Hay muchas mujeres que dicen eso; pero, en la mayoría de los casos, no es verdad. Lo dicen para no sentirse humilladas en caso de que nadie les proponga el matrimonio.

Allegra se quedó boquiabierta.

–¿Hablas en serio? ¿De qué árbol te has descolgado? Las mujeres no somos máquinas de reproducción. Tampoco estamos esperando a que un tipo nos ponga un anillo en el dedo y nos convierta en esclavas domésticas. Tenemos la misma ambición y las mismas necesidades que los hombres; a veces, incluso más.

–Lo de satisfacer las necesidades me parece muy bien. Otra cosa que tenemos en común, ¿no?

Cuando menos pensara en las necesidades… sexuales de Draco, mejor. Draco era un mujeriego. Iba de relación en relación como mariposa de flor en flor. ¿Por qué quería ahora convertirse en un hombre de familia? Draco solo tenía treinta y cuatro años, tres más que ella.

–¿No sé cómo ni por qué se te ha ocurrido proponerme esta farsa? ¿Ha sido idea de mi padre?

–No, la idea ha sido solo mía.

¿Suya? Allegra frunció en ceño.

–Pero si ni siquiera te caigo bien.

Draco se le acercó y se plantó delante de ella, su altura la hizo sentirse como un caballito de madera al lado de un semental. Aunque no la tocó, sintió todas y cada una de las células de su cuerpo gravitar hacia él. Alzó los ojos y, al clavarlos momentáneamente en los de Draco, se perdió en la profundidad de esos pozos oscuros rodeados de largas y espesas pestañas.

¿Por qué tenía que ser tan atractivo? ¿Por qué sus hormonas habían enloquecido?

Desvió la mirada a los labios de él, unos labios firmes y, a la vez, sensuales: el inferior, generoso; el superior, más fino, pero no cruel. Era una boca siempre al borde de una sonrisa, como si viera la vida más divertida que triste. ¿Había visto alguna vez una boca más apropiada para los besos?

–Podríamos pasarlo bien juntos, agape mou. Muy bien.

Allegra contuvo el estremecimiento que esas palabras le causaron. Y su voz profunda con ligero acento no dejaba nunca de producirle un gran placer.

Draco siempre le hablaba en inglés porque cada vez hablaba peor el griego a causa de llevar tantos años viviendo en Inglaterra. Lo entendía mejor que lo hablaba, cosa que no hacía con mucha fluidez. Siempre había hablado en inglés con su madre, nacida en Yorkshire, y suponía que, inconscientemente, había dejado de lado el idioma de su padre a modo de venganza.

–Mira, Draco, esto no tiene sentido, vamos a dejarlo. Hablar de matrimonio entre los dos es un absurdo. Yo no…

Draco tomó una de sus manos en la suya. Los dedos de él eran cálidos y secos, su fuerza le provocó en el estómago algo parecido a la caída de un libro de una estantería. Más bien docenas de libros de texto. ¿Cómo podía tener la mano tan sensible? Era como si todas las terminaciones nerviosas estuvieran a flor de piel, consciente de cada poro de las de él.

–¿Por qué te asusta tanto que me acerque a ti?

Allegra tragó saliva antes de contestar.

–No… no me asustas.

«Me asusto de mí misma. Me asusta lo que me haces sentir».

El pulgar de Draco comenzó a acariciarle el suyo, un ligero toque de brocha sobre un preciado lienzo que le provocó una explosión de sensaciones en todo el cuerpo. Los latidos del corazón se le aceleraron, como si le hubieran inyectado adrenalina. La razón la abandonó.

Draco la miró a los ojos como si estuviera gravando todos los rasgos de su rostro en la memoria: la forma de sus ojos, su nariz, sus mejillas, su boca y el pequeño lunar sobre el lado derecho del labio superior.

Allegra se humedeció los labios con la lengua y, tarde, se dio cuenta de que acababa de traicionarse a sí misma. Era como si su cuerpo actuara por voluntad propia. La fuerza de voluntad, el empeño por resistirse a él, superados por el deseo de tocarle y de dejarse tocar. Quería que Draco la besara hasta hacerla olvidarse de todo lo que no fueran esos firmes y viriles labios sobre los suyos.

«¿Qué haces?»

La alarma la hizo volver en sí. Le puso las manos en el pecho y le apartó de sí antes de dar un paso atrás.

–Ni se te ocurra, amigo.

Draco sonrió.

–Soy un hombre paciente. Cuanto más espere, mayor será la satisfacción.

Allegra tuvo la impresión de que habría mucha satisfacción si ella se entregara a la pasión. La clase de satisfacción que no había encontrado en previos encuentros. El sexo no era lo suyo; al menos, no lo había sido hasta la fecha. Conseguía darse placer a sí misma, pero no había conseguido tener un orgasmo con ningún hombre. No obstante, había conseguido disimularlo y engañar.

Pero sospechaba que Draco no se dejaría engañar.

Ni un segundo.

Allegra volvió a servirse champán más por hacer algo que por otra cosa, consciente de que Draco seguía todos y cada uno de sus movimientos con la mirada, como si la acariciara con los ojos. La piel le picaba y el deseo la retorcía por dentro.

–Creo que será mejor que olvidemos esta conversación. No quiero estropear el bautizo de Nico mañana.

–Lo que estropearía el bautizo es que te negaras a casarte conmigo para salvarle el pellejo a tu padre –dijo Draco–. No tienes opción, Allegra. Tu padre te necesita más que nunca.

Era más tentador de lo que se atrevía a admitir. No solo porque quizá consiguiera, por fin, el aprecio de su padre, sino porque no podía dejar de pensar en cómo se sentiría siendo la esposa de Draco, compartiendo su vida, su lujosa villa en una isla privada. Compartiendo su cuerpo, descubriendo el placer de la pasión. Sería convertir en realidad ese sueño de adolescente.

No obstante, ya no era una chiquilla.

Una idea le vino a la cabeza de repente. ¿Acaso su padre y Elena le habían pedido que fuera la madrina solo por el trato con Draco? ¿Se lo habrían pedido de no haber sido por la condición impuesta por Draco para la fusión de las empresas? ¿Por qué tenía ella que asociarse con su enemigo? Un hombre al que detestaba tanto como deseaba.

Allegra giró la copa y la dejó en la bandeja al lado de la botella de champán.

–Voy a hacerte una pregunta hipotética. Si me casara contigo, ¿cuánto tiempo esperarías que estuviéramos casados?

–El tiempo que yo quiera.

¿Y cuánto sería eso?, se preguntó Allegra volviéndose hacia la ventana dándose tiempo para pensar. El sol brillaba casi con violencia. La vista del intenso azul del mar Egeo en contraste con las blancas fachadas de las casas siempre le quitaba la respiración. Era una vista de postal; sobre todo, desde la lujosa villa de su padre en Oia, donde se veían unos atardeceres espectaculares.

Era su hogar y, al mismo tiempo, no lo era. Siempre, con un pie en Grecia y otro en Inglaterra, se había sentido desarraigada.

Si se casaba con Draco para salvar a su padre de la ruina, ¿qué haría una vez que el matrimonio llegara a su fin? Pocos divorcios eran amistosos; por lo general, una de las partes no estaba satisfecha con la ruptura. ¿Sería ese su caso? Y si Draco hablaba en serio respecto a lo de tener un heredero, ella se negaría a tener un hijo en el seno de un matrimonio sin garantías, sin la promesa de un compromiso a largo plazo.

Allegra se volvió de cara a Draco.

–Aún hablando hipotéticamente… ¿Qué pasaría con mi trabajo? ¿Esperarías que lo dejara?

–No, por supuesto que no –respondió él–. Los negocios también me llevan a Londres con frecuencia, como sabes, aunque paso la mayor parte del tiempo en Grecia. Creo que el hecho de que tengas tu trabajo, en vez de complicar las cosas, sería bueno para nuestro matrimonio.

–Pero… ¿esperarías que pasara la mayor parte del tiempo contigo? –preguntó Allegra como si fuera algo inaceptable.

–¿No es eso lo que hace la gente casada? –preguntó él en tono burlón.

Allegra le lanzó una significativa mirada.

–Quizá los casados que están enamorados. Pero ese no es nuestro caso.

Draco esbozó una sonrisa ladeada.

–Estás enamorada de mí desde la adolescencia. Vamos, admítelo. Por eso es por lo que todavía no te has casado ni has salido con nadie en serio. Te resulta imposible encontrar un hombre que te guste tanto como yo.

Allegra fingió una carcajada.

–¿Lo dices en serio? ¿Eso es lo que piensas?

¿Qué había hecho para hacerle pensar que seguía siendo una adolescente encaprichada con él? Era una mujer adulta y le odiaba. Le odiaba, le odiaba y le odiaba.

–¿Cuánto hace que no te acuestas con un hombre? –le preguntó Draco.

Allegra cruzó los brazos y apretó los labios, parecía una profesora delante de un niño impertinente.

–No voy a darte explicaciones respecto a mi vida sexual. No es asunto tuyo con quien me acuesto.

–Lo será una vez que estemos casados. Espero fidelidad.

Allegra descruzó los brazos y se llevó las manos a las caderas.

–¿Y tú? ¿Vas a ser fiel o tendré que hacerme la tonta respecto a tus infidelidades, como hacía mi madre con mi padre?

La expresión de Draco endureció.

–Yo no soy tu padre, Allegra. Me tomo muy en serio la institución del matrimonio.

–¿Te parece serio querer casarte con una mujer a la que no amas, y durante un corto periodo de tiempo, solo por adquirir una empresa? –Allegra lanzó un bufido–. No me hagas reír. Sé por qué quieres casarte conmigo, Draco. Lo que quieres es una «mujer trofeo». Una mujer que sepa utilizar los distintos cubiertos en una cena de gala, una mujer que puedas llevar contigo sin miedo a dejarte en ridículo. Y una vez que hayas conseguido que te dé un heredero, me echarás a patadas y te quedarás con la criatura. No, no voy a prestarme a ese juego. Búscate a otra.

Pasó por delante de Draco para salir de la sala, pero él le agarró la muñeca, tiró de ella y la obligó a darle la cara. Los dedos de Draco le quemaron la piel, pero no le dolió, fue una sensación de calor que le recorrió todo el cuerpo y se agolpó en su entrepierna. Desde el beso, Draco casi nunca la había tocado, solo accidentalmente. Al entrar en contacto con él fue como si un rayo la hubiera traspasado.

Draco comenzó a acariciarle con el pulgar mientras la aprisionaba con su mirada.

–Lo del heredero era una broma –dijo él–. Pero piénsalo bien, Allegra. Estoy buscando una esposa y tú eres perfecta para asumir ese papel. Además, es una oportunidad para que, por fin, tu padre se fije en ti. No solo lo ayudarás a él, también a Elena y a Nico. Si el negocio de tu padre se hunde, ellos sufrirán las consecuencias igualmente.

Draco había tocado otro punto débil: Elena y Nico. Ellos no tenían culpa de nada y su futuro se vería comprometido si ella no hacía nada. Por su parte, podía prestar algo de dinero a su padre, pero no los millones que necesitaba. Muchos millones. Le iba bien económicamente, pero no tanto como para salvar de la ruina a una empresa multimillonaria. ¿Cómo iba a darle la espalda a su padre cuando era la única persona que podía ayudarlo? Si su padre se arruinaba, Elena y el pequeño Nico serían daños colaterales. No podía permitir que eso ocurriera; sobre todo, teniendo en cuenta que podía evitarlo. Tendría que casarse con Draco.

–Parece que no tengo alternativa.

Draco le alzó la barbilla y sus miradas se fundieron.

–No te arrepentirás. Te lo garantizo.

«¿Eso crees?»

Allegra le apartó la mano de su barbilla y dio un paso atrás.

–Solo voy a hacer esto por ayudar a mi familia. ¿Te queda claro?

Un brillo triunfal asomó a los ojos de Draco, ahora fijos en su boca.

–Por supuesto.

Disimuladamente, Allegra tragó saliva e hizo un esfuerzo por ignorar la forma como Draco contemplaba sus labios.

–¿Cuándo quieres que se celebre la boda?

–Me he tomado la libertad de iniciar los preparativos. Nos casaremos la semana que viene. Habría preferido esta misma semana, pero no quería interferir con el bautizo de Nico.

Alarmada, Allegra agrandó los ojos.

–¿Tan pronto?

–Sé que es algo precipitado, pero será una boda sencilla. Invitaremos solo a los amigos íntimos.

–¿No se te ha ocurrido pensar que yo pudiera querer otro tipo de boda?

–¿Eso es lo que quieres?

Allegra lanzó un suspiro y desvió la mirada.

–No…

–Ya verás lo que se puede conseguir en poco tiempo si se tiene dinero. Y si quieres ir de blanco, con vestido de novia, así irás.

Ella nunca había soñado con tener una boda de cuento de hadas. En realidad, casi nunca había pensado en el matrimonio, su carrera había sido siempre lo más importante. Normalmente, no miraba los escaparates con vestidos de novia ni tampoco las joyerías. Sin embargo, desde la boda de una amiga suya dos meses atrás, se había preguntado en varias ocasiones qué se sentiría al ser la novia en una boda. Por supuesto, no era más que un sueño que, con toda probabilidad, acabaría mal. Lo veía todos los días de su vida profesional.

–Nos casaremos en mi isla –dijo Draco–. Allí será más fácil evitar a los periodistas.

Allegra nunca había estado en la isla privada de Draco, pero había visto fotos. Draco tenía una villa en Oia, un piso en Atenas y casas en Kefalonia y Mikonos. Pero su isla tenía unos jardines extraordinarios y una piscina infinita al borde de un vertiginoso acantilado. Sería un lugar espectacular para una boda.

Y el lugar perfecto para una luna de miel.

«Ni se te ocurra pensar en la luna de miel».

–¿No te preocupa lo que puedan opinar los medios de comunicación sobre nuestra boda? –preguntó Allegra.

Draco se encogió de hombros.

–No. Estoy acostumbrado a sus suposiciones respecto a mi vida privada. La mayoría de las veces se inventan las cosas.

No todo eran invenciones. Había visto suficientes fotos de él acompañado de hermosas mujeres como para saber que no llevaba la vida de un monje. Ni mucho menos. A Draco se le consideraba el soltero más codiciado de Grecia. Las mujeres se peleaban entre ellas para conseguir una cita con él. ¿Qué dirían cuando se enteraran de que ella, una mujer soltera y profesional, iba a casarse con Draco?

Era como para dar risa.

–Por supuesto, tendrás que tomarte una semana de vacaciones –dijo él–. Pasaremos una corta luna de miel en mi yate.

El corazón le dio un vuelco.

–Eh, espera un momento… ¿por qué vamos a pasar una luna de miel?

Un brillo extraño asomó a los ojos de Draco. Era un brillo oscuro, sensual y travieso.

–Si necesitas que te lo explique, ágape mou, es porque has debido llevar una vida mucho más austera de lo que yo creía.

Allegra cruzó los brazos. ¿Una luna de miel? ¿En el yate de Draco? Aunque fuera un yate grande, no sería lo suficientemente grande para que ella se sintiera a salvo. A salvo de su propio deseo. Ni siquiera en un trasatlántico se sentiría segura.

–Mira, he accedido a casarme contigo por mi padre, pero no voy a acostarme contigo. Es un matrimonio de conveniencia, un matrimonio solo de nombre.

Draco se acercó adonde ella estaba, de espaldas a una pared, lo que no le ofrecía ningún escape. Con él tan cerca, no pudo descruzar los brazos y apartarle de un empujón. Y respiró su aroma, a lima, a cedro y a algo propio. Se sintió embriagada, mareada.

Draco le acarició la cabeza y enterró los dedos en sus cabellos.

–¿Cuánto tiempo crees tú que va a durar nuestro matrimonio solo de nombre? –preguntó Draco con voz ronca mientras continuaba acariciándola–. Te deseo y voy a poseerte.

Allegra no podía apartar los ojos de la boca de él. La barba incipiente la hizo desear sentir esos labios sobre los suyos.

«Bésame. Bésame. Bésame».

Pero no quería ser ella quien diera el primer paso, como había hecho todos esos años atrás para acabar siendo rechazada. Ya no era una adolescente. Dar el primer paso conferiría demasiado poder a Draco. Podía resistir. Sí, podía, podía, podía…

Como si Draco le hubiera leído el pensamiento, le acarició los labios con la yema de un dedo.

–Tienes una boca preciosa, pero no sé si vas a besarme o a morderme.

Allegra alzó la barbilla.

–¿Quieres probar?

Draco sonrió.

–Quizá en otro momento.