Vestido con ropa informal, George Steinbrenner podía palear escombros en medio de seis pulgadas de agua verde y viscosa si ello significaba ganar una Serie Mundial, lo cual es justo lo que hizo en la octava entrada del cuarto partido de la Serie Mundial del año 2000 en el Shea Stadium. Se había iniciado un incendio en un bote de basura del tercer nivel de gradas en Shea. Cuando los bomberos abrieron una tubería de agua para extinguir el fuego, la presión se acumuló en otra tubería localizada sobre la casa club de los Yankees. El tubo explotó y arrojó torrentes de agua sucia que, en un momento dado, causaron que se derribara el techo de la casa club. Grandes olas de aguas fétidas se derramaron en cascada sobre la casa club y se extendieron hacia el principal dueño de los Yankees.
La costumbre de Steinbrenner era observar los juegos de postemporada por televisión desde la casa club. “Te presentabas temprano para un partido y él era el primero en llegar, sentado en el sillón y a la espera de que el juego iniciara. Él miraba todo el partido allí”, comentó David Cone. “A Steinbrenner le gustaba que las cámaras de televisión no pudieran enfocarlo allí y le agradaba poder comunicarse con su equipo durante los partidos. Por ejemplo, cuando el entrenador de bateo, Chris Chambliss, entraba a la casa club en el transcurso del juego para ver los videos, Steinbrenner le ladraba: “¡Tenemos que hacer que los muchachos se esfuercen!”. El viejo entrenador de football hablaba desde su interior.
Cuando los bomberos llegaron para trancar el agua y limpiar el desorden, Steinbrenner se dispuso de inmediato a ayudarlos. Después de que hicieron lo mejor que pudieron para sacar el agua y retirar con palas los pedazos del techo demolido, Steinbrenner, empapado, sacó un montón de billetes del bolsillo y separó algunos de $50 y $100 para entregárselos a los bomberos como agradecimiento por su esfuerzo.
Steinbrenner era el epítome del propietario involucrado. Su presencia estaba en todas partes. El mismo día de la explosión de la tubería de agua, más temprano, Steinbrenner ordenó a los empleados de su casa club que reamoblaran la casa club para los visitantes en el Shea Stadium con las sillas, sofás y mesas de entrenamiento del equipo, traídas en camiones desde el Yankee Stadium. Al Jefe le molestaba que los Mets sólo hubieran colocado bancos frente a los casilleros de cada jugador y él quería sillones de cuero de respaldo alto para sus jugadores.
“¡No puedo hacer que mis chicos se sienten en esos bancos!”, dijo Steinbrenner.
Nada era lo bastante pequeño o insignificante como para escapar la atención del dueño de los Yankees. De hecho, Steinbrenner se consideraba a sí mismo como uno de los muchachos, un ex jugador y entrenador de football a quien le gustaba rondar por la casa club, charlar con los atletas, hablar su lenguaje y oler los ungüentos. Incluso, entraba a sentarse en las juntas de reporte de reclutamiento. Cone, más que ningún otro jugador, reconocía la necesidad de Steinbrenner de formar parte de la cultura de los suspensorios y bromeaba con él al respecto.
“Yo hacía cosas para involucrarlo”, comentó Cone, “para hacerlo sentir parte de nosotros. Me gustaba que estuviera cerca por eso, porque la mayoría de la gente se sentía demasiado intimidada como para decir algo. Siempre le decía: ‘¿Cómo era entrenar a Lenny Dawson? Dile a O’Neill. Vamos. ¡Cuéntale! ¡Dale a él el discurso de motivación que le diste a Lenny!’. Yo lo provocaba. Y O’Neill odiaba que lo hiciera.
“George sólo quería ser parte de nosotros. Eso le encantaba. Recuerdo una ocasión en que tuvimos una junta de bateadores antes de uno de los partidos de playoffs en el Yankee Stadium. George pasaba el tiempo en la casa club durante la postemporada entera después de casi no venir durante la temporada regular. Él se involucraba en la junta de bateadores, en la junta de los pitchers, en los reportes de reclutamiento … después de no venir durante todo el año.
“Recuerdo que tuvimos nuestra junta de pitchers y George estaba en el comedor con todos los bateadores, y Chris Chambliss hablaba de los pitchers contrarios. ‘Este muchacho hace esto y lo otro … ’. Gene Michael tenía el reporte de avances. Y la máquina de Coca-Cola estaba en la esquina y zumbaba. Bzzzz. Volvió loco a George. Entonces se tiro al piso y alargó el brazo para intentar desconectarla. Bzzzz. Movía esa cosa y trataba de rodearla … Bzzzz. Él les gritaba a los muchachos: ‘¡Ayúdenme a mover esta cosa!’. Por fin, la desconectó. La máquina dejó de hacer ruido y él se levantó del suelo.
“Nosotros ya habíamos terminado nuestra junta y yo entré allí y lo vi, y vi también el rostro de Tino. Tino se veía tan tenso como un tambor después de todo lo sucedido. Ahora, George estaba en todo y miraba por encima del hombro de Chambliss. Entonces, le grité: ‘¡George, no molestes a los muchachos!’. Él volteó a mirarme así, como si dijera: ‘¿Qué diablos … ?’ y todo el mundo volteó a verme.
“Le dije: ‘¡Sal de ahí, George! ¡No los molestes!’. Después, moví los brazos para alentarlo a salir y él soltó una carcajada. Justo entonces, Tino se levantó e interrumpieron la junta.
“Y George se acercó a mí después de eso y me dijo: ‘¡Más te vale que estés listo!’. Yo le respondí: ‘Estaré listo, George. Estaré listo’”.
Cone volvió a provocar a Steinbrenner justo antes del inicio de ese cuarto partido de la Serie Mundial de 2000. O’Neill, famoso por su intensidad y seriedad en cuanto a su preparación, caminaba con Cone en la casa club redecorada cuando el pitcher llamó a Steinbrenner: “¡Es hora de un discurso motivacional, George! O’Neill necesita algo. No creo que luzca preparado para jugar”.
O’Neill disparó una fría mirada a Cone. Éste recordó: “Él me miró y estaba tenso como un tambor. Estaba amargado. Estaba furioso conmigo por intentar agitar las cosas”. Cone, desde luego, continuó con la broma.
“Vamos, George”, le dijo. “¡Dile! Vamos. Necesitamos hoy a O’Neill, George. No creo que luzca preparado. ¿A ti te parece que está listo?”
Cone dijo: “A George le encantaba”. Sin embargo, O’Neill tenía una opinión muy distinta sobre la capacidad de manipulación de Cone.
“Tú”, ladró a Cone, “¡Sal de la maldita casa club! ¡Ahora mismo!”
“Pensé que iba a matarme”, comentó Cone. “Fue la primera vez que vi a Paulie mirarme de esa manera. Y no era una broma”.
Cone se divirtió un poco más con Steinbrenner al día siguiente, con una ventaja de tres partidos a uno de los Yankees y la oportunidad de ganar la Serie Mundial. Una vez más, Steinbrenner llegó temprano a la casa club. Cone le señaló unos cables extraños que no estaban antes en la casa club. Encontró un micrófono pegado con cinta adhesiva a la parte inferior de una de las mesas de la casa club.
“¡Mira, Jefe!”, exclamó Cone. “¡Nos han puesto micrófonos ocultos! ¡Los Mets quieren grabarnos en secreto!”
No obstante, Cone sabía que el equipo pertenecía a la cadena de televisión Fox en preparación para una posible celebración en la casa club.
“Cone sabía cómo provocarlo”, dijo Lou Cucuzza, el director de la casa club de visitantes de los Yankees. “Él sabía que Steinbrenner desconfiaba de todo y que siempre le preocupaban las grabaciones secretas”.
Steinbrenner cayó en la broma de Cone.
“¡Que alguien”, gritó Steinbrenner, “consiga un par de tijeras y los corte!”
Para bien o para mal, Steinbrenner contribuía en inmenso grado al deseo furioso de ganar entre los Yankees. A diferencia de la mayoría de los demás propietarios, quienes se ocupaban de sus intereses en el mundo de los negocios y disponían de poco tiempo para supervisar a sus equipos de béisbol, Steinbrenner se iba a dormir por las noches y despertaba por las mañanas con el mismo pensamiento: tenemos que ganar. Era implacable con esta meta.
“En una ocasión, vi a George hacer llorar a un jugador”, recordó Brian McNamee, el ex entrenador de fortaleza. “Tal vez fue en el 93. John Habyan, un pitcher. Lo hizo llorar un día. Fue triste”.
En otra ocasión, Allen Watson, un pitcher relevista, arrojó un bagel a un empleado de la casa club mientras bromeaba allí durante el entrenamiento de primavera. Justo cuando el bagel volaba a través de la sala, Steinbrenner entró por la puerta. Fue un caso de sincronización perfecta: el bagel volador golpeó a Steinbrenner en el pecho. La casa club entera guardó silencio absoluto.
“¿Quién arrojó eso?”, preguntó Steinbrenner con voz imperiosa.
“Fui yo”
“Me imaginé que habías sido tú, Watson”, dijo Steinbrenner. “Por eso no me dolió”.
Y continuó con su camino.
La intimidación y la simple amenaza de que pudiera enfurecer en cualquier momento formaban parte de la personalidad de Steinbrenner y de su paquete de liderazgo. Cualquier persona podía sentir si Steinbrenner acechaba porque los empleados de los Yankees se tornaban tensos y ansiosos. Mantenía a todos en vilo, que era justo como le gustaba.
“Un detalle de su organización”, comentó Cucuzza, “era que cuando el Jefe estaba a cargo de todo, en especial en Florida durante el entrenamiento de primavera, todo tenía que ser perfecto. No había negligencia ni nada. Tú sabías que él daría la vuelta a la esquina, justo en el peor momento, y te atraparía. Él sabía cuándo debía presentarse. Quizá tomabas un descanso después de 20 horas de ejercicio continuo. Tan pronto como subías los pies, bum, él entraba. ‘¡Oye, no te pago para que te relajes!’. Con frecuencia hacía eso.
“El asunto con George era que sabías dónde estabas parado con él. Yo sabía lo rudo que podía ser con los jugadores y con Joe, pero no había áreas de duda. Sabías dónde estabas parado. En gran medida, ése ha sido el mayor cambio. Cuando estaba en su cúspide, algunas personas no podían soportarlo porque era demasiado severo. Ahora escuchas decir que desearían que el Jefe regresara”.
En cierta ocasión, durante el entrenamiento de primavera, Cucuzza y sus internos estaban reunidos en su oficina para revisar las reglas fundamentales de su torneo de football en Playstation. De pronto, él vio a Steinbrenner entrar a la casa club. “De inmediato, cité un discurso de Vince Lombardi”, dijo Cucuzza: “Y otra cosa, asegúrense de mantener este lugar inmaculado … ”
Steinbrenner pasó junto a Cucuzza y le dijo: “Muy bien hecho”.
Cone era uno de los raros empleados de Steinbrenner que no se sentía intimidado por él y se deleitaba en desarmarlo. Había otra persona clave que no se dejaba dominar por el Jefe: Torre. Desde luego, ayudó el hecho de que Torre hizo un depósito cuantioso en su cuenta de buena voluntad con Steinbrenner justo después de su contratación: ganó la Serie Mundial en su primera temporada. Su relación, no obstante, alcanzó un punto clave al año siguiente, 1997, cuando Torre demostró que él no era el “títere” de Steinbrenner que la prensa de Nueva York había anticipado.
El 10 de agosto de 1997, Torre metió a Ramiro Mendoza para iniciar la cuarta entrada contra Minnesota y relevar a Kenny Rogers con una ventaja de 8–2. Mendoza permitió tres carreras con siete hits a lo largo de tres entradas. Los Yankees aún ganaron el juego 9–6, pero no con suficiente comodidad, según la opinión de Steinbrenner. Él llamó a Bob Watson, el director general, y le dijo que quería que Mendoza fuera enviado a las Ligas Menores. Mendoza tenía un ERA de 4,34 y se había ganado la confianza de Torre como pitcher abridor de emergencia, como pitcher de relevos largos y como máquina de lanzamiento de rolatas que podía salir de apuros con doble plays. Watson llamó a Torre después del partido contra Minnesota para decirle que Steinbrenner quería degradar a Mendoza.
“Sólo asegúrate”, le dijo Torre a Watson, “de que George sepa que, cuando lo hagamos y los reporteros me pregunten el motivo, diré que George quiso hacerlo y que él quiso eliminarlo. No yo”.
Torre comentó: “En buena conciencia, yo no podía decir: ‘Lo enviaremos a las Ligas Menores. No hizo su trabajo’. Todo el mundo conocía mi opinión acerca de él. El chico ha sudado su trasero para lanzar y luego una tarde permitió un hit con carrera”.
Watson transmitió el mensaje de Torre a Steinbrenner. De súbito, el Jefe cambió de opinión. Mendoza no se marcharía a ninguna parte.
“Ésa fue una buena lección que aprendí desde el principio”, dijo Torre. “En realidad fue mi primera confrontación con George. Él cedió porque no quiso aceptar la responsabilidad de que la gente supiera que había sido su decisión”.
La dinámica de “divide y vencerás” que Steinbrenner creó con los Yankees motivó a algunos empleados a marcar sus territorios, a buscar el favor del Jefe o a dañar la imagen de los demás para elevar la propia. Lo que Steinbrenner vio como un sistema para mantener a sus empleados siempre en vilo, Torre lo percibió como algo divisorio e improductivo.
“Quisieras creer que todos queremos que todo el mundo mejore y que todo el equipo mejore y que nos importe un bledo quién se lleva el crédito por ello”, observó Torre. “La gente abrumaba a George con recomendaciones. Toda esa gente hacía sugerencias y nunca se hacía responsable de lo que resultaba mal. Cuando así era, decían: ‘Bueno, él es el mánger o ‘él es el entrenador de pitchers’.
“En ocasiones, recibía mensajes de Cash: ‘George quiere hablar contigo’. Yo lo llamaba y había algo que quería que hiciera. Por lo general yo me adelantaba. Lo llamaba. Le decía: ‘Esto no anda bien’. Luego él comenzaba con las amenazas, pero nada que los demás mánagers no hubieran soportado. George siempre quería hacerme sentir incómodo porque quería ese tipo de control sobre mí.
“La única llamada que recibí de George y que nunca olvidaré fue cuando él me criticó por no meter a Mariano en un partido empatado en entradas extra. Le dije: ‘No voy a dejar que salga allí y lance dos o tal vez tres entradas. No puedo hacer eso. Es sólo un partido’. Él me dijo: ‘Oh, ¿sí?’. Eso fue lo que me dijo. Le dije: ‘Sí. Bien o mal o lo que sea, no voy a hacerlo’. Pero entonces perdimos dos partidos seguidos contra los Mets y luego me llamó un domingo por la mañana para decirme que mantuviera el ánimo. Así era George. Cuando sufrías, él venía a ayudarte. Si no era así, él era el tirano que cuestionaba muchas de las cosas que hacías o que no hacías”.
Torre hizo su mejor esfuerzo para no permitir que Steinbrenner lo hiciera sentir incómodo, una táctica que frustró a Steinbrenner porque debilitaba el control que él pretendía ejercer. A diferencia de la mayoría de los mánagers de Steinbrenner, quienes jugaban bajo las reglas del Jefe porque se sentían en deuda con él por el empleo, Torre llegó a los Yankees como un completo extraño para la franquicia que había sido despedido en tres ocasiones, y ni siquiera estaba seguro de recibir una cuarta oportunidad. Jugaba con dinero de la casa. No dirigía con el temor de perder su empleo; por tanto, privó a Steinbrenner de una de sus armas principales. Otro mánager hubiera enviado a Mendoza a las Ligas Menores, por ejemplo, y simplemente hubiera cubierto las espaldas de Steinbrenner con una mentira útil. Torre no. Además de ese tipo de desarme, Torre recibió grandes alabanzas de los medios de comunicación y de sus oponentes por su dirección del equipo, otra molestia para Steinbrenner y otra amenaza para el control que el Jefe quería ejercer sobre su director.
“Estaba dolido por todo el crédito que yo recibí”, dijo Torre, “y yo lo discutía con él. Lo que me molestaba era que yo obtenía todo ese crédito y él encontraba pequeños detalles para irritarme, sólo para llamar mi atención. Yo le decía: ‘No pasa un solo día sin que alguien me reconozca algo y que yo no mencione tu nombre. No siempre escriben eso, pero yo no puedo evitarlo. Sólo comprende eso’. Él siempre lo negó. Decía: ‘No, eso no me importa’. Yo sabía que sí le importaba”.
Steinbrenner estuvo en vilo en esa Serie Mundial de 2000, sumergido hasta los tobillos en agua y sumergido hasta el pecho en la presión de mantener el estatus de los Yankees como el mejor equipo de Nueva York. Los Yankees simplemente no podían tolerar una derrota contra los Mets, entre todos los equipos, en especial en un momento en el que Steinbrenner planeaba el lanzamiento de su cadena regional de deportes. Los Mets eran un equipo confiado y endurecido por las presiones de Nueva York y, a diferencia de los Padres de 1998 y de los Braves de 1999, no iban a empequeñecerse contra los poderosos Yankees y su ventaja de encontrarse en su casa. “¿El Yankee Stadium? Me importa un comino”, declaró Turk Wendell, el pitcher relevista de los Mets, a la víspera de la serie. “Ya hemos jugado allí antes. No será una sorpresa”.
Wendell, quien creció como fanático de los Red Sox, agregó: “Los Yankees nos han torturado durante años y años, y vencerlos será grandioso para mí”.
Sin embargo, los Yankees de 2000 ya no eran tan poderosos. Ellos representaban otro descenso incrementado en la dinastía a partir de ese pináculo de 1998. Knoblauch, de 31; Martínez, de 32; Brosius, de 33; O’Neill, de 37 y Cone, de 37 años, habían tenido años adversos a medida que comenzaron a mostrar algunos desgastes propios de la edad. Denny Neagle, una adquisición de mitad de temporada a la rotación, fue un fracaso, un precursor de las muchas ocasiones en las cuales los Yankees fracasarían por traer a un pitcher de la Liga Nacional a la Liga Americana. Los Yankees terminaron en sexto lugar en la liga en carreras y sexto también en ERA. Eran buenos, pero no especiales. Los Yankees ganaron sólo 87 partidos, menos que ocho equipos de béisbol, incluso los Indians de Cleveland, los cuales ni siquiera llegaron a los playoffs.
Los Yankees mantenían un liderazgo de nueve partidos con 18 partidos por jugar y, de cualquier manera, tuvieron que esforzarse para obtener un primer lugar sobre Boston; de hecho, ganaron por sólo dos partidos y medio. Terminaron la temporada con una caída en picada de 3–15 en la cual perdieron partidos con marcadores de 11–1, 15–4, 16–3, 15–4, 11–1, 11–3 y 9–1.
“No tengo idea de lo que sucedió en septiembre”, dijo Torre. “En la segunda entrada estuvimos a 6–0 todos los días. Tuve una junta antes de un partido en Baltimore y dije: ‘Muchachos, ¿quieren la champaña antes del partido? Porque nos aferramos a esta champaña esperando ganar. Bien podríamos bebérnosla temprano’. Yo sólo intentaba hacer algo para relajarlos.
“Sin embargo, de pronto llegamos a la postemporada y la presión desapareció. De súbito, ese 15 de 18 ya no contaba; por tanto, la presión desapareció. No tienes que preocuparte por perder el primer lugar”.
A pesar de que los Yankees de 2000 parecían vulnerables por su producción en la temporada regular, su experiencia en postemporada les resultó muy útil. Sobrevivieron a una serie de cinco partidos contra Oakland en la Serie de División, ganando el quinto juego fuera de casa con Andy Pettitte como pitcher abridor, Orlando Hernández, Mike Stanton y Jeff Nelson en el medio y Mariano Rivera al final, todos ellos pilares de postemporada. Los Athletics iniciaron con el oficial Gil Heredia y se encontraron 6–0 antes incluso de su primer turno al bate.
“Fue nuestra primera aparición en los playoffs en ocho años”, comentó Billy Beane, el director general de Oakland. “Teníamos un grupo joven y muy emotivo. Ganamos el primer partido, teníamos un buen equipo, mantuvimos la adrenalina durante un partido o dos, pero, cuando jugamos el quinto juego, fue casi como si los Yankees hubieran dicho: ‘Ya es suficiente. Ya jugamos bastante con el ratón. Es hora de acabar con él’”.
Después, los Yankees eliminaron a Seattle en seis partidos en la Serie de Campeonato de la Liga Americana y perdieron sólo en los dos partidos iniciados por Neagle. Clemens ayudó a voltear la serie con el mejor juego de su carrera en postemporada, un partido de un solo hit sin carreras, con 15 strike outs y 138 lanzamientos para ganar el quinto juego, 5–0, un partido en el cual Clemens anunció sus feroces intenciones al rozar a Alex Rodríguez con un lanzamiento al principio del juego. “Ese partido fue increíble”, comentó Torre. “Recuerdo que él tocó la espalda de Alex y éste lo miró como si dijera: ‘¿Qué haces?’. Y eso fue todo”.
Los Yankees avanzaron a una Serie Subway contra los Mets, aunque según la publicidad previa, la Serie Mundial misma parecía relegada sólo al escenario de la hiperpublicitada guerra personal entre Roger Clemens y Mike Piazza. Clemens había iniciado contra los Mets el 8 de julio de ese año en el Yankee Stadium. Piazza había valpuleado a Clemens en su carrera. En 12 turnos al bate, Piazza le había dado a Clemens siete hits, incluso tres jonrones y nueve RBI. McNamee, el ahora alejado entrenador de Clemens que solía ayudarlo a calentar en el bulpen antes de los partidos, comentó que, antes del partido, le dijo a Clemens: “Escucha, tienes que detener esa mierda. O sea, ese tipo … tienes que terminar con esta mierda”. McNamee dijo que la respuesta de Clemens fue: “No te preocupes”.
Piazza fue el bateador inicial de la segunda entrada de un partido sin anotaciones. Clemens tiró un strike en el primer lanzamiento. Su siguiente lanzamiento, una bola rápida, voló hacia la cabeza de Piazza. Éste levantó la mano y agachó la cabeza un poco en el último momento; sin embargo, la bola le pegó justo en la parte frontal del casco. De inmediato, Piazza cayó al suelo como si le hubieran disparado. Los Mets creyeron que Clemens le había apuntado a Piazza de forma intencional. Piazza tuvo que ser retirado del juego. Mientras el jugador era examinado en la casa club de los Mets, Clemens llamó por teléfono para hablar con él, para averiguar cómo estaba. Hubo alguna confusión acerca de lo que sucedió después: si Piazza no pudo contestar la llamada en ese momento o si se negó en redondo a tomar el teléfono. Todo lo que Clemens supo fue que su intento de hablar con Piazza fue rechazado.
“La vez que lo he visto más alterado fue cuando golpeó a Piazza”, dijo McNamee. “Me dijo: ‘Mac, no respondió al teléfono. ¿Qué debo hacer?’ Yo le dije: ‘Al carajo’. Él continuó: ‘No, hombre. No respondió al teléfono. Tengo que hacer algo’. Le dije: ‘Escucha, yo conozco a Franco. Si quieres que vaya, yo iré por Franco’.
El pitcher relevista de los Mets, John Franco, y McNamee habían asistido a la Universidad St. John’s.
“Entonces, fui a la casa club y agarré a Franco”, dijo McNamee. “Hablé con John justo afuera de la casa club y le dije: ‘Sí, John. Roger se siente mal. Está en la sala de casilleros y quiere hablar con Mike’. Él me respondió: ‘Está allá adentro. Es un maricón. Al carajo con él. Está en la sala de entrenamiento’.
“Yo regresé y se lo dije a Roger. Entonces fue cuando Roger se puso a la ofensiva y me dijo: ‘¿Quién es golpeado y da una conferencia de prensa?’”.
Torre dijo: “Piazza no tomó la llamada en la casa club, pero es comprensible. Es decir, todos pensamos que Roger era esa misma persona cuando lanzaba contra nosotros y no lo conocíamos. O sea, yo lo odiaba como oponente por la mierda que hacía.
“Recuerdo que fue justo antes del receso del Juego de Estrellas en Atlanta. Bob Gibson estaba allí. Él me dijo: ‘El muchacho no se movió. Sólo se quedó parado allí’. Yo respondí: ‘Sí, porque lo último que pensó fue que iba a recibir un golpe en la cabeza. Sólo espera a que yo llegue, me plante bien y lanza la bola para acá, donde yo la quiero, para sacarle las tripas’.
“Roger no arrojó la bola hacia él. O sea, con esto no quiero decir que no intentara hacerlo retroceder de su sitio. No digo que no lo haya hecho, pero estoy seguro de que nunca tuvo la intención de golpearlo”.
Era un tema ideal para los tabloides. Fue una amarga lucha entre dos jugadores superestrella, los Yankees contra los Mets, Nueva York contra Nueva York. Clemens, por fin merecedor de su sitio entre los Yankees después de un año de transición en 1999, representó el papel del chico malo.
“Todo el asunto de Piazza en 2000 dominó ese año, para él y para todos alrededor”, dijo Cone. “Steve Phillips, el director general de los Mets, hizo más grande el problema. Estaba muy molesto y muy agresivo en sus comentarios posteriores al partido. Cerró la sala de pesas al día siguiente cuando fuimos al Shea Stadium. Los jugadores de los Yankees no tuvieron autorización de entrar a la sala de pesas de los Mets al día siguiente. Él continuó con el asunto. Dijo: ‘Mantengan a los jugadores alejados unos de otros’. Había demasiada animadversión. Él hizo más grande el problema. Creo que fue una actitud un poco inadecuada para un director general. Eso pudo haber sido manejado por los jugadores y los mánagers. Él agravó la situación sin necesidad alguna, pero estaba furioso”.
Para la Serie Mundial se generó gran especulación acerca de lo que sucedería cuando Clemens y Piazza se encontraran de nuevo. Los canales de deportes y de noticias transmitieron incontables repeticiones del golpe de julio. ¿Golpearía de nuevo Clemens a Piazza? ¿Designarían los Yankees a Clemens como pitcher en el Shea Stadium donde, bajo las reglas de la Liga Nacional, tomaría su turno al bate y podría ser víctima de un golpe como un acto vengativo de los Mets?
“Nosotros no necesitábamos que eso sucediera”, dijo Torre, quien puso a Clemens en el segundo juego por la seguridad de lanzar en el Yankee Stadium. “Roger me dijo: ‘Lo que tú quieras que haga’. Creo que fue Mel quien se acercó a mí y me dijo que Roger prefería no lanzar en Shea, pero eso nunca lo admitirá. Mel era notable. Él lo percibía todo, o tal vez era que los pitchers hablaban con él antes de hablar conmigo, lo cual es comprensible”.
Mel Stottlemyre, el entrenador de pitchers en quien Torre confiaba, se había sometido a un tratamiento agresivo para un cáncer en la médula ósea conocido como mieloma múltiple. En gran riesgo de contraer infecciones, Mel no podía desempeñar los deberes de entrenador de pitchers ese año, pero continuó al servicio de Torre como asesor. Steinbrenner lo invitó al Yankee Stadium para los primeros dos partidos de la Serie Mundial. Ambos miraban juntos los partidos desde la oficina de Torre y comían hamburguesas con queso.
Los Yankees, como siempre parecían hacer en octubre, de alguna manera ganaron el primer juego, a pesar de haber dejado a 15 corredores en base y estar perdiendo 3–2 con un out en la novena entrada y sin nadie en base contra el pitcher cerrador de los Mets, Armando Benítez. La ventaja de los Mets debió servirles de protección, pero los Yankees se beneficiaron de un error de Timo Pérez al correr entre las bases en la sexta entrada. Con dos outs, Pérez debió anotar desde primera base por un doble de Todd Zeile contra el muro, excepto que Pérez corrió sin prisa, pues asumió que la bola sobrepasaría el muro en un jonrón. Derek Jeter, con otro de sus heroísmos exquisitamente cronometrados de personaje de tiras cómicas, hizo a Pérez pagar por su error con un lanzamiento perfecto a home para el out final de la entrada.
Sin embargo, los Mets aún dominaron a los Yankees hasta sus dos outs finales con las bases vacías cuando Benítez le lanzó a O’Neill. Lo que sucedió después fue la quintaesencia de los Yankees de campeonato al bate: una base por bolas tras diez lanzamientos. “Eso estableció el tono de la serie”, comentó Torre. “Era sólo un desafío: ‘No puedes sacarme out’. Fue la base por bolas más escandalosa que jamás hayas experimentado”.
O’Neill iba detrás de Benítez, una bola y dos strikes. En 104 ocasiones durante la temporada regular, Benítez había colocado a los bateadores en una disyuntiva de 1–y–2 y sólo en 19 ocasiones lograron llegar a la base, lo cual deja una baja probabilidad de 18 por ciento de colocarse en base. O’Neill luchó para salir del aprieto con la persistencia categórica de los Yankees, forjada a partir de esa desesperación por ganar de 1998. Bateó dos fouls, permitió que dos lanzamientos más fueran bolas, bateó dos fouls más y, por fin, vio pasar al décimo lanzamiento fuera de la zona de strike para la bola cuatro.
El resto de la entrada mostró las mismas características familiares de la habilidad Yankee: dos sencillos al campo opuesto, uno por el bateador emergente Luis Polonia y otro por Luis Vizcaíno, y un fly de sacrificio por Chuck Knoblauch. El partido estaba empatado. Mirar ese tipo de reacción de los Yankees una y otra vez era como mirar tejer a una anciana: un derecho, un revés, un derecho, un revés. la repetición de la ejecución de tareas simples creaba algo grande. Los Yankees ganaron en la duodécima entrada al tejer una base por bolas y tres hits, el último de los cuales fue un sencillo al campo opuesto, bateado por Vizcaíno contra Wendell.
El segundo juego llegó con su atracción principal: el encuentro colosal entre Clemens y Piazza. Torre estaba harto del exceso de publicidad, incluso furioso por ello. El sentimiento en el Yankee Stadium aquella noche era rabioso, tres meses de hostilidad llevada a la ebullición, encendida por la incesante fascinación de los medios de comunicación por las dos estrellas. Torre dirigió un breve discurso a su equipo antes del partido.
“No permitamos que nos envuelva la emoción de lo que intentan hacer con esto”, dijo Torre. “Aún tenemos que jugar béisbol y tenemos que vencer a un equipo”.
Para entonces, Torre ya apreciaba a Clemens y confiaba en él. Clemens, en su segundo año con los Yankees, se había integrado mucho más al equipo. Ya no se ocultaba tanto en las salas traseras de los sótanos del Yankee Stadium.
“Él era fácil para mí”, comentó Torre. “Yo tengo mis reglas acerca del himno nacional y del estiramiento. En ocasiones, los sorprendía y a veces no me daba cuenta. De pronto, Roger salía al terreno de juego y me decía: ‘Skip, acabo de poner $300 sobre tu escritorio’ porque yo no los busco a todos cuando salen para escuchar el himno nacional. Creo que no había falsedad alguna en Roger. Él era quien era. Y era un buen compañero de equipo”.
Clemens se preparaba para cada uno de sus inicios como si lo hiciera para el Armagedón. Ninguno le dio más emoción que el segundo juego de la Serie Mundial del año 2000. No había lanzado en siete días, cuando dominó a los Mariners con ese único hit. La atención de esos días estuvo concentrada en los reportes de los medios sobre un nuevo enfrentamiento con Piazza. Clemens también estaba preocupado por su madre, que se encontraba sentada en la sección de sillas de ruedas del Yankee Stadium con un tanque de oxígeno para contrarrestar los efectos de un enfisema. Ella estuvo allí cuando Clemens lanzó el partido decisivo de la Serie Mundial de 1999; sin embargo, tuvo que marcharse después de cinco entradas porque se sintió tan nerviosa y ansiosa, que su respiración se tornó más difícil. Clemens también se conmovió al ver al convaleciente Stottlemyre en la casa club antes del partido.
Había mucho en qué pensar incluso desde antes de lanzar una bola. Clemens se concentró en su preparación acostumbrada antes del juego, la cual por costumbre comenzaba cuando encendía la tina de hidromasaje a su máxima temperatura posible. “Salía como una langosta”, dijo el entrenador Donahue. Después, éste le untaba linimentos calientes en todo el cuerpo a Clemens. “Desde los tobillos hasta las muñecas”, recordó Donahue. Luego, el entrenador untaba el linimento más caliente posible en sus testículos. “Clemens comenzaba a resoplar como un toro”, dijo Donahue, “y entonces era cuando estaba listo para lanzar”.
“Roger era un guerrero y un luchador”, comentó Donahue. “Su intensidad no era igual a la de David Cone. Ni siquiera te atrevías a hablarle a Coney cuando el partido comenzaba. Roger podía hablar acerca de la pesca, la cacería, los árbitros.
“Entre una entrada y otra, casi en todas las entradas, era como una pelea de boxeo de campeonato con Roger. Era como si regresara a su esquina entre rounds. Él entraba y tú tenías que tener puestos tus guantes quirúrgicos, listo para actuar. Él decía: ‘Ponme la pomada caliente en la espalda’ o ‘ponme un poco de grasa en el codo’. Tenías que prestar verdadera atención cuando llevaba dos outs, porque lo primero que salía era la camiseta. Tenía todas las camisetas secas alineadas. Entonces teníamos dispuestos dos o tres grados de ungüentos calientes. Se ponía el medio caliente en la espalda y el segundo más caliente en el codo; se engrasaba todo. Luego tenías que aplicarle talco para que pudiera ponerse la camiseta sobre la grasa y entonces salía de nuevo para la batalla”.
Clemens salió a su acostumbrado calentamiento en el bulpen. Mike Borzello era el catcher al inicio. McNamee observaba, revisando siempre si alguna parte de su cuerpo estaba débil (la espalda, el muslo trasero, la ingle) y necesitaba una atención adicional. Posada llegaba a tiempo para atrapar los últimos 20 lanzamientos y McNamee tomaba el puesto de bateador diestro y zurdo. “¡Guau! ¡Cuántas veces estuvo a punto de incendiar mi trasero!”, exclamó McNamee. Clemens finalizaba con secuencias de lanzamientos a dos bateadores virtuales. Después se secaba el sudor de la frente, lo untaba en el monumento a Babe Ruth en el Parque de Monumentos para la buena suerte y se dedicaba a intimidar a los hombres con el trayecto de vuelo y la velocidad de una bola lanzada.
Eran las ocho con cinco minutos de la noche cuando Clemens realizó su primer lanzamiento. Esa noche diría más tarde: “No recuerdo haber estado nunca más listo para iniciar, pero también sabía que tenía que controlarlo de alguna manera”.
En definitiva fue feroz desde el principio y disparó lanzamientos hacia los Mets con el calor y la fuerza de la llama de un soldador de gas. Timo Pérez, el primer bateador, fue eliminado por strikes con bolas rápidas de 97 millas por hora. Edgardo Alfonzo abanicó ante un splitter ridículamente veloz de 94 millas por hora. Piazza era el siguiente. El frenesí de la multitud ya era salvaje. Quedaba claro que la actitud de Clemens era más dominante que su acostumbrada personalidad de guerrero.
“Me sentí ansioso durante todo el día”, dijo después del partido, a las dos de la mañana en el estacionamiento de los Yankees, aún alterado. “Fueron momentos muy difíciles para mí. Sentí como si no pudiera lanzarle alto y adentro, lo cual en otro momento podía hacer con él, ¿qué tal si lo hacía? ¿Y qué tal si una se me iba? Todo lo que se habló al respecto me afectó. Me decía una y otra vez: ‘Tienes que controlar tus emociones’. Todo se acumuló. Me resultaba muy difícil controlar mis emociones”.
Los primeros dos lanzamientos fueron misiles de 97 millas por hora que Piazza dejó pasar como strikes.
“Ni siquiera podías ver la zona de bateo con todos los flashes fotográficos”, comentó McNamee. “Yo estaba en el bulpen y no podías ver al bateador contra todas las luces”.
Clemens intentó un splitter a continuación, pero falló, con lo cual el conteo fue 1–y–2. El siguiente lanzamiento fue una bola rápida adentro, llena de ira y machismo, un lanzamiento tipo sierra circular que perforó el mango del bate de Piazza, cuando intentó batearlo. Volaron astillas hacia todas partes a la manera de una explosión. Un fragmento del bate voló hacia el costado izquierdo del infield. El mango permaneció en las manos de Piazza. La bola voló hacia el territorio de foul, cerca de primera base. El fragmento más grande del bate, se astilló y rebotó hacia Clemens. Sucedían tantas cosas, había tantas ideas en su cabeza y tantas emociones recorrían su cuerpo, que Clemens no pudo procesar con suficiente rapidez el inventario de lo que sucedía en ese instante. Él levantó el madero como si atrapara una rolata; de hecho, después diría que su primer pensamiento fue que había atrapado la bola. Entonces, se dio cuenta de que lo que sostenía entre sus manos era un pedazo inútil de madera y lo arrojó; lo arrojó, según dijo, hacia lo que pensó que era un área segura fuera del terreno de juego, sólo para expulsar a ese maldito pedazo de madera y, por extensión, de Piazza, del diamante.
Piazza, sin embargo, resultó estar cerca de la trayectoria de vuelo del madero. Piazza también estaba confundido. No tenía idea de dónde estaba la bola, de manera que comenzó a trotar hacia primera base sólo en caso de que aún estuviera en juego en alguna parte. El bate rebotó y giró a poca distancia frente a él. Piazza estaba estupefacto.
“¿Cuál es tu problema?”, gritó a Clemens. “¿Cuál es tu problema?”
Clemens no respondió. Hablaba con el árbitro de la zona de bateo, Charlie Reliford, acerca de que había pensado que se trataba de la bola.
“Ésa fue la máxima frustración para Roger”, comentó McNamee acerca del incidente del bate, “porque era la primera vez que veía a Piazza desde julio. Estaba muy agitado. Fue sólo la emoción. No fue nada. Él no arrojó el bate hacia Piazza.
“Y Roger lee cada uno de los malditos artículos de prensa. Sus hermanas leen todo y hablan con él. Él se entera de todo. Tiene gente por todo Internet. El ridículo cuento de la bola; ésas son mentiras. Yo creo que él estaba muy acelerado y concentrado”.
Torre dijo: “Como es obvio, Roger estaba en otro planeta. Él recoge el bate y lo arroja, sólo lo arroja fuera del campo. Piazza, sin saber dónde estaba la bola, comienza a correr. Clemens sabía que era un foul y sólo arrojó el bate hacia el dugout. Resultó que Piazza casi corre hacia el bate”.
Reliford se colocó entre Clemens y Piazza. Ambas bancas se vaciaron. La situación fue controlada con rapidez. En el siguiente lanzamiento, Clemens retiro a Piazza con una rolata hacia segunda base. Clemens, aún muy alterado y acelerado, corrió fuera del campo y siguió de largo, pasó junto a Torre y recorrió el corredor hasta el interior de la casa club. Esta vez no tenía intenciones de cambiarse la camiseta. Stottlemyre saltó del sillón donde comía su hamburguesa con Steinbrenner, en la oficina de Torre, y se dirigió hacia Clemens.
“¡No era mi intención hacer eso!”, exclamó Clemens.
Cuando Stottlemyre llegó hasta donde estaba Clemens se encontró con el espectáculo más sorprendente: Clemens, el intimidante guerrero que se untaba linimento caliente en los testículos, el que resoplaba como toro, el que lanzaba a 97 millas por hora con más de un pincelazo de peligro adosado a sus lanzamientos, estaba allí sentado y lloraba sin consuelo.
Mientras Clemens, con la ayuda de Stottlemyre, recuperaba la compostura, sus compañeros de equipo anotaron dos carreras por él. Para la octava entrada, los Yankees llevaban la delantera 6–0 y resultaba casi imposible batearle a Clemens. Enfrentó a 28 bateadores. Dos batearon de hit, no hubo bases por bolas, nueve fueron eliminados por strikes y sólo cinco consiguieron sacar la bola del infield, de hit o no. Los Mets anotaron cinco carreras en la novena a Jeff Nelson y Mariano Rivera y Piazza bateó un jonrón contra Nelson; sin embargo, la noche fue de Clemens y de los Yankees con un marcador final de 6–5.
“La competencia”, observó esa noche el catcher de los Mets, Todd Pratt, “saca a relucir lo mejor y lo peor de la gente”.
Al día siguiente, día de ejercitamiento antes del tercer juego, Cone le preguntó a Torre si podía hablar con él un minuto. Torre aún no había anunciado a su pitcher abridor para el cuarto partido. Había alineado a Orlando Hernández para el tercer partido el mismo que los Yankees perdieron 4–2, cuando El Duque permitió dos carreras en la octava, pero aún debía decidir entre Neagle y Cone para el cuarto partido.
“Joe no tenía mucha fe en Neagle”, dijo Cone. “Neagle no era muy de su agrado por alguna razón. Él pensaba que Neagle era un poco inconstante. Había algo en él que le desagradaba”.
No obstante, Cone estaba lejos de ser una opción segura. Había lanzado sólo una entrada en la Serie de Campeonato de la Liga Americana contra Seattle, una entrada final en un partido de 6–2. El cuerpo del líder inspiracional de los equipos de campeonato de los Yankees se agotaba. Cone sufrió una tortuosa temporada y obtuvo 4–14 con un ERA de 6,91.
“Llegué a un punto en mi carrera en el cual aprendí a manejar el dolor”, dijo Cone. “Aprendí cuántos Advil tenía que tomar o, cuando me encontraba en problemas serios, si podía tomar algo más fuerte, Indocin u otros antiinflamatorios. Ya lo había vivido durante el tiempo suficiente para saber cómo manejar el dolor. Lo que no sabía era lo cortos que se hacían mis lanzamientos. Me volví muy bueno para manejar el dolor porque no reconocía que mis lanzamientos se acortaban. Muchos sliders colgados ese año. Mi slider dejó de ser efectivo”.
Hacia el final de la temporada, Cone se dislocó el hombro izquierdo al arrojarse al suelo para atrapar una bola.
“Yo no debí estar en la alineación de playoffs”, dijo. “Lanzaba con un solo brazo. En verdad, necesitas ese impulso del frente. Durante el resto del año no logré nada”.
Cone no lanzó a más de 85 millas por hora en esa única entrada contra Seattle. Él sabía que Torre pensaba en un inicio para él, razón por la cual solicitó hablar con el mánger aquel día de ejercitamiento.
“Oye, mira, Joe”, le dijo Cone, “me siento cómodo con la idea de poder darte un par de entradas como relevista. Pero no estoy seguro de lo que puedo ofrecerte como abridor”.
Cone dijo: “Ésa fue la primera vez que lo admití. Ante cualquier persona. Admitir que no podía hacerlo”.
Torre le agradeció su honestidad y anunció que Neagle sería el pitcher del cuarto partido de los Yankees.
Jeter bateó ese importante jonrón con el primer lanzamiento de Bobby Jones para comenzar el cuarto partido. Los Yankees llevaron la ventaja a 3–0 para la tercera entrada, pero Neagle devolvió dos de las carreras al permitirle un jonrón a Piazza al final de la tercera.
El marcador aún se encontraba a 3–2 en la quinta cuando Piazza apareció con dos outs sin hombre en base. Torre salió hacia el montículo. Neagle estaba a un out de distancia de calificar para una victoria en la Serie Mundial. Sin embargo, Torre no quería ver a Neagle lanzarle a Piazza por segunda ocasión. Entonces, señaló hacia el bulpen.
Torre manejaba los juegos de postemporada con una urgencia despiadada, una política que comenzó en su primera serie de postemporada como director de los Yankees con la asesoría de Zimmer. El abridor de Torre, Kenny Rogers, era bateado con fuerza por los Rangers en la segunda entrada del cuarto partido cuando Zimmer se volvió hacia Torre y le dijo: “Quizá debas poner de pie a alguien del bulpen”.
“¿Qué?”, replicó Torre. “Sólo es la segunda entrada”.
“Nunca debes permitir que estos partidos se te vayan de las manos”, le recomendó Zimmer.
Torre sacó a Rogers después de sólo dos entradas, con marcador adverso de 2–0. Los Yankees ganaron el partido 6–4. Torre nunca olvidó la lección de Zimmer.
En el cuarto partido de la Serie Mundial de 2000, Neagle fue la última versión de Rogers. Entregó la bola a Torre y salió deprimido del campo. Más tarde, Neagle explicaría: “Soy una víctima por no haberle lamido el trasero a Joe durante el tiempo suficiente”.
La puerta del bulpen se abrió y de ella salió a trote el bribón de la casa club a quien O’Neill quería destrozar antes del partido, el mismo sujeto con el récord de 4–14, la bola rápida de 85 millas por hora, el hombro dislocado y el corazón de un león. Ya había llegado la hora de un último momento Yankee para David Cone.
“Él no podía eliminarnos a mí o a ti”, dijo Torre, “pero yo sabía que siembras algunas ideas en la cabeza de Mike Piazza. ‘Oh, mierda. Ahora tengo que esperar más de un lanzamiento’. ¿Cuándo sabe un bateador como Piazza en qué momento le llegará ese lanzamiento? Él te aniquilaría. Pero con Coney, él sale y te lanza perdigones. Era ideal para la coyuntura”.
Cone imaginó que en algún momento del partido sería llamado para enfrentar a Piazza. Lo que no imaginó fue que ese momento se presentaría cuando Neagle estuviera a un out de distancia de calificar para una victoria en la Serie Mundial.
“Todo eso vino a demostrar que a Joe no le importaba”, comentó Cone. “Un detalle que estableció la estrategia de Joe desde el principio era que no iba a jugar con los favoritos. Sí, él era un poco como un apostador en términos de estrategia. Sin embargo, él iba a poner en el terreno de juego al equipo que le diera las mayores probabilidades de ganar en ese momento. Si eso significaba sentar a Tino en la postemporada, sentar a Boggs, sacar a Neagle con dos outs en la quinta y no permitirle enfrentar a Piazza una vez más, iba a hacerlo. No le importaba quién eras ni lo que sucedía. Él iba a hacer cualquier cosa con tal de ayudar al equipo a ganar. A los muchachos no les gustó, pero que se iba a hacer. A Tino no le gustó, pero lo aceptó. Pudo asimilarlo”.
La experiencia de Cone le resultó muy útil. Él sabía, por ejemplo, que Piazza era el tipo de bateador a quien le gustaba esperar un strike. “Para mí, ésa es la mitad de la batalla”, dijo Cone, “saber cuáles chicos te esperarán un strike o no”.
Entonces, incluso después de que Cone fallara con su primer lanzamiento, regresó con una bola rápida que pasó por encima del plato. Piazza la tomó como el strike uno.
“Ése”, comentó Cone, “fue un lanzamiento que él pudo haber pulverizado. Pero yo confiaba mucho en que él no iba a batear la primera bola rápida con 1–y–0. Una vez que obtuve el strike, le lancé dos sliders, uno lo falló y el otro lo bateó de foul. Sliders decentes, como barridos; sliders de Frisbee.
“Después, Posada ordenó una bola adentro y rápida y entonces pensé que tal vez fallaría con ésta. Invadió un poco más de la zona de bateo de lo que yo quería. Sólo estuvo lo bastante alta. Lo último que él buscaba era una bola rápida en cualquier parte de la zona. Fue pura suerte. Él reaccionó tarde y falló. Bateó un pop-up”.
Torre dijo: “Él buscaba poca velocidad y le lanzó una bola rápida a 85 millas por hora por el centro y Piazza bateó un pop-up”.
Fue un triunfo de la confianza. Torre quiso enfrentar a Cone contra Piazza incluso con una bola rápida a 85 millas por hora. Y Cone le dio gusto. Fue el último lanzamiento que Cone realizaría en su gran carrera con los Yankees. Cone iba a lanzar otra entrada, pero Torre utilizó a José Canseco para que bateara en su lugar con dos outs y dos en base. Canseco fue eliminado por strikes. Nelson, Stanton y Rivera se hicieron cargo de los 12 outs finales para mantener el marcador final en 3–2.
Los Yankees ganaron la Serie Mundial la noche siguiente por última vez bajo el mandato de Torre. Fue el cierre perfecto, extraído del álbum de colección de los Grandes Éxitos de 1996–2000. Hubo, desde luego, una recuperación; el marcador de 2–1 era adverso en la sexta entrada. Apareció de nuevo la actuación de superhéroe de Jeter, quien empató el partido con un jonrón. Hubo un magnífico pitcheo abridor: Andy Pettitte permitió dos carreras inmerecidas en siete entradas. Hubo la prototípica estrategia ganadora de juegos de la astucia Yankee: los Yankees tenían dos outs sin hombre en base en la novena, cuando Posada obtuvo bases por bolas después de nueve lanzamientos de Al Leiter. Brosius agregó un sencillo al infield y Luis Sojo agregó un sencillo que, aunado a un error, envió dos carreras a home para lograr una ventaja de 4–2. Y, desde luego, al final llegó Rivera, que marcó el out final con un fly de Piazza, la potencial carrera del empate.
Después del hit de Sojo que rompió el empate, técnicos y carpinteros de la Fox se apresuraron a reunirse en la casa club de los Yankees para comenzar a levantar la plataforma para la presentación del Trofeo del Comisionado. Sin embargo, había un problema: la puerta estaba cerrada. Ellos tocaron para anunciarse.
“¡No dejen pasar a esos bastardos!”, gritó Steinbrenner.
Era supersticioso en cuanto a que cualquier persona asumiera que los Yankees tenían en las manos el campeonato mundial. Nadie, decidió, entraría en su casa club hasta después del último out. El comisionado Bud Selig, a quien la noticia le llegó en las gradas, estaba furioso. ¡Sus socios de la televisión necesitaban entrar! Kevin Hallinan, director de seguridad del béisbol de las Grandes Ligas, llamó a un oficial de los Yankees a la casa club y le dijo que los Yankees se arriesgaban a pagar una enorme multa de Selig si Steinbrenner no abría la puerta de inmediato. Steinbrenner le mandó decir que con la única persona con quien hablaría era Paul Beeston, uno de los asistentes de Selig y amigo suyo desde los años de Breeston como administrador de los Blue Jays de Toronto. De hecho, Beeston era lo bastante amigo de Steinbrenner como para haberle jugado una broma unos cuantos años antes, cuando ayudó a organizar una junta de propietarios a la cual todos los asistentes se presentaron vestidos como Steinbrenner: pantalones grises, chaqueta azul marino y suéter blanco de cuello de tortuga.
Beeston golpeó la puerta. “¡George, soy Beeston! Abre la puerta”, gritó.
Steinbrenner abrió la puerta sólo un poco, apenas lo suficiente para que Beeston, y nadie más, se deslizara al interior de la casa club antes de cerrarla de golpe. Con toda calma, Beeston negoció con Steinbrenner para que abriera la puerta y permitiera a la gente de la televisión hacer su trabajo. Tras un rato, Steinbrenner cedió, pero no sin antes advertir a Beeston: “Pero si algo sale mal, ¡la culpa será tuya!
Sólo unos cuantos minutos después, Rivera saltó en el aire tras el fly de Piazza hacia Bernie Williams. Steinbrenner lloró en el hombro de un muy aliviado Beeston. Pronto, la champaña voló de nuevo. Nunca se hacía vieja. Toda celebración con champaña estaba llena de exuberancia y gozo; aunque, con cada año, también se producía con más alivio.
“Después nos divertimos muchísimo”, dijo McNamee. “Yo estaba sentado arriba del refrigerador en esa pequeña sala. George se aproximó hacia mí y estrechó mi mano. Me dijo: ‘¡Felicidades!’. No creo que supiera quién era yo. Sólo sé que durante unos 30 minutos después de que se terminara la champaña, casi todos los del equipo estaban en esa sala. Los muchachos reían. Y casi cada cinco minutos, alguien decía: ‘¡Esto es por Turk Wendell!’. Brindamos por él como diez veces. Decíamos: ‘Oye, ¿no es esto grandioso?’ y entonces algún chico levantaba la mano y decía: ‘¡Por Turk Wendell!’. Y todos gritaban. Fue muy divertido. Pudieron tener una oportunidad si él no hubiera abierto la boca. Oh, los hizo enfurecer a todos. Ese equipo de los Yankees no era tan bueno”.
¿Acaso no parecían terminar de la misma manera todas las noches de octubre de aquellos años? Ver jugar a los Yankees en la postemporada de esos años era como ver un capítulo de La isla de Gilligan: sin importar lo inverosímiles que fueran los giros y saltos del guión en los primeros minutos del programa, uno sabía cómo iba a terminar: Gilligan aún seguiría en la isla cuando aparecieran los créditos. De igual manera, sin importar si los Yankees perdían, si iban empatados o si se enfrentaran a un ataque cerrado, cualquiera sabía que iban a salir victoriosos.
Desde 1998 y hasta 2000, los Yankees ganaron tres campeonatos mundiales consecutivos por medio de un béisbol de .805 en la postemporada con un total de 33–8. Incluso cuando su talento declinaba, parecían conocer cómo superar la postemporada mejor que nadie más, como si sólo ellos tuvieran el mapa para encontrar el tesoro escondido. Los pitchers, desde luego, eran su brújula. Concedieron cero, una o dos carreras en 23 de aquellos 41 partidos. Sin embargo, había algo más, algo más que existía en el interior y entre esos jugadores. Era algo tan fuerte que ellos tomaron toda la lógica común de los “pequeños tamaños de muestra”, del azar de cuando dos buenos equipos se encuentran en los playoffs y de la dificultad de tener que superar esas tres rondas de playoffs, y destrozaron lo que ahora es sabiduría convencional. Esos tres equipos de los Yankees, por ejemplo, estaban a 15–3 en los partidos de playoffs decididos por una o dos carreras. ¿Tenían tanta suerte? ¿O eran tan buenos?
“El azar existía entonces”, dijo Beane, el padre de la filosofía moderna de que los playoffs son “un tiro de dados”. “Pero en algún punto eres como el básquetbol de la UCLA bajo el mando de John Wooden. Ganaron, ¿cuánto? ¿Doce títulos en una postemporada en la cual puedes ser eliminado en un partido? En algún punto, un equipo se hace tan bueno que supera al azar. Los Yankees del 98 fueron uno de los equipos más grandiosos que jamás he visto. Ese equipo fue casi igual de bueno en el 99 y en 2000. Sin duda alguna, fueron la UCLA del béisbol en esa época. Tenían todo lo que querrías que tuviera un equipo de béisbol, eran jóvenes y, enfrentémoslo, cuando eres tan bueno es un poco abrumador que otro equipo llegue e intente vencerte. Eran mucho mejores que todos los demás”.
En cuatro ocasiones, los Yankees de Torre recorrieron el Cañón de los Héroes en el Bajo Manhattan mientras eran honrados con un desfile. En cuatro ocasiones incrementaron el legado de los Yankees como la franquicia más prestigiosa en los deportes con 26 campeonatos mundiales en total. Sin embargo, la gloria tenía una desventaja: Steinbrenner, que estaba desesperado por ganar cuando Torre llegó y después de haber soportado 17 años sin un título, ahora había llegado a esperar esos campeonatos. Cada título le aportaba cada vez menos gozo. Los Yankees no podían hacer otra cosa salvo cumplir con una obligación.
Poco tiempo después de la Serie Mundial de 2000, cuando los Yankees ya habían derrotado a sus rivales del otro lado de la ciudad en una serie de rabiosos combates y la red YES estaba a punto de su lanzamiento con el equipo que aún era el más importante en los deportes, Torre y su esposa se preparaban para abordar un avión hacia Europa, cuando su teléfono sonó. Era Steinbrenner.
“No les daré bono este año a los entrenadores”, dijo el Jefe.
Steinbrenner había entregado bonos de $25,000 a los entrenadores de Torre cuando los Yankees ganaron en 1996, 1998 y 1999.
“George”, dijo Torre, “¿cómo pudiste darles un bono a los entrenadores cuando vencimos a San Diego y luego, cuando vencemos a los Mets, no puedes darles uno? Es una locura”.
“Bueno”, respondió Steinbrenner, “es que se esperaba que ganaran”.
Unas cuantas semanas después, Steinbrenner llamó a Torre una vez más. Era la víspera de Año Nuevo.
“Voy a darles un bono a los entrenadores”, anunció Steinbrenner.
¿Quién sabe por qué cambió de opinión? Todo lo que Torre supo fue que estaba contento por sus entrenadores, pero aún estaba enojado porque Steinbrenner no creyera que merecían un bono desde el principio.
“No obstante, tú pasas por lo mismo con Steinbrenner”, comentó Torre. “Le agradeces, le dices lo buen propietario que es y cuánto aprecias su gesto. Lo dices de verdad, pero también piensas: ‘¿Por qué es necesario esto?’. Pero, mira, ése era el único control que él tenía. Es lo que él empleaba para llamar mi atención porque él quería ver que yo me retorciera. Entonces, básicamente, era como un juego.
“Al menos tenías acceso a él. Yo trabajé para Ted Turner y trabajé para August Busch y era más fácil trabajar para George porque tenías acceso a él. Podías manifestarle tu opinión. Nunca podías acercarte a los otros tipos para hablar con ellos”.
El cada vez menor aprecio de lo que su equipo lograba, sin embargo, comenzaba a afectar a la organización. Sus agentes de reclutamiento y sus empleados de desarrollo de jugadores, por ejemplo, no recibieron sus anillos de la Serie Mundial de 1999 hasta más de un año después; es decir, hasta después de la Serie Mundial de 2000 y, cuando por fin los recibieron, resultaron ser falsos. Tiempo después, la empresa fabricante de los anillos les solicitó devolverlos para poder corregir el “error”.
No obstante, ningún anillo de la Serie Mundial de 2000 fue entregado al personal de reclutamiento, integrado por dos docenas de individuos. La moral empeoró cuando se les instruyó no mencionar el tema de los anillos de la Serie Mundial en las juntas organizacionales. Empeoró aún más cuando se enteraron o vieron que los amigos de Steinbrenner, como el actor Billy Crystal y el cantante Ronan Tynan portaban anillos de la Serie Mundial. La hija de un reclutador escribió una mordaz carta a Steinbrenner acerca de retener los anillos de las personas que habían trabajado tanto tras bambalinas para ayudarlo a conformar un equipo exitoso. Steinbrenner cedió y tiempo después ordenó un anillo para ese reclutador. Otro oficial de desarrollo de jugadores puso su solicitud por escrito e insistió en que no firmaría su siguiente contrato hasta que éste incluyera la promesa de entrega de un anillo de la Serie Mundial del año 2000.
Sin embargo, casi ninguno de los reclutadores recibió nunca un anillo de la Serie Mundial de 2000. El comentario de humor negro entre ellos, si consideramos todo el tiempo que tuvieron que esperar para recibir el anillo de la Serie Mundial de 1999, era que los Yankees tendrían que ganar otra Serie Mundial para que pudieran recibir los anillos de la Serie Mundial de 2000. No obstante, ningún reclutador más recibió su anillo y, de hecho, Cashman dijo a Newsday en 2006, después de asumir la autoridad total de las operaciones de béisbol, que esas personas no los recibirían. Con el paso de los años, los reclutadores plantados comenzaron a referirse a cada temporada perdida de los Yankees después de 2000 como el resultado de lo que ellos llamaron “La maldición de los anillos”. Los Yankees no ganaron una Serie Mundial hasta 2009.