La rivalidad Yankees-Red Sox pudo ser lo mejor que le sucedió al béisbol, pero ambos mánagers llegaron a odiarla. Cada vez que los Yankees y los Red Sox se enfrentaban en el diamante, incluso en abril (qué diablos, incluso en el entrenamiento de primavera), había una cualidad de Armagedón en los prolegómenos. El béisbol nunca fue diseñado para ser así; no hasta octubre, en todo caso. El deporte se enorgullecía en gran medida por el enorme volumen de la temporada; “un maratón”, como los jugadores decían con orgullo. Sin embargo, todos los partidos entre los Yankees y los Red Sox provocaban una urgencia similar a la de la NFL para cada juego, cada entrada, cada lanzamiento. La situación avanzaba en contra de todo lo que Joe Torre y Terry Francona intentaban imprimir en sus clubes, ambos conocedores de la sabiduría de mantener a su equipo sobre una base emocional estable. Después de casi cada ocasión en la cual los Yankees y los Red Sox finalizaban su serie, Torre llamaba a Francona o Francona llamaba a Torre.
“¿Ya estás harto de esto?”, le preguntaba Torre.
“Estoy contento de que haya terminado”, le respondía Francona.
“Tú lo estás y yo también, amigo”, le replicaba Torre. “Nos vemos en unas seis semanas”.
Torre y Francona compartían no sólo un punto de vista único de ventaja en la rivalidad, sino una amistad honesta. Torre había jugado con el padre de Francona, el ex jugador de las Grandes Ligas Tito Francona, y había recomendado a Francona para su primer cargo como mánager de los Phillies con el director general de Filadelfia, Lee Thomas.
“Yo jugué con el papá de Terry, de manera que sentía una cercanía con él por ese motivo”, dijo Torre. “Aún puedo pensar en él como un niño. Y recuerdo que lo recomendé con Lee Thomas. Terry conocía el béisbol, era cerebral y no era exhibicionista. Era sólo una buena y básica persona del béisbol”.
Torre y Francona creían que toda la dinámica Yankees-Red Sox había crecido tanto y se había hecho tan emotiva que los directores le temían.
“Podía dejarte exhausto”, dijo Torre. “Teníamos un nexo en común porque ambos sentíamos de igual manera. Ambos estábamos sometidos a las mismas presiones. En realidad, no había un favorito. No había un equipo que fuera mejor que el otro con toda claridad. Es como Michigan-Ohio State. No importa cuán buenos sean tus equipos. Se supone que debes ganar. Cada uno de los dos debe hacerlo.
“La cobertura mediática puede agotarte. Hay un partido en el programa y yo sé que es contra Boston. Sé que es un equipo en mi división. Pero creo que la rivalidad se salió de control en cuanto a que se magnificaba cualquier pequeño detalle que sucedía en el partido. Era exhaustivo por completo. ¿Y sabes qué es interesante? El juego es tenso, pero se hace aún más tenso sólo porque sabes que vas a tener que explicar el resultado en cada uno de sus más mínimos detalles. El juego en sí mismo, sin embargo, es grandioso. Todo lo demás es lo que te agota”.
Desde la época en que John Henry compró a los Red Sox en 2002, cuando Boston comenzó a hacer el compromiso de mirar cara a cara a los Yankees y ser un rival digno, hasta el inicio de la Serie de Campeonato de la Liga Americana en 2004, cuando los Red Sox pudieron medir mejor su progreso, los Yankees y los Red Sox se habían enfrentado en 64 ocasiones, incluyendo la titánica Serie de Campeonato de la Liga Americana de 2003. Cada equipo había ganado justo 32 de esos 64 partidos.
Ambos equipos realizaron alteraciones significativas en sus clubes para llegar a la Serie de Campeonato de la Liga Americana. Para los Yankees, lo anterior significó deshacerse del objeto de la intensa y costosa guerra de ofertas en la cual se habían involucrado con los Red Sox menos de dos años atrás: el pitcher diestro José Contreras. El gran hombre que se suponía sería un as para los Yankees luchó con su control y con las sutilezas de su función, como lanzar en la recta final y aguanter a los corredores. También tenía una falla particularmente dañina e imperdonable para los Yankees: no podía lanzar contra los Red Sox. Contreras obtuvo 0–4 con un ERA de 16,44 contra Boston.
“Él mostraba destellos de grandes facultades aquí y allá”, comentó Torre, “pero tenía una fobia contra Boston y Boston arrasó con él. Contreras era predecible en sus lanzamientos hacia ellos. Lo tenían dominado. Lo superaron. Lo superaron por completo.
“Tenía talento, pero tenía muchos problemas que yo creo que se relacionaban con lanzar en Nueva York. Llegué al punto de pensar: ‘No puede evitarlo’. No parecía sentirse cómodo en Nueva York”.
El 31 de julio de 2004, el día de la fecha límite para intercambios, los Yankees se encontraban en proceso de vencer a los Orioles, 6–4, en el Yankee Stadium, cuando Brian Cashman llamó a Torre.
“Podemos intercambiar a Esteban Loaíza por Contreras”, anunció Cashman.
Pronto, Torre confirmó con el entrenador de pitchers, Mel Stottlemyre, antes de retomar la llamada telefónica con su director general.
“Hazlo”, replicó Torre.
Loaíza era una especie de enigma en sí mismo y, como jugador con derechos de agente libre después de la temporada, sólo una recuperación parcial de la inversión por Contreras. Loaíza tenía 9–5 para los White Sox, pero con un abultado ERA de 4,86. Los Yankees eran su quinto equipo en siete años. Tenía 32 años. Loaíza había ganado 21 partidos en la temporada previa, el único año en su vida en el cual ganó más de once partidos. En resumen, Loaíza no era otra cosa que un pitcher abridor irregular. En cierta ocasión, los Red Sox habían pagado todas las habitaciones de un hotel para intentar mantener a Contreras alejado de los Yankees; ahora, el celebrado “Titán de Bronce” era desechado de manera nada gloriosa a cambio de un relleno en la rotación.
Y los Yankees no lo pensaron dos veces. Tampoco Contreras. A pesar de contar con una cláusula de no intercambios, lo aceptó sin pedir nada a cambio.
“En ese momento, nosotros sólo buscábamos a alguien que pudiera salir y lanzar”, dijo Torre. “Nosotros podíamos anotar carreras. Nuestro plan con nuestro grupo de pitchers era: ‘Sólo intentemos permanecer en el juego’; no obstante, a veces ni siquiera eso funcionó.
“No me di cuenta de eso cuando llegué a Nueva York, pero, después de estar allí durante un tiempo, comprendí que jugar en Nueva York era distinto a jugar en cualquier otro sitio. En realidad, la gente o lo aceptaba por completo o tenía problemas con ello. Creo que a Kenny Rogers le resultó difícil. David Justice lo hizo bien. Roger Clemens, después de un tiempo, pudo hacerlo muy bien. Randy Johnson, de ninguna manera. Tengo que agregar a Contreras dentro del grupo que tuvo problemas con ello”.
Los Red Sox realizaron un movimiento aún mayor y más sorprendente ese mismo día de la fecha límite. Epstein organizó una red de intercambios elaborada de cuatro equipos que involucraba a siete jugadores con el fin de deshacerse de una antigua estrella de su propiedad, el shortstop Nomar Garciaparra. Los Red Sox obtuvieron al shortstop Orlando Cabrera de los Expos y al primera base Doug Mientkiewicz de los Twins como parte de los intercambios. Esa negociación produjo más dividendos para Boston que el acuerdo de Contreras para los Yankees.
“Teníamos un fallo fatal”, observó Epstein: “nuestra defensiva era terrible”.
Bajo el mandato de Epstein y Henry, los Red Sox no sólo implementaron los análisis estadísticos, sino también desarrollaron fórmulas propias para medir el desempeño de los jugadores. Cuando calcularon los números de la defensiva de Garciaparra esa temporada, los resultados los sorprendieron. Él era, por mucho, el peor shortstop defensivo en la historia de su base de datos. Los Red Sox no dependían de los números de manera exclusiva; por el contrario, las cifras estaban respaldadas por las observaciones de los reclutadores de la franquicia, que en ocasiones las confirmaban con su equipo.
“Ya sea por la edad o por las lesiones, él no llegaba a las bolas como solía hacerlo”, comentó Epstein. “Los pitchers salían perjudicados, en especial un chico de muchas rolatas como Derek Lowe, de maneras que no siempre puedes ver. Nosotros sabíamos que los equipos que ganaban la Serie Mundial por lo general contaban con shortstops muy ágiles. En verdad, nuestra defensiva en el infield era lo que necesitábamos atender”.
El otro elemento que impulsaba a Boston a intercambiar a Garciaparra era que él ya no parecía adaptarse muy bien a una casa club que se había convertido en una banda de locos extrovertidos, que se describían a sí mismos a todas voces como “idiotas”. Garciaparra era más del tipo discreto y pensativo; en especial después del entrenamiento de primavera de 2003, cuando los Red Sox le ofrecieron lo que él consideró una extensión de contrato inferior al mercado.
“Como es comprensible, él estaba molesto”, anotó Epstein, “y se volvió aislado”.
Cuando Epstein incluyó a Garciaparra en el mercado de intercambios, sólo un equipo, los Cubs, mostraron un poco de interés al principio. Ellos ofrecieron enviar a Boston al outfielder David Kelton, de 24 años, pero también querían intercambiar al pitcher Matt Clement por Lowe. Epstein respondió que no, gracias, y con ánimo regresó a trabajar. Jaló suficientes hilos para terminar por quedarse con Cabrera y Mientkiewicz, dos jugadores reconocidos por sus cualidades defensivas.
“Dos minutos antes de la hora límite, yo pensaba que estaba muerto”, comentó Epstein. “Debo haber realizado cuatro docenas de llamadas en la última media hora. Terminó por suceder justo a la hora límite. Pensamos que era el acuerdo correcto. Sabíamos que Cabrera era bueno en términos ofensivos, pero su desempeño estaba por debajo de su nivel. Lo que sabíamos sobre su personalidad nos convenció de que él no tendría problema alguno si era asignado al gran escenario donde todo el mundo lo miraba. Era justo lo que él necesitaba. Y pensamos que nuestra defensiva en primera base también era débil.
“Obtuvimos a dos chicos que bateaban alrededor de .230 en ese momento; sin embargo, nosotros pensamos que eso era lo que necesitábamos. Teníamos poder y contábamos con un excelente grupo de pitchers; no obstante, nuestra defensiva nos aniquilaba. Esos chicos eran excelentes defensivos. Sí ayudó. Nuestro pitchers abridores adquirieron gran preponderancia. Desde mediados de agosto obtuvieron 30–13”.
Si las estrategias de los Red Sox habían superado a los Yankees el pasado noviembre, lo habían hecho de nuevo en agosto. Después de las negociaciones en la fecha límite, los Red Sox se convirtieron en el mejor equipo del béisbol durante el resto de la temporada regular (42–18), cinco partidos y medio mejores que los Yankees (36–23).
“Con toda certeza, a lo largo de ese año pensé que ellos eran un mejor club que nosotros”, dijo Torre. “Pero los partidos en la postemporada no tienen nada que ver con los de la temporada. En esos momentos, tú das el todo por el todo. Lo cierto es que nosotros estábamos lo bastante condicionados como para saber que no había nadie en el terreno de juego que pudiera vencernos. O sea, ellos llamaron nuestra atención y estoy seguro de que también nosotros llamamos su atención”.
La eliminación de los Angels por parte de Boston en la Serie de División permitió a los Red Sox alinear su rotación para que Schilling y Martínez abrieran los primeros dos partidos de la Serie de Campeonato de la Liga Americana en el Yankee Stadium. Eso le pareció perfecto a Boston. Schilling, sin embargo, era un pitcher disminuido. Se había lesionado mientras lanzaba en la Serie de División y se había desgarrado el tejido envolvente del tendón del tobillo derecho. Un Schilling inefectivo dejó el montículo tras tres entradas en el primer juego, después de enterrar a su equipo en un agujero de 6–0.
Con un out en la séptima entrada, los Yankees llevaban la delantera 8–0 y Mike Mussina lanzaba un juego perfecto. De pronto, los Red Sox mostraron su poder y, antes de que los Yankees pudieran conseguir cinco outs más, el marcador llegó a 8–7. Boston tenía la carrera del empate en tercera base y a Kevin Millar al bate. Torre metió a Mariano Rivera y ése fue el final de las anotaciones de Boston. Rivera eliminó a Millar con un popup y los Yankees obtuvieron el triunfo, 10–7.
Los Yankees también ganaron el segundo juego, aunque lo hicieron de manera muy distinta. Lieber se enfrentó a Martínez en un clásico duelo de pitchers, 3–1. Una vez más, Torre entregó la bola a Rivera con un corredor en tercera y un out en la octava entrada, y el gran pitcher cerrador se aseguró otra victoria.
No habría necesidad de que Rivera participara en el tercer juego. Los Yankees ganaron 19–8 con un espectáculo prodigioso de bateo en un partido que había permanecido empatado después de tres entradas, 6–6. Los Yankees estaban exultantes con tres partidos contra cero, un liderazgo que ningún equipo en la historia del béisbol había perdido jamás.
Sin embargo, no todo fue perfecto. El pitcher abridor de los Yankees, Kevin Brown, quien se suponía sería el as del grupo y quien había tenido dificultades con su espalda durante la mayor parte del año, había lanzado de forma terrible y no tenía buen aspecto. En sólo dos entradas, Brown concedió cuatro carreras con cinco hits y dos bases por bolas antes de que Torre enviara a Vázquez a sustituirlo para iniciar la tercera entrada. (Vázquez tampoco tuvo un gran desempeño pues concedió cuatro carreras con siete hits y dos bases por bolas en 4 ⅓ entradas). Ése fue sólo el último episodio para explicar por qué Brown no generaba confianza alguna en sus compañeros de equipo. Brown era famoso por su mal temperamento y su disposición arisca, atributos que no le resultaron muy útiles en un momento de su carrera cuando ya no pudo lanzar con tanta fuerza como antes lo hizo; además, no contaba con los recursos psicológicos para admitir su edad y su cuerpo maltrecho con el fin de hacer ciertos ajustes.
Brown se había perdido siete semanas del verano debido a un desgarre en la espalda baja y a un parásito intestinal. El 3 de septiembre, cuando lanzaba contra Baltimore, Brown llevaba una ventaja de 1–0 cuando permitió una carrera en la Segunda entrada, concedió otra más en la tercera, se torció la rodilla mientras cubría la primera base en la quinta y recibió un golpe en el antebrazo derecho debido a un hit impulsador en la sexta que aumentó la ventaja de los Orioles a 3–1. Todo lo anterior fue demasiado para él y su poca paciencia. Al terminar la entrada, Brown salió furioso del campo y se dirigió hacia el corredor que conduce a la casa club. Stottlemyre, que ya conocía el punto de ebullición de Brown y estaba preocupado por el golpe que el pitcher había recibido en el antebrazo, decidió encaminarse a la casa club para ver cómo se encontraba el diestro. Encontró a Brown de pie en el estrecho pasillo, afuera de la oficina de Torre, hirviente de cólera.
“¿Estás bien físicamente?”, le preguntó Stottlemyre.
“¿Qué te parece a ti?”, replicó Brown al instante.
Brown se alejó a paso vivo de Stottlemyre, se dirigió hacia la zona principal de la casa club, se detuvo frente a un pilar de concreto y le atestó un fuerte golpe con el puño. De inmediato, Brown se inclinó hacia el frente por el dolor y se sujetó la mano.
“Dime que no fue con la mano derecha”, le dijo Stottlemyre.
Brown no respondió. Stottlemyre creyó ver que Brown se sujetaba la mano izquierda.
“¿Estás bien?”, le preguntó el entrenador de lanzamiento.
Otra vez no hubo respuesta. Brown ignoraba a su entrenador.
“Kevin”, insistió Stottlemyre, “necesito saber si puedes regresar a lanzar o no. Tienes que decirme algo”.
Brown bajó la mirada hacia su mano. Por fin, habló.
“No”, respondió. “No estoy bien”.
Stottlemyre supo que lo primero que tenía que hacer era avisar a Torre porque los Yankees necesitaban preparar a un pitcher para que reemplazara a Brown. Entonces, caminó por el corredor hacia el dugout.
Joe”, dijo, “no vas a estar contento con tu pitcher”.
“Golpeó una pared”, explicó Stottlemyre. “Quizá se fracturó la mano izquierda”.
En ese instante, Torre salió del dugout, atravesó el corredor y entró a la casa club. Encontró a Brown y de inmediato comenzó a gritarle.
“¡Ésa es la maldita cosa más egoísta que he visto hacer a alguien!”, exclamó Torre. “¡No tengo paciencia para esta mierda!”
“Lo lamento”, se disculpó Brown.
La ira y las reprimendas de Torre pronto desaparecieron, pues vio que el hombre que se encontraba frente a él estaba derrotado.
Torre comentó: “En ese momento, Brown estaba desmoralizado. Nunca fue un luchador. Él nunca quería pelear contigo. Tampoco Randy Johnson, para el caso. Me agrada Kevin Brown. La diferencia entre Kevin Brown y David Wells era que ambos te hacían la vida miserable, pero David Wells lo hacía con intención. No creo que ésa fuera la intención de Kevin Brown. No creo que Randy tuviera esa intención. Eso fue lo que capté”.
Brown regresó de su incapacidad por la fractura de la mano para iniciar dos juegos antes del final de la temporada regular, el primero de los cuales fue una pesadilla contra Boston en la cual él no pudo superar la primera entrada. Los Red Sox lo golpearon con seis hits y cuatro carreras en ese breve tiempo. El hecho es que Brown no generaba buenos sentimientos en su equipo y el tercer juego de la Serie de Campeonato de la Liga Americana, a pesar de terminar con un triunfo abultado, continuó con Brown como portador de un mal karma, la cual no era la función que los Yankees tenían en mente cuando negociaron su intercambio y su salario de $15 millones anuales para sacarse la espina de haber perdido a Pettitte, además de devolver el golpe a los Red Sox por contratar a Schilling.
En el triunfo del tercer partido hubo otra señal de problemas. Torre metió al pitcher relevista Tom Gordon para lanzar la novena entrada con el marcador 19–8. Se trataba del tercer partido consecutivo en el cual lanzaba Gordon. ¿Por qué Torre utilizó a su relevista clave de la octava entrada en una victoria tan evidente? Gordon necesitaba con urgencia una inyección de confianza. Parecía nervioso tanto en el primer juego como en el segundo juego, concedió dos carreras y no lanzó con limpieza en ambas actuaciones. Torre pensó que el hecho de darle la novena entrada, sin hombre en base y con una ventaja de 11 carreras, ayudaría a Gordon a relajarse y le daría una confianza que duraría hasta la siguiente ocasión en la cual Torre lo necesitara en un momento de tensión. Sin embargo, Gordon aún parecía ansioso. Con un out, permitió un doble a Trot Nixon. Entonces, hizo un lanzamiento desviado. Eliminó a Millar por strikes y retiró a Bill Mueller por un fly para terminar la entrada sin que se anotara una carrera. Lo anterior representó un progreso para Gordon, pero sólo un paso pequeño.
Vázquez, Brown y Gordon habían tenido dificultades, pero, ¿en realidad cuán importante era en ese momento? Los Yankees encabezaban la serie por tres partidos contra ninguno. Los Red Sox estaban indefensos. En la historia de las Ligas Mayores de Béisbol, la NBA y la NHL, los equipos con un récord adverso de 3–0 en una serie de lo mejor de siete tenían 2–231. Los Red Sox tenían un porcentaje de 0,85 de probabilidad de ganar la serie. Los únicos equipos que se recuperaron del fondo de ese pozo fueron los Maple Leafs de Toronto en 1942 y los Islanders de Nueva York en 1975. Los Yankees iniciaron con Orlando Hernández en el cuarto partido, el diestro veterano con un récord de 9–3 en su carrera en la postemporada. Los Red Sox iniciaron con Derek Lowe, que se había salido de la rotación de la postemporada y sólo había recibido la bola porque el pitcher abridor programado para el cuarto partido, Tim Wakefield, había lanzado como relevista en el tercer juego para salvar a Francona de agotar a su bulpen en la derrota.
Unas horas antes del cuarto partido, Epstein vio a Schilling prepararse para una sesión de bulpen en el Fenway Park. Usaba un spike especial con forma de bota para dar soporte a su débil tobillo derecho. Nadie estaba seguro de si podría lanzar de nuevo en la serie. De hecho, nadie estaba seguro de que hubiera otro partido en la serie.
En su camino desde el bulpen hasta el dugout, Epstein fue detenido por reporteros en la franja de advertencia, cerca de la línea del campo derecho. Tenían epitafios y obituarios por escribir para ese equipo de los Red Sox y querían que el director general cooperara. Epstein no quiso participar en ese juego.
“Muchachos”, suplicó, “tenemos un partido por ganar esta noche. Ése es nuestro objetivo”.
La línea de cuestionamientos no finalizó. Un columnista, con el sonido de los bates de los Yankees aún fresco en los oídos después de la masacre de 19–8, le preguntó a Epstein: “¿Lo que sucedió ayer fue una señal de la falta de profesionalismo en su casa club, en especial si la comparamos con los Yankees? ¿Es una señal de que no pueden ganar con el tipo de anarquía que impera en su casa club?
“Muchachos”, repitió Epstein, apenas capaz de contener su rabia, “quizá no ganemos, pero eso no tiene nada que ver con nuestra estructura”.
Epstein se marchó hacia la casa club. Estaba furioso. No fueron los reporteros lo que más le molestó sino todo lo que se había invertido en esa temporada, desde la motivación por redimir el juego de Aaron Boone hasta el sigiloso aseguramiento de Schilling, la contratación de Francona, el valiente intercambio de Garciaparra … todo lo anterior podía irse por el caño sin ganar al menos un partido contra los Yankees.
“Era sólo un pensamiento en el fondo de mi mente del cual no podía deshacerme”, comentó Epstein. “Yo estaba furioso por la posibilidad de ser barridos. Pensaba: ‘No puedo creer que un maldito equipo tan bueno como éste, que había jugado tan bien hasta el momento y que podía ganar con facilidad la Serie Mundial, fuera barrido por los Yankees. No podemos permitir que eso suceda’”.
Cuando Epstein echó un vistazo alrededor de la sala, encontró una razón para sentirse motivado.
“Aún estaban muy relajados”, dijo Epstein sobre sus jugadores. “Tenían una condición increíble”.
Millar, el primera base, que siempre era el primero en soltar una frase, una carcajada o una broma, caminaba alrededor de la habitación y decía lo mismo una y otra vez.
“¡No nos dejen ganar uno! ¡No nos dejen ganar uno!” La frase se convirtió en el grito de guerra de los idiotas.
Según recuerda Millar: “Yo pensaba: ‘Es mejor que nos venzan en el cuarto partido porque, si lo ganamos … cuidado’. No me gustaba la comparación entre ambos equipos en el cuarto partido. Yo no sabía cómo íbamos a lograrlo, pero que no nos dejaran ganar, porque ahora teníamos a Pedro en el quinto partido y teníamos a Schilling en el sexto partido; en el séptimo partido podía suceder cualquier cosa. Entonces, yo sabía que en cuanto ganáramos ese partido, toda la presión se volvería hacia ellos. Nosotros no teníamos presión alguna. Se suponía que perderíamos. Estábamos abajo. Ahora, sólo nos divertíamos. Ahora, los veríamos ahogarse. Básicamente, en eso se resume todo. Íbamos a divertirnos y a continuar dando batalla. Y fueron partidos geniales”.
Los Yankees anotaron primero con un jonrón de dos carreras de Alex Rodríguez en la tercera entrada. Ésta sería la última vez en la cual Rodríguez impulsaría a un corredor en la postemporada en esa serie y en las siguientes tres postemporadas combinadas, un rango de 59 turnos al bate en los cuales bateó .136, incluso 0–de–27 con 38 corredores totales en base. Los Yankees perdieron el dominio cuando Boston le anotó tres carreras a Hernández en la quinta y luego lo recuperaron con dos carreras en la sexta. La carrera que rompió el empate se anotó con un hit al infield de Tony Clark. Torre puso la ventaja de 4–3 en las manos de Tanyon Sturtze, no en las de Gordon, y Sturtze lanzó dos entradas sin anotaciones.
Ahora, los Yankees se encontraban a seis outs de eliminar a los Red Sox, con el corazón de la alineación de Boston programado para la octava entrada. Torre estaba absolutamente seguro de quién lograría esos outs: Rivera. La vulnerabilidad de Gordon ni siquiera fue tomada en cuenta en esa ocasión. El pitcher cerrador de Torre estaba muy descansado después de tres días libres. A Torre siempre le preocupaba darle a un oponente agonizante cualquier motivo para sentirse optimista. Rivera, incluso por seis outs, era la opción más segura del béisbol, el rey de los pitchers cerradores de postemporada. Había llegado el momento de pisar la garganta de los Red Sox.
Rivera concedió un sencillo a su primer bateador Manny Ramírez, pero fue el clásico Rivera durante el resto de la octava entrada: tres outs consecutivos con 13 lanzamientos (15 en total por la entrada) sin que la bola saliera del infield (un strikeout a David Ortiz y rolatas de Jason Varitek y Trot Nixon).
Los Yankees pasaron con calma al principio de la novena contra Keith Foulke. Faltaban tres outs. Los Yankees tenían una ventaja extrema sobre Boston. En todos los partidos de series una carrera de siete, el equipo visitante con ventaja restando tres outs, tenía 77–11, un porcentaje de 87,5 de éxito. Varios representantes de las Ligas Mayores de Béisbol transportaron grandes cajas a una habitación trasera de la casa club de los Yankees. Las cajas contenían docenas de gorras y playeras que decían: “Yankees de Nueva York. Campeones de la Liga Americana de 2004”. Aún no preparaban la champaña. Los Yankees tenían tanta experiencia con ese tipo de celebraciones, y eran tan cautos para no atraer a la mala suerte, que el personal de su casa club aprendió a esperar hasta el último out posible; en todo caso, ellos podían preparar la fiesta en menos de diez minutos.
Mientras Rivera se preparaba para dejar el dugout y lanzar en la novena, Torre pensó decirle algunas palabras de advertencia acerca del bateador inicial Millar. Pensó pedirle a Stottlemyre que le dijera a Rivera que fuera agresivo con Millar, incluso hacerlo él mismo. Pero permitió que el momento pasara sin decirle nada. Ésa fue una omisión que pesa sobre Torre hasta el día de hoy.
“Si hay algo por lo cual puedo cuestionarme a mí mismo”, dijo Torre, “fue en 2004 cuando Mo estaba a punto de salir para la novena entrada. No le advertí a Mel: ‘Dile que no se lance nada complicado’. Fui hacia él y le dije: ‘No te pongas muy elegante. Sácalo. No te preocupes por intentar hacer buenos lanzamientos’.
“La única razón por la cual no dije nada es porque recordé la última vez que lo enfrentó, en el segundo juego”.
Rivera había enfrentado a Millar, que representaba la carrera del empate, con Ramírez en segunda base, con dos outs en la novena entrada del segundo juego. El turno al bate fue relativamente breve y elocuente: un strike, tirándole bola, strike, foul, cantado strike, para un strikeout que puso el punto final al partido.
“Ésa es la única razón por la cual no sembré la semilla”, dijo Torre. “Por lo fácil que fue ese turno al bate. Dije: ‘Al carajo’, porque no quise sembrar una semilla que no estaba allí. Había sido muy fácil la última vez”.
Ese turno al bate en el segundo juego, sin embargo, tuvo lugar en el Yankee Stadium, donde la filosofía de bateo de Millar de golpear con todo se veía penalizada por la expansión del campo izquierdo. El turno al bate del cuarto partido tuvo lugar en el Fenway Park, donde un fly hacia el campo izquierdo podía, con toda facilidad, volar hacia o sobre el imponente muro que parecía asomarse justo sobre el hombro de un pitcher.
“En ese estadio, tú tratas de no cometer un error contra él”, comentó Torre. “Es un poco distinto a nuestro parque”.
En el lado opuesto del campo, Francona no se molestó en decirle nada a Millar.
“No”, dijo Millar. “No había nada que decir. En esa situación, estábamos abajo por una carrera, teníamos una desventaja de 0–3 en la serie, tienes a Mariano Rivera en el partido … no teníamos mucho a nuestro favor. Pero, ¿sabes una cosa? Por eso es que tienes que jugar el juego”.
Millar era un bateador de carrera con .364 contra Rivera en la temporada regular, con cuatro hits, incluso un jonrón, en once turnos al bat. También había sido golpeado por un lanzamiento. La mayoría de los bateadores que comienzan la novena entrada con una carrera de desventaja intentan encontrar cualquier medio posible para colocarse en base, para aprovechar al máximo el turno al bate con mentalidad de supervivencia. Pero ellos eran los idiotas y él era Millar, que se destacaba por ser uno de los principales exponentes del tipo de idiotez descarada que había resultado tan útil para los Red Sox. Sólo había una cosa en la mente de Millar: intentar elevar un lanzamiento de Rivera por sobre el “monstruo verde” del campo izquierdo.
“Yo siempre he tenido buenos turnos al bate contra Mo”, declaró Millar. “Cifras decentes. Pero uno no querría ganarse la vida enfrentándolo. Él es un chico poderoso y a mí me gusta la bola rápida, de manera que sólo pensaba en una cosa: tomar un lanzamiento arriba y al centro, y batearlo para conseguir un jonrón. Ése fue mi proceso mental. Sólo intentar conectar un jonrón. No podía distraerme. Básicamente, yo estaba en modo de espera. Si sólo podía recibir el lanzamiento arriba y hacia el centro para intentar batearlo, pensaba que ésa era nuestra única oportunidad. Eso fue lo que sentí”.
La estrategia de “modo de espera” fue muy útil para Millar. Dado que él iba a hacer swing sólo si la bola entraba en el área que él tenía en la mira, en realidad lo que consiguió fue volverse paciente. La desventaja de su estrategia es que, en esencia, cedía la mitad exterior del plato a Rivera, al menos hasta que le marcaran dos strikes. Rivera nunca llegó a los dos strikes. Erró su primer lanzamiento. Millar bateó de foul el segundo. Después, Rivera erró tres lanzamientos consecutivos y con ello colocó la carrera del empate en primera base con un boleto gratuito.
¿Cuáles eran las probabilidades de que Rivera diera base por bolas al primer bateador? Hasta 2004 en su carrera en temporada regular, Rivera había enfrentado a 110 primeros bateadores en la novena entrada, mientras protegía una ventaja de una carrera. Sólo había concedido bases por bolas a cuatro de ellos y sólo en dos ocasiones esas bases por bolas presagiaron una derrota. Una de éstas ocurrió apenas un mes antes contra los Red Sox, en un partido que de pronto se tornó en una rara predicción. El 17 de septiembre, Rivera inició la novena entrada con una base por bolas para Nixon con una ventaja de 2–1. Dave Roberts salió como corredor y robó la segunda base, mientras Varitek era eliminado por strikes. Rivera golpeó a Millar con un lanzamiento. Cabrera impulsó a Roberts con la carrera del empate contra Roberts. Un out después, Damon impulsó la carrera ganadora con un sencillo. La base por bolas de Millar en el cuarto partido le dio a los Red Sox el destello de esperanza que Torre quería evitar.
“Tú estás a la espera”, comentó Millar acerca de su estrategia, “y el asunto es que a veces, cuando eres agresivo en la zona de bateo en un área como ésa, tu instinto de bateador será sólo esperar. Por el contrario, a veces, cuando piensas que tienes que cubrir un área mayor de la zona de bateo, comienzas a perseguir más. En realidad, yo sólo esperaba un lanzamiento. Yo esperaba uno alto y al centro. Cuando te enfrentas a Mariano, sólo esperas que no tenga mucho control y puedas tener una oportunidad. En definitiva, él es más duro con los zurdos. Él no revienta bates contra diestros como lo hace con los zurdos”.
Francona envió a Roberts a que corriera por Millar. Roberts estaba solo, lo que significa que estaba en libertad de intentar robarse la segunda base en el momento en que creyera que podía llegar al cojín. No obstante, Roberts estaba frío, rígido y un tanto ansioso por haber permanecido sentado las nueve entradas. El Fenway Park, construido en 1912, no contaba con un área adecuada para que una persona se preparara a plenitud para correr en una noche fría. Roberts había hecho su mejor esfuerzo mientras corría en el angosto, corto y húmedo pasadizo de concreto que conduce desde el dugout de los Red Sox hasta una escalera que sube a la casa club. Cuando Roberts llegó a primera base, no tenía intención alguna de robarse la segunda en el primer lanzamiento; el 17 de septiembre había esperado hasta el tercer lanzamiento.
Rivera lanzó la bola a primera base. Roberts pudo regresar con facilidad. Después, Rivera lanzó de nuevo y esta vez la jugada fue un poco más cerrada. Entonces, Rivera lanzó por tercera vez a primera base y en esta ocasión la jugada fue aún más cerrada. Algo no intencional e importante sucedió con esa secuencia de tres lanzamientos consecutivos a primera base: Roberts ahora estaba caliente y sus piernas estaban relajadas. Rivera le había hecho un favor. Ahora, Roberts estaba inmerso por completo en el flujo del partido. Su plan había cambiado. Había decidido robarse la segunda base en el primer lanzamiento al bateador.
No hubo un cuarto intento de lanzamiento a primera. Rivera lanzó al bateador en home, Mueller. Roberts corrió. El lanzamiento fue una bola. Jorge Posada, con una veloz recuperación de la bola del guante, hizo un fuerte y preciso tiro a segunda base. Jeter lo atrapó, muy cerca del cojín, y tocó a Roberts. Pero era demasiado tarde. Roberts alcanzó la base justo antes de que Jeter lo tocara. Los Red Sox tenían la carrera del empate en posición de anotar, sin outs.
Mueller era un bateador de carrera de temporada regular con .375 contra Rivera, con tres hits, incluso un jonrón decisivo el 24 de julio de 2004, en ocho turnos al bate. Mueller recibió el siguiente lanzamiento para un strike y con ello igualó el conteo a 1–y–1.
“Doy a Tito mucho crédito por no ordenar un toque”, dijo Epstein. “En esa época, Mariano en realidad no usaba su sinker con los zurdos. Entonces, si a Bill Mueller lo sacaban out, es probable que fuera una rolata hacia el lado derecho que de todas maneras avanzaría al corredor”.
En el siguiente ofrecimiento de Rivera, Mueller bateó un sencillo sobre el montículo, sobre el área de segunda base y hacia el campo central. Roberts entró a home con la carrera del empate. Los Red Sox estaban vivos.
¿Cuáles eran las probabilidades? Hasta 2004, en su carrera de temporada regular, Rivera se había enfrentado a 231 bateadores zurdos con ventaja de una carrera en la novena entrada. En sólo diez de esos casos, Rivera había arruinado la ventaja. Mueller era el único bateador responsable de dos de esas fallas: un sencillo el 28 de mayo de 2004 y su jonrón final, tres meses antes.
Todo era muy improbable. Había sólo 3,6 por ciento de probabilidades de que Rivera concediera una base por bolas al bateador inicial en la novena con ventaja de una carrera. Había sólo 4,3 por ciento de probabilidades de que perdiera dicha ventaja mientras enfrentaba a un bateador zurdo. Sin embargo, ambos casos, como las dos probabilidades menores en un double daily de carreras de caballos, habían sucedido y fueron propicias para los Red Sox. Aún faltaba mucho para llegar allí, pero, de alguna manera, ¿era posible que incluso la menor de las probabilidades, la oportunidad de 0,85 por ciento de que un equipo deportivo profesional pudiera recuperarse de una desventaja de tres partidos a ninguno, de pronto se hiciera presente?
“Comienzas a creer que es posible después de la base por bolas”, comentó Millar, “pero el mayor turno al bate de toda la situación fue el de Billy Mueller. Tú te enteras de la base por bolas. Te enteras de la base robada, pero, ¿quién la propició? Billy Mueller conectó un sencillo para traer a home a ese hijo de puta. Después te enteras del batazo final de Ortiz contra Quantrill y del turno al bate de Ortiz contra Loaíza, pero Billy Mueller tuvo el más grandioso turno al bate de la postemporada”.
Los Yankees aún tendrían oportunidades de ganar el partido, con cuatro turnos al bate, con la carrera de continuación en posición de anotación en la undécima y duodécima entradas. Cada uno de esos turnos al bate terminó en outs de Rodríguez (out de línea), Williams (out de fly), Clark (out de fly) y Cairo (strikeout).
Gordon, llamado a relevar, le dio a Torre dos entradas sin anotación. Paul Quantrill, el quinto pitcher de los Yankees, inició la décimo segunda. Ramírez lo recibió con un sencillo. Ortiz cerró la larga noche con un jonrón final.
“Todo se invirtió con ese partido”, comentó Millar. “Cien por ciento. Yo lo dije antes del juego”.
Los Yankees no habían prestado atención a la advertencia de Millar. Habían permitido a los idiotas ganar el cuarto partido.
“Yo me sentía muy incómodo en ese momento”, dijo Torre. “O sea, todo el mundo se sentía mejor que yo. Aún teníamos una ventaja de tres partidos contra uno. Pero el hecho era que teníamos a nuestro pitcher cerrador en el montículo y les permitimos respirar”.
Los Yankees estaban en posición de ganar también el quinto juego. Con una desventaja de 2–1 en la sexta contra Martínez, Jeter conectó un doble de tres carreras, otra jugada que transformó el partido en su larga carrera de momentos definitivos en la postemporada. Pero, de alguna manera, con múltiples oportunidades, los Yankees no volvieron a anotar en las que serían las ocho entradas más agonizantes. Una serie de mala suerte y malos turnos al bate comenzó en esa misma sexta entrada, cuando los Yankees llenaron de nuevo las bases después del doble de Jeter. Con dos outs, Hideki Matsui conectó un batazo de línea hacia el campo derecho. Nixon, luchando contra el ocaso, de alguna manera encontró la bola y la atrapó para marcar el tercer out.
“Si no hubieran atrapado esa bola, el partido se hubiera abierto”, dijo Torre. “Ya ha terminado. Desde luego, cuando algo así sucede, yo creo que es una mala señal porque nunca tienes suficientes carreras”.
Los Yankees lucían como si todavía pudieran aumentar esa ventaja de 4–2 en la octava entrada. Cairo inició con un doble contra el pitcher relevista Mike Timlin. Torre le ordenó a Jeter conectar un toque para llevarlo a tercera base con el fin de dar a Rodríguez una oportunidad para traer a home una carrera que les proporcionaría mucha seguridad. Una vez más, los pitchers de los Red Sox no sintieron temor de lanzarle a Rodríguez con una base abierta. Timlin vio recompensada su confianza, pues eliminó a Rodríguez con cinco lanzamientos.
“Básicamente, Timlin lo aniquiló”, comentó Torre. “Eso, para mí, fue más significativo que todo lo demás. No fuimos capaces de conseguir esa tercera carrera”.
Sheffield obtuvo bases por bolas después del strikeout de Rodríguez; luego, Matsui bateó otra en línea, esta vez hacia el campo izquierdo, para finalizar la amenaza.
Sin embargo, los Yankees aún tenían una ventaja de dos carreras con seis outs faltantes para finalizar la serie. ¿Cuáles eran las probabilidades de arruinar eso? Entre los 766 partidos de postemporada en las series de siete hasta ese momento, los equipos visitantes con una ventaja de dos carreras y con seis outs faltantes lograban 67–10, lo cual representa un índice de 87 por ciento de éxito. Los Yankees aún sostenían la serie con puño firme. El partido estaba en manos de Gordon, que había lanzado a un bateador en la séptima y había obtenido un doble play. Gordon se había mostrado alterado a lo largo de la serie; era tan incapaz de calmar su ansiedad que había vomitado en el bulpen de los Yankees antes de entrar al partido.
“Flash siempre se alteraba mucho en el bullpen”, comentó Borzello, el catcher del bullpen. “No había nada distinto en ese partido que en cualquier otro. Flash es muy nervioso y se preocupa demasiado. No creo que sea por miedo. Creo que sólo es la ansiedad por no estar ya allá afuera. Ese momento está por llegar y él lo sabe; entonces, se pone ansioso. Creo que sólo reacciona a ello. No creo que tenga miedo. Él no le tiene miedo a nada y quiere la bola y quiere ganar. A la gente le gusta decir que es miedoso. A mí no me lo parece en absoluto”.
Gordon vomitó mucho más que su almuerzo. Su segundo lanzamiento de la octava entrada fue respondido por Ortiz con un jonrón. Ahora, el marcador estaba a 4–3. Después, Gordon se las arregló para obtener dos strikes de Millar, pero luego lanzó cuatro bolas consecutivas para colocar la carrera del empate en primera base y sin outs. Para completar la simetría con otra base por bolas clave de Millar, Roberts lo sustituyó como corredor. Gordon cayó por detrás de Nixon, 3–y–1, y luego éste conectó un sencillo hacia el centro. Roberts llegó a tercera base. Gordon se había enfrentado a tres bateadores en la octava entrada con una ventaja de dos carreras y no había retirado a ninguno de ellos; había concedido un jonrón, una base por bolas y un sencillo. Torre metió a Rivera en lo que, en términos técnicos fallidos sería registrado como un salvamento, no obstante, Rivera logró salir del atolladero (primera y tercera, sin outs) con sólo una carrera anotada gracias a un fly de sacrificio de Varitek.
“Fue un salvamento fallido, pero lo cierto es que no fue su culpa”, aseguró Torre. “Por alguna razón, Tom Gordon fue un desastre allá afuera”.
Los Yankees ya no tendrían más la ventaja en la serie. Estuvieron a punto de ganarla en la novena cuando Clark conectó un hit de dos outs en la esquina del campo derecho que en apariencia permitía anotar a Rubén Sierra desde primera base. Sin embargo, la bola saltó a las gradas en lo que sería un doble por regla y Sierra recibió la orden de detenerse en tercera base, donde permaneció dado que Cairo bateó un pop-up de foul y cedió el tercer out. Ésa fue otra mala señal para los Yankees.
Continuaron con el desperdicio de oportunidades también en extra-innings. En la undécima, con un corredor en segunda base, Jeter fue out de línea y de fly Rodríguez. En la decimotercera, Sierra fue eliminado por strikes con corredores en segunda y en tercera. El partido más largo continuó, el más igualado que habían vivido los Yankees. En extra-innings obtuvieron 2–de–18 contra cuatro relevistas de Boston y fueron eliminados por strikes en la mitad de esos turnos al bate.
En la decimocuarta entrada, Torre metió a Loaíza, su séptimo pitcher, al montículo. Era su tercera entrada de trabajo. Loaíza dio base por bolas a Damon con un out. Dio base por bolas a Ramírez con dos outs. Después, en el décimo lanzamiento del turno al bate y en el 471 lanzamiento del partido, que fue ejecutado 5 horas y 49 minutos después del primero, Ortiz conectó un hit hacia el centro para enviar a home a Damon con la carrera ganadora.
Los Yankees estaban atónitos. Llevaban la delantera de la serie de tres partidos contra dos, pero ahora, según la opinión de todos los involucrados, tal parecía como si persiguieran a Boston. Habían jugado dos partidos en Fenway que habían sumado un total de diez horas con 51 minutos, dos partidos en los cuales llevaron la delantera en la octava y novena entradas, que, en términos estadísticos, les daban una probabilidad de 87,5 y 87 por ciento de ganar. No obstante, de alguna manera se las habían arreglado para perder ambos.
“Fue agotador”, comentó Torre.
Los Yankees regresaban a casa, al Yankee Stadium, para el sexto juego, y su misión había cambiado. A nivel psicológico se había vuelto más pesada y complicada. Ya no intentaban ganar la serie. Ahora intentaban no perderla.
Los Yankees tenían a Lieber para enfrentar a Schilling en el sexto juego. Sin que los Yankees lo supieran, Schilling se había sometido a un procedimiento médico sin precedentes para impedir que el tejido envolvente desgarrado del tendón de su tobillo se abriera, una sutura temporal del tejido que había sido practicada como experimento en un cadáver. Nadie sabía con certeza si la sutura resistiría. De hecho, incluso cuando Schilling comenzó a calentar en el bullpen, la sangre comenzó a brotar del área de la incisión y a través de sus calcetines sanitarios. Corrieron algunas especulaciones de que los Yankees probarían la movilidad de Schilling al principio del partido con algunos toques de bola. Sin embargo, Torre, ignorante de la verdadera gravedad de la lesión, habló con su equipo antes del partido sobre cómo aplicar la misma estrategia de siempre contra Schilling.
“Básicamente, dije: ‘No creo todo ese asunto de la lesión’”, dijo Torre. “‘Ustedes salgan y jueguen su juego’. Habíamos tenido éxito contra él; por tanto, yo no quería hacer nada distinto. ‘Dejemos que él haga los ajustes’.
“Nosotros sólo teníamos que ir y jugar el juego. Yo sólo intenté agregar perspectiva, que estábamos en casa y que teníamos una ventaja de 3–2. Pero es muy difícil cuando pierdes un par de partidos. Como que pierdes estabilidad”.
Los Red Sox, mientras tanto, sólo adquirían más valor y confianza con cada triunfo. Millar decidió antes del partido que el equipo no hiciera prácticas de bateo en el campo antes del sexto juego.
“Llovía”, explicó Millar. “Estábamos como a 47 grados. Siempre proyectan la Yankeeography en Nueva York en la pantalla de video. Como jugador visitante, ves que ponen música para batear y, cuando tú sales, te ponen a Yogi Berra y a Mickey Mantle todo el tiempo”.
Millar entró a la oficina de Francona.
“No vamos a batear hoy en el campo, Skip”, dijo Millar. “No caeremos en la mierda de la Yankeeography”.
Francona apenas levantó la mirada de su escritorio.
“Como ustedes quieran, muchachos”, replicó el mánager.
Los idiotas tomaban el control del manicomio.
Cuando Millar salía de la oficina, algo llamó su atención.
“Una gran botella de Jack Daniel’s”, dijo.
Millar tuvo una idea. Los Red Sox harían un brindis previo al partido para invocar a la buena suerte. Comenzó entonces a servir tragos para los chicos en vasitos de papel. Dos días antes, los Red Sox estaban atorados en el fondo de un oscuro pozo del cual ningún otro equipo de béisbol se había recuperado: con desventaja de tres partidos contra ninguno en una serie de siete. Y ahora se encontraban allí, en el Yankee Stadium, en esencia burlándose de la historia Yankee según se presentaba en la hagiografía Yankeeography, y levantaban sus tragos en vasitos de papel para brindar por ellos mismos y por su audacia.
“Fue más como una broma, una manera de divertirnos”, explicó Millar. “No es que nos hayamos emborrachado. Eso me trajo críticas, que la gente pensara que estábamos ebrios. Hicimos un brindis. Lo siguiente fue que ganamos”.
Schilling, con un tobillo sano y el otro escalofriante, estuvo espectacular. Ese partido fue el motivo por el cual Epstein lo había reclutado en la cena del Día de Acción de Gracias. Schilling lanzó siete entradas fuertes en las cuales sólo permitió una carrera, que fue un jonrón de Williams en su última entrada, y permitió sólo cuatro hits y ninguna base por bolas. Los Yankees nunca tocaron la bola contra el hombre del calcetín ensangrentado. Boston ganó 4–2, tras anotar todas sus carreras en la cuarta entrada, tres de ellas con un jonrón al campo opuesto de Mark Bellhorn contra Lieber, con dos strikes y dos outs.
“Tuvimos una pequeña inversión de papeles con Boston”, dijo Giambi. “Hasta que pusieron a Schilling junto a Pedro pudimos haberles ganado. Después, cuando tuvieron al chico adicional, eso fue lo que invirtió la situación para ellos. Allí fue donde se voltearon las cosas en contra nuestra”.
La serie estaba empatada. Los Yankees tenían el aspecto de uno de esos cadáveres que hicieron posible el procedimiento en el tobillo de Schilling. Torre tuvo un gran problema tan pronto como finalizó el sexto juego: aún no sabía quién sería el pitcher de los Yankees para el séptimo juego. La carencia de los Yankees de un pitcher abridor confiable había alcanzado un punto crítico. El invierno previo, los Angels habían contratado a Bartolo Colón, los Astros habían contratado a Pettitte, los Red Sox habían robado a Schilling bajo las narices de los Yankees y éstos habían perdido a Clemens, a Pettitte y a Wells, y los habían sustituido por … Brown, Vázquez, Lieber, Hernández y Loaíza. Mussina y Lieber no estaban disponibles porque habían lanzado en los juegos quinto y sexto. Torre no contaba con buenas opciones.
Hernández no era una opción en absoluto. El Duque le había dicho a Stottlemyre que no estaría disponible tras dos días de descanso después de haber ejecutado 95 lanzamientos en el cuarto partido. (Lowe, el pitcher abridor contrario que había ejecutado 88 lanzamientos en ese mismo partido, fue la elección de Boston para iniciar el séptimo juego.)
Loaíza no era una opción. Había tenido sólo un día de descanso después de 59 lanzamientos saliendo del bulpen en el quinto partido.
Vázquez tenía tres días de descanso después de 96 lanzamientos en menos de cinco entradas en su aparición vacilante como relevista en el tercer juego. Torre no podía confiar en él. Los Yankees pensaban que Vázquez, que cumplió 28 años ese verano, era justo el tipo de joven arma que el grupo de pitchers necesitaba. Lo cierto es que cumplió con su parte en la mitad de la temporada pues obtuvo 10–5 con un ERA de 3,56 y se hizo acreedor a la selección de Torre para el Juego de Estrellas. Sin embargo, de forma misteriosa y sin ninguna lesión aparente, Vázquez se volvió poco confiable. Obtuvo 4–5 con un ERA de 6,92 en la segunda mitad de la temporada.
“La mayor sorpresa para mí fue Vázquez”, comentó Torre. “Él lanzó el día inagural, lo seleccioné para el Juego de Estrellas y fue ridículo adónde se fue después de eso. Era un gran pitcher para nosotros porque de pronto rejuvenecimos. Recuerdo que Cash me dijo: ‘Puedo obtener a Randy Johnson de Arizona, pero ellos quieren a Vázquez’. Le respondí: ‘Yo no haría ese trato’. Eso era lo que yo opinaba al principio sobre él. Más tarde, después de la temporada, bien podrías intercambiarlo”.
Entonces, en realidad Vázquez no era una opción para inspirar confianza. Sólo quedaba Kevin Brown, el pitcher de 39 años con la espalda lesionada, el portador del mal karma, el chico que lució lastimado e inefectivo en el tercer juego en sólo su cuarto partido después de que se fracturara la mano izquierda en una infantil explosión de ira.
¿En serio iban los Yankees a confiarle el séptimo juego a Brown? Ni siquiera Torre estaba seguro de eso. Los Yankees nunca estuvieron seguros de su frágil condición física. Tan pronto como finalizó el sexto juego, Torre entró a buscar a Brown a la casa club. Brown estaba sentado ante una mesa, más alla del área del bar, con la espalda hacia la puerta de la casa club. Torre tomó asiento frente a él y apoyó la espalda contra la pared. Stottlemyre jaló una silla también. Otros jugadores deambulaban por allí.
“Intentaba tomar una decisión”, relató Torre. “Tratábamos de evitar ahogarnos en la orilla. Lieber había lanzado muy bien, pero concedió el jonrón de tres carreras a Bellhorn y eso marcó la diferencia en el partido. Todo el mundo estaba muy tenso, lo que era comprensible, ya que habíamos perdido tres partidos consecutivos”.
Torre miró a Brown a los ojos y le dijo: “Dime: ¿puedes lanzar mañana? No necesito un héroe. Necesito alguien que pueda hacer el trabajo”.
Casi se trataba del mismo discurso que Torre pronunció frente a un agotado Clemens en la sala de entrenamiento antes del quinto juego en la Serie de División de 2001. Clemens le aseguró a Torre que podía jugar esa noche y le dio cinco buenas entradas.
“Básicamente, eso era lo que yo esperaba de Brown, algo que nos permitiera sentirnos un poco seguros en el partido. No obstante, él era muy distinto a lo que yo pensaba que debía ser. Yo lo vi lanzar en Texas y su mierda era muy buena … Pero él nunca estaba satisfecho con lo que hacía. Tenía problemas. Era muy triste”.
Torre continuó con Brown.
“Necesito un pitcher para mañana”, le dijo. “Tú eres una de mis opciones. No voy a darte la bola a menos que comprendas lo que necesitamos hacer aquí. Necesitas mirarme a los ojos y decírmelo”.
“Tomaré la bola”, respondió Brown.
Torre comentó: “Él me dio una respuesta positiva. Se la hubiera dado a Vázquez si hubiera sentido que su respuesta hubiera sido algo como: ‘Bueno, si tú quieres que lo haga.’. En mi opinión, él estaba dispuesto a aceptar la responsabilidad”.
La temporada de los Yankees, y la posibilidad de evitar el más grande colapso de todos los tiempos, se resumía en lo siguiente: le daban la bola a Kevin Brown, un tipo con la espalda lesionada y en quien sus compañeros de equipo no confiaban mucho, a quien no comprendían y quien no les agradaba.
“Yo pensé: ‘Estamos acabados’”, comentó Borzello. “Estamos acabados porque Kevin Brown no tendría oportunidad alguna, como tampoco la tendría Javier Vázquez ni nadie más. Es el fin. Recuerdo que estaba en el outfield con Mussina y un par de chicos durante la práctica de bateo y hablamos al respecto. ‘No tenemos oportunidad. No hay posibilidad alguna de ganar este partido. Perdimos la serie’. Recuerdo eso. Recuerdo que estábamos parados en el outfield en el séptimo juego como si ya hubiéramos perdido.
“La gente no confiaba en Brown. Él nunca formó parte del equipo y ahora nuestras esperanzas estaban puestas en él. Nosotros permitimos que todo llegara hasta ese punto. No había manera de que sobreviviéramos. Tuvimos nuestras oportunidades. Tuvimos tres partidos para hacerlo y ahora todo se resumía en esto. Merecíamos perder. O sea, de entre todos … Kevin Brown. Algunos muchachos lo odiaban. Los chicos no lo comprendían. Siempre estaba enfermo de algo, de su espalda, de esto o de lo otro”.
Con referencia al sentimiento del equipo antes del séptimo juego, Mussina dijo: “Estábamos acabados. Ése era el sentimiento después del sexto juego. Tan pronto como terminó el sexto juego”.
Ya no había más “Andys” Pettitte o “Davides” Wells o “Davides” Cone a quienes recurrir en un momento como aquél. Los Yankees de 2004 tenían un ADN totalmente distinto a los equipos Yankees de campeonato. Todo había comenzado con el intercambio por A-Rod y su anhelo de ser necesitado, y continuaba con Lofton en el entrenamiento de primavera, enfadado por las votaciones para el equipo del Juego de Estrellas; con Contreras y Vázquez, que eran incapaces de lanzar en Nueva York; con Sheffield en amargardo durante dos meses porque no estaba seguro de que su mánager lo quisiera; con Giambi, que se había convertido en un factor nulo debido a su tumor y a su conexión con BALCO; y Brown, el lobo solitario y herido en cuya espalda frágil descansaban todas las esperanzas de los Yankees … el núcleo de confianza que tan útil había resultado para los Yankees ahora se veía disminuido por un influjo de estrellas forasteras que habían sumado sus necesidades y ansiedades individuales a la ecuación.
“Todo partía de David Cone”, comentó Borzello. “David Cone nunca, nunca te decía que algo marchaba mal con él. Recuerdo cuando elaboré gráficas de un partido y los primeros tres lanzamientos fueron de 78 millas por hora. Yo pensaba que eran splitters. Después del partido, en el que lanzó durante cinco entradas y lo ganó, yo me acerqué a él. Le dije: ‘Coney, lanzaste entre 78 y 82, máximo, con tu bola rápida. ¿Quieres que entregue esta gráfica?’.
“Esto sucedió antes de que comenzaran a mostrar las velocidades en las pizarras del estadio, de manera que yo era el único que conocía la velocidad con la cual lanzaba. No salía en televisión. No salía en el estadio. Y él me dijo: ‘¿En serio? Bueno, en realidad no fue mucho, ¿verdad?’. Yo repetí: ‘¿No fue mucho?’. Él dijo: ‘Quizá debas aumentarlo un poco para que no asustes a nadie’.
“Él nunca pensó que no podía ganar el partido. Y Kevin Brown no era así. Él pensaba: ‘Si no lanzo a 98, no puedo ganar’. Y a los chicos les desagradaba eso. Es una falta de competitividad”.
Torre sabía que su equipo estaba tenso antes del séptimo juego, de manera que organizó una pequeña junta en la casa club. Intentó relajar a sus jugadores con una actitud entusiasta y pidió a la gente que hablara, incluso a Yogi Berra y a Hideki Matsui, que era bueno para provocar carcajadas cuando finalizaba las juntas con su fuerte acento japonés y con una de las pocas frases en inglés que había logrado dominar: ‘¡Vamos a patear sus malditos traseros!’.
Torre comentó: “Había un poco de inquietud en ese momento y lo que intentas es aportar un poco de distensión. Yo sólo trataba de aligerar el estado de ánimo en esa situación. Intuía que, en realidad, Kevin Brown no convencía a nadie en la casa club”.
Como es natural, los idiotas del otro lado del campo estaban, si esto es posible, aún más relajados que en el partido anterior. Lowe, el pitcher abridor, estaba tan tranquilo que fue entonces que se dio cuenta de que había olvidado sus spikes en Boston. Lou Cucuzza, el director de la casa club visitante en el Yankee Stadium, tuvo que llamar a una tienda local de artículos deportivos para conseguir spikes para el pitcher abridor del séptimo juego.
“Salimos de nuestras habitaciones de hotel y todo lo que dije antes de partir fue: ‘Hoy tenemos la oportunidad de sacudir al mundo’”, recordó Millar. “Nunca antes había sucedido. Estábamos abajo 0–3. Estábamos abajo en el cuarto partido. Estábamos abajo en el quinto juego. ‘¡Hoy tenemos la oportunidad de sacudir al mundo!’ Cuando dejamos nuestras habitaciones de hotel y firmamos el registro de salida, sabíamos que íbamos a regresar a Boston esa noche después de tener una oportunidad de sacudir al mundo y ésa era la verdad. ¿Cuántas veces puedes decir eso a lo largo de una vida? El mundo observa este partido. El mundo conoce las consecuencias. Ese grupo, ese equipo, transformó a la franquicia de los Red Sox.
“Los equipos ganan los campeonatos. No los jugadores. Nuestro equipo era muy cohesivo; nos manteníamos juntos y resolvíamos las situaciones. Eso es lo que intento subrayar hasta el día de hoy: los equipos ganan los campeonatos. No los salarios. No el aspecto. No los jugadores. Los equipos”.
Los Red Sox se habían vuelto más parecidos a los Yankees de campeonato que los mismos Yankees; excepto, desde luego, por los cabellos largos, las barbas, la irreverencia y los tragos de whisky. Para el séptimo juego se apegaron a la preparación previa al partido del sexto juego: no práctica de bateo en el campo, no Yankeeography, sino tragos de Jack Daniel’s para todos.
El séptimo juego fue una masacre. Finalizó en la segunda entrada. Brown fue tan malo como los Yankees esperaban. Enfrentó a nueve bateadores y sólo eliminó a tres de ellos. Ortiz bateó un jonrón de dos carreras en la primera entrada. Los Red Sox llenaron las bases en la segunda entrada con un sencillo y dos bases por bolas, lo cual apremió a Torre a sustituir a Brown por Vázquez. Damon respondió al primer lanzamiento de Vázquez con un grand slam. El marcador llegó a 6–0 antes siquiera de que los Yankees colocaran a un corredor en base o tuvieran la oportunidad de que su cuarto bateador tomara su turno al bate.
“En retrospectiva, él no era muy bueno”, dijo Torre sobre Brown, que obtuvo un ERA de 21,60 en la Serie de Campeonato de la Liga Americana. “Es el viejo asunto de lanzar lesionado o lanzar estúpido. El lanzar lesionado o jugar lesionado, es cuando aún puedes salir y hacer el trabajo. El jugar estúpido es cuando no puedes hacer el trabajo. Entonces, decepcionas a todos”.
El marcador final fue de 10–3. El ascenso de los Red Sox estaba completo. Ellos destruyeron el dominio que los Yankees establecieron sobre Boston desde 1996 hasta 2003. Los Red Sox, mejor que cualquier otra franquicia, habían aprovechado al máximo la explosión de información e ingresos que había transformado el panorama del béisbol desde que los Yankees ganaban títulos. La mayoría de los jugadores clave en los momentos clave de la Serie de Campeonato de la Liga Americana de 2004 fueron obtenidos a medida que los Red Sox desarrollaban las estrategias más avanzadas para la evaluación de jugadores: Ortiz, Millar, Mueller, Roberts … todos ellos fueron adquiridos a bajo costo y sin mucha competencia debido a que Boston comprendió la importancia de medir a un jugador por su capacidad para colocarse en base en lugar de la tradicional, pero errada, medida del porcentaje de bateo. Esa ventaja desaparecería a medida que los métodos de análisis estadístico adquirieran preponderancia, un factor para permitir una paridad en la industria que también conspiró contra los Yankees.
El último pedazo de terreno que Boston conquistó para tener el control de la guerra del Peloponeso del béisbol fue representado por Schilling, el as que ellos le robaron a los Yankees, mientras el pavo y el relleno se cocían en el horno. Torre siempre sostuvo que los cimientos de los años de campeonato de los Yankees fueron los pitchers; en particular, los pitchers abridores. Mientras los Yankees cometían errores en cuanto a hacer evaluaciones y adquisiciones de pitchers abridores, los Red Sox sabían que Schilling era la última pieza del tipo de rotación de campeonato que los Yankees habían ostentado antes.
“En temporadas anteriores, los Red Sox siempre iniciaban muy bien”, comentó Torre, “porque contaban con chicos que, sin importar si eran rehabilitados o lo que sea, lanzaban muy bien al principio. Con el tiempo, los buenos jugadores ascienden y los que no son tan buenos quedan expuestos. En realidad, no fue sino hasta que prestaron atención a sus pitchers cuando se convirtieron en esta fuerza. Siempre tuvieron a Pedro, pero siempre encontrábamos una manera de liberarnos de él. Sólo lo manteníamos controlado hasta que aumentábamos su conteo de lanzamientos para lograr que saliera del partido. Entonces, ganábamos”.
La superioridad de los Yankees se detuvo en seco en esa Serie de Campeonato de la Liga Americana de 2004. Los Yankees estaban afligidos no sólo por haber sufrido el peor colapso en la historia del béisbol, sino también por el insulto de que los odiados Red Sox se bañaran con champaña en su propio estadio. Torre reunió a sus jugadores para tener una breve junta después del partido y les agradeció su esfuerzo. Cuando miró alrededor de la sala se percató de que los Yankees que antes habían llegado a considerar que la Serie Mundial era una extensión esperada de su temporada estaban conformados por jugadores que nunca antes habían estado allí.
“La parte triste de todo eso para mí”, dijo Torre, “es que los chicos en esa habitación que nunca habían estado en la Serie Mundial. Los muchachos como Tony Clark, uno de los muchachos más caballerosos que he tenido cerca”.
Torre comentó: “Desde luego, el tipo a quien no mencioné, pero que estaba en el fondo de mi mente, fue Don Mattingly. Todos esos años con los Yankees y nunca participó en la Serie Mundial”.
Torre levantó el teléfono en su oficina y llamó a la casa club de visitantes para felicitar a su amigo Francona. Luego pidió hablar con Wakefield, el pitcher que un año atrás estuvo a punto de soltar el llanto en esa misma casa club, después de conceder el jonrón a Aaron Boone. Ahora, Wakefield iría a la Serie Mundial. Tras colgar el teléfono, Wakefield dijo en voz alta, a nadie en particular: “Nunca olvidaré esa llamada. Demuestra mucha clase”.
Así que eso era todo. Los Yankees de 2004 eran historia. Serían recordados por todas las razones equivocadas. ¿Por qué todo salió tan mal? ¿Cuál detalle permanecería más presente en los jugadores acerca del fracaso en eliminar a los Red Sox? Mussina reflexiona sobre esas preguntas y piensa en el mismo hombre que aseguró todos esos campeonatos antes de que él se uniera a los Yankees en 2001.
“Ganábamos 3–0 y Mo entró de nuevo con la ventaja y la perdió”, recordó Mussina. “La perdió de nuevo. Tan grandioso como es, y es sorprendente lo que hace, si comienzas de nuevo la evaluación desde que llegué aquí, él no había logrado nada en comparación con lo que logró durante los cuatro años previos. Él arruinó la Serie Mundial de 2001. Él perdió la serie con Boston. No perdió por sí mismo; sin embargo, tuvimos la oportunidad de ganar en la novena y eliminarlos, pero él no lo logró.
“Sé que, si miras todo lo que él ha hecho, es asombroso. Admitiré eso. Sin embargo, no había sido igual en ese par de años. Eso es lo que recuerdo de la serie de 2004”.
No pasó mucho tiempo después del séptimo juego cuando Torre recibió una llamada de George Steinbrenner.
“Jefe, me siento fatal”, le dijo Torre. “Lamento que haya sucedido. Pero no puedes preocuparte por esto. Desearía poder sentarme frente a ti y decirte que me hubiera gustado hacer algo distinto. Es decir, en el séptimo juego no teníamos opciones. Y, quiero decir, en el cuarto partido pusimos a Mariano Rivera en el montículo con ventaja en la novena entrada y perdimos el partido. En el quinto juego, teníamos una ventaja de dos carreras, con Gordon en el montículo, y perdimos el partido. ¿Qué puedes cambiar? No cambias nada”.
Sin embargo, en el fondo, Torre sabía que Steinbrenner no iba a ceder con tanta facilidad a una derrota tan dolorosa. La cualidad de teflón de Torre como director de los Yankees había desaparecido. El entrenador de leones que, de alguna manera, siempre podía meter la cabeza en las fauces de una fiera llamada Steinbrenner y salir intacto, ya no tenía ese toque mágico. Ahora pisaba un terreno peligroso. A partir de ese momento, cada año se haría más difícil para él que el anterior.
“Como es obvio, la vergüenza lo afectó”, dijo Torre. “Hubo más después de eso con él. Fue entonces cuando inició toda la campaña subterránea contra mí”.