El abismo

Si la derrota de la Serie Mundial de 2003 ante los Marlins causó que los Yankees perdieran la orientación en la siguiente postemporada, la victoria aplastante de los Red Sox en 2004 los envió más al fondo y los sacó terriblemente de trayecto, como un barco que vaga por el mar sin instrumentos de navegación. Su respuesta a haber perdido frente a Schilling y a los Red Sox, con su equipo fortificado de pitchers, los recién coronados campeones del béisbol, fue buscar pitchers abridores a lo largo del invierno, incluso si eso significaba rechazar a un bateador ambidextro de 27 años y outfielder central de agencia libre que venía de una temporada de 38 jonrones, Carlos Beltrán, que estaba dispuesto a aceptar 20 por ciento de descuento con tal de ofrecer sus jóvenes piernas a los Yankees.

Los Yankees estaban concentrados en los pitchers y eso fue lo que obtuvieron en una juerga de compras de 22 días de duración que pronto lamentarían: Carl Pavano, Jaret Wright y Randy Johnson. Con ese trío que se unía al vulnerable y malhumorado Kevin Brown, que tenía la bomba del séptimo juego de la Serie de Campeonato de la Liga Americana sumada a su excesivo equipaje, los Yankees tenían una de las rotaciones más frágiles en términos físicos y emocionales que pudiera reunirse, incluso si alguien se lo propusiera. Como era predecible, la rotación de los Yankees en 2005 fue tan desastrosa que Torre necesitó 14 pitchers abridores para superar el año. Sólo en una ocasión anterior los Yankees habían tenido que poner a trabajar a más pitchers abridores y eso sucedió en tiempos de la posguerra, cuando utilizaron 16.

Los Yankees de 2005 eran tal piltrafa, tal colección precipitada de partes que no coincidían ni funcionaban juntas, tan llena de críticas organizacionales y disfunciones dentro de la casa club, y a otros 60 grados de separación de los equipos de campeonato de los Yankees, que al final del año, el entrenador de pitchers Mel Stottlemyre renunció. Torre se cuestionó con toda seriedad si debía seguir a su amigo.

“Yo no sabía si quería regresar”, dijo Torre. “Ése era el primer año de mi contrato trienal. Yo estaba preparado para averiguar si ellos me querían y, si no era así, yo iba a encontrar una manera de salir de allí”.

La derrota aplastante ante los Red Sox sacó a relucir lo peor de los Yankees: una estrategia de arreglos rápidos para conformar el equipo, con poca atención a la capacidad de cada jugador para adaptarse a Nueva York y a la casa club de los Yankees, y una especie de frustración y enojo reprimidos por no haber ganado la Serie Mundial en cuatro años. Torre y Steinbrenner casi dejaron de hablarse entre sí aquel año. El estado de ánimo entre los Yankees se había vuelto tan amargo, que apenas en el tercer partido, y la primera derrota, de la temporada, los aficionados en el Yankee Stadium abuchearon al grandioso y elegante Mariano Rivera. El pitcher cerrador entró a ese partido contra los Red Sox con una ventaja de 3–2 y dejó el montículo con un marcador adverso de 6–3. Sólo una de las cinco carreras anotadas en su contra fue merecida.

“Fue una de las pocas ocasiones en las cuales lo saqué de un partido a mitad de una entrada y los aficionados abuchearon”, recordó Torre. “Fue la única vez que me sentí enfadado y sorprendido ante la reacción de la afición”.

Cinco días después, en el primer partido en Boston, los Yankees estuvieron presentes mientras los Red Sox lucían los botines de guerra: la presentación de los anillos del Campeonato Mundial de 2004. Hubo mucha especulación acerca de lo que harían los Yankees durante la ceremonia. ¿Permanecerían recluidos en su casa club? Torre sostuvo una breve reunión con sus jugadores después de la práctica de bateo.

“Lo único que voy a decirles, muchachos, es que no voy a obligarlos a salir”, dijo Torre. “Pero ellos tuvieron que soportar mucha mierda cuando nosotros ganamos. Creo que nosotros sólo podemos demostrar de qué estamos hechos si comprendemos que ellos se lo merecen. Ellos ganaron. Ustedes no pueden ignorarlo. Entonces, yo no les digo que salgan. Sin embargo, yo estaré allá afuera cuando ellos reciban sus anillos”.

Torre comentó: “Y todos salieron. Fue difícil. Otra de esas visitas al consultorio del dentista. Pero es una de las cosas que, mientras más piensas en ella, más incómoda es. No obstante, ahora tienes una mejor comprensión. Y yo siempre intento agregar perspectiva como una parte de todo lo que sucede”.

El equipo Yankee que se encontraba en el dugout para visitantes en el Fenway Park aquella tarde representaba otro descenso respecto de los equipos de campeonato. Más tarde, el director general Brian Cashman describiría ese periodo de declive de la organización como un camino directo hacia “el abismo”. Y si existía un símbolo de ese inevitable abismo, ese símbolo era Pavano. Torre tuvo una corazonada, aunque no demasiado fuerte, de que Pavano podría ser un problema cuando se encontró con él por casualidad en un restaurante en West Palm Beach, Florida, el invierno anterior. Torre asistía a la cena de ensayo de la boda de un sobrino. Le pareció que Pavano era un tanto tímido o que, al menos, padecía alguna limitación social. Torre, después de observar que el desempeño de jugadores como Kenny Rogers, José Contreras y Javier Vázquez disminuía porque no se sentían cómodos en Nueva York, se sintió preocupado por Pavano; sin embargo, sus dudas no fueron tan fuertes como el recuerdo de ver a Pavano lanzar nueve entradas fuertes contra los Yankees en la Serie Mundial de 2003.

“Él ocupaba el primer lugar de mi lista”, dijo Torre en referencia al mercado de agentes libres ese invierno. “Sólo me sentí un poco inquieto con algunas de las preguntas que él formuló. Se lo reporté a Cash, pero esa otra imagen, la de la Serie Mundial, volvía una y otra vez a mi mente. No sentí tanto rechazo por Pavano como el que sentí por Kenny Rogers cuando conversé con él en el 95”.

Pavano y su agente Scott Shapiro se embarcaron en una gira alrededor del país para solicitar ofertas. Los Mariners, los Red Sox, los Tigers y los Reds se encontraban entre los numerosos equipos que sentían mucho interés en el diestro. Pavano recibió muchas ofertas de cuatro años. Los Mariners se acercaron a los $48 millones con cláusulas de escalación que representaban aún más dinero cuando Shapiro le dijo que los Yankees necesitaban una respuesta pronto. Los Yankees ya habían aceptado los términos de un contrato por tres años y $21 millones con Jaret Wright, quien venía de una temporada de 15 victorias para los Braves, pero cuya larga historia de problemas en el brazo lo convertía en un riesgo médico significativo. También estaban por decidir si traían de regreso a Jon Lieber o no. Pavano había crecido en Connecticut y era aficionado de los Yankees. Shapiro le advirtió a Pavano lo que significaba lanzar para los Yankees: las expectativas y la atención son mayores con uniforme a rayas que con cualquier otro uniforme.

“Yo quiero ser un Yankee de Nueva York”, le dijo Pavano a Shapiro.

Se presentaron problemas desde el principio. Los Yankees contrataron a Pavano por $39,95 millones por cuatro años. Pavano tenía la impresión de que obtendría $40 millones de los Yankees y pronto despidió a Shapiro debido al malentendido. Shapiro incluso ofreció darle a Pavano los $50,000 restantes de su comisión de agente, pero eso no tranquilizó al pitcher, que contrató entonces a su cuarto agente.

Hubo otras señales de conflicto relacionadas con Pavano. Los reporteros de béisbol de Boston invitaron a Pavano, nativo de Connecticut, a asistir a su cena anual en temporada baja. Pavano accedió. El día de la cena, la novia de Pavano llamó a Shapiro y le dijo: “Carl no va a poder llegar. Él quiere que te diga que está enfermo pero es mentira. Eso me dijo que te dijera”.

Shapiro quería organizar una cena informal para Pavano con los representantes de la prensa de Nueva York para facilitar su transición a los Yankees. Sería una sesión informal de preguntas y respuestas para conocerse con los reporteros que cubrían al equipo. Cuando Shapiro presentó la idea a Pavano, el pitcher respondió: “No quiero conocer a esos malditos imbéciles”.

El día del primer partido de Pavano en el Yankee Stadium, éste se encontró con su madre en la sala ejecutiva y se sintió mortificado cuando vio que ella tenía un logotipo de “NY” de los Yankees pintado en la mejilla con pintura facial. “Quítate esa mierda de la cara. Me avergüenzas”, le dijo con tono severo. La intención de sus palabras era sarcástica, pero los oficiales de los Yankees que estaban presentes se sintieron incómodos con la manera de Pavano de reprender a su madre frente a ellos.

“Guau, ¿de veras le dijo eso a su mamá?”, dijo una persona que estaba allí.

Pavano realizó 17 inicios para los Yankees en 2005 y fue golpeado con fuerza, pues obtuvo 4–6 con un ERA de 4,77, un salto significativo de sus 3,00 el año previo en la Liga Nacional, menos difícil, antes de terminar su participación en la temporada en junio debido a una lesión en el hombro derecho. Los Yankees se enteraron muy pronto de que Pavano no estaba diseñado para lanzar en Nueva York.

“A mediados de ese primer año”, dijo Mussina cuando le preguntaron cómo llegó a esa conclusión, “él me dijo algo en el dugout acerca de jugar en otro lugar. Se refería a otros equipos con los cuales había hablado cuando era agente libre. No le agradaba encontrarse bajo el microscopio. No podía jugar bajo el microscopio todos los días”.

Entonces, ¿la decisión de Pavano era no jugar?

“Así fue como resultaron las cosas”, concluyó Mussina.

En agosto, mientras los Yankees jugaban contra los White Sox, el catcher del bulpen, Mike Borzello, mencionó a Pavano en una conversación con Tim Raines, el ex outfielder de los Yankees y que ahora era entrenador de Chicago.

“Tim Raines me dijo: ‘¿Pavano? Él nunca lanzará para ustedes. Olvídalo’”, recordó Borzello. “Yo le dije: ‘¿Qué?’. Él explicó: ‘El chico no quiso lanzar en Montreal. Siempre le sucedía algo malo. En Florida, lo mismo. No quiso lanzar, excepto por un año que lanzó para lograr contrato. Te lo digo, él no va a lanzar para ustedes’”.

Resultó que Raines tuvo razón. A lo largo de la vigencia del contrato, Pavano hizo sólo 26 inicios y ganó nueve partidos, lo cual era equivalente a un costo de $4,44 millones por triunfo por la inversión de los Yankees. Perdió largos periodos debido a un hombro lesionado, a un hematoma en los glúteos, a dos costillas fracturadas gracias a un accidente automovilístico sobre el cual no dio aviso al equipo, a una torcedura de codo y, con el tiempo, a una cirugía mayor en el codo. Sus compañeros Yankees lo clasificaron como un sujeto que aprovechaba cualquier dificultad física como excusa para no tener que lanzar.

“Todos los jugadores lo aborrecían”, comentó Torre. “No era un secreto”.

Borzello dijo: “Los muchachos del equipo lo despreciaban. Cierto día, Jeet pasó junto a él y le dijo: ‘Oye, Pav, ¿alguna vez vas a jugar? ¿Alguna vez?’. Guau. Ése fue un comentario hiriente dado que provenía de Jeter. Él no decía mucho pero, cuando decía algo así, era muy incisivo”.

En una ocasión, Torre llamó al entrenador del bulpen Joe Kerrigan y a Pavano a su oficina porque Kerrigan le había reportado que Pavano le había dicho en tono desafiante: “Yo no voy a explotar mi brazo por esta organización”.

“Pav”, le dijo Torre, “esta organización te dio $40 millones y ha sido muy paciente contigo. Lo que quiero que te preguntes es, ¿por cuál organización estarías dispuesto a explotar tu brazo?” Pavano afirmó que no recordaba haber hecho ese comentario a Kerrigan.

Lo que más molestaba a Torre de Pavano era que el pitcher no tenía idea de su responsabilidad con sus compañeros de equipo. Pavano lo dejó claro en 2006 cuando se lesionó en un accidente automovilístico al estrellar su Porsche 2006 contra un camión. El accidente ocurrió justo cuando los Yankees estaban casi listos para activarlo después de un periodo de rehabilitación. Torre llamó por teléfono a Pavano y le dijo: “Es agradable pasear. Sé que te gusta pasear, pero aquí tienes un compromiso. Tienes a un montón de jugadores que necesitan que tú seas un pitcher”.

Pavano nunca lo comprendió. “Siempre era un poco evasivo cuando hablabas con él”, comentó Torre.

Al final de esa temporada, Cashman estaba listo para enviar a Pavano a casa. El pitcher estaba en rehabilitación permanente en Tampa y no iba a poder ayudar a los Yankees en ese periodo.

“No”, le dijo Torre a Cashman. “Haz que venga a St. Pete en la última gira”.

Torre sabía que los compañeros de equipo de Pavano lo odiaban y quería que ellos pudieran desahogar su frustración con el pitcher en lugar de arrastrarla a una nueva temporada. Él quería a Pavano en la casa club cuando el equipo jugara contra los Rays de Tampa Bay en St. Petersburg.

“Vamos a dejarlos que quiten esta mierda del camino”, le dijo Torre a Cashman. “Ellos podrán verlo, atacarlo o hacer lo que sea que quieran hacer con él”.

Cashman estuvo de acuerdo y le dijo a Pavano que asistiera al partido en St. Petersburg. Cuando Pavano llegó, Torre le explicó por qué lo quería en ese sitio.

“Vas a tener que quitar esta mierda del camino”, le dijo a Pavano.

Cuando Pavano se presentó en la casa club de los Yankees ocurrió algo mucho peor que las bromas crueles y el acoso propio de compañeros de fraternidad: nada. Los Yankees no le dijeron nada. No querían relación alguna con él. Se había convertido en nadie.

“Por desgracia, nadie lo atacó”, comentó Torre. “Ésa es una mala señal. Lo ignoraron”.

La siguiente primavera, Mussina dejó claro que los peloteros de los Yankees no confiaban en Pavano para nada. Refiriéndose a las lesiones y las largas ausencias de Pavano les dijo a los reporteros: “No son bien aceptadas desde el punto de vista de un jugador y de un compañero de equipo. ¿Es todo sólo una coincidencia? ¿Una y otra vez? No lo sé”.

Fue una extraña y sorprendente afrenta pública entre sus compañeros de equipo, una violación al código no escrito entre camaradas. Sin embargo, Pavano estaba tan lejos de los lazos naturales de un equipo que Mussina se sintió en libertad de expresarse. Torre llamó tanto a Mussina como a Pavano a su oficina. Él sabía que Mussina, en el sentido estricto del código, se había pasado de la raya; sin embargo, también sabía que los sentimientos de Mussina hacia Pavano representaban los sentimientos de la casa club entera y era conveniente que Pavano supiera que necesitaba un trabajo de reparación mayor en cuanto a su relación con sus compañeros Yankees.

“Moose no hizo lo correcto por su manera de abordar el tema”, dijo Torre, “pero hablaron entre ellos y lo superaron. De pronto, él comenzó a recibir cierto apoyo.

“Andy Pettitte tuvo problemas con el codo en 1996 y sólo tienes que darte cuenta de lo siguiente: ‘O lanzo o ya no puedo jugar más este juego’. Pav, por desgracia, nunca enfrentó esa realidad. ¿Al decir esto, lo que quiero decir es que no estaba lesionado? No. Para nada. ¿Hubiera sido distinto si él hubiera lanzado, con base en dónde se lastimó, en todo caso? Tú aún eres capaz de eliminar bateadores.

“Él es un tipo que tiene todos esos problemas en su vida y que no está seguro de lo que es importante y de lo que no lo es. ¿Tenía temor de fracasar en Nueva York? Pudo ser así, porque yo conversé con Larry Bowa y él vio a la fiera en el montículo cuando lanzó contra los Phillies. Yo lo vi en la Serie Mundial. Ninguno de los dos vimos lo mismo con los Yankees”.

Pavano no fue un error aislado. Fue sólo parte de una tendencia. La colección de pitchers costosos importados a los Yankees que no eran aptos para Nueva York, debido a que eran demasiado frágiles a nivel emocional o porque estaban lesionados, aumentaba en una proporción asombrosa. Weaver, Contreras, Vázquez, Wright, Brown, Pavano …

“Lo cierto es que no soy un evaluador de jugadores”, dijo Mussina, “pero por lo general veo que los jugadores son quienes son a lo largo de un periodo de cierto número de años. Pueden tener un buen año aquí y un mal año allá, pero en general juegan a cierto nivel; es decir, los jugadores que han estado aquí durante suficiente tiempo. El momento en el cual un jugador se transforma en un agente libre, como en su sexto año, digamos que de pronto tiene un año espectacular. La opinión de todo el mundo al respecto es: ‘Oh, ¿ahora se ha dado cuenta?’. No es su año de novato. Hay otros cuatro o cinco años contenidos allí. Analicemos todos ellos.

“Entonces, tú das a los chicos, y sólo utilizaré a Pavano como ejemplo … tú das a un chico que está dos o tres juegos por debajo de .500 en su carrera un contrato de cuatro años y $40 millones. Bueno, yo no comprendo eso. Yo no comprendo eso”.

Brown, desde luego, debido a la debacle de la Serie de Campeonato de la Liga Americana de 2004, también fue un símbolo de las evaluaciones pobres de pitchers que conducían a los Yankees hacia el abismo, como Cashman lo nombró. Su temporada de 2005 comenzó justo como terminó la de 2004: con la espalda lesionada y resultados terribles.

Brown inició 2005 en la lista de los lesionados, quinta ocasión en seis años en la cual había que archivarlo. Cuando Brown intentó lanzar de nuevo, su estado era deplorable. Él estaba acabado, en todo sentido y para todo propósito, como pitcher efectivo de la Grandes Ligas. Más aún, los aficionados del Yankee Stadium, que siempre lo asociaban con la abominación del séptimo juego, no le hacían caso y sus compañeros de equipo apenas un poco más que eso. El 3 de mayo de 2005, Brown tomó el montículo en St. Petersburg contra los Rays con un récord de 0,3 y un ERA de 6,63. Su estancia con los Yankees estaba a punto de tornarse aún peor. Los Rays le dieron a Brown una golpiza tremenda en la primera entrada al anotar seis carreras con ocho hits antes de que Brown pudiera obtener un segundo out. La sinfonía de hits y corredores en base adquirió un ritmo de staccato: sencillo, wild pitch, sencillo, doble, rolata de out con carrera, sencillo, doble, sencillo, sencillo, sencillo. El marcador llegó a 6–0 después de un tercio de entrada. Cuando Brown se las arregló para conseguir los dos outs para finalizar el tratamiento de percusión, salió del campo a toda prisa, pasó junto a Torre y marchó por el corredor hacia la casa club. Al pasar, le gritó al mánager:

“¡Ya terminé!”

Torre y el entrenador de pitchers Mel Stottlemyre voltearon a mirarse como si se preguntaran: “¿Y ahora, qué?”. Brown era famoso por su mal temperamento, pero, ¿renunciar en la mitad de un partido era una opción? Torre se volvió, salió del dugout y avanzó por el corredor que conducía a la casa club de visitantes en el Tropicana Field. Torre vio el jersey, la gorra y el guante de Brown regados por el piso, pero no vio al pitcher. A quien sí vio fue a Mussina, sentado en uno de los sillones de la casa club.

“¿Dónde está?”, le preguntó Torre.

“No lo sé”, respondió Mussina. “Allá atrás, en alguna parte”, y señaló hacia una sala posterior de la casa club. Mussina había visto a Brown entrar furioso a la casa club, quitarse el jersey, el guante y la gorra, sacar su teléfono celular de su casillero y desaparecer mientras gritaba: “¡Ya terminé! ¡Me voy a casa!”

Torre siguió la dirección hacia donde Mussina apuntaba. Dio vuelta a una esquina y de pronto le sorprendió lo que descubrió: Kevin Brown, de 40 años, participante en el Juego de Estrellas en seis ocasiones, dos veces campeón de ERA, un hombre que había ganado 207 partidos de ligas mayores y más de $130 millones como jugador de béisbol, estaba enroscado en el suelo, en una pequeña fisura en la esquina de un área de almacenamiento, en la parte trasera de la casa club.

“¿Qué haces?”, le preguntó Torre.

“No voy a salir más a lanzar”, le dijo Brown.

“¿Qué vas a hacer?”

“Me voy a ir a casa”.

“Tal vez deberías irte a casa”. No hubo respuesta de Brown. Torre continuó: “Porque, sólo recuerda una cosa: si vas a renunciar a esos chicos, no podrás regresar. Nunca podrás regresar. Sólo comprende eso. ¿Lo que acabas de decirme? Eso es lo que significa. Si no vas a volver al terreno de juego, tampoco puedes quedarte aquí”.

Brown tenía la mirada herida; la misma mirada que tuvo nueve meses atrás, después de fracturarse la mano izquierda con un golpe a un pilar de concreto.

Mientras tanto, el principio de la segunda entrada estaba en progreso y ya había un out. Los Yankees necesitaban con urgencia a alguien que lanzara el final de la entrada. Nadie lanzaba en el bulpen. Nadie más sabía lo que sucedía con Brown.

“Escucha”, le dijo Torre a Brown, “¿por qué no recoges tu guante, sales al campo y lanzas? Más tarde hablaremos de esto”.

Brown se incorporó, pasó junto a Torre y se dirigió hacia el cuerpo principal de la casa club; luego arrojó su teléfono celular a través de la sala en dirección a su casillero, levantó su camisa, su gorra y su guante y tomó el camino de regreso al dugout. Kevin Brown lanzó cuatro entradas más y concedió dos carreras adicionales.

“Nunca se molestó en venir a hablar conmigo”, dijo Torre. “Estaba devastado. Yo creo que tenía algunos conflictos emocionales. Había muchos demonios en el interior de ese sujeto. Era triste”.

Los Yankees perdieron el partido 11–4 y luego perdieron otra vez y otra y como parte de una racha de 1–9 que redujo su récord a 11–19. Lo anterior marcó sólo la quinta ocasión en la historia de la franquicia en la que perdieron tantas veces en los primeros 30 partidos. Los otros cuatro equipos con principios de temporada tan pobres resultaron ser, de hecho, equipos horrendos.

Esos equipos de 1912, 1913, 1925 y 1966 perdieron por lo menos 85 partidos y finalizaron detrás del primer lugar de 55, 38, 28 ½ y 26 ½ juegos, respectivamente. Así fue la poco gloriosa compaña de los Yankees de 2005.

Existe la leyenda de que los equipos de campeonato de los Yankees bajo la dirección de Torre operaban con piloto automático y cabalgaban gozosos sobre sus talentos y voluntades hacia los títulos predestinados. Ningún equipo puede sobrevivir sin cuidados. Incluso el más hermoso jardín del mundo, sin importar cuánto nos asombre y nos cautive su belleza natural, es el resultado de horas de limpieza, barbecho, fertilización y atención minuciosa fastidiosas a todos los detalles. Los equipos de campeonato requirieron su propio mantenimiento por, entre otras cosas, las inseguridades de Chuck Knoblauch, la inmadurez de David Wells, la naturaleza autocrítica de Tino Martínez, la intensidad abrumadora de Paul O’Neill, la dependencia de Roger Clemens y la intrusión e influencia omnipresente de George Steinbrenner. La grandeza es la capacidad de enmascarar la dificultad de una tarea con el fin de que lo complicado parezca fácil. Esos equipos de los Yankees eran el epítome de la grandeza.

Sin embargo, los Yankees de mediados de la década de 2000 no lograban que nada pareciera sencillo. Estaban sepultados por disfunciones organizacionales y de la casa club que hacían que el mantenimiento del equipo fuera un trabajo ruidoso, constante y exhaustivo, como mantener en funcionamiento un horno maltrecho y desvencijado en el sótano de un edificio de apartamentos. El problema se hizo evidente en 2004 debido a la mezcla de jugadores contratados y empeoró en esa temporada de 2005. No habían pasado ni cuatro semanas después del colapso de Brown cuando Mussina pidió hablar con Torre acerca de lo que él percibía como una falta de concentración y preparación en algunos jugadores. Ambos fueron a almorzar mientras el equipo se encontraba en Milwaukee.

“Yo expresé algunas cosas”, relató Mussina. “Fue sobre los jugadores que, según mi opinión, no avanzaban por el camino correcto. El equipo de 2005 tuvo algunos problemas en la primera mitad de la temporada”.

Las carencias de los Yankees, en especial en lo referente a los pitchers abridores, se veían exacerbadas por las personalidades excéntricas y los propósitos individuales en la casa club. La mezcla de jugadores no funcionaba, lo cual alejaba cada vez más a los Yankees de las raíces de sus campeonatos.

“Todo es una continuación del final del otro grupo, el grupo que partió después de 2001”, comentó Mussina. “Después de 2001, perdimos a algunos chicos, y después de 2002 perdimos a otros chicos. Tras 2003, perdimos al grupo de pitchers. Cualquiera que fuera la semejanza con ese otro equipo, lo cierto es que ya no existió después de 2003. Comenzó a desintegrarse después de 2001, pero después de 2003 sólo se quedaron Derek, Posada, Mariano y Bernie. Todos los demás eran nuevos. La mezcla no era la misma”.

Sólo días después de que Mussina diera voz a su preocupación con Torre, y en el mismo viaje, sólo un mes después del colapso de Brown, ocurrió otra catástrofe. En esta ocasión involucró a Gary Sheffield y a Torre. Mientras los atribulados Yankees perdían otro partido, esta vez en San Luis, Sheffield pareció no empeñarse demasiado en perseguir una bola en el campo derecho. Torre, descontento con el desempeño general que obtenía de su equipo, sostuvo una junta en la casa club después del partido en la cual señaló a Sheffield y al segunda base novato, Robinson Cano, por lo que consideró una falta de empuje.

En los días posteriores a la junta, Torre notó que Sheffield parecía estar molesto con él; por tanto, lo llamó a su oficina.

“¿Tenemos algún problema?”, preguntó Torre.

“Sí”, respondió Sheffield, quien le explicó que estaba molesto con él por haberlo acusado frente a todo el equipo por su falta de empuje. “Yo intentaba hacerle una finta al corredor”.

“Bueno, si no haraganeabas, me disculpo”, le dijo Torre, “porque eso fue lo que me pareció a mí. ¿Qué más?”

“Bueno, se publicó en los periódicos”, le dijo Sheffield en referencia a la acusación de Torre.

“¿Tú crees que yo se los dije?”, le preguntó Torre.

“No lo sé”, le respondió Sheffield.

“Yo no hago eso”, le explicó Torre. “Yo no haría eso. Como es obvio, salió de alguna otra parte. Había muchas personas en la sala. No puedo controlar eso. No hay razón alguna para que yo comunique eso a los medios”.

Torre dijo: “Él pareció creerme pero siempre fue una persona suspicaz”.

Dos años más tarde, en una entrevista con HBO, Sheffield utilizó esa junta en la casa club como evidencia para apoyar su opinión de que Torre trataba distinto a los jugadores negros y a los blancos.

“Lo único que siempre quise hacer como mánager fue asegurarme de que todo el mundo sintiera que era tratado con justicia”, comentó Torre. “Es por eso que cuando Sheffield dijo eso, me sentí muy decepcionado, porque siempre me esforcé muchísimo por intentar que él se sintiera atendido e integrado. Si yo tenía que decirle algo que él necesitaba escuchar, como cuando traía a su hijo a la casa club, lo cual no estaba permitido, yo le pedía a Jeter que se lo dijera porque había una relación entre ellos. Si provenía de otro jugador, no parecería como si alguien tratara de decirle otra vez lo que tenía que hacer.

“Al instante supe que nada de lo que él decía era verdad. Es sólo que no quise alimentar las llamas en ese momento. Yo había estado en el juego durante un tiempo muy largo; entonces, si hubiera habido un problema, estoy seguro de que se hubiera hecho público que yo era descortés con la gente o que no la trataba bien. Eso surgió de la nada”.

Lo que más necesitaban los Yankees de 2005 para alcanzar estabilidad y presencia era un as. Necesitaban a un Schilling, el sujeto a quien el director general de Boston, Theo Epstein, había cazado con éxito para traer una actitud de “patear traseros” al grupo de pitchers de los Red Sox. Los Yankees estaban tan seguros de haber encontrado a ese tipo en la persona de Randy Johnson, de 41 años, que las oficinas generales enteras lo eligieron de manera unánime en lugar de a Beltrán, un jugador veloz y atlético en la plenitud de su carrera. No podían estar más equivocados.

(Beltrán había hecho un ofrecimiento de descuento de último minuto a los Yankees antes de firmar con los Mets. Torre dijo: “Cash dijo que no, que no puedes tenerlo todo. Beltrán quería venir con nosotros para poder ocultarse entre los otros árboles. Nadie quiere ser el líder. Eso es lo que hace a Jeter tan único en lo que hace. Alex, para crédito suyo, quiere ser ese chico, pero, siempre que Jeter esté allí, él es muy consciente de ello”).

Johnson había lanzado un juego perfecto, se había encargado de 245 ⅔ entradas, había ganado 16 partidos y había eliminado a 290 bateadores en 2003 con Arizona, un récord de lo mejor de la Liga Nacional. Él llenaba el perfil de contención que los Yankees necesitaban con tanta desesperación; el perfil estadístico, en todo caso. Él era, en realidad, una persona sensible e hiperalerta que, de acuerdo con la creciente tradición de Weaver, Contreras, Vázquez y Pavano, se sentía incómodo con las críticas y el escándalo constantes que resultaban de jugar en Nueva York. Dicha extrañeza fue evidente para él desde su primer día, cuando golpeó a un camarógrafo de noticias en las calles de Nueva York mientras se encontraba en la ciudad para someterse a un examen físico.

“Yo estaba en Hawai cuando eso sucedió”, comentó Torre, “y hablé con él por teléfono. Le dije: ‘Haz lo que tengas que hacer. Si quieres disculparte, discúlpate. Sólo olvídalo’.

“Pero en realidad no fue su culpa. Nunca debieron ponerlo en esa situación. Debieron meterlo a un auto o a una camioneta y llevarlo al hospital. Ésa fue nuestra decisión de seguridad. Fue una mala decisión. Tuvo muchos problemas para recuperarse de eso porque, para empezar, a la gente no le agrada. Y él debió leer cada palabra escrita al respecto”.

Johnson estaba limitado por dos neurosis del béisbol que aumentaron en Nueva York: le preocupaba sobremanera lo que se dijera y escribiera sobre él y con frecuencia le preocupaba que los otros equipos decodificaran “señales” en sus movimientos para saber el tipo de lanzamiento que vendría. Lo cierto es que éstas no son cualidades típicas de un líder de grupo que “patea traseros”.

Johnson no lanzó tan mal en Nueva York y tomó la bola con regularidad. Entre 2004 y 2007, sólo en cuatro ocasiones un pitcher le dio a los Yankees 200 entradas. Johnson lo hizo dos veces; es decir, tanto como la suma de la participación de los demás pitchers de los Yankees en esos cuatro años. También ganó algunos partidos y logró un récord de 34–19. Sin embargo, también fue bateado y estaba muy perdido en su propia nube de preocupación; por tanto, no podía dar a los Yankees nada cercano a la sensación de ser un verdadero as. En esas dos temporadas, por ejemplo, concedió 95 y 114 carreras merecidas, las dos peores temporadas de su larga carrera. Su ERA combinado en ese periodo con los Yankees fue 4,37, el cual ocupó un muy poco impresionante sitio número 55 entre todos los calificadores de ERA de esos años.

“La mayor sorpresa para mí fue lo fácil que era alterar a Randy Johnson”, comentó Torre. “Desearía haber sabido esto sobre él en la Serie Mundial de 2001, cuando jugamos contra él. Tú podías alterarlo. Cada inicio con Randy era: ‘Este tipo sabe mis lanzamientos, este sabe mis lanzamientos … ’. No había equipo alguno que no tuviera a una persona que le dijera que conocía sus lanzamientos y que él no se lo tomara a pecho. Se lo mencioné a Randy y le dije: ‘No es por los lanzamientos; es por la ubicación. Lanza esa bola donde tú la quieres y los eliminarás’.

“Él siempre estaba muy preocupado por eso. ‘¿Conocen mis lanzamientos? ¿Crees que adivinan mis lanzamientos? Ese chico bateó mi lanzamiento’. Yo le decía: ‘Sólo lánzala por el centro. Cuando ellos comiencen a ignorar lanzamientos que deberían abanicar, entonces sí’. Pero él fue la mayor sorpresa para mí. Es probable que él haya sido la superestrella más consciente de sí misma con quien he convivido. Por mucho”.

Torre invirtió horas con Johnson, tratando de hacerle la vida más fácil en Nueva York y diciéndole que no debía preocuparse por las críticas porque, con base en su prolífica carrera, de cualquier manera nunca podría complacer a la afición y a los medios de comunicación.

“No vas a satisfacer a la gente a menos que elimines a diez o doce bateadores en cada partido”, le dijo Torre. “Incluso si ganas, ellos querrán saber por qué no eliminaste a más. Entonces, no te preocupes más por eso”.

Cierto día, Johnson se acercó a Torre con un periódico en la mano. “¡Mira eso!”, exclamó Johnson. “¡Éste es mi departamento! ¡Tienen fotografías de mi departamento!”

“Randy”, le dijo Torre, “¿por qué siquiera ves los diarios?”

En otra ocasión, Torre detectó tanta pasividad en Johnson sobre el montículo que le dijo: “Necesito ver tus dientes allá afuera. Tienes que gruñir”. Entonces, Johnson lanzaba un buen partido y preguntaba a Torre: “¿A eso te referías?”.

“Sí”, respondió Torre. “Sólo haz lo que haces y descubre lo bueno que es; eso es todo”.

Y luego desaparecía el fuego, ahogado por algo que los periódicos o la radio habían dicho sobre él o por esa preocupación fastidiosa de que los bateadores conocieran de antemano el lanzamiento que venía.

“Lo traje a mi oficina, hablé con él en la sala de entrenamiento, nos sentamos juntos en el dugout … en muchos sitios”, dijo Torre. “Era más triste que frustrante porque cuando lo contratamos yo pensé que por fin teníamos a alguien que pudiera jalar el vagón y ése no fue el caso”.

Los Yankees de 2005 emplearon un grupo de pitchers con una edad promedio de 34,2 años, lo cual lo convirtió en el grupo más viejo en la historia de la franquicia. Terminaron en el noveno sitio en la Liga Americana con un ERA de 4,87. Su ERA relativo, en esencia una medida de cómo se comparaban contra el promedio de la liga, era el segundo peor de los Yankees en los últimos setenta años, superados sólo por el club de 1989 que perdió 87 partidos y finalizó en quinto lugar. La fórmula pitagórica de Bill James categorizó a los Yankees, con ese tipo de lanzadores, con un valor de 90 triunfos, lo cual los hubiera mantenido fuera de los playoffs con el quinto mejor récord en la Liga Americana.

En lugar de ello, de alguna manera ganaron la Liga Americana del Este una vez más, con 95 victorias. (En realidad, los Yankees terminaron empatados con los Red Sox, pero recibieron el primer lugar en virtud de haber ganado la serie de temporada contra Boston 10–9. Los equipos se habían dividido los último 90 partidos 45–45).

Se había desarrollado un patrón claro. Los lanzadores de los Yankees eran cada vez peores y la casa club se llenaba cada vez más de jugadores inapropiados, pero Torre no sólo llevaba a esos equipos a los playoffs, sino que, de manera consistente, llevaba a esos equipos a desempeñarse mejor de lo esperado. El equipo de 2005 fue el octavo equipo consecutivo de Torre que ganó más partidos que los que se esperaba que ganaran. Esos equipos superaron las expectativas pitagóricas por un promedio de 5,25 victorias.

En cierto modo, tras arrastrarse a sí mismos hasta los playoffs de alguna manera en la última parte de esos años, esos equipos cubrían lo que, de lo contrario, hubieran sido fallas más evidentes. Los Yankees ya no contaban con los lanzamientos de campeonato, pero portaban el mismo uniforme de los Yankees de 1996, 1998, 1999 y 2000, aún contaban con Jeter, Williams, Posada, Rivera y Torre. Además, aún tenían la nómina más alta del béisbol; por tanto, se esperaba que sólo se presentaran y ganaran la Serie Mundial como si nada hubiera cambiado en el béisbol en los pasados cinco años. Estaban destinados al fracaso en octubre.

Los Yankees se enfrentaron a los Angels de Anaheim en la Serie de División, una serie en la cual los Angels, que también ganaron 95 partidos, mantuvieron la ventaja de jugar en casa en virtud de vencer a los Yankees durante la temporada, 6–4. Después de que los Yankees se las arreglaran para dividir los primeros dos partidos en Anaheim, de manera conveniente su temporada recayó en las manos de Johnson, que tomó la bola en el tercer juego, el partido del desempate, en el Yankee Stadium. La respuesta de los Yankees a Schilling fue abismal.

Johnson no pudo obtener ni un out en la cuarta entrada. Enfrentó a 17 bateadores y concedió nueve hits. Salió con dos corredores en base en la cuarta entrada y con los Yankees perdiendo 5–0. Durante toda la temporada, Johnson nunca brilló como un verdadero as y la realidad fue muy evidente en el tercer juego.

“Ése es un partido en el cual tienes una clara ventaja”, comentó Torre, “y sólo tienes que salir y agarrarlo por la garganta. Él nunca pareció sentirse cómodo con eso. Nunca tomó la bola y dijo: ‘De acuerdo, muchachos, síganme’. Nunca tenías la sensación de que eso sería lo que obtendrías. No hay duda alguna de que Nueva York es un lugar distinto para jugar. Todo lo que haces es magnificado y criticado. Él no estaba cómodo como pitcher en Nueva York.

“Él es quien se supone que sea intimidante. Lanzó un juego horrible y actuaba como si no le hubiera sorprendido. Roger Clemens se sorprendía cada vez que lanzaba un juego horrible”.

Los Yankees, que aún podían batear la bola como nadie en el béisbol, lograron salir del agujero del 5–0 y, de hecho, tomaron una ventaja de 6–5 en la sexta entrada. Sin embargo, los Angels azotaron al bullpen de los Yankees con seis carreras no respondidas y ganaron 11–7.

Los Yankees enviaron a la serie de regreso a Anaheim al ganar el cuarto partido, 3–2, con dos carreras en la séptima entrada. Sin embargo, su grupo de pitchers, viejo y desvencijado, se volvió contra ellos una vez más en el partido decisivo. Mussina, de 36 años y molesto por una rigidez en un músculo inguinal, descendió del montículo en la tercera entrada después de haber sepultado a los Yankees en un agujero de 5–2. Perdieron, 5–3.

Poco tiempo después, Stottlemyre renunció a su cargo como entrenador de pitchers, fastidiado por las relaciones contenciosas entre los oficiales de los Yankees en Nueva York y Tampa, dado que los últimos con frecuencia decidían intervenir en los asuntos de los pitchers de las ligas mayores. No obstante, Stottlemyre también renunció porque estaba al tanto de que las relaciones entre Torre y Steinbrenner habían empeorado y sabía que una de las tácticas favoritas de Steinbrenner para fastidiar a su mánager era despedir a uno de sus entrenadores preferidos. Stottlemyre quiso salir de allí antes de que Steinbrenner tuviera oportunidad de utilizarlo como peón en su guerra contra Torre.

Torre tampoco estaba seguro de querer regresar a lo que se había convertido su trabajo. Él sabía, dado que venía de la derrota amarga de la Serie de Campeonato de la Liga Americana de 2004, que le restaba muy poco del favor del Steinbrenner. Su comunicación había sido casi nula durante la temporada de 2005. La incidencia de críticas, dudas y declaraciones entregadas o filtradas a los medios de comunicación había aumentado. A Torre también le molestaba que los oficiales de los Yankees le dieran preguntas a la reportera de la cadena YES, Kim Jones, diseñadas para arrinconar a Torres o a ponerlo bajo una luz desfavorable. Las preguntas en sí mismas no molestaron tanto a Torre. La molestia se debía más a que Torre, que había construido todas sus relaciones con la gente sobre la base de la confianza, comprendió que la misma gente que le pagaba para ayudar a los Yankees a ganar intentaba minarlo de manera intencional en la cadena propia del equipo.

“Me pagaban para realizar un programa previo y posterior al partido para la cadena YES”, comentó Torre, “y tomaron el hecho de que me pagaban como una apertura para decirle a una persona lo que debía preguntarme y para que intentara formularme preguntas difíciles. No sé qué es una pregunta difícil cuando alguien habla acerca del partido. Es decir, ellos te hacen una pregunta acerca del partido y tú la respondes. Tú sabías que esa persona no se sentía cómoda al formular ciertas preguntas, como por qué metiste a éste o por qué hiciste eso. No tenía sentido.

“Y luego lo admitían: ‘Bueno, por eso te pagamos’. Ellos sentían que tenían el derecho de hacer eso, lo cual es una locura en mi opinión. Entonces, cuando la temporada terminó, yo dije: ‘Olvídenlo. Ya no vamos a hacerlo más. No quiero su dinero. Yo responderé cualquier pregunta que deseen, pero no sostengamos un diálogo diseñado para hacerme lucir mal’.

“Era muy evidente que toda la intención era hacerme quedar mal. Y, en todo caso, no sé cuál pregunta podría ser tan difícil. Si yo metí a un pitcher al juego y le patearon el trasero, ¿dónde está el secreto en ello? Todo el mundo vio lo que sucedió. Yo tomé una decisión y no funcionó. No es como si yo hubiera dicho: ‘Tengo que tomar una decisión. Voy a lanzar una moneda al aire. De acuerdo, meteré a este muchacho’”.

Torre se fue a la casa e intentó recuperarse de una temporada agotadora. Durante algunos días no habló con nadie de la organización ni con nadie de los medios. No sabía si deseaba dirigir más a los Yankees, en parte porque no sabía si ellos lo querían. Después de que Torre cavilara lo suficiente en su casa, su esposa Ali le sugirió:

“¿Por qué no vas y hablas directo con George?”

“Tienes razón”, le respondió Torre.

No había llamado a Steinbrenner casi en todo el año ni había discutido su relación con él con los medios. Ya era momento de dar fin a la guerra fría y averiguar si George en realidad quería que volviera.

“Me desconecté”, dijo Torre. “No había hablado con él. Sólo recibía noticias de segunda mano, lo cual era peor”.

Con el fin de que su viaje fuera lo más discreto posible, Torre alquiló un avión privado a Tampa. Steve Swindal, el socio director del equipo, le preguntó a Torre si le importaba que Randy Levine viajara con él. “No, para nada”, respondió Torre.

Levine se encontró con Torre en el aeropuerto. El vuelo estaba retrasado.

“Problemas de mantenimiento”, le explicó Torre a Levine. “El asiento eyector para ti necesitaba una reparación”.

Ambos se rieron ante el humor negro. Levine le dijo a Torre en el vuelo hacia Tampa: “Queremos que regreses”. Por tanto, el humor de Torre se aligeró un poco para cuando llegó a la reunión. Torre y Levine se reunieron con Steinbrenner y Swindal. La junta tuvo lugar en la oficina de Steinbrenner en Legends Field. Steinbrenner tomó asiento ante su escritorio como un capitán ante el timón. Torre tomó asiento a la izquierda de Steinbrenner.

“El único motivo por el cual estoy aquí”, comenzó Torre, “es porque quiero averiguar si ustedes desean que yo sea el mánager”.

Torre no estaba seguro de la reacción que obtendría de Steinbrenner ante un inicio así. Mucho antes de la junta, ya había decidido que: “si había cualquier vacilación o titubeos o si no me querían, yo les diría: ‘De acuerdo, encontremos la manera de salir de esto’”.

Steinbrenner no dudó.

“Sí, quiero que dirijas”, le dijo.

Torre sintió alivio.

“No puedo trabajar para alguien si la única razón por la cual me tienen aquí es porque me paga”, aclaró Torre. “Quiero sentirme cómodo al saber que, cuando hago cosas, están de mi parte, que están conmigo para hacer lo correcto”.

El resto de la junta marchó con prontitud y facilidad. Torre dijo que la desconexión entre los oficiales de los Yankees en Nueva York y en Tampa necesitaba ser resuelta. Steinbrenner se mostró de acuerdo. Torre también prometió llamar a Steinbrenner alrededor de cada diez días. “Me aseguraré de que estemos en contacto”, le ofreció.

Había un cabo suelto que necesitaba atención inmediata y, aunque Torre no lo sabía en ese momento, contribuiría a crear una fisura en su relación profesional con Brian Cashman y, por extensión, fue el principio de su final como mánager de los Yankees: los Yankees necesitaban un sustituto para Stottlemyre como entrenador de pitchers. Torre mencionó que su elección sería Ron Guidry, el ex pitcher de los Yankees que había trabajado como instructor del entrenamiento de primavera.

“Sabía que nunca antes lo había hecho”, comentó Torre, “pero manejaba bien el estrés. Trabajó mucho en el entrenamiento de primavera”.

Guidry ni siquiera se acercaba al tipo de entrenador que Cashman deseaba y el poder de Cashman en la organización crecía a pasos agigantados. Cuando el desempeño de los Yankees era deficiente durante la primera mitad de la temporada de 2005 (después del inicio de 11–19 aún eran un equipo de .500 hasta el primero de julio), Steinbrenner acosaba sin piedad a Cashman.

“¡Esto es culpa tuya y de Joe!”, le advertía Steinbrenner a Cashman.

Se trataba de una vieja táctica favorita de Steinbrenner. Le encantaba responsabilizar a la gente de manera individual por los resultados de otros. Era una estrategia designada de chivo expiatorio y lo que encantaba a Steinbrenner de ésta era que mantenía siempre incómodos a los que estaban sometidos a su advertencia. Odiaba que sus empleados se sintieran cómodos. Quería que su gente viviera siempre angustiada.

Las críticas molestaban a Cashman sólo porque Steinbrenner lo hacía responsable por decisiones en las cuales había participado poco o, incluso, había objetado. A Steinbrenner también le encantaba la estratagema de “divide y vencerás” para mantener a su gente en la angustia. Le gustaba poner a sus lugartenientes en Tampa en contra de sus soldados en Nueva York, por ejemplo. La gente de operaciones del béisbol en Tampa podían contratar a alguien a quien Cashman no apoyaba por completo, como el outfielder Gary Sheffield o el infielder Tony Womack, pero siempre sería Cashman a quien Steinbrenner haría responsable. Por fin, durante los primeros días oscuros de esa temporada de 2005, Cashman decidió que ya estaba harto de las reprimendas.

“Si éste en verdad es mi equipo”, dijo a Steinbrenner, “y yo soy el único que lo arregla, lo arreglaré por última vez. Punto. Al final de la temporada, me iré. Ya te he dicho que las nubes de tormenta se acercan”.

De hecho, Cashman le dijo a Steinbrenner, dado que su contrato vencía al finalizar la temporada, que tenía intenciones de marcharse debido a la desorganización en las jerarquías de operaciones del béisbol. Cashman escribió un memorando de “filosofía de mando” a Steinbrenner y en éste enfatizó justo lo que los Yankees necesitaban: descripciones de puesto y responsabilidades definidas con claridad y para el personal de operaciones del béisbol, con la autoridad superior en manos del director general. Steinbrenner respondió que instituiría esos cambios si Cashman aceptaba volver. Cashman decidió quedarse, ahora con todo el poder sobre operaciones del béisbol y para mantener bajo control a los lugartenientes de Tampa.

Mientras arreglaba a los Yankees de 2005, Cashman introdujo algo de juventud. Promovió al pitcher Chieng-Ming Wang, que a los 25 años dio a los Yankees un récord de 8–5, y al segunda base Robinson Canó, que bateó .297 a los 22 años. Cashman vio lo que sucedía alrededor del béisbol. Sus contemporáneos y amigos, como Theo Epstein en Boston, Billy Beane en Oakland y Mark Shapiro en Cleveland, utilizaban herramientas y procesos vanguardistas de evaluación para conformar rotaciones eficientes de principio a fin. Cashman quiso unirse a la revolución de la información, pero sabía que no podría hacerlo si los hombres de los viejos tiempos del béisbol en Tampa, como Billy Connors, el “gurú de los pitchers” de toda la confianza de Steinbrenner, podían deshacer todos sus planes cuidadosamente confeccionados con sólo un murmullo en el oído del Jefe acerca de algún veterano maltrecho que tanto le gustaban. Su nuevo contrato eliminaba ese problema.

La elección del nuevo entrenador de pitchers probaría de inmediato la autoridad y la filosofía de Cashman. A Cashman le agradaba la gente con experiencia, con fuertes capacidades de organización y con comprensión de los análisis estadísticos. Ninguna de esas cualidades describía a Guidry. La idea de Cashman del entrenador moderno de pitchers era alguien como Joe Kerrigan, el ex entrenador de pitchers de Boston y Filadelfia a quien había contratado en 2005 como su asistente especial. Kerrigan estudiaba reportes de reclutamiento, impresiones de computadora y videos para encontrar cualquier ventaja para los Yankees.

Los Yankees, con la influencia de Steinbrenner sobre Cashman, intentaron primero contratar a Leo Mazzone, que tenía amplia experiencia y un récord probado con los Braves de Atlanta, pero que desplegaba una filosofía de la vieja escuela. Los Yankees se acercaron tanto a cerrar un trato con Mazzone que, cuando Torre lo llamó cierto día, Mazzone le dijo: “De acuerdo. Estaré contigo. Estoy ansioso por trabajar contigo”.

“Bien”, respondió Torre, que conocía a Mazzone desde que dirigía a los Braves.

Al día siguiente, Mazzone firmó con los Orioles para trabajar cerca de donde vivía y con el mánager de Baltimore, Sam Perlozzo, amigo suyo desde la infancia. Entonces, Cashman llamó a Torre.

“George quiere contratar a Guidry”, le dijo Cashman.

“Me parece bien”, respondió Torre.

“George quiere hablar contigo al respecto”.

Torre llamó a Steinbrenner, que le preguntó: “¿Qué opinas sobre Guidry?”

“Confío en él”, afirmó Torre. “Tomará algún tiempo. No lo ha hecho a diario, pero es muy meticuloso, a partir de las experiencias que he tenido con él en primavera”.

A Steinbrenner le agradaba Guidry, siempre le había agradado hacerse cargo de los grandes ex Yankees. Cashman fue más difícil de convencer.

Torre comentó: “A Cash no le gustaba el plan porque Guidry no tenía experiencia. A él le gusta la gente con experiencia. Eso lo comprendo. Yo me encontraba en una posición difícil porque sé que había mencionado a Guidry de pasada cuando tuve esa junta con George. Sé que Cash insistió en el asunto de la inexperiencia de Guidry porque sé que a Billy no le agradaba Guidry. Creo que George lo contrató porque recordó que yo lo sugerí”.

Torre concibió una idea para intentar tener contentos tanto a Steinbrenner como a Cashman.

“Cash”, le dijo, “sé que estás incómodo con esta decisión. Entonces, dada la inexperiencia de Guidry, ¿por qué no traes a Kerrigan como entrenador del bulpen? De esa manera, Kerrigan estará allí para ayudar a Guidry con las labores administrativas”.

Cashman aceptó la idea, aunque Torre sabía que aún no se sentía cómodo con el hecho de que un tipo de la vieja escuela como Guidry dirigiera a su grupo de pitchers. Guidry fue uno de los grandes pitchers zurdos en la historia de los Yankees, un as bajo la dirección de Billy Martin en equipos de campeonato. Trabajaba duro, se llevaba bien con todo el mundo, pero veía el desarrollo de los pitchers desde una perspectiva distinta a la de Cashman. Guidry no dependía tanto de las computadoras como de su experiencia personal y le agradaba compartirla con sus pitchers. Él recordaba, por ejemplo, una ocasión en 1977 cuando entró a la casa club durante la tercera entrada de un partido. El miembro del Salón de la Fama, Catfish Hunter, pitcher abridor de ese partido, bebía una cerveza.

“Cat, ¿qué haces?”, le pregunto Guidry.

“Gator, en un día caluroso como hoy siempre bebo un poco de cerveza mientras lanzo”, le explicó Hunter. “Me ayuda. No me gusta el Gatorade. El agua me hincha. Entonces, entro y bebo una cerveza. Sólo durante los partidos de día, no en las noches. Me sienta bien”.

Guidry pensó que, si le funcionaba a Hunter, también le funcionaría a él. Cierto día en 1978, una tarde calurosa de sábado, Guidry, que lanzaba ese día, bebió una cerveza en la casa club en la tercera entrada. De pronto, vio que Martin estaba de pie en el quicio de la puerta.

“¿Qué demonios haces?”, le preguntó el mánager.

“Estoy 11 a 0”, replicó Guidry. “¿Qué más quieres?”

De inmediato, Martin se tranquilizó.

“Adelante”, dijo Martin. “Continúa”.

Guidry dijo: “Cada día a partir de ese momento, cuando yo entraba a la casa club después de la tercera entrada, Billy me preguntaba: ‘¿Vas a ir a la sala?’. Yo le respondía: ‘Sí’ y él decía: ‘Enseguida regreso’. Recuerdo todo lo que vivimos. A veces creo que es por eso que jugábamos tan bien. Porque era muy divertido”.

Cashman, sin embargo, era el tipo de director general que no pone su fe en esas historias, sino en los datos duros y fríos, como los conteos de lanzamientos y los análisis estadísticos, el tipo de cualidades para las cuales Kerrigan era excelente.

“El asunto con Cash”, explicó Torre, “es que cada vez que le decías que él era adepto a los números, tenía muy poca paciencia al respecto. Lo negaba una y otra vez. Se ponía muy defensivo con ese asunto”.

Cuando comenzó el campamento de entrenamiento de primavera de 2006, fue evidente que ese era el equipo de Cashman. Las primeras pistas fueron las cámaras de video instaladas en trípodes detrás de las zonas de bateo en la gran área del bulpen del complejo de Legends Field.

“Supimos que algo sucedía en el entrenamiento de primavera cuando Cashman ordenó que cada sesión de lanzamiento fuera filmada”, dijo Borzello.

Torre también notó que más y más personas de las oficinas generales deambulaban por la casa club y en los vestidores de los entrenadores. Cashman se había rodeado de asistentes prometedores que confiaban más en los análisis estadísticos que en las pesadas creencias de reclutamiento de la vieja escuela. Eran jóvenes, inteligentes y diligentes y se sentían cómodos, incluso entusiasmados, cuando hablaban acerca de temas como los VORP de los jugadores; es decir, el acrónimo en inglés para algo conocido como el valor de reemplazo del jugador, además de los torneos internos de PlayStation.

Ellos aportaron una nueva perspectiva a la evaluación de talento que, desde luego, no resolvía mejor los eternos misterios del béisbol que los métodos de reclutamiento de la vieja escuela. A mediados de 2007, por ejemplo, Cashman y sus analistas estadísticos decidieron hacer un intercambio por Wilson Betemit, un infielder ambidiestro, con los Dodgers de Los Ángeles. Los rumores que circulaban con gran emoción por los pasillos del Yankee Stadium decían que los Yankees habían encontrado al “nuevo David Ortiz;” no era que Betemit cumpliera con el perfil de Ortiz como bateador largo, sino que sus cifras sugerían que él era una joya menospreciada que estaba a punto de revelarse en grande, como hizo Ortiz para Boston en 2003. Los Yankees estaban muy equivocados. Betemit, asolado por una muy escasa disciplina en la caja de bateo y con problemas de acondicionamiento físico, estuvo fatal. Sus porcentajes de colocación en base fueron .278 y .289 con los Yankees a lo largo de esa temporada y de la siguiente. Por otra parte, la nueva filosofía Yankee repercutió en descubrimientos de pitchers de ligas menores de agencia libre como Brian Brunei, José Veras, Darrell Rasner y Edwar Ramírez. La institucionalización del nuevo pensamiento grupal en 2006, sin embargo, no ocurrió sin cierta tensión interna.

“Llegó al punto en el cual comencé a no confiar en la gente”, comentó Torre respecto del campamento de entrenamiento de primavera de 2006. “Había mucha gente externa a quien Cashman quería agregar al equipo. Me volví muy suspicaz. Había sujetos en la casa club y en la sala de los entrenadores que nunca antes habían estado allí, como si supervisaran lo que sucedía. Cash decía: ‘¡No hemos contabilizado los lanzamientos de este chico!’. Siempre había información que debía ser enviada a Cash, información que le ayudaba a saberlo todo en lugar de confiar en lo que hacia la gente del béisbol. Y, desde luego, él cuestionaba a Guidry. En el entrenamiento de primavera parecía como si Cashman hiciera labores encubiertas para supervisar a Guidry todo el tiempo”.

Se desarrollaba una colisión cultural. Cashman, con su poder recién adquirido, al fin tenía la oportunidad de dirigir al equipo a su manera y en ésta se incluía un deseo fuerte de subir a bordo de la revolución de la información. Torre veía a los números no como a una filosofía orientadora, sino como a una herramienta dentro la caja de herramientas de un mánager, en particular en lo que se refería a reunir información de las historias de los bateadores y los pitchers.

“Una vez que estuvo a cargo, Cash quiso ser tan práctico como fuera posible”, comentó Torre. “Él depositaba su confianza en la gente que contrataba, como Billy Epler. Billy estaba bien. Yo conversaba con él durante la práctica de bateo, detrás de la jaula. Recuerdo que en una ocasión hablábamos acerca de Kyle Farnsworth. Yo sospechaba de su capacidad para mantener consistencia. Lo que Eppler dijo al respecto fue: ‘Creo que es una buena firma por el dinero’. Eso está bien pero lo que yo intento es ganar partidos y poner a alguien en la posición de relevo medio que sea consistente”.

Torre y Cashman llevaban juntos 11 años, los últimos nueve como la combinación más exitosa entre mánager y director general en el béisbol. Habían compartido muchas experiencias y, a pesar de la diferencia de edades, habían alimentado un profundo respeto mutuo y una afinidad especial. Al menos comprendían, tanto como cualquiera, los gozos y las dificultades de trabajar para George Steinbrenner, y sólo eso tenía el mismo poder de generar vínculos que una asignación de seis meses en un submarino nuclear. No obstante, el campamento de entrenamiento de primavera de 2006 abrió una grieta profesional y filosófica entre ellos que nunca se cerraría por completo. Cierto día, durante ese campamento, Torre se reunió con Cashman en la oficina del mánager.

“Cash, has cambiado”, le dijo Torre.

“No es verdad”, le respondió Cashman.

“Lo acusé de buscar razones para criticar a Guidry”, comentó Torre. “Tenía a su alrededor a todos los miembros de su personal. Dependía mucho menos de las opiniones. Él quería documentación. Eso era más importante”.

Después de eso, ambos mantuvieron una distancia fría entre sí durante algunos días.

“Tuvimos un tropiezo en el entrenamiento de primavera”, relató Torre. “Básicamente, lo desafié. Unos días después me disculpé con él porque en verdad me agrada Cash. Les pregunté a otras personas: ‘¿Soy sólo yo o él ha cambiado?’. Estábamos bajo su supervisión y él quería que todo se hiciera a su manera. Yo lo comprendo. Me hubiera gustado que él confiara en mí. Yo siempre fui un empleado muy leal”.

Torre tuvo otra reunión clave con Cashman durante la temporada en la oficina del director general.

“Cash, escucha”, le dijo Torre. “No sé durante cuánto tiempo estemos juntos, pero hazte un favor a ti mismo: nunca olvides que hay un latido de corazón en este juego”.

Después de la temporada de 2006, la fisura filosófica se convertiría en un abismo relacionado con lo que harían con uno de los más importantes y adorados jugadores en la historia de los Yankees. La creencia de Torre en el poder de la confianza, firme como el titanio, la columna vertebral de toda su filosofía de dirección, alcanzaría un punto crítico de confrontación contra la practicidad de la nueva era de Cashman, el principio de su poder recién descubierto. En el mismo centro se encontraba uno de los últimos vestigios de los años de campeonato, un recordatorio pleno de gracia de cuando la confianza y el trabajo en equipo aún eran relevantes. En juego se encontraban la carrera y el legado de Bernie Williams.