Otra ciudad. Otro día. Otra crisis. Otra junta. Así fue como transcurrió el primer tercio de la temporada para los Yankees de 2007.
Se encontraban en Toronto para finales de mayo, su segundo mes nefasto consecutivo. Durante semanas, Torre había intentado motivar a su equipo para que jugara con urgencia, con comprensión y confianza mutuas pero los resultados no aparecían. Peor aún, en los días precedentes, sus entrenadores comenzaron a alertarlo sobre el hecho de que algunos jugadores se concentraban cada vez menos, y no más, ante la cantidad de derrotas que se acumulaban. Los chicos se presentaban tarde a los estiramientos, tal vez faltaban a algún trabajo adicional antes del partido … ahorraban esfuerzos en un momento en el cual los Yankees necesitaban no dar nada por seguro.
“Creo que ellos dieron por seguras muchas cosas porque los Yankees ganaron antes y ellos pensaban que las cosas sucedían de manera automática, así de simple”, dijo Bowa. “Algunas pequeñas cosas ocurrieron … No sé, no eran cosas del estilo de los Yankees de Nueva York.
“Eran cosas pequeñas, como llegar tarde a los estiramientos, pero sumaban. Y los chicos que llegaban tarde no eran sólo los jugadores de reserva, o sea, eran los jugadores estelares.
“Ya sabes, cuando comienzas a perder partidos, ves que sucede un montón de mierda y los chicos dicen: ‘¿Para qué molestarse?’. Así es como ha cambiado el juego. Porque cuando yo solía jugar, cuando perdíamos, entonces hacías todo como debía hacerse. Cuando pierdes y no juegas al tope de tus capacidades, quieres estar lo más silencioso posible y cumplir con las reglas, lo que el mánager quiera. Cuando ganas es cuando puedes intentar cosas nuevas. Ahora, de hecho, es justo lo opuesto”.
Había algo en ese equipo que intrigaba a Torre. Tal vez era injusto compararlo con los equipos de campeonato, pero ése era el marco de referencia con el cual trabajaba. En una sala llena de luchadores como Paul O’Neill, Tino Martínez y Scott Brosius, los descensos de concentración y esfuerzo a lo largo de la temporada nunca duraban mucho tiempo. Esos equipos respondían pronto a los inevitables deslices de energía o enfoque.
“Todo lo que esos equipos necesitaban era un pequeño empujón, un breve recordatorio, y respondían”, comentó Torre.
Éste era un equipo muy distinto. La mayoría de los jugadores nunca había ganado nada. Muchos ni siquiera sabían cómo ganar. Había una notable carencia de esfuerzo, de hacer lo necesario para ganar.
“Sí. Podías sentirlo”, dijo Mussina. “Podías sentir que todo el mundo se acostumbraba a perder. La gente se acostumbraba a sólo jugar; ganar o perder no era importante”.
Este equipo no sólo necesitaba un empujón o un recordatorio. Este equipo necesitaba una patada en el trasero. Varias patadas.
Los Yankees realizaron prácticas de bateo adicionales a las 2:30 de la tarde en Toronto, lo cual acostumbraban hacer en su primer viaje de la temporada a un estadio. Poco después de finalizarla, Torre convocó a una junta de equipo que tendría lugar en la casa club de visitantes del Rogers Centre.
“Mi junta furiosa”, dijo Torre. “Ésa fue la primera vez en todos mis años con los Yankees que sentí que no había suficientes muchachos a quienes les importara un carajo. Realicé esa junta y estaba furioso.
“Éramos terribles en ese momento. Jugábamos mal y no parecía importarles”.
Torre criticó a los jugadores por cómo jugaban, pero lo hizo con una voz tranquila y mesurada.
“Terminemos con esta mierda ahora mismo”, les dijo.
A partir de ahora, les dijo, los Yankees comenzarán a realizar prácticas de infield, el tipo de trabajo previo al partido de la vieja escuela que había desaparecido largo tiempo atrás como característica fundamental del juego. Los muchachos serían multados si se presentaban un minuto tarde al estiramiento. Todos tendrían que estar presentes por completo, en corazón y alma. Habló acerca de la responsabilidad y el enfoque.
“Y”, les advirtió, “es demasiado tarde para decir que es muy temprano”.
El cambio tendría que suceder de inmediato.
Y luego habló Bowa.
“Muchachos, ustedes juegan para el mejor mánager con quien podrían jugar”, les dijo Bowa a los jugadores. “Él nunca los ataca. Él se mantiene a su lado tanto si aciertan como si fallan. Él les da el beneficio de la duda en todo. Él les avisa una noche antes si van a jugar o a descansar al día siguiente. Yo pienso que ustedes se aprovechan de este tipo, maldita sea.
“¿Van a marcharse a otra parte? No van a encontrar a otro mánager como éste. Ésta es una oportunidad única en su vida entera para su carrera. No abusen de ella. No la den por segura porque éste es un mánager que aparece cada 25 ó 30 años. Muchachos, no tienen una maldita idea de lo afortunados que son por jugar para este hombre”.
A los jugadores les sorprendió la intensidad tan directa de las palabras de Torre y de Bowa en esa junta. Tal vez ese tipo de rabia era lo que habían llegado a esperar del impulsivo Bowa, pero, ¿de Torre? Muchos de ellos nunca lo habían visto tan enojado. Los impresionó.
“Hubo verdadera emoción”, recordó Mussina. “Creo que eso captó la atención de todos. En realidad hubo una sensación que percibimos en Joe y en el personal de que existía una verdadera preocupación. Tal vez no angustia, sino sólo verdadera … emoción. Casi como: ‘Si van a hacer que esto cambie, más les conviene empezar muy pronto’. Como que se hacía demasiado tarde. Creo que todo el mundo captó la emoción”.
Cuando Torre, Bowa y el resto del personal abandonaron la sala, los jugadores se quedaron. Decidieron reforzar el mensaje con su propia junta. Pettitte habló. Jeter habló.
“Hay momentos en los cuales puedes sentirte demasiado cómodo”, dijo Jeter. “Y eso no siempre es bueno. Creo que a veces la gente piensa que si juega para esta organización, si juega para este equipo, va a ganar de manera automática. ¿Saben a qué me refiero? No me refiero a nadie en particular. En ocasiones, puede ser un estado mental y tú quedas atrapado allí. ‘Ahh, si no ganamos hoy, ya lo haremos mañana. Ya sabes, somos los Yankees. Estaremos en los playoffs. La victoria sucede por sí misma’.
“Pero esta junta fue una llamada de advertencia para nosotros. He dicho muchas cosas a lo largo de los años. La gente siempre asume que no lo hago. La gente siempre asume. Todos asumen. ‘Jeter no es muy hablador’. Permítanme plantearles una situación hipotética. Digamos que me llevo a Mo aparte. En primer lugar, no voy a hacerlo con una cámara sobre mí. Creo que la gente que hace eso quizá sepa que la cámara está encima. Digamos que llevo aparte a Mo y digamos que le grito durante un día entero. Durante una hora. ¿Se lo dirá? Él no se lo dirá. Yo no se los diré. Pero entonces siempre escucho: ‘Bueno, él no es muy hablador’. Sí, de acuerdo. Yo hablo con todos, pero no lo hago cuando la cámara está cerca”.
Las palabras de Jeter captaron la atención de los jugadores.
“¿Sabes? Una cosa es escuchar algo del mánager y del personal”, dijo Mussina, “y otra cosa es escucharla de jugador a jugador. No es que el mánager no provoque un impacto, pero es como escucharlo de tus padres en contraposición a escucharlo de tus amigos. Produce un impacto distinto.
“Básicamente, lo que se dijo fue para asegurarse de que cada muchacho hiciera absolutamente todo lo posible para estar preparado y para jugar al límite de sus capacidades. Cuando ganas es porque prestaste atención a todos los detalles y realizaste todo el trabajo. No das nada por seguro. Pero es muy fácil acostumbrarse a perder. Te quedas rezagado al principio de un partido y piensas: ‘De acuerdo, otra derrota. Ya los atraparemos mañana’. Resulta fácil rendirse a ese sentimiento y acostumbrarse a perder. Por eso estaban preocupados los jugadores. Por asegurarse de que no cayéramos en ese marco mental y de que hiciéramos todo lo posible por ser un equipo ganador. Ningún individuo fue mencionado, pero existen maneras de hacer llegar un mensaje a las personas sin tener que exponerlas”.
Jason Giambi dijo: “Joe sólo quería que jugáramos más duro. Sin importar lo bueno que es nuestro equipo, de vez en cuando tienes que meter a la gente en cintura. Creo que él hizo eso. Nosotros lo reflexionamos y hablamos. Lo más importante fue, además, que todo el mundo comenzó a recuperarse de sus lesiones y creo que eso fue lo que también dio el impulso necesario”.
Las juntas, incluso las juntas exclusivas entre jugadores, tienden a ser rutinarias, llenas de lugares comunes y poses, en nada distintas a las convenciones políticas. Sin embargo, estas juntas fueron diferentes. Había emoción en lo que la gente decía. Los jugadores cuestionaron de manera abierta las actitudes de otros jugadores, aunque no por el nombre.
“Los muchachos dijeron cosas a otros muchachos que tal vez no querían escucharlas”, comentó Borzello, “y no querían allí a Joe para impedirlo. Joe lo hubiera hecho. Así de caldeados estaban los ánimos. Los chicos se cuestionaron quién quería jugar y quién no quería hacerlo, lesiones que algunas personas sospechaban que no eran reales, cosas así”.
Las dos juntas duraron casi una hora. Los Yankees se perdieron de casi toda la práctica de bateo. Habían sido desafiados por Torre, reprendidos por Bowa y advertidos por Pettitte y Jeter. Ése sería el punto de cambio de su temporada o la verificación de que a ese grupo de Yankees no le importaba un carajo.
“Comencé a pensar en mí mismo”, dijo Mussina. “Llegué al punto en el cual algunos de los jugadores hablaban y yo no escuchaba. O sea, sabía que algunos muchachos estaban encendidos y sabía que, básicamente, nos decían que abusábamos de todos los privilegios que recibíamos. La confianza en que haríamos lo que tuviéramos que hacer para estar listos para jugar, y salir a jugar el partido tal como éramos capaces de jugar, se estaba perdiendo. La confianza se estaba perdiendo.
“Lo que cada jugador debía hacer era mirarse a sí mismo y preguntarse: ‘¿Estoy involucrado en esto? ¿Soy yo una de esas personas?’.
“Pero algunos sólo se sientan allí y ni siquiera lo escuchan. Ellos no piensan que nadie habla acerca de ellos. Pero en realidad yo estaba en ese punto en el cual sólo estaba sentado y pensaba: ‘¿Soy yo?’. Si lo era o no … o sea, yo había estado lesionado la mitad del tiempo hasta ese momento, de cualquier manera, y luego estuve en la lista de lesionados por un problema en el tendón la mitad del periodo antes de esa junta. Sin embargo, me preguntaba si hacía todo lo que podía o debía hacer. En última instancia, la junta marcó una diferencia”.
Sólo hubo un problema con el momento de la junta: los Yankees iniciarían con el novato Matt DeSalvo en el montículo esa noche. DeSalvo era un pitcher aceptable que contribuyó a un par de buenos partidos; sin embargo, en esencia era un jugador que reservaba el lugar para Roger Clemens y no había sido probado aún o, con más exactitud, dadas todas las lesiones, era el sustituto del sustituto del sustituto de Clemens. No era el tipo de pitcher probado que cualquiera desearía para consolidar una junta de patear traseros con el objetivo de darle la vuelta a la temporada de inmediato. DeSalvo salió antes de que finalizara la quinta entrada. Los Yankees perdieron, 7–2.
Al menos los Yankees tenían a Pettitte, un miembro de la vieja guardia y uno de sus pocos pitchers confiables que iniciaban partidos esos días. Pettitte tomaría la bola en el siguiente juego. Resultó que eso también fue un problema.
“Es cuando más tenso he visto al equipo”, dijo Torre. “Jugaron como si sintieran que tenían que ganar el partido porque Andy era el pitcher. Y se notó”.
Los Yankees perdieron de nuevo, 3–2, y su récord bajó a 21–29 después de 50 partidos. Algo gracioso sucedió después del partido: el trayecto en autobús de regreso al hotel se convirtió en un club de comedia sobre ruedas. Los muchachos rieron y bromearon, no porque no les importara haber perdido, sino porque … bueno, sólo porque eran así. La tensión se había roto, como un aguacero en un día caluroso. Los Yankees sabían que habían jugado un partido bueno y limpio y que reaccionaron de dos déficits de una carrera, con Pettitte en el montículo en la octava entrada, antes de perder por un fly de sacrificio en esa entrada. Era como si comprendieran a profundidad el mantra de Torre acerca de que no siempre es posible controlar los resultados, pero sí es posible controlar el esfuerzo personal. Los Yankees habían hecho un esfuerzo concentrado y con urgencia. Habían perdido el partido, pero se habían encontrado a sí mismos. Eran otra vez los Yankees y parecían saberlo en ese trayecto en autobús de regreso al hotel. Al día siguiente demolieron a los Blue Jays 10–5. Ya habían encontrado su camino.
“Sólo se sentía como que lo habían captado”, comentó Bowa. “Escuchábamos a Joe emplear esa palabra, urgencia. ‘Necesitan sentir la urgencia’. En verdad la sentí después del regaño y de que los muchachos hablaran; había un sentimiento de urgencia en cada ocasión que entraban al campo. En verdad la sentí. Podías ver cómo respondían los jugadores. Su manera de hacer su práctica de bateo. Su manera de concentrarse en las juntas cuando revisaba a los pitchers. Sentí que estaban más atentos. Y ellos sabían que nos faltaba un largo camino para llegar a los playoffs debido al lugar donde estábamos”.
Los Yankees, desde luego, no podían salir de Toronto y retomar su camino sin que Rodríguez se las arreglara para crear una controversia. Mientras corría hacia tercera base en un pop-up de rutina hacia el tercera base Howie Clark, Rodríguez le gritó algo en un intento por distraerlo. Funcionó. Clark soltó la bola, con lo cual se extendió la entrada. Los Blue Jays estaban furiosos. Como la mayoría de los observadores, los Blue Jays consideraron que aquella había sido una jugada que, aunque quizá se encontraba dentro de las reglas, parecía una maniobra de una liga menor. Incluso Mussina, compañero de equipo de Rodríguez, se refirió a ésta como “carente de espíritu deportivo”. Torre les dijo a los reporteros que era probable que Rodríguez deseara no haberlo hecho; en especial si se tomaba en consideración la mala voluntad que había generado. La respuesta de Torre a las preguntas de los reporteros fue publicada de esta manera en los tabloides del día siguiente: “Torre a A-Rod: Cállate”.
“Alex fue criticado por eso”, dijo Torre, “y mi sentimiento fue, como se lo mencioné a él, que si él hubiera sido el que se encontraba debajo del pop-up, y alguien más lo distrajera y él dejara caer la bola, él sería el criticado. Es la verdad.
“Les dije a los medios que es probable que lo piense dos veces antes de hacerlo de nuevo. Y fue entonces cuando ellos pusieron por escrito que yo dije que se callara. Yo nunca hice eso. Le dije: ‘Estás teniendo esa reacción, Alex. ¿Qué vas a hacer? Tú intentas ganar un partido’.
“Él estaba emocionado. Estaba bateando muy bien. Fue con el muchacho de tercera base. Ya sabes que hace estupideces todo el tiempo durante el partido cuando juega bien. Yo no pensé que fuera una jugada de liga menor. Él juega duro. Tal vez fue innecesario, pero la verdad es que no esperarías que el tipo pierda la bola. Creo que exageraron. Pensé que era pura mierda su manera de reaccionar. Esperaron hasta regresar a su estadio para vengarse. Vinieron al Yankee Stadium y … nada. No sucedió nada. Luego regresaron a casa y lanzaron una bola contra él. Fue entonces cuando Rocket fue expulsado del partido. Lanzaba un juego magnífico y luego fue expulsado por proteger a Alex y tuvimos que sudar nuestros traseros para ganar el partido. Roger fluía muy bien. Desde luego, cuando fue expulsado, me dijo que creía que de todas maneras ésa sería su última entrada. Yo le dije: ‘Podrías haber esperado dos outs’. Se lo hizo al primer bateador. Pero Roger es muy parecido a Alex en muchos sentidos. Como que están en su propio mundo”.
El día del último partido en Toronto, Torre decidió llamar a Steinbrenner. Le gustaba llamarlo después de las derrotas. Era una manera de calmar las ansiedades de Steinbrenner.
“Estoy emocionado con los pitchers jóvenes”, le dijo Torre. “Con todo el dinero que esta organización ha invertido con el paso de los años, es bueno ver a los pitchers jóvenes. Es grandioso. Tenemos pitchers jóvenes con sustancia. Es genial. Eso va a ahorrarte mucho dinero, George”.
“Sí, amigo. Buena suerte”, replicó Steinbrenner. Ya no era muy dado a las conversaciones. Los Yankees viajaban a Boston para jugar contra los Red Sox al día siguiente y Torre se lo mencionó a Steinbrenner.
“A continuación tenemos a los Red Sox y les ganaremos”, le dijo Torre.
“Sí, tienen que derrotar a esos chicos”, respondió Steinbrenner. “Vénzanlos”.
Y con ello, la conversación terminó.
“Él repetía o imitaba lo que yo decía”, comentó Torre. “Y ésa era toda la conversación. Hablaba con él y él colgaba el teléfono en 30 segundos. Eso era todo. En realidad, no estaba al tanto de lo que sucedía”.
Torre, de hecho, se aseguraba de estimular la memoria de Steinbrenner. Por ejemplo, un poco más de una semana después, cuando Torre ganó el partido número 2.000 de su carrera como mánager, llamó a Steinbrenner para agradecerle el obsequio que los Yankees le dieron como reconocimiento al logro: una bandeja de plata pura. Torre se aseguró de nombrar el obsequio específico porque no estaba seguro de que Steinbrenner lo recordara.
“Oh, de acuerdo. Te lo mereces”, le dijo Steinbrenner.
Si Steinbrenner ya no era el conversador que solía ser, la filosofía de liderazgo de “divide y vencerás” que inculcó en la organización Yankee aún tenía fuerza. Cuando los Yankees llegaron a Boston, Torre se enteró de que alguien del personal sería despedido, tal vez el entrenador del bulpen Joe Kerrigan, si los Yankees perdían la serie en esa ciudad. Las “voces” en Tampa necesitaban que se derramara un poco de sangre para enviar el mensaje de que la derrota no sería tolerada o, incluso, para enviar un mensaje a Torre de que la estabilidad de su empleo era cada vez menos firme.
Kerrigan era una contratación de Cashman y además era su aliado, una personalidad rara e iconoclasta. Mantenía copiosas gráficas y estadísticas, conducía la mitad de la junta previa al partido con los pitchers con el entrenador Ron Guidry, analizaba millas y millas de videos para intentar decodificar los hábitos de los bateadores oponentes y creía que las verdades inmutables relacionadas con el juego podían encontrarse en sus números. A Cashman, desde luego, le complacía ese aspecto analítico de Kerrigan. Sin embargo, las habilidades sociales del entrenador no eran su característica más fuerte. Tenía confrontaciones con los jugadores en casi todas las paradas de su vida en el béisbol, incluso en Filadelfia, Boston y Nueva York, donde tuvo choques iracundos y desagradables con Carl Pavano y Jason Giambi. Pavano quiso pelear con Kerrigan cuando tuvieron un enfrentamiento a gritos en el bar del hotel en Boston. La confrontación con Giambi sucedió en un restaurante bar.
“Le pedí que viniera, en Texas”, comentó Torre sobre Kerrigan, “y le dije: ‘En primer lugar, no debes salir con los jugadores por las noches. En segundo lugar, si no puedes controlar tus emociones, entonces tampoco puedes salir’. Entonces, dejó de asistir a las cenas. Yo lo invitaba a reunirse conmigo y con otros miembros del personal para cenar y él dejó de asistir”.
A Torre le agradaba la ética de trabajo de Kerrigan y lo consideraba un buen complemento para Guidry, que era el entrenador de pitchers al estilo de la vieja escuela. Sin embargo, Torre no estaba seguro de poder confiar en Kerrigan. Él sabía que Kerrigan estaba conectado con las oficinas generales a través de Cashman y le llegó el rumor de que Kerrigan sostenía conversaciones privadas con Cashman acerca del equipo y de Torre. Un miembro del personal incluso dijo que Cashman había llamado por teléfono a Kerrigan durante un partido. Torre quería averiguar si los rumores eran ciertos, si Cashman tenía una vía de comunicación a sus espaldas con su propio personal, de manera que confrontó a Cashman al respecto.
“Recuerdo que le pregunté a Cash a bocajarro si tenía conversaciones con Kerrigan”, dijo Torre, “y él respondió que no”.
Poco tiempo después, uno de los miembros del personal de Torre le dijo que él y otros dos miembros del grupo de entrenadores iban en auto con Kerrigan cuando sonó su teléfono celular. “Hola, Cash”, dijo Kerrigan al teléfono y ambos comenzaron a charlar un rato. Torre se sintió herido, no tanto porque pensara que Kerrigan pudiera mantener un contacto secreto con el director general, sino porque Cashman había negado dicho vínculo ante él.
En los malos tiempos, Kerrigan resultó ser prescindible. Él no tenía el pedigrí Yankee que tenían Guidry y Mattingly; además, sus confrontaciones con Pavano y Giambi habían causado preocupación acerca de su agresividad, en todo caso. Los Yankees ganaron un partido y perdieron otro en Boston. Kerrigan sería despedido si perdían el partido final de la serie. En ese momento, un aliado inesperado dio un paso al frente y luchó para que Kerrigan conservara su empleo: Torre. El mánager llamó a Cashman.
“No puedes despedirlo”, le dijo Torre. “Vamos fatal. Yo lo despediría al final del año, pero éste no es el momento de hacerlo, porque entonces parecerá que él es la causa de nuestros problemas y eso no es correcto”.
Cashman tomó en consideración el ruego de Torre. Esa noche, los Yankees perdieron una ventaja de 4–0 contra Boston y quedaron detrás 5–4 al comenzar la octava entrada. No obstante, anotaron una carrera en la octava y ganaron el partido en la novena con un jonrón de Rodríguez contra el pitcher cerrador de los Red Sox, Jonathan Papelbon. Kerrigan estaba a salvo y los Yankees habían ganado sólo su tercera serie fuera de casa en todo el año.
El juego de los Yankees continuó con el enfoque y la energía que habían generado en la junta de Toronto. Viajaron a Chicago y ganaron tres de cuatro partidos. De regreso en casa, derrotaron a los Pirates con Clemens, oxidado como una vieja bomba de gasolina, de nuevo con uniforme a rayas y sobre el montículo; barrieron a los Diamondbacks y ganaron dos de tres partidos contra los Mets. La racha de 13–3 los colocó dos partidos arriba de .500. Por fin, Damon y Abreu estaban en forma tanto a nivel físico como mental.
Mussina dijo en ese entonces: “La diferencia ahora es que tenemos más de tres chicos con buenos turnos al bate. Son ocho o nueve y el equipo se ha alimentado de eso. Los pitchers saben que este equipo puede recuperarse y los bateadores saben que no todo depende de un solo jugador para lograrlo. Ahora estamos en un muy buen sitio”.
Canó, el joven segunda base con tendencia a perder la concentración, representó un buen ejemplo de la nueva dedicación de los jugadores. Canó había sido el proyecto de Bowa, un arreglo que el entrenador dejó en claro durante el entrenamiento de primavera cuando se sentó a conversar con el chico.
“Robby, si quieres ser el mejor jugador que puedes ser, necesitas venir aquí y trabajar todos los días”, le dijo Bowa. “Yo sé que tú eres un bateador natural. Sé que puedes batear. 300. Pero tienes que hacerlo todo. Y voy a ser honesto contigo. No voy a decirte lo que quieres escuchar. ¿Sabes? Eres perezoso allá afuera con los doble plays. Permites que la bola avance mucho. Y voy a mostrarte que ésa no es la manera de hacer un doble play.
“En su mayor parte, eres muy bueno en lo que haces. Pero entonces, de pronto, te sumerges en esos pequeños encantos cuando dices: ‘Oh, lo tengo’ y luego ¡bum!, caes en malos hábitos. Entonces, esto es lo que vamos a hacer. Cada vez que tengamos un día libre, al día siguiente vamos a salir al campo temprano para hacer trabajo adicional”.
Canó se apegó al plan de Bowa. Después, en junio, Bowa decidió que Canó habia sido tan bueno en su trabajo y en su esfuerzo por mantenerse concentrado que decidió ser menos severo con él. Bowa suspendió el trabajo adicional obligatorio para él. Una semana después, Canó buscó a Bowa.
“Oye, quiero volver a trabajar temprano después de todos los días de descanso”, dijo Canó. Bowa sonrió.
“Grandioso”, respondió el entrenador.
Los Yankees tenían una nueva vibra. Llegaron al descanso del Juego de Estrellas 43–43. Tenían un pulso. Torre organizó una breve junta antes del primer partido después del descanso. Sólo se trataba de un recordatorio para continuar con el juego duro, para mantener la agudeza mental todos los días. Al finalizar, Torre dijo: “¿Alguien tiene alguna pregunta?”
Nadie tenía preguntas, pero Derek Jeter quiso decir algo. A lo largo de los años, y en especial después de haber sido capitán, en ocasiones Torre utilizaba a Jeter como mensajero. Incluso, le avisaba cuando planeaba organizar una junta de equipo para que preparara algún aporte. “Quizá quiera que digas algo”, le decía Torre. Torre sabía que el sistema de entrega de compañero a compañero entre peloteros era poderoso; en especial, cuando se trataba de Jeter.
“Yo lo presionaba y él lo hacía”, comentó Torre, “pero, cuando hablaba, siempre era en términos de ‘nosotros’, nunca de ‘tú’ o de ‘yo. ‘Vamos a hacer esto’. Después de convertirse en capitán lo hizo mucho más. No eran puros elogios. Él era crítico, sin exponer a la gente. Él decía algo como: ‘No podemos no perseguir una bola para conseguir un out’. Incluso podía dirigir el mensaje hacia algún individuo, pero era crítico en sus comentarios sin señalar a alguien en particular. Era bueno para eso.
“Con Alex, yo le pedía a Alex que dijera algo, pero él nunca quiso decir nada. Nunca quiso decir nada”.
En esa junta posterior al descanso del Juego de Estrellas, Torre no había motivado a Jeter para que dijera nada; por tanto, incluso el mánager sintió curiosidad de escuchar lo que el capitán diría.
“A partir de hoy”, dijo Jeter, “todos los partidos son partidos de playoffs. Así es como debemos tratar a cada partido: como un partido de playoff”.
Las palabras de Jeter captaron la atención de todos. Jeter, como Torre, era fiel a la creencia de que todo resultaría bien al final. No tenía tiempo ni energía para desperdiciarlos en pensamientos negativos. No obstante, aquí estaban los Yankees a mediados de julio y Jeter, el Capitán Sereno, oprimía el acelerador.
“Incluso en él podías notar que estaba preocupado”, dijo Bowa. “Cuando Jeter habla, dado que él no habla mucho, atrapa su atención”.
Los Yankees comenzaron no sólo derrotando equipos, sino demoliéndolos con un poder ofensivo de proporciones históricas. Ganaron 12 de sus primeros 16 partidos posteriores al descanso del Juego de Estrellas y anotaron la sorprendente cantidad de 151 carreras. Sólo dos equipos en la historia de la franquicia anotaron 150 carreras en un lapso de 16 partidos y esos equipos lo lograron en 1930 y 1939. Por fin, después de meses durante los cuales Torre los había empujado, los había azuzado y les había gritado, los Yankees estaban dedicados por completo al proceso entero de ganar partidos de béisbol: la preparación, la intensidad, el enfoque, la feroz determinación de ganar. Ahora sí les importaba.
Los Yankees iban en ascenso, pero había un problema: Torre no podía disfrutarlo. Ya sabía, a partir de su simulación de despido de la temporada pasada, por la turbulencia en abril y mayo y por el hecho de que los Yankees no tenían obligaciones contractuales con él más allá de 2007, que el estatus de su empleo era un asunto prioritario dentro de la organización. Torre sabía que trabajar para Steinbrenner significaba que tu empleo siempre estaba en riesgo, sin importar la vigencia del contrato, pero esto era distinto. Sintió que algunas de las “voces” que hablaban al Jefe no lo apoyaban por completo. Sin embargo, algo que le molestaba de igual manera era saber que los jugadores y los entrenadores sabían que pendía de un hilo. Torre siempre trabajó para que la casa club se mantuviera siempre “impoluta”, como él decía, con el fin de que los jugadores y el personal pudieran ocuparse sólo de las diligencias que requería el triunfo en el béisbol. Si los periódicos estaban llenos de murmullos acerca de su puesto, ese ruido sólo se acumulaba para crear conversaciones y especulaciones que distraían al equipo de dichas diligencias.
“Yo intentaba, en verdad intentaba siempre ser el mismo tipo para ellos”, dijo Torre, “a pesar de que lo que vivía era incómodo. Lo cierto es que me resultaba difícil ir al estadio en 2007, sabiendo que había aparecido mierda en los periódicos y en la radio. Y caminas en la casa club y vas a la sala de entrenadores y te encuentras con ese silencio absoluto en el interior, porque ellos no saben qué decirte. Y luego iba a la sala de entrenamiento con los jugadores y, a menos que yo comenzara a bromear al respecto, nadie sabía en realidad qué decir. Fueron tiempos muy incómodos”.
Algunos jugadores notaron un cambio en Torre. Parecía cansado. Agotado.
“Lo que Joe siempre intentó hacer fue un buen trabajo, sin importar lo que sucedía; evitar que el asunto afectara a la casa club”, comentó Giambi. “En serio, cada año de los últimos tres, la cabeza de Joe estuvo en peligro. Básicamente, cada año tuvo que luchar por su empleo. ‘¡Bueno, Joe se marcha!’. Entonces, sucedía algo increíble y no podían despedirlo porque resultaba que ganaban 15 partidos y llegaban a la postemporada.
“En 2007 nos sentíamos mal por él. Para que un ser humano supere eso debe ser muy fuerte. O sea, él actuaba como si no lo fuera, pero tuvo que haberle afectado. Es decir, yo noté una diferencia tal vez entre mis primeros tres años y mis últimos tres años allí. Sólo porque creo que cuando tienes que vivir algo así todo el tiempo es difícil. Él se maneja con clase y dignidad, pero …
“Tuvo que haberlo agotado. Tuvo que estar en su mente todo el tiempo. Yo sentía que estaba un poco más cansado. ¿Tiene sentido? Él se sentía más cansado. O sea, tú podías verlo. Incluso le pregunté a Jeet alguna vez: ‘Jeet, ¿él está bien?’, y Jeet me respondía: ‘Sí, tal vez tiene muchas cosas en la mente’. Sólo creo que eso fue lo que noté”.
No obstante, otros jugadores no notaron cambio alguno en Torre.
“Parecía como si no estuviera allí”, Mussina dijo respecto del estatus laboral de Torre como un problema en la casa club. “Él nunca manifestó que estuviera allí. Creo que todos leíamos el periódico, comprendíamos lo que sucedía y lo sabíamos; además, la gente nos hablaba al respecto. Pero eso nunca se filtró a los asuntos cotidianos.
“Joe tiene gran habilidad y tuvo gran habilidad en Nueva York. Tiene gran habilidad para disipar las cosas de manera que no se filtren a nuestra casa club, para que no lleguen hasta los jugadores, con el fin de que no se conviertan en distracciones. Ésa es una de sus mejores cualidades”.
Tal vez cuando los Yankees comenzaron a ganar a lo largo del verano, las victorias le compraron a Torre un poco más de tiempo; no obstante, este hecho no cambió la realidad de que vivía en la mirilla de personas que querían que se marchara, y es probable que cualquier logro menor al campeonato de la Serie Mundial no hubiera sido suficiente. Lo que era debilitante para él era saber que ya no confiaban en él y, sin embargo, era el mismo hombre que había ayudado a conseguir esos seis gallardetes y esas cuatro series mundiales.
“Cashman tiene problemas para decirle cosas a las personas”, observó Borzello, el catcher del bulpen. “Él hacía comentarios acerca de Joe, como que hizo esto o lo otro en un partido, y se lo decía a la gente que él sabía que conocía y quería a Joe. ¿Acaso no pensaba que Joe se enteraría a través de esas personas? Pero Cash operaba así todo el tiempo. Era un gran problema. Y entonces hablábamos al respecto y decíamos: ‘¿No se dará cuenta de que aquí somos una familia?’.
“Lo cierto es que el equipo sabía que, si no íbamos a la Serie Mundial, él no regresaría y no podíamos negarlo. No era eso lo que nos decían. El silencio hablaba lo suficiente. Existían rumores allá afuera, o cosas en los periódicos, acerca de que el empleo de Joe estaba en riesgo, y nadie en las oficinas generales lo negaba ni decía algo al respecto. El silencio lo decía todo. Joe nunca lo mencionaba en la casa club, pero nosotros comenzamos a creer que se marcharía”.
Torre dijo: “Le pregunté a Donnie [Mattingly] al respecto, acerca de no disfrutarlo. Él me respondió lo mismo: él tampoco lo disfrutaba. Incluso después de ganar partidos, no lo disfrutábamos. Yo estaba exhausto.
“Las preguntas llegaban, pesadas e incesantes. Muchas de éstas porque comenzamos muy mal la temporada. Descubrí que cuando la gente habla acerca de lo que quiere hablar, y era acerca de mi despido, no quiere considerar las razones por las cuales pudimos empezar tan mal. Todo se refiere a la conclusión y todo se refiere a cuál será la consecuencia de ello, no sobre cuántos chicos teníamos lesionados. Tuvimos a Abreu en la lista de lesionados la mayor parte de la primavera. Tuvimos a Johnny Damon, que tropezó desde el principio. Teníamos pitchers en la lista de lesionados.
“Pero ésa no era la última página de los diarios. La gente quería conseguir la noticia gorda: estoy en el último año del contrato. Y los medios conocían a quien quiera que filtraba la información. Yo sólo sentía amenazas desde distintas direcciones y me sentía incómodo con esa situación.
“Uno quisiera pensar que, si trabaja para alguien durante determinado tiempo, llegará un momento en el cual esa persona confiará en uno de alguna manera. Yo nunca logré eso. Ni siquiera lo logré cuando ganábamos. Eso me molestaba”.
Los Yankees ganaron como nadie más después de esa junta de patear traseros en Toronto y ese inicio de 21–29. Jugaron un béisbol de .652 durante los cuatro meses finales, el mejor récord en el deporte. Fue necesario mucho más que el pequeño empujoncito o golpecito que antes daba a sus equipos de campeonato, pero Torre había encontrado una manera de lograr que su equipo respondiera, incluso a pesar del quinto peor inicio de temporada en la historia de la franquicia. A medida que los Yankees arrasaban con sus oponentes y pasaban sobre uno y otro equipo en la carrera del comodín, el Yankee Stadium zumbaba ese verano con la electricidad acostumbrada por la posibilidad de otro octubre. La vida volvía a ser buena en el Bronx.
Excepto en la oficina del mánager en el Yankee Stadium.
Cierto día durante el verano, a pesar de que los Yankees ganaban con una insólita regularidad, el único tipo de regularidad que podía superar un inicio de 21–29, Torre paseó la mirada por su oficina y vio los testimonios acumulados de un exitoso periodo de 12 años. Los trofeos, las fotografías, las bolas de béisbol. los pequeños remanentes de los logros, los pequeños recordatorios del asombroso poder de la confianza. A pesar de que las victorias llegaban una tras otra, Torre sabía lo que le esperaba. Entonces se volvió hacia su asistente personal Chris Romanello.
“Chris”, le dijo Torre, “¿por qué no empiezas a empacar algunas cosas?”
El partido del viernes por la noche del 20 de julio de 2007, fue particularmente malo para los Yankees y significó un recordatorio severo de que, sin importar que se hubieran recuperado de ese inicio de 21–29, aún tenían un camino largo y complicado hasta octubre. En la quinta entrada y frente a 53.953 enfurecidos aficionados en el Yankee Stadium, los Yankees fueron superados 9–0 por los Rays de Tampa Bay gracias a una actuación terrible de Mike Mussina en el montículo, cuya carrera parecía dirigirse cada vez más hacia su final, y a la de Edwar Ramírez, un descubrimiento de los Yankees en la liga independiente cuya carrera parecía no haber comenzado nunca.
Mussina permitió seis carreras merecidas en 4 ⅔ entradas y con ello cayó a 4–7 en la temporada. Torre metió a Ramírez para corregir el daño, pero la masacre creció al punto de que resultaba doloroso presenciarla. Ramírez hizo 17 lanzamientos y 17 de éstas fueron bolas. Uno de los dos lanzamientos que no fueron bolas resultó en un grand slam. Esto fue lo que los primeros cinco bateadores hicieron contra Ramírez: base por bolas, base por bolas, grand slam, base por bolas, base por bolas. Los pitchers de los Yankees concedieron diez bases por bolas en un partido por primera vez en seis años.
Edwin Jackson, un pitcher diestro de Tampa Bay que entró al partido con un récord de 1–9 dejó perplejos a los bateadores de los Yankees, pues no permitió ni una carrera a lo largo de seis entradas. El trío zurdo de Damon, Abreu y Matsui obtuvo 1–de–14. Otro zurdo, Giambi, ni siquiera entró a la alineación.
La derrota redujo a los Yankees a 49–46, su peor récord después de 95 partidos en 16 años. Otros 26 equipos Yankees obtuvieron 49–46 o peor después de 96 partidos. Ninguno de éstos llegó a los playoffs.
Si se toma en consideración todo lo anterior, aquella fue una buena noche para estar en Nueva Bretaña, Connecticut, en lugar de estar en el Bronx. Allí es justo donde podías encontrar a los más importantes personajes que tomaban las decisiones del departamento de operaciones del béisbol de los Yankees. De hecho, hacía una noche preciosa en el New Britain Stadium, hogar de los Rock Cats, afiliados Doble A de los Twins de Minnesota: la temperatura rondaba los 70 grados, baja humedad, una brisa agradable. Era una buena noche para soñar. Al estadio de 6.000 asientos entraron los personajes destacados de la crema y nata de los Yankees: el director general Brian Cashman, el gurú de las estadísticas y asistente de la dirección general Billy Eppler, el director de desarrollo de jugadores Mark Newman, el gurú de lanzadores Nardi Contreras (los Yankees, como es natural, no contrataban a los que sólo eran expertos; ellos encontraban a los gurús de su profesión) y el asesor especial Reggie Jackson. No venían en busca del consuelo de la noche, no venían por los burritos de $6,50 ni por la cerveza Sam Adams Cherry Wheat de $5,50.
Venían para ver el futuro.
Los Rock Cats jugaban contra los Trenton Thunder, afiliados doble A de los Yankees, quienes habían designado como pitcher abridor a un fornido chico diestro de 21 años llamado Joba Chamberlain. Cashman, Eppler, Newman, Contreras y Jackson querían ver si Chamberlain estaba listo para ayudar a los Yankees en su trayecto cuesta arriba. El único y gran motivo por el cual la dinastía Yankee se había convertido en una franquicia más que luchaba por los playoffs, aunque fuera como comodín, era porque Cashman y sus gurús habían cometido error tras error tras error en cuanto a evaluar pitchers, tanto en las ligas mayores como en los medios amateur.
Kevin Brown, Randy Johnson, Jaret Wright, Jeff Weaver, Steve Karsay, Esteban Loaíza, Kyle Farnsworth, José Contreras, Javier Vázquez, Kei Igawa, Carl Pavano, Roger Clemens (la versión de 44 años) … ninguno de esos 12 pitchers, todos obtenidos fuera de la organización, lanzaron durante tres temporadas consecutivas para los Yankees. Ninguno. Era un patrón perdedor que desafiaba probabilidades enormes. Los Yankees acostumbraban sobrevaluar a un pitcher y lo traían al equipo cuando se encontraba cerca del final de su carrera o cuando no era adecuado para Nueva York; luego se deshacían de dicho pitcher y avanzaban al siguiente error. La hoja de balance de esas 12 inversiones era terrible:
Récord: 125–105 (incluso 3–7 en la postemporada)
Costo*: $255 millones
Costo por triunfo: $2,04 millones
Cashman se encontraba en Nueva Bretaña porque tenía la ligera sospecha de que desperdiciar $255 millones en errores con pitchers no podía considerarse una buena práctica de negocios. Los Yankees se colocaron en la posición de despilfarrar todo ese dinero en los pitchers equivocados porque no podían desarrollar pitchers aceptables por sí mismos. Tenían que buscar hasta encontrar a los pitchers veteranos disponibles porque su sistema no producía nada. Y, dado que el sistema de repartición de ingresos y las nuevas corrientes de ganancias pusieron más dinero en los bolsillos de los equipos con menores ingresos, el grupo de pitchers veteranos disponibles en el mercado, comenzó a agotarse. En otra época, los Yankees pudieron seleccionar a los pitchers de élite en la plenitud de sus carreras de organizaciones que ya no podían pagarlos, tal como habían tomado a David Cone de los Blue Jays en 1995 y a Mussina de los Orioles después del vencimiento de su contrato en el año 2000. Bajo el nuevo régimen, los Blue Jays aseguraron a Roy Halladay, los Indians aseguraron a CC Sabathia, los Brewers aseguraron a Ben Sheets, los Astros aseguraron a Roy Oswalt y los Twins aseguraron a Johan Santana; todos los anteriores eran equipos de ganancias menores que, de súbito, obtuvieron el dinero para mantener fuera de los intercambios y del mercado de agentes libres a sus excelentes pitchers. El colmo para los Yankees fue que, bajo el sistema de repartición de ingresos, ellos financiaban una parte de la recién descubierta solvencia de esos equipos.
Durante la siguiente década después de llevar a Andy Pettitte a las Grandes Ligas en 1995, los Yankees no emplearon ni siquiera a un pitcher de sus propios feudos, a excepción de Ramiro Mendoza y, a pesar de que tenía valor como relevista medio, Mendoza no era pitcher abridor ni pitcher cerrador, asignaciones premium para un pitcher. Entonces, los Yankees tenían que llenar las posiciones de su alineación cada año a través del intercambio o de la compra de los problemas de alguien más.
Cashman reconoció la espiral descendente que creó dicha desesperación; por tanto, en 2006 comenzó a priorizar la contratación y el desarrollo de nuevos pitchers. Su estrategia comenzó con la flexión del músculo financiero de los Yankees en el mercado amateur, incluso si ello significaba escupir en el rostro del sistema de slotting no oficial del comisionado, en el cual los equipos podían conspirar para rebajar bonos por contratación al limitarse a los techos establecidos con base en la posición del jugador en el escalafón de reclutamiento. Los Yankees no jugaban bajo esas reglas porque, bueno, porque el dinero no era un problema para ellos. Esto significó que los Yankees podían incluso comprar los riesgos médicos del jugador amateur y ofrecer buen dinero por los pitchers con techos altos que asustaban a la mayoría de los clubes debido a la posibilidad de que fueran calamidades a punto de ocurrir. Muchos de los clubes no podían correr el riesgo financiero de entregar un enorme bono de contratación a un talento de primera ronda con problemas en el brazo. Los Yankees podían hacerlo porque, si el jugador nunca llegaba a las Grandes Ligas, ellos sólo habían invertido un poco de dinero suelto. No cambiaría en nada su manera de hacer negocios.
Si el pitcher superaba los exámenes médicos, los Yankees tenían un as potencial en sus feudos. Justo así fue como los Yankees terminaron por adquirir a Alan Horne, que se había sometido a una cirugía de reconstrucción de codo en la universidad, después de que Cleveland lo eligiera en la primera ronda en bachillerato; Andrew Brackman, que pasó directo de la selección al quirófano para someterse a una cirugía Tommy John; y el musculoso chico que atrajo a la plana mayor de los Yankees a Nueva Bretaña el 20 de julio de 2007, Joba Chamberlain, cuyos titubeantes reportes médicos relacionados con su brazo, rodilla y peso (llegó a pesar más de 290 libras en la Universidad de Nebraska) asustaron a la mayoría de los equipos antes de que los Yankees lo eligieran como selección número 41 del reclutamiento de 2006.
Cashman y los Yankees por fin vieron la luz en cuanto a los pitchers jóvenes y su fe se adhirió en mayor medida a tres diestros: Phil Hughes, Ian Kennedy y Chamberlain. La esperanza de Cashman era que estos muchachos fueran la base de la siguiente dinastía Yankee o, al menos, tres razones para impedirle desperdiciar otros $255 millones.
“El mensaje que tengo para todo el mundo”, declaró Cashman para el Hartford Courant mientras se encontraba en Nueva Bretaña, “es que si lanzas hasta el punto en el cual te ves forzado a mirar a los muchachos que no son Roger Clemens, yo quiero eso”.
La rotación de los Yankees en ese momento consistía de tres jugadores en declive: Pettitte, con 35 años; Mussina, con 38 años; y Clemens, con 44 años; además de dos agentes libres internacionales: Wang e Igawa, ambos con 27 años. El desempeño de Chamberlain como pitcher fue pobre ante la crema y nata de los Yankees en Nueva Bretaña. Concedió siete carreras con nueve hits en menos de cinco entradas. Sin embargo, a los Yankees les agradó lo que vieron: una bola rápida que superaba el rango de las 90 millas por hora y un slider agresivo. Su changeup y su bola curva también tenían calidad de ligas mayores. Cashman llamó a Torre desde Nueva Bretaña y le dijo: “Te encantará. Es mejor que Hughes”.
“Eso”, dijo Torre, “llamó mi atención”.
De inmediato, los Yankees colocaron a Chamberlain en la vía rápida hacia el Bronx. Cuatro días después de que los ejecutivos Yankees lo observaran en Nueva Bretaña, Chamberlain estaba en Triple-A, y sólo siete días después de eso, Chamberlain estaba en las Grandes Ligas. El único detalle fue que Chamberlain no tenía permitido iniciar. De hecho, Cashman y Contreras lo enviaron a Torre con las instrucciones para usarlo, un mandato que llegaría a conocerse como las “Reglas Joba”.
Los Yankees ya no podían permitir que Chamberlain iniciara porque les preocupaba acumular demasiadas entradas después de lanzar 88 ⅓ entradas en las menores, o sólo una menos de las que había lanzado en 2006 en Nebraska. Las reglas dictaban que Chamberlain tendría que lanzar saliendo del bulpen, que no debía ser utilizado para cerrar partidos, que no debía ser usado en días consecutivos y que obtendría un día de descanso por cada entrada que lanzara en una aparición. Los medios de comunicación percibieron las Reglas Joba como una bofetada para Torre. Se interpretaba que los Yankees no confiaban en que Torre manejara con cuidado a Chamberlain y, por tanto, tenían que darle instrucciones acerca de cómo utilizarlo. Torre, sin embargo, no tuvo problema alguno con las reglas.
“No, en realidad no tuve problemas”, comentó Torre. “A menos que yo sea muy ingenuo. Es decir, sé que habían escrito y que me hicieron preguntas al respecto, pero, a menos que yo haya sido muy ingenuo, nunca me pareció que hubiera otra intención salvo cuidar al chico. Y Nardi fue a quien llamé. Nunca hablé con Cashman acerca del tema. Llamaba a Nardi con regularidad.
“El otro hecho es que nunca pensé que hubiera algo malo en las reglas o en hablar acerca de las mismas. Es como un muchacho con una lesión. ¿Para qué esconder algo?”
Chamberlain fue una sensación inmediata. Era un personaje extraído del reparto de una película de Hollywood de los años 50: un chico del campo en la gran ciudad con una bola rápida que podía alcanzar las 100 millas por hora y una tendencia a celebrar los strikeouts con un aullido y un golpe de puño. A los fanáticos de los Yankees les encantaba su acto. También a Torre. Con Chamberlain delante de Rivera, los Yankees tenían su mejor combinación de candado para las entradas finales desde el equipo clave de Rivera y Wetteland en 1996. Chamberlain lanzó en 19 partidos para los Yankees y éstos ganaron 17 de dichos partidos. Chamberlain sólo concedió una carrera merecida. Con corredores en posición de anotar fue perfecto: nadie le conectó un hit. Estaba tan cerca de ser inbateable como no se había visto en mucho tiempo: un muchacho de 21 años que asistía a la universidad el año anterior; es más, un niño que nunca antes había visto a bateadores de las Grandes Ligas.
La llegada de Chamberlain tuvo el efecto de hacer que Kyle Farnsworth fuera inútil en cualquier situación significativa, lo que no molestó en absoluto a los aficionados de los Yankees. Cashman estaba extasiado por haber contratado a Farnsworth como agente libre después de la temporada de 2005 por tres años y $17 millones. En esencia, Farnsworth sustituyó a Tom Gordon, que firmó como agente libre con Filadelfia. Farnsworth lanzaba fuerte y tenía un slider desagradable, aunque un poco confuso; sin embargo, el defecto de Farnsworth era que se desanimaba en los momentos decisivos. De hecho, sólo dos meses antes de que los Yankees le entregaran los $17 millones, los Braves se encontraron a seis outs de llevar su Serie de División contra Houston a un quinto y decisivo partido cuando el mánager de Atlanta, Bobby Cox, dio la bola a Farnsworth. Atlanta llevaba una ventaja de 6–1. Farnsworth permitió un grand slam en la octava y un jonrón individual en la novena que le arrebataron la ventaja. Houston ganó en la decimooctava entrada y envió a los Braves a su casa.
En el entrenamiento de primavera de 2006 de los Yankees, Eppler no pudo contener su entusiasmo por la adición de Farnsworth.
“Sin duda, Farnsworth va a ayudarnos”, le dijo Eppler a Borzello, el catcher del bulpen. “Tiene uno de los mejores sliders del juego”.
“Sí, claro. Grandioso”, respondió poco impresionado Borzello. “Su slider es genial; excepto que sólo uno de cada siete es genial”.
Farnsworth ejecutó buenos lanzamientos. Los bateadores contrarios obtuvieron .242 contra él en sus dos años como pitcher de Torre, siempre y cuando no hubiera corredores en posición de anotar. Con corredores en posición de anotar, Farnsworth no era tan difícil. Los bateadores obtuvieron .272 contra él en esas circunstancias.
La otra cosa curiosa del pitcher relevista de $17 millones de los Yankees era que tenía el cuerpo construido como un jugador ofensivo de la NFL y de alguna manera era uno de sus más frágiles pitchers, en gran medida debido a su espalda dañada que podía reaccionar en su contra mientras calentaba en el bulpen. Torre tenía entendido que los Yankees no querían que metiera a Farnsworth a jugar dos días seguidos. En dos años bajo la dirección de Torre, Farnsworth sólo hizo veinte de sus 136 apariciones sin día de descanso y, por lo general, era deficiente en esas situaciones; obtuvo un ERA de 5,60 en esas raras ocasiones en las cuales Torre lo utilizó en días consecutivos.
“Me dijeron que no debíamos usarlo dos días seguidos”, dijo Torre. “Billy Eppler y Cash, o sea … era como su bebé cuando lo trajeron”.
El arreglo creó un problema para Torre. Al intentar evitar utilizarlo dos días consecutivos, Torre no podía dar a Farnsworth trabajo de afinación en partidos que parecían ya estar decididos. Si Torre lo metía a lanzar en esos partidos, no podía disponer de él al día siguiente para un partido donde podría ser necesario para dar paso a Rivera. Era una situación contradictoria sin solución aparente. El problema, sin embargo, era que Farnsworth no sabía que había llegado con su propio paquete de instrucciones. También era muy sensible. (El 19 de mayo, en el estadio Shea, por ejemplo, Torre encontró a Farnsworth en el piso de un rincón de una pequeña y deshabilitada sala de entrenamiento en la casa club de visitantes. Farnsworth lloraba. Estaba herido porque sus compañeros de equipo habían desaprobado los comentarios que él hizo a los medios acerca de que Clemens recibía un trato especial por parte de los Yankees).
El 29 de julio, en Baltimore, Torre metió a Farnsworth a lanzar en la octava entrada con una ventaja de 10–4. Pronto concedió dos carreras y con ello infló su ERA a 4,57. Farnsworth había lanzado sólo una vez en los siete días previos y estaba molesto por su falta de trabajo. Después del partido espetó a los reporteros: “Yo no vine aquí para sentarme en la banca”.
“Farnsworth”, dijo Torre, “era un buen muchacho. Sólo un poco sensible, eso es todo. No creo que haya intentado exponerme. Sólo estaba enojado, eso fue todo”.
Torre organizó una reunión con Farnsworth e invitó también a Cashman. Farnsworth dijo que quería ser intercambiado.
“Escucha”, dijo Torre, “me resulta difícil meterte a un partido cuando tenemos mucha ventaja o mucha desventaja sólo para darte una entrada, cuando sé que no puedo usarte al día siguiente. Porque no sé si te necesitaré al día siguiente en un partido cerrado”.
“¿De qué hablan?”, preguntó Farnsworth. No tenía idea de la prohibición de meterlo a lanzar dos días seguidos. “Yo quiero lanzar”.
“Bien”, respondió Torre. “Me aseguraré de que no pasen más de tres días seguidos sin que entres a jugar, no importa el marcador, y entonces correremos el riesgo”.
Torre comentó: “Pareció sentirse muy satisfecho con esa propuesta. Y creo que estaba satisfecho con mi razonamiento; contrario, supongo, a la idea de que yo tenía algo en su contra. Ése fue el final de toda la escena. Luego, una vez que Joba entró al escenario, bueno, básicamente él ocupó un asiento trasero. Eso fue todo”.
Farnsworth terminó el año con una ERA de 4,80 y pasó 89 corredores en base en 60 entradas. La primavera siguiente, culpó de ello a Torre.
“Es difícil cuando pierdes la confianza de tu mánager para quizá prepararte día tras día cuando no tienes idea de nada”, declaró Farnsworth ante los reporteros. “Eso sucedió en varias ocasiones durante el año pasado”.
Con Chamberlain delante de Rivera en lugar de Farnsworth, los Yankees eran casi imposibles de vencer cuando lograban una ventaja tardía. Los Yankees jugaron 50 partidos después de que Chamberlain se uniera a ellos. El mismo equipo que inició el año con un conteo de 21–29 en sus primeros cincuenta partidos, llegó a 32–18 en los cincuenta finales. El único defecto del periodo fue el desempeño de Mussina, que fue tan malo, pues concedió 19 carreras en 9 ⅔ entradas, en tres inicios, que Torre decidió eliminarlo de la rotación a favor de Ian Kennedy el 29 de agosto. Ese día, Mussina estaba sentado en la diminuta oficina del director de la casa club, Rob Cucuzza, cuando Torre entró.
“Voy a poner a Kennedy a iniciar en tu lugar”, le dijo Torre a Mussina después de enterarse de que la organización Yankee ya había informado a Kennedy sobre el cambio. “Esto no significa que estés fuera de la rotación”.
“Bueno, lo cierto es que eso es lo que parece”, replicó Mussina.
Mussina dijo después: “Y se marchó como en 45 segundos”.
Mussina estaba resentido. Ser eliminado de la rotación era bastante malo. El único partido en el cual había lanzado como relevista fue esa joya del séptimo juego en la Serie de Campeonato de la Liga Americana de 2003. Pero ser eliminado en 45 segundos lo lastimó. Al día siguiente se dirigió hacia la oficina de Torre.
“Tú nunca hubieras hecho eso a Mo, a Derek o a nadie más”, le dijo Mussina. “Y yo he estado aquí durante siete años. Merezco más que eso”.
“Tienes razón”, respondió Torre.
Mussina dijo: “Debí estar en su oficina y debimos discutirlo más. En última instancia, cuando hicimos a un lado todo lo negativo, él y yo llegamos a un acuerdo. Es probable que yo necesitara un descanso. Yo estaba fatigado y lanzaba terrible. Y regresé después de alrededor de diez días o algo así y mi desempeño mejoró. El tipo ha tomado muchas decisiones acertadas.
“Resultó ser lo correcto. Me permitió alejarme durante un tiempo y luego, cuando regresé, estuve mejor. Mi cabeza también estaba mejor, lo cual es la mayor parte de la batalla.
“Cuando tienes un mánager que confía por completo en que harás tu trabajo, no puedes pedir nada más como jugador. Incluso, cuando me excluyó de la rotación, y a pesar de que no lo hizo de la manera como yo creo que debió hacerlo, un par de días después me dije: ‘¿Sabes una cosa? Es probable que debiera salir de la rotación a pesar de que no me agradara’. Y no me gustó cómo lo hizo, pero está bien”.
Mussina se convirtió en un pitcher confiable cuando regresó a la rotación en septiembre. El 25 de septiembre, los Yankees llegaron a Tampa con la oportunidad de asegurarse el comodín. Aún tenían una ventaja de cinco partidos y medio sobre Detroit con seis partidos por jugar. Los Yankees lograron una ventaja de 5–0 en la sexta entrada aquella noche; no obstante, Edwar Ramírez y Brian Brunei permitieron seis carreras sólo en esa entrada. Los Yankees perdieron 7–6, por un jonrón en la décima entrada de Dioner Navarro contra Jeff Karstens.
Al día siguiente, Torre fue convocado a una reunión en el salón de conferencias de Legends Field con Steinbrenner o, mejor dicho, con los miembros de la familia que habían asumido las operaciones diarias de la franquicia del Jefe. No había nada inusual en la necesidad de una reunión. Cada vez que los Yankees jugaban contra Tampa Bay, por lo general el mánager estaba obligado a presentarse en las oficina generales del equipo en Tampa. Torre no estaba seguro de si el estatus de su empleo sería discutido, aunque, fiel a su juramento del entrenamiento de primavera, prefirió no hablar al respecto, en todo caso. Torre esperaba que Steinbrenner, sus hijos Hank y Hal y su yerno Félix López estuvieran presentes en la junta. Cuando Torre entró al salón, vio que todos ellos estaban allí, excepto Hank. Steinbrenner no se molestó en saludar, según su costumbre. Él cree en el elemento dramático de in medias res en lo que se refiere a sus llamadas telefónicas y sus juntas.
“¿Qué sucedió anoche?”, fue el “saludo” de Steinbrenner a Torre.
“No te preocupes, Jefe”, respondió Torre. “Los venceremos hoy por la noche”.
Era el clásico Torre: tranquilo, familiar y, sobre todo, capaz de desarmar y brindar confianza al hombre a quien llamaba por su apodo o por su nombre en lugar de emplear el deferente “Señor Steinbrenner”.
Sin embargo, allí no estaba el clásico Steinbrenner. No dijo gran cosa. Sólo se sentó allí, un poco desgarbado, y mantuvo puestos los anteojos oscuros en el interior del salón. En un momento dado se incorporó para prepararse un emparedado. Casi no contribuyó en nada a la reunión. Para Torre resultaba evidente que el reinado de Steinbrenner, como todos lo conocían, había llegado a su fin, lo cual significaba que ya no le sería posible hablar con el Jefe directamente cuando llegara el momento de discutir su futuro con el equipo.
“Fue triste”, comentó Torre. “Sin importar lo confrontador que podía ser en ocasiones o cuánto aborrecieras lo que hacía, odiabas ver eso. Fue triste. Porque ahora ya lo sabías: los otros sujetos dirigían al equipo. Unos cuantos años antes, él decía: ‘Voy a retirarme de esto y que otras personas tomen el poder. Que los elefantes jóvenes entren a la tienda’. Pero ese nunca sería el caso.
“No es lo mismo como cuando don Corleone recibió un disparo, cuando estaba en recuperación y se sentaba en el jardín. Al menos, él hablaba con su hijo de manera muy lúcida y le explicaba lo que iba a suceder. No creo que George tuviera esas capacidades. Y cuando hablabas con cualquier persona de la organización, Steve Swindal era una de esas personas, cuando todo estaba bien, le preguntabas: ‘¿Qué le sucede?’ y él respondía: ‘Nada. No sabemos’. Yo le creí cuando él me dijo eso”.
Mientras Steinbrenner estaba ocupado con su emparedado, el resto de los presentes hablaron acerca de lo contentos que estaban todos con los pitchers jóvenes. Además de Chamberlain, Phil Hughes e Ian Kennedy también lanzaban bien para los Yankees.
“Kennedy … ”, musitó López, pensativo. “Es un gran nombre para la mercadotecnia. Mejor que Rodríguez”.
Los Yankees, creían ellos, lucían de nuevo como un equipo peligroso para la postemporada. La alineación era formidable. Los Yankees terminaron por anotar más carreras que cualquier equipo Yankee en 70 años. Además, el bulpen era dominante con Chamberlain y Rivera al final, y la rotación parecía aceptable con Chien-Ming Wang, Andy Pettitte, un cojo pero funcional Roger Clemens (que se recuperaba de otra lesión en la pierna) y Mussina, que parecía haber vuelto al camino después de un verano miserable, en su mayor parte.
“Nadie quiere enfrentar a los Yankees en los playoffs”, alardeó Hal.
“Me gusta pensar que intimidamos a la gente”, dijo Torre, “pero depende de a cuál equipo te refieras”.
Fue una reunión bastante animada. Los Yankees se dirigían hacia los playoffs por decimasegunda temporada consecutiva bajo la dirección de Torre. La comida era buena y nadie sacó a colación el tema de si Torre continuaría con la dirección del equipo, aún después de lograr la recuperación del mismo desde el récord de 21–29 hasta ganar con facilidad un lugar en la postemporada.
“El tema de mi situación nunca surgió”, dijo Torre. “Yo no pregunté ni nada. Básicamente, yo sentía que Cash estaba de mi lado y dejé que él, en última instancia, lo presentara”.
Esa noche, fiel a la promesa que Torre le hiciera a Steinbrenner, los Yankees vencieron a Tampa Bay 12–4 y con ello se ganaron un sitio en la postemporada. Steinbrenner vio el partido desde un palco de lujo en Tropicana Field. El out final tuvo la vieja pátina de los buenos tiempos: Steinbrenner pendiente, Rivera en el montículo, Posada como catcher, Jeter, que había dado un jonrón en el partido, como shortstop, y Torre en el dugout. Los Yankees, acosados por las lesiones y el disgusto que los colocó en ese agujero de 21–19, disfrutaron una celebración bulliciosa en la casa club de visitantes de Tropicana Field. Era la vigésimo novena ocasión en la cual los Yankees de Torre se ganaban el privilegio de bañarse con champaña unos a otros gracias al triunfo de obtener un sitio en los playoffs o de ganar una serie de postemporada. Sin embargo, esta celebración fue distinta a todas las demás. Este camino hacia octubre, dijo Jeter a los reporteros, “en definitiva ha sido el más difícil”. Como es obvio, Torre sentía lo mismo. Reunió al equipo para hacer un brindis en medio de la casa club y, al comenzar, no pudo evitar pensar en todo lo que el equipo había vivido a lo largo de esa temporada y todo lo que había vivido él. Cuando comenzó a hablar, apenas pudo pronunciar las palabras.
“Me siento orgulloso de todos y cada uno de ustedes”, dijo Torre.
Estaba a punto de llorar, pero continuó lo mejor que pudo.
“Esto”, dijo, con la voz entrecortada, “significa mucho para mí … ”
Se ahogaba. Quiso continuar para decirles a sus jugadores lo importante que era ese sitio en la postemporada para él, pero no pudo hablar. Todo lo que pudo hacer fue bajar la cabeza e intentar recuperar la compostura. No pronunció palabra alguna. Hubo un breve e incómodo silencio en la habitación, mientras los jugadores esperaban a que Torre se recompusiera. Y entonces, un viejo amigo dio un paso al frente para salvarlo de las emociones y la incomodidad. Jeter, quien había formado parte de esas 29 celebraciones, estiró el brazo, retiró la gorra de la cabeza de Torre y vació una botella de champaña sobre su mánager. La habitación estalló en grandes vítores y la celebración comenzó de nuevo a todo vapor.
En 29 ocasiones Torre ayudó a llevar a los Yankees a este tipo de celebraciones. Veintinueve ocasiones, incluso al menos una cada año a lo largo de 12 temporadas consecutivas. Veintinueve ocasiones; sin embargo, ésa, al final de una larga y dolorosa temporada, fue distinta a todas las demás.
Nunca más habría otra.
*No incluye prospectos cedidos en intercambios.