DIEZ DÍAS después, Galila estaba harta de ser ignorada.
Aunque nunca estaba sola. Al contrario, estaba constantemente rodeada de doncellas y ayudantes que le preguntaban por sus preferencias en todo, hasta en qué lado del vaso debían poner su cepillo de dientes.
Se cambiaba de ropa al menos cuatro veces al día, desde pijamas de seda a cómodas batas para desayunar. Luego, un atuendo informal para el día, sofisticados vestidos por la noche y, por fin, el pijama de nuevo. Un conjunto chic si tenía que entretener a la esposa de algún diplomático, vestidos de cóctel antes de la cena o algún atuendo ceremonial para las fotografías oficiales.
Siempre estaban recibiendo a gente o reuniéndose con dignatarios. Incluso había reuniones durante el desayuno, con sus ayudantes haciendo preguntas, pidiendo que respondiesen a correos electrónicos o concertando sus agendas para el resto del día.
Lo más extraño era que no le importaba tener una agenda tan apretada. Al contrario, era emocionante revisar un menú o sugerir que cambiasen una alfombra y ver que sus deseos se cumplían sin rechistar.
Como princesa de Khalia, siempre había tenido influencia, pero incluso las desinteresadas opiniones de Malak tenían más poder que las suyas. Su madre la contradecía casi siempre, más para reforzar su posición que por auténtico interés.
Ahora, como reina de Zyria, Galila estaba descubriendo el poder de un título que le producía risa porque aún no se había acostado con su marido, el rey. Al principio, esperaba que le dijeran que debía consultar sus decisiones con la reina madre, Tahirah. Para su asombro, todos le aseguraron que la cortesía de consultar a la reina madre dependía exclusivamente de ella. El único que podría vetar sus decisiones era el rey.
Galila decidió poner a prueba esos privilegios. Fue al despacho de Karim sin pedir audiencia y le dijo a su secretario que esperaría en el estudio privado.
El hombre se ofreció a interrumpir la conferencia del rey si se trataba de un asunto urgente.
–No, no lo es. Es una discusión privada que me gustaría mantener con mi marido antes de que lleguen los invitados.
Cuando por fin se quedó sola, decidió explorar el estudio. Era un refugio, un sitio para que el gobernante de Zyria descansase entre reuniones, que incluía un lujoso cuarto de baño y un pequeño vestidor.
Debería oler a Karim, pensó, acercando la cara a la manga de una túnica.
En realidad, anhelaba su olor o alguna evidencia de la intimidad que habían compartido. Por las noches, revivía el placer que le había dado en la tienda beduina y fantaseaba con otras cosas que podría hacerle. ¿Por qué no le había dado placer como había hecho él cuando tuvo la oportunidad?
A veces, sudando y temblando de deseo, se levantaba para acercarse a la puerta que conectaba sus habitaciones, pero no era capaz de llamar.
¿Karim estaba siendo honorable, dándole tiempo para acostumbrarse a la idea de que estaban casados como había prometido, o sencillamente había perdido el interés?
Cada noche se iba a la cama sintiéndose sola y preguntándose qué había hecho para que se apartase.
Si las noches eran brutales, los días eran aún peor. Cada vez que estaban juntos tenía que disimular para no delatarse. Sus labios sobre el borde de una taza la hacían temblar de deseo, escuchar su voz hacía que se le acelerase el pulso.
Y ahora, pensando que estaba a punto de verlo, sentía un cosquilleo de anticipación entre las piernas. Fantaseaba con hacer el amor en el suelo, sintiendo el peso de su cuerpo desnudo, su grueso miembro atravesando…
Ruborizada e impaciente consigo misma, Galila salió del vestidor. Lo único peor que sufrir ese constante anhelo sería descubrir que él no la correspondía, que no sentía nada.
Galila sacudió la cabeza mientras miraba a su alrededor. ¿Iría Karim allí alguna vez? Había un escritorio con papeles y carpetas, pero tenía la impresión de que pasaba poco tiempo allí.
También había un sofá y dos sillones frente a una enorme pantalla de televisión, por si había noticias urgentes, pensó, pero los cojines estaban intactos, como colocados para una fotografía. Y en el mueble bar no había nada, ni siquiera refrescos.
No había una mota de polvo en los libros, todos colocados con precisión en una estantería.
Galila se fijó entonces en un sujetalibros peculiar. Era una loseta de ébano con un león dorado. La garra delantera aparecía relajada, colgando del borde. La cola parecía estar moviéndose. Era una pieza preciosa que le resultaba vagamente familiar, como si la hubiera visto antes. Tal vez en el palacio de Khalia había alguna obra del mismo artista, pensó. Era increíblemente realista y la musculatura del animal emanaba fuerza y poder. El león miraba por encima de la loseta de ébano sobre la que estaba apoyado, como esperando a su compañera.
Galila buscó la pareja, pero no la encontró. Qué extraño, pensó, los sujetalibros solían ir en pares, ¿no?
Siguió explorando el estudio y se dio cuenta de que las pesadas cortinas que había tras el escritorio ocultaban las puertas de un balcón.
¿Era desde allí desde donde había caído el padre de Karim?
Ella no era una persona morbosa, pero algo la hizo abrir las puertas y salir al balcón. El calor era aplastante, pero la vista del mar desde allí era maravillosa. Había una terraza más grande al otro lado del palacio, sobre una plaza pública. Se usaba para las ceremonias oficiales y había sido la forma de dirigirse al pueblo antes de la invención de la televisión.
Aquel parecía un sitio extraño para reflexionar, pensó, mirando la distancia fatal hasta el suelo.
–¿Qué haces?
Galila, sobresaltada, se llevó una mano al corazón mientras entraba de nuevo en el estudio.
Karim cerró las puertas del balcón y corrió las cortinas. La habitación se volvió más oscura y fresca, pero ella notó que le ardían las mejillas.
–Solo estaba…
Había ido allí enfadada, decidida a enfrentarse con él, pero se encontró a punto de disculparse.
–No quiero hablar de eso –la interrumpió Karim.
Galila no tenía que preguntar si había sido allí donde ocurrió el accidente. Podía ver la verdad en su seria expresión. Pero Karim tenía seis años entonces, ¿por qué seguía siendo un recuerdo tan doloroso para él?
Mientras estudiaba su expresión, aquella infernal atracción empezó a aflorar. Con un traje de chaqueta hecho a medida que se ajustaba a sus anchos hombros, era tan sexy y poderoso como el león que había admirado unos segundos antes.
Un león con una espina clavada. Y Galila anhelaba ser quien se la arrancase, a quien él adorase por haberlo curado.
–El embajador y su mujer llegarán pronto. Deberías cambiarte de ropa.
Estaban a solas por primera vez desde la noche en la tienda beduina y Karim no quería saber nada de ella. Galila recordó entonces por qué había ido a buscarlo.
–Tengo que hablar contigo –le dijo, cruzándose de brazos.
–¿No puedes esperar?
–¿Hasta cuándo? ¿Propones que discuta mis citas con el médico mientras estamos cenando, para que los invitados puedan opinar?
Él la miró de arriba abajo, con el ceño fruncido.
–¿Qué ocurre?
–Nada –respondió ella. Parecía alarmado y se alegró, ya que no se había preocupado por su salud o su bienestar desde que tiró su copa de coñac en la piscina–. No es un problema de salud.
–Si no te pasa nada, ¿cuál es el problema?
–Quiero saber por qué le has dicho al médico que puede recetarme el método anticonceptivo que yo prefiera.
–Dijiste que no querías tener hijos inmediatamente.
Karim metió las manos en los bolsillos del pantalón y el movimiento tensó la tela contra la cremallera, revelando un asomo de su masculinidad.
Galila había pasado demasiado tiempo preguntándose sobre esa parte de él y se ruborizó, pero apartó la mirada inmediatamente. Algo en su expresión la hacía pensar que lo había ofendido cuando dijo que no quería tener hijos con él, aunque entonces lo pensaba de verdad.
Ahora se cruzó de brazos en un gesto defensivo porque estaba frustrada. Sexualmente frustrada, debía reconocerlo.
–Aparte de que no es tu decisión lo que yo tome o deje de tomar –empezó a decir–, no entiendo por qué crees que debo usar anticonceptivos cuando pareces decidido a la abstinencia.
Él se limitó a parpadear, mirándola con una expresión fanfarrona que la hizo pensar en el león moviendo la cola, encantado de no tener que perseguirla porque era ella la que estaba acercándose.
Había notado su agitación y Galila se puso aún más colorada.
–¿Estás… sofocada? Acordamos esperar hasta después de la ceremonia.
–¿Eso es lo que acordamos? Pensé que lo habías decretado tú. ¿Qué ha sido de «Lo que pase entre las sábanas será tu decisión»?
–Si no puedes esperar hasta la noche de bodas… –Karim sacó las manos de los bolsillos del pantalón, señalándose a sí mismo–. Cuando quieras, soy todo tuyo.
Pensaba que iba a echarse atrás, por supuesto. Al fin y al cabo, seguía siendo virgen, era de día y no contaba con la oscuridad de una tienda beduina. A pesar de su frustración y su natural curiosidad, provocada por años de lecturas románticas, estar frente a un hombre vestido que la miraba como diciendo «te he ganado la partida» no debería animarla a perder las inhibiciones.
Porque pensaba que era una tímida violeta que no daría el primer paso.
Pues se equivocaba. No iba a estar a merced de sus caprichos. No sería la única obsesionada por lo que pasaría entre las sábanas. También ella podía darle placer.
Y estaba decidida a demostrárselo.
Sin embargo, cuando dio un paso hacia él y, a pesar de los zapatos de tacón, tuvo que levantar la cabeza para mirarlo, se le encogió el corazón de aprensión. Aquel era un juego peligroso.
Él no inclinó la cabeza para cubrir la boca que le ofrecía, y Galila tuvo que poner una mano en su nuca y tirar de él para besarlo. Luego tuvo la cara de no responder ante el primer roce. Todos los hombres querían besarla. ¿No se daba cuenta?
Se puso de puntillas para aumentar la presión mientras deslizaba la lengua entre sus labios hasta que, por fin, él dejó escapar un gemido ronco, primitivo, y apretó su cintura con las dos manos, tomando el mando con apasionada crudeza. El beso duró unos segundos emocionantes, pero entonces Karim dio un paso atrás.
La miraba a los ojos con gesto acusador, como si lo hubiera forzado a reaccionar de un modo que no quería, pero esa breve grieta en su compostura animó a Galila.
–¿De qué tienes miedo? –le preguntó, dando un paso adelante.
Sus pechos rozaban el torso masculino, sus muslos el sospechoso bulto bajo el pantalón. Notó que estaba excitado y eso aumentó su confianza.
–No tengo miedo de nada –respondió Karim con voz ronca–. ¿Pero qué piensas hacer? ¿Perder tu virginidad sobre mi escritorio?
–Voy a hacerte el amor con la boca –se atrevió a decir Galila. Tal afirmación lo pilló completamente desprevenido y ver el brillo de sorpresa de sus ojos la envalentonó–. ¿Te gusta la idea? –musitó, bajando la mano hasta la cremallera del pantalón para acariciar su túrgida carne por encima de la tela–. Yo creo que sí.
Notó que respiraba con dificultad, pero seguía inmóvil. No sabía si intentaba actuar como si no lo afectase o estaba esperando que ella perdiese el valor.
Nunca había hecho nada tan perverso, pero podía hacerlo.
Con manos temblorosas, Galila desabrochó la camisa y pasó las manos por su ardiente piel, sobre la flecha de suave vello oscuro que se perdía bajo la cinturilla del pantalón. Frotó la cara sobre sus pectorales antes de lamer sus pezones para ver si reaccionaba.
Y lo hizo. Dejó escapar un gemido ronco mientras hundía una mano en su pelo, pero no la obligó a parar. Cuando le ofreció su boca, él la tomó como un hombre hambriento, sin vacilación, avaricioso y rapaz.
Galila estuvo a punto de perder la cabeza. No podía respirar. Quería dejar que él tomase el control, pero necesitaba demostrarse a sí misma, y a Karim, que no estaba sola en aquel mar de deseo.
Pasó las manos por sus nalgas, deslizando luego los dedos por la cinturilla del pantalón hasta que llegó a la cremallera. La desabrochó y dio un paso atrás para tirar hacia abajo del pantalón y los calzoncillos oscuros, descubriendo el largo y grueso miembro que la había mantenido despierta por las noches.
–Ya es suficiente –dijo él con tono serio, sujetando su mano cuando iba a tocarlo.
–¿No quieres que lo haga?
El deseo la cegaba, pero Galila levantó la cabeza para mirarlo a los ojos. No sabía qué había visto en su expresión, pero se le dilataron las pupilas y notó que le costaba respirar. El deseo era como una llama que los envolvía a los dos, aunque él intentaba controlarse.
–Quiero hacerlo –le aseguró Galila con voz ronca, poniéndose de rodillas ante él.
No sabía bien cómo hacerlo, pero no vaciló mientras lo acariciaba suavemente, explorándolo, familiarizándose con su forma. El primer roce de su lengua hizo que él contuviese el aliento, pero su carne parecía dar la bienvenida a sus caricias con latidos de placer. Karim murmuró una imprecación, pero eso no la detuvo.
El fiero deseo que vio en sus ojos la animó a sujetarlo con la mano, pasándola de arriba abajo hasta que él echó la cabeza hacia atrás y gimió audiblemente de placer. Galila se perdió a sí misma entonces. Hizo todo lo que pudo para darle placer, con la misma devoción que él había mostrado esa noche en la tienda beduina. Y, cuando estaba llegando al clímax, cuando tiró de su pelo, como advirtiéndole que no iba a aguantar mucho más, estaba tan excitada que no pudo evitar tocarse a sí misma para encontrar la liberación al mismo tiempo.
Karim, temblando, dejó su ropa empapada de sudor en el suelo del vestidor y se puso una camisa y un pantalón nuevos, sorprendido por lo que su mujer acababa de hacerle.
Cuando volvió al estudio, ella ya había salido del baño, al que se había retirado después de llevarlo a tales alturas de éxtasis que pensó que iba a morirse.
Y menuda forma de irse.
Miró el estudio que hasta ese momento odiaba con toda su alma, sabiendo que ahora siempre pensaría en Galila cuando estuviese allí. Galila de rodillas ante él, acariciándolo con la boca, sus finos dedos como un tornillo alrededor de su miembro. Era una fantasía convertida en realidad y pensaba que no podía ser más erótico… hasta que ella metió su mano bajo la falda para darse placer a sí misma.
¿Cómo podía un hombre soportar tal cosa sin explotar?
Karim se pasó las manos por la cara, intentando recuperar una semblanza de control antes de volver a reunirse con su equipo y, más tarde, con el embajador.
Había estado evitándola, desde luego. Cuanto más la deseaba, más luchaba contra ese impulso y esperar hasta la noche de bodas le había parecido la forma más adecuada, aunque arbitraria, de demostrar que podía controlar su deseo por ella.
Pero había perdido la batalla en cuanto le dijeron que ella estaba esperándolo, y la cabeza cuando Galila se puso de puntillas para besarlo. Era una derrota que lamentaba, aunque su corazón seguía acelerado.
Pensativo, se puso en cuclillas y pasó la mano por la alfombra para borrar la marca de las rodillas de Galila.
Esa misma alfombra había estado allí aquel día, tantos años atrás, cuando su padre, sentado tras el escritorio, le habló de cosas que Karim no entendía.
«La quiero. ¿Lo entiendes? Tu madre no puede saberlo. Ella no entiende esa clase de amor. Reza para no experimentarlo nunca, hijo mío. Esa clase de amor destruye tu alma… y ahora dice que todo ha terminado. ¿Cómo voy a seguir adelante? No puedo. ¿Lo entiendes, Karim? No puedo vivir sin ella. Lo siento, pero no puedo».
Entonces no lo había entendido, pero esa era la razón por la que no quería perder la cabeza con Galila. Tan intensa pasión podía ser adictiva, obsesiva y destructora.
Mientras se erguía, decidió que no podía repetir el error. Tenía que mantener las distancias. Permanentemente esa vez.
Aunque no fue fácil. Una hora después, ella llegó ataviada con un hijab, ya que el embajador y su esposa eran musulmanes. Por alguna razón, el conservador atuendo y su rostro enmarcado bajo un pañuelo de color índigo eran más provocativos que una falda por la rodilla y una chaqueta ajustada.
Galila era preciosa llevase lo que llevase y no podía apartar la mirada de sus labios hinchados y de las pestañas que enmarcaban los ojos que lo habían mirado mientras estaba de rodillas.
De inmediato, Karim se llevó aparte al embajador para no humillarse públicamente.
Aquel constante flujo de cenas y almuerzos era necesario para presentar a su esposa. El matrimonio había sido una sorpresa para todos y debía asegurarse de que Galila fuese aceptada.
Y debía reconocer que tenía un don especial para cautivar a la gente. Si quería preguntar algo, siempre lo hacía de un modo pertinente. Si quería dar una opinión, siempre conseguía hacerlo diplomáticamente, pero dejando claro su punto de vista.
En cuanto a los informes que recibía diariamente sobre las decisiones que tomaba la reina, no tenía ninguna queja. Al contrario, agradecía tener menos cosas de las que preocuparse y poder concentrarse en los asuntos más urgentes.
–Ah, ¿entonces conoce a mi padre? –estaba diciendo ella, charlando con el embajador.
–Bueno, nos conocimos hace treinta años –respondió él–. Yo era muy joven y había empezado mi carrera como traductor. Vino a nuestro país como parte de un largo viaje diplomático por la región. Era un hombre muy inteligente. Yo lo admiraba mucho y quería expresar mi preocupación por su salud, dado que ha renunciado al trono recientemente. Espero que se encuentre bien.
–Sigue desolado por la muerte de mi madre –dijo Galila.
Parecía algo tensa, pero sabía manejarse con diplomacia para no dar un mal paso.
–Supongo que estará desolado –comentó el embajador–. Era evidente cuánto amaba a la reina Namani. De hecho, interrumpió el viaje para estar con ella. Lo recuerdo bien porque me pareció extraño que un hombre no pudiese separarse de su mujer durante unas semanas, hasta que conocí a la mía, claro –añadió, sonriendo a su esposa.
Galila esbozó una sonrisa que no llegó a sus ojos.
–No sabía que mis padres se hubieran separado durante un largo período de tiempo. No lo recuerdo, pero debió de ser antes de que yo naciese.
Karim apretó los labios. Si hacía el cálculo y recordaba que su padre había muerto treinta años antes…
–La agenda de mañana incluye una discusión sobre la regulación bancaria de su país –los interrumpió para cambiar de tema.
El resto de la velada transcurrió sin incidentes, pero Karim se dio cuenta de que su matrimonio de conveniencia era un campo minado.
Galila se excusó en cuanto los invitados se despidieron. Tenía muchas cosas en las que pensar. En el fondo, aún no se había recuperado de la experiencia con Karim en el despacho y se sentía avergonzada por lo que había hecho.
Durante la cena con el embajador, Karim había vuelto a mostrarse distante y su indiferencia le rompía el corazón, pero intentó ocultar su pesar haciendo montones de preguntas y fingiendo interés por las técnicas de entrenamiento canino de las que le hablaba la esposa del embajador.
Y entonces el diplomático había hablado sobre aquel viaje de su padre treinta años antes.
Tenía suficientes problemas en su reciente matrimonio como para obsesionarse por el amante de su madre, pero no podía dejar de darle vueltas y envió un correo a sus hermanos preguntando si ellos sabían algo. Aunque lo dudaba porque Malak no había nacido entonces y Zufar era muy pequeño.
–¿Qué ocurre? –le preguntó Karim a la mañana siguiente, mientras desayunaban–. Estás muy seria.
Galila dejó escapar un suspiro.
–He preguntado a mis hermanos si sabían algo del viaje diplomático de mi padre, el que mencionó el embajador anoche, pero no saben nada.
–¿Por qué te interesa? –le preguntó él, dándole a entender con un gesto que no debería sacar ese tema delante de los criados.
–Porque sentía curiosidad –respondió ella.
–No veo por qué te importa tanto.
–A ti no te parece importante porque no concierne a tus padres, pero yo tengo muchas preguntas.
Los criados pensarían que seguía hablando de su padre, pero en realidad se refería a Adir.
–Me imagino que tienes cosas más importantes que hacer –dijo Karim–. ¿Cómo van los planes para la recepción?
–Perfectamente. Tu equipo es estupendo –respondió ella, esbozando una sonrisa.
Faltaban dos días para la recepción en la que sería presentada como esposa de Karim y reina de Zyria y estaba nerviosa. Y no solo por la recepción. Él quería que consumasen el matrimonio esa noche y Galila tenía sentimientos mezclados.
Había querido demostrar algo el día anterior, pero en realidad no sabía qué. ¿Que era valiente? ¿Que sería capaz de satisfacerlo? ¿Que él no era capaz de resistirse?
Lo que había descubierto era que, incluso cuando tomaba la iniciativa, no tenía control sobre sus reacciones. Y, al parecer, tampoco pudor o inhibiciones.
De hecho, cuanto más pensaba en ese encuentro, más angustiada se sentía. Temía estar tan obsesionada con Karim como su padre lo había estado con su madre. Leal como un perro, su padre había amado a la reina Namani hasta la muerte, a pesar de que ella había tenido una aventura con otro hombre y a pesar de que jamás había mostrado cariño por los hijos que había tenido con él.
Ella podría acabar tan subyugada por Karim como su padre lo había estado por su madre y eso era aterrador. Durante un tiempo, podría ser su juguete sexual por la novedad del reciente matrimonio. Tal vez lo pasarían bien, pero él ya había demostrado que su deseo era inconstante. Podía encender y apagar sus emociones a voluntad.
Y ella no podía permitir que le importase para que Karim la dejase tirada cuando se hubiese cansado. ¿Cómo iba a soportar su indiferencia?
Años antes había podido escapar a Europa y distraerse con sus estudios, pero en la actualidad el trabajo humanitario solo conseguía llenar parte del vacío de su interior. Necesitaba algo más.
Y Karim nunca le ofrecería ese algo más.
¿Por qué? ¿Qué había de malo en ella? ¿Cuál era su gran defecto? Se había convencido a sí misma de que la belleza marchita de su madre era la razón por la que sentía celos de su hija, pero Karim se portaba con la misma ambivalencia. ¿Tal vez había alguna carencia en ella que hacía que la gente no pudiese amarla?
Ella era una persona amable y había sido una hija obediente. Estaba intentando ser una esposa leal, pero Karim no parecía valorarla. Era angustioso.
No tenía más remedio que acudir al banquete, pero no sabía si podría convertirse en su mujer en todos los sentidos. Porque estaba segura de que Karim le rompería el corazón.