El mérito de Hannibal es ser una serie exquisita. No es nada fácil ser una serie elegante y refinada cuanto tu protagonista es un caníbal y en cada episodio hay una muerte truculenta con cadáveres apilados de formas retorcidas, expuestos en torreones de cuerpos abiertos en canal y miembros colgando de un lugar u otro. Pero lo consigue. Hannibal es la serie más exquisita que hay ahora mismo en televisión, porque logra hacer del horror un momento de belleza. Cada vez que el bueno de Hannibal sirve uno de sus platos, la serie logra convertir planos repugnantes en delicatessen (por usar el símil gastronómico). Es lo último que esperabas de una serie sobre uno de los salvajes del cine: que su visionado fuera un plato de buen gusto. Suave, sutil, delicioso. Todos estos son adjetivos que pueden aplicarse a esta serie. Adjetivos que pueden saborearse y que se te quedan pegados al paladar.
Pero sobre todo son adjetivos que contrastan con lo que es habitual en las ficciones sobre asesinos en serie. Normalmente, la idea del asesino psicópata se explota para impactar al espectador y las ficciones en las que aparecen son muy gráficas y contienen altos niveles de violencia y elementos propios del género del terror. En cambio, Hannibal ofrece delicadeza. Una elección que tiene dos funciones: la primera, reflejar, a través de la elegancia visual, la personalidad del personaje. Mads Mikkelsen interpreta a un Hannibal frío pero amante de las formas, siempre bien vestido, detallista y todo modales, especialmente a la hora de cenar. La segunda, definir la serie y dejar claro que no le interesa sumarse a la larga lista de series con un asesino terrible cuyos crímenes escabrosos y enfermizos tienen el objetivo de formar parte de las pesadillas del espectador. Al contrario. Hannibal usa el asesino como una forma de introspección mental, y la clave no son los crímenes sino el viaje psicológico que este personaje y el analista Will Graham emprenden para poder descifrar la naturaleza del asesino (y la propia).
Televisivamente, Hannibal se plantea hasta qué punto la imaginería de las ficciones sobre asesinos nos afecta como espectadores. Está interesada en los efectos de la violencia, que hace visibles en el personaje de Will, cuyos ejercicios de empatía acaban afectándolo en exceso, porque el contacto con la violencia no es inocuo. Siendo Will el punto de vista del espectador, se establece un vínculo entre su experiencia y la nuestra. Cuando vemos una serie con un asesino, nos estamos metiendo en su cabeza. ¿Cómo nos afecta? Este es el subtexto que el guionista Bryan Fuller va construyendo en una historia que aprovecha los huecos cronológicos de la primera de las novelas que escribió Thomas Harris. La mecánica de la serie se basa en un punto de partida mucho más tradicional, que es la incógnita de saber si Hannibal, que trabaja para el FBI, será descubierto por alguno de sus compañeros (una premisa no muy diferente de la que tenía Dexter, otro asesino en serie excepcional).
Los personajes intentan psicoanalizarse los unos a los otros con unos diálogos sutiles y sibilinos que son posibles gracias al alto nivel del reparto, actores secundarios incluidos, mientras la serie representa de forma visual sus conflictos, con metáforas a menudo relacionadas con el mundo salvaje. El resultado es hipnótico, arrastra a la audiencia a un estado mental muy concreto. Cuando ya te tiene completamente imbuido en el lago de pensamientos de Will, te introduce por la garganta una escena de las que no se olvidan.