El cambio de sexo modificaba su porvenir, no su identidad.
Virginia Woolf, Orlando
Olga y yo nos diferenciábamos en el talento y en la disciplina. La talentosa era ella, la disciplinada era yo. Ella nació artista. Simona y Carmen nos proporcionaban plastilina de todos los colores para que jugáramos. Mientras Olga hacía un zoológico, que incluía leones, conejos, jirafas y hasta guacamayas, yo hacía culebritas que perseguían a todos sus animales. Cuando pintábamos, los cuadros de Olga eran de exposición, los míos no pasaban de la casa con montañas y el sol saliente.
Recuerdo un día que, ya a punto de graduarnos en el colegio, nos pusieron a representarnos a nosotras mismas. Teníamos que pintarnos. Yo hice la colombina que según mi auténtico saber y entender representaba a los humanos, le puse falda y, en un rectángulo reteñido, enmarqué la frente “a la Giovanni”, para señalar que lo más importante era la inteligencia. Cuando pasé a explicarlo al centro del salón de clase, los compañeros de curso pensaban que había hecho esa colombina en protesta por aquella actividad, que a todos nos parecía ridícula. Nunca aclaré que eso era todo lo que había aprendido de pintura, y dejé que se quedaran con la idea de mujer rebelde en la que ya había logrado hacer carrera, que además me gustaba.
En los deportes ocurría algo similar, pero fue en ese campo donde aprendí el poder de la disciplina. Cuando empezamos a esquiar sobre el agua, a los diez años, Olga al tercer intento ya estaba parada. En cambio, yo tuve que practicar varias semanas hasta poder apreciar la sensación de tensión armónica entre una lancha y un ser humano, el deslizar el cuerpo parado por encima de las olas, el sentir el abdomen como centro de equilibrio, el atraer la libertad que confiere el infinito aroma a salina amalgamado con el sol del mar Caribe, el sentir su inmensidad sobre la piel, el percibir muy de cerca el color rojo de los atardeceres. Una vez aprendí, me consagré tanto a ese deporte que, de mi generación, en Cartagena, fui la única que competí a nivel nacional.
Esquiar era maravilloso, hasta que una vez, de la manera más idiota, sufrí un golpecito en la cabeza que produjo un sangrado desproporcional a la herida. Desde la lancha tiraron la cuerda de agarre, no calculé bien y me cayó en la cabeza. Ese día usamos una pita vieja y casi improvisada que no sé por qué no habíamos botado. El mango de agarre tenía algo suelto que, al golpear con mi cabeza, produjo el mismo escándalo que un descalabro: la sangre alborotó a la gente, me llevaron al hospital, la doctora Castro me examinó y dijo con voz calmada: “No tiene nada grave, en cuestión de horas puede regresar a la casa, y de días, a esquiar”. Simona me prohibió volver a competir en los esquís, y no sirvió que le explicara que el golpe no tenía nada que ver con los saltos. Ella, sin procesar lo ocurrido, dijo: “Me vas a matar con ese deporte. La próxima te traen tendida en una lona y en Cartagena, que yo conozca, nadie resucita muertos”. La doctora Castro intentó intervenir para mostrarle que no era grave lo ocurrido, y que esa no era una solución racional, pero fue inútil. Giovanni, ante la prohibición, que se sentía incapaz de contrariar, buscó calmarme aludiendo a nuestra disciplina: “Te pones una nueva meta y vas por ella. Ya sabes que eso implica trabajo y sacrificio. No hay persona exitosa que trabaje poco y que no haga sacrificios. El talento sin disciplina no sirve de nada, Magdalenita”.
A pesar de nuestras diferencias, Olga es mi confidente, mi apoyo y mi alcahueta. Hemos sido más que hermanas, a tal punto que a veces me intimida hablar de lo que es más nuestro. Pienso que de las meditaciones acerca del pasado surge a veces un júbilo en el presente que no le pertenece, pero al mismo tiempo aparecen los más profundos torbellinos de angustias, al atar los cabos que algún día quedaron sueltos y que el conocimiento actual permite entrelazar.
Hasta aquel punto de nuestra historia, cuando presenciamos el horrible evento con mi padre y murió Danger, Olga y yo llevábamos no vidas paralelas, sino conjuntas; compartíamos nuestro amor por Ango, quien nos lidiaba, consentía, comprendía y alcahueteaba nuestras malacrianzas; nos unían nuestras dudas y miedos sobre el comportamiento de Simona, nos burlábamos de su obsesión por el peso —que yo ya presentía como hereditaria—, nos aterrorizaban los cambios drásticos en sus estados de ánimo, al igual que su cercanía con la brujería, el espiritismo y sus anclas en el más allá; teníamos la convicción de que el hombre ocupaba un papel preponderante en la sociedad en la que nos habíamos criado, y que era eso lo que le permitía actuar y ser juzgado por unos códigos muy distintos a aquellos que aplicaban a las mujeres; estábamos seguras de que esos códigos fueron los que le dieron licencia a Giovanni para no serle fiel a Simona, aunque sabíamos que no la dejaría porque ella era su catedral; compartíamos secretos, amigos, ropa, cuadernos, gustos, miedos, y estábamos dispuestas hasta a compartir amores si llegara el momento. Pero vivíamos seguras de que nada nos separaría, de que no había ningún hecho real o potencial que pudiera poner una distancia entre las dos, de que al cabo de los años ambas tendríamos la certeza de que nos habíamos tenido la una a la otra sin ningún tipo de secretismo. Era un amor penetrante, leal, franco, tangible y ubicuo, que a veces parecía omnipotente.
El secreto más grande que compartimos Olga y yo no es el exorcismo de mi padre, que ocurrió un mes antes de que ella cumpliera catorce años, sino lo que ocurrió aquella noche que celebramos su cumpleaños número catorce. A Olga le gustaba vestirse de hombre, y por las noches me pedía que le amarrara al cuello las corbatas que le robábamos a su papá o al mío. También se ponía sombreros, y frente al espejo decía: “Me gusta este toque varonil”, recogiéndose y soltándose el pelo. Como era nuestra costumbre, en vacaciones dormíamos en su casa o en la mía, siempre en la misma habitación. Esa noche la tía Carmen hizo una fiesta. Hubo bufet de postres, y mamá, que decía que la tía Carmen tenía arranques de tacañería, se quejaba de que no se le hubiera ocurrido ofrecer también algo de sal. Simona me llevó comida aparte, intentando evitar los kilos de más que se invocaban de antemano. Yo acababa de cumplir catorce años también. Cuando la fiesta terminó, revisamos los regalos y los pusimos en fila del que más nos gustaba al que menos. Se ganó el premio mayor un vestido de baño de dos piezas de fondo negro con pepas blancas, y en último lugar quedó una Barbie con vestido fucsia de seda que, además de parecernos anacrónica, ya teníamos. Cuando nos acostamos, Olga acomodó su brazo encima de las cobijas y me susurró:
—Te toca hacerme cosquillitas, es mi cumpleaños.
—Pero no te duermes. Después te toca a ti —dije.
—Te prometo que no —contestó, ya con los ojos cerrados.
Arranqué a tocarla con las yemas de mis dedos desde la punta de su dedo corazón, hasta el hombro. El recorrido debía ser completo, ida y vuelta. Treinta veces yo, treinta veces ella, hasta que nos quedáramos dormidas. Yo contaba los tramos en voz alta para que no se durmiera. Cuando iba en el dieciséis, me hizo una señal con el brazo derecho que no entendí, hasta que me ordenó:
—Hazme cosquillitas desde los pies hasta los hombros.
—¿Pero después tú me haces igualito a mí? —pregunté.
—Sí, mira que no estoy dormida —abrió los ojos, suspendió el cuello y la cabeza en el aire para que yo la observara mejor.
Esa noche las yemas de nuestros dedos tocaron nuestros cuerpos por completo. Usé su corbata para rozarle los pechos, para llegar a sitios que nunca habíamos imaginado. La vi moverse sensualmente, bruscamente. La sentí húmeda más allá del sudor. Su respiración agitada agitó también la mía. Ráfagas de placer atravesaron mi cuerpo, por fracciones al principio, y luego en su totalidad. La piel estaba más viva y más sensible que nunca. Cuando llegó mi turno, deambulé sobre la cama como una acróbata innata. Cambiamos de turno varias veces, dando lo que sólo el alma reclamaba. Busqué eternizar la noche, pero el tiempo no espera a nadie. Antes de que se acercara el amanecer, Olga soltó su mano de la mía y, mirando el techo blanco con vigas de madera, aún con la respiración alterada, hizo concluir la magia de repente: “Ya no más, se acabó el juego”, sentenció. Me di la vuelta en la cama, me acosté de lado para darle la espalda, y así estuve por un largo rato. Pensé “así deben dormir los papás cuando pelean”, o por lo menos así había visto en las películas.
Nunca nos volvimos a tocar, nunca hablamos del tema. Pero yo quise muchas veces repetir esa noche, sin éxito. El pánico me cohibía. La determinación con que Olga me había dicho que el juego había terminado se mantenía como un eco en mis oídos.
En nuestra familia, hablar de romanticismo entre dos personas del mismo sexo estaba sólo reservado para referirnos a Mauricio y a Eros, los mejores peluqueros de la ciudad, que por más fortuna que hicieron, nunca fueron aceptados en el club social. Recuerdo el día en que inquirí a Simona sobre el asunto. Fue cuando la acompañé a peinarse al sitio de siempre en Bocagrande, en plena Avenida San Martín, pues era fundamental en la etiqueta familiar llevar el pelo siempre lacio, así tocara soportar hasta su caída para lograrlo.
—¿Cuándo has visto a la realeza inglesa con crespos? —preguntaba Simona, y ella misma respondía—: Nunca. —Y volvía a preguntarse—: ¿Y tú crees que entre toda esa gente no hay los que tienen el pelo cucú? —y volvía a contestarse—: Claro que sí, lo que pasa es que saben que el pelo es el marco de la cara. ¿Cuándo has visto un marco enroscado? Yo no lo conozco, todos se forman armónicamente hasta cubrir el cuadro completo.
En esto también nos diferenciábamos Olga y yo: ella salía del baño con el pelo emparamado, y con sólo pasarse la peinilla, su cabello adquiría forma sedosa, y así se secaba. A mí Simona me echaba aguacate, sábila y aceite de oliva los domingos antes de que Ango saliera, buscando que alguna de estas delicias de la naturaleza cumpliera la función de alisador de cabellos. Nunca funcionó.
—Ango, llevamos haciéndole esto a Magdalenita por años, pero la pobre heredó mi pelo delgado y enroscado —decía Simona.
Giovanni, en cambio, tenía el cabello lacio y abundante, aunque le habían salido canas muy temprano. Simona era imprescindible para Giovanni en dos cosas: primero, para que le alistara la ropa todas las noches en el solterón, y segundo, para que le tiñera el pelo. Su vanidad no soportaba los asomos anticipados de vejez que se traducían en su pelo gris. El ceremonial ocurría cada tres semanas, los sábados en la tarde en el baño de papá y mamá. Supongo que nadie en Cartagena sabe aún que la cabellera admirada de Giovanni tenía un toque artificial, supervisado y materializado por Simona.
Yo no había heredado una hebra de la docilidad del pelo de Giovanni. Una noche, Ango, al observar la desesperación contenida de Simona por la rebeldía de mi pelo, advirtió:
—Niña Simo, hagámosle la toga.
—Ango, yo no tengo idea de cómo ustedes se alisan el pelo —dijo Simona en un tono despreciativo.
—No se preocupe, niña, yo me encargo —dijo Ango.
A punta de tubos reciclados de papel higiénico y pinzas negras, Ango, tomando pedazos de pelo como si acariciara milhojas, hizo un montaje en mi cabeza que parecía un pudín de profiteroles.
—Mañana te levanto más temprano, Lenita; sacamos esos tubos y verás que quedas más linda que siempre, aunque a mí me encantas con tu pelo rizado —dijo Ango.
Así fue, porque no había nada que Ango dijera que no se cumpliera. A la mañana siguiente, mi pelo amaneció liso sin necesidad de secador. Yo poco a poco fui aprendiendo a montar mis propios profiteroles para desmontar las ondas de mi pelo, hasta que Simona me dejara utilizar el secador o ir adonde Mauricio y Eros.
En la puerta de la peluquería reposaba un letrero en luces de neón rosado: “Mau and Eros”. Las mujeres buscaban hasta con quince días de anticipación una cita con ellos. Los hombres no se quedaban atrás. Alguna vez le oí decir a un cliente: “Estos maricas son de los pocos que saben cortar bien el pelo de hombre sin usar cuchilla”. También les hacían el color, en una de las salas traseras, para tratar de ocultar las obsesiones de sus clientes con la vanidad. Yo, que desde pequeña era observadora, veía cómo el que entraba canoso salía peli café, o el que entraba pelinegro salía con unas canitas en las patillas o el que entraba rubio salía aún más mono. También en la parte de atrás se hacía el manicure masculino, y sólo en la parte de adelante se encontraba la barbería, lo que daba la impresión de que si algún hombre llegaba a Mauricio y Eros era porque se iba a afeitar, y no porque entrara a una sesión de belleza igual a la de una mujer.
La razón del breve interrogatorio que le hice a Simona fue un beso entre Eros y Mauricio, una tarde de diciembre. Ese día, antes de secarle y alisarle el cabello, Eros le aclaró el color. Ella decía que, con el paso de los años, este debe tornarse cada vez más rubio, al compás de las nuevas arrugas de la cara. Mauricio entró a la peluquería y casi saltando llegó al puesto donde Eros estaba conversando con mamá, no frente a frente, sino por medio del espejo en donde se reflejaban las dos figuras. Ella sentada y él de pie. Mauricio lo abrazó por detrás, mirándose ahora los tres al espejo, y puso por delante de su cuerpo unas rosas —debían ser más de una docena, y estoy segura de que era un número impar—: “Feliz aniversario”, susurró Mauricio. Eros, que todavía tenía las dos manos en la cabeza de Simona, con una sonrisa que le dejaba ver todos los dientes blanqueados, se giró, quedando ahora de espaldas al espejo y de frente a Mauricio, lo abrazó con sus guantes sucios de un tinte color morado pero que pintaba amarillo, y le dio un beso en la boca con los ojos cerrados. Yo, desde un taburete al lado, observaba toda la escena sin perder detalle. En el carro, de vuelta a la casa, le pregunté a Simona:
—¿Por qué no conocemos más señores como Eros y Mauricio?
—¿Cómo? —replicó, tratando de que fuera yo quien llegara al punto claro de la pregunta.
—Señores que se dan besos en la boca.
—Porque sólo voy a esta peluquería —contestó, como si ese acto de amor sólo se diera en aquellos lugares donde embellecen a mujeres y hombres por igual.
—¿Y ellos son casados? —pregunté.
—No, mi amor —respondió con una sonrisa que no le dejaba ver los dientes. Me agarró con una mano, mientras que con la otra seguía manejando, intentando que yo no siguiera con el interrogatorio. Yo continué, porque mientras un niño es inocente, su curiosidad es ilimitada.
—¿Por qué no son casados?
—Porque la ley no los deja.
—¿Por qué? —insistí.
—No sé por qué, Magdalenita —y continuó en un tono desesperado— , pero no los deja.
—¿Y si fueran dos mujeres sí?
—Tampoco —contestó Simona tajante.
—¿Por qué? —pregunté cortante.
—Tampoco sé por qué, sólo sé que la ley prohíbe que se casen dos hombres o dos mujeres —respondió Simona, irritada por mi insistencia.
—Entonces, ¿todo el mundo tiene que ser como papá y como tú?
Hubo un silencio revelador.
“No, no todo el mundo debe ser como tu papá y como yo. Qué desgracia que todo el mundo sea como nosotros dos. Qué infeliz sería el mundo si todos fueran como nosotros”, me imagino ahora que fue lo que ella pensó en ese entonces. Pero en el momento respondió:
—Básicamente, sí —con lo cual trató de poner un punto final a la conversación.
Meses después, “el qué dirán” se tomó la casa en una conversación de Giovanni y Simona acerca de si el club social debía aceptar a Eros y a Mauricio:
—Otra vez piden entrar al club tus peluqueros. Creo que no aceptarlos es una posición anacrónica, Simona. Todas las mujeres de Cartagena los conocen. Son del otro equipo, viven juntos, y no le van a poner un dedo a una mujer. De verdad deberíamos dejarnos de maricadas. Yo voy a dar mi voto positivo en la junta —concluyó Giovanni, aunque al mismo tiempo buscaba la aprobación de Simona.
—El problema no es que entren, Giovanni, el problema es que el liderazgo lo lleves tú. Tú empiezas con eso, y al día siguiente están diciendo que quién será el marica de tu familia, que si tú aceptaste eso es porque te traes algo entre manos, y la cosa termina en que los Corso Espinosa son una familia de maricas. Yo me conozco esta sociedad a la perfección, y tú también. Para qué vas a arriesgar tu prestigio por Mauricio y Eros, que con club o sin club viven felices. Acá todas los aceptamos y los queremos tal y como son. Comparto contigo que es anacrónico, pero deja que otro lidere la discusión y, si es el caso, que el tuyo sea un voto más, pero que no sea ni el primero ni el definitivo.
Eso era todo lo que en casa se hablaba de sentimientos amorosos entre parejas del mismo sexo. Nada más. Y yo me llené de dudas frente a mi relación con Olga después de su cumpleaños número catorce. ¿Por qué si es mi mejor amiga, tenemos un agujero negro en nuestra relación? ¿Por qué hay un tema prohibido entre las dos? ¿Por qué si todo lo hablamos, nunca nos hemos dicho que nos amamos, que nos atrajimos alguna vez, que nos gustó lo que ocurrió esa noche? ¿Por qué no decirnos que nos asustamos, que no tenemos claro por qué lo hicimos pero que lo disfrutamos, que por eso corrieron las horas sin poder atraparlas siquiera un segundo? ¿Por qué nunca me he atrevido a planteárselo? ¿Afectó esa noche sus relaciones con los hombres después? Para mí fue una noche determinante. Recuerdo que después del “Ya se acabó el juego” de Olga, no me atreví a moverme más el resto de la madrugada. Mantuve los ojos abiertos pero soñando con que el momento no había terminado. Lo repetí varias veces en mi mente, y mientras tanto mi cuerpo lo disfrutaba. Mi imaginación me llevaba más lejos y yo la seguía. La tajante despedida de Olga me asustó a mí, pero no a mi cuerpo. Tal vez a mi conciencia, pero no a mi mente. Por semanas estuve repasando su cuerpo en mi cama, en silencio, con el único sonido de mi respiración agrietada por la inconstancia del ritmo.
Hay ciertas experiencias que se comparten con personas cercanas, experiencias que incluso estrechan los vínculos aún más, pero que por un acuerdo tácito no se reviven en palabras jamás. Es probable que no haya necesidad de hacerlo, porque ha sido tan profunda la vivencia que examinarla demasiado rompería con la magia de aquello que se encuentra en el margen de la irrealidad. Pero asumí, casi con certeza, que aquella noche no había producido en Olga el mismo efecto que en mí. Primero, porque me pareció evidente que quería evitar a toda costa el asunto, y segundo, porque al día siguiente se levantó con la idea de pasar el día con unos amigos, como si necesitara hacerme entender que le hacía falta un macho para sentirse mujer. Cuando amaneció, ella se paró de la cama primero que yo y se encerró en el baño, desde donde me gritó:
—Vámonos a esquiar, voy a llamar a Barraza y a El Lema para que nos acompañen. Ve recogiendo todas las cosas en tu casa y en una hora llego allá.
Me dejé echar. Sentí que ambas necesitábamos ese espacio de una hora, más Olga que yo, sin lugar a dudas. Lo normal hubiera sido que yo usara un vestido de baño suyo, o que miráramos si había un vestido de baño mío en su casa, o que nos fuéramos juntas a mi casa. Pero nada de eso ocurrió. Mientras me cambiaba en mi habitación, advertí que ahora sabía más de ella y menos de mí: ¿quién era yo? ¿Por qué la seguía pensando? ¿Por qué seguía sintiendo sus manos en mi cuerpo, su respiración en mi sombra, su olor en mi piel? Barraza y el Lema eran prácticamente hermanos nuestros, hijos de amigos de nuestros padres, quienes nos permitían salir siempre con ellos, con la doble pero contradictoria intención de que nos casáramos en el futuro con estos nobles cartageneros, pero a sabiendas de que serían incapaces de ponernos encima un dedo en falso.
Ese día en La Corso, que era el nombre de la lancha, Olga no se comportaba como siempre. Por primera vez observé su mirada y sus gestos coqueteando con Barraza, que por meses le había limosneado un beso; hasta se había metido a clases de pintura para llamar su atención y tener tema de conversación con ella. El cuerpo atlético de Olga era un gancho victorioso frente a los hombres. A esa edad en la que el cuerpo femenino está indeciso entre niña y mujer, el de ella era un híbrido perfecto. Era flaca, pero no de aspecto enfermizo; tenía pequeños músculos en la parte superior de los brazos por haber hecho gimnasia olímpica durante varios años y un abdomen plano producto del mismo esfuerzo. No tengo claro si ella lo sabía o no, pero su cuerpo para mí siempre fue perfecto. Por muchos años comimos lo mismo. Entre semana desayunábamos huevos, acompañados de tostadas con mantequilla y mermelada, o yuca hervida con queso. El sábado variábamos a las arepas, y los domingos que Ango no estaba comíamos cereal. A pesar de la similitud en la alimentación, nuestros cuerpos no la recibían igual. Yo aumentaba de peso todos los años, y eso repercutía en mis cachetes, mi papada, mis piernas, mis brazos y, por supuesto, en la cantaleta de Simona:
—Magdalenita, tienes que comer menos, bájale al azúcar, no tomes gaseosas y suspende los fritos por un tiempo. Que no te coja la primera menstruación gorda porque te quedas gorda para siempre —decía.
Le pidió a Ango que me disminuyera todo lo que fueran dulces y carbohidratos:
—Ango, el amor no es que Magdalenita tenga todo lo que quiere cuando quiere, el amor es que tenga límites en la comida, porque si no termina obesa, y con diabetes. Tiene sobrepeso. No hay que ir a un médico para darse cuenta de que los cachetes de este año son más grandes que los del año pasado, le van a tapar los ojos si nos descuidamos. En vez de dulces, dale frutas; en vez de fritos, ensalada. No come verduras porque no le hemos enseñado a comerlas, porque cuando las aparta en el plato, tú le haces fiesta a la mala educación.
Mi autoestima era inversamente proporcional a mi aumento de peso. Una libra más me entristecía una semana, una libra menos era fuente de amor propio. Métodos para adelgazar los aprendí todos, algunos más tradicionales, otros asociados con enfermedades adictivas y otros inéditos hasta ahora, como por ejemplo el que practiqué cuando cursé el último año de colegio. Isadora Falquez, una compañera que faltó por lo menos dos meses a clases por una enfermedad de los pulmones, regresó reducida a los huesos. Mientras la gente se aterraba por el color grisáceo de su rostro, yo admiraba su flacura extrema, y a la primera oportunidad que tuve le pregunté:
—Isa, ¿cuánto peso perdiste?
—Once kilos —replicó con el aliento impregnado aún de la mezcla de medicinas y jugos gástricos.
—¿En cuánto tiempo? —insistí.
—Setenta y tres días. Las pastillas me cerraron el apetito por completo.
—¿Qué pastillas fueron?
—No recuerdo los nombres, ni los quiero recordar. Por fortuna, esta será la última semana en la que les deberé disciplina —respondió Isadora.
—¿Y te sobraron?
—Claro, muchísimas.
—¿Y qué vas a hacer con ellas? —pregunté sin mover un ápice mi mirada de la suya.
—Botarlas, quemarlas, todavía no sé, pero al final de esta semana desaparecen de mi vida —afirmó.
—Véndemelas —murmuré con la respiración agitada, que se mezclaba con unos golpes fuertes provenientes de mi corazón alterado.
—¿Para qué? —preguntó Isadora con asombro, abriendo sus ojos marrones que se veían aún más grandes, como consecuencia de su flacura.
—Es para un experimento —contesté. No se me ocurrió una mejor excusa, y en cualquier caso no podía revelar la verdad.
—Si quieres te las regalo.
—Perfecto. Mejor aún. ¿Cuántas te tomas diariamente?
—En total son cinco —contestó Isa.
Así comencé este intento por reducir peso acudiendo a métodos muy poco ortodoxos. Duraron un mes las pastillas. Tomaba de distintos tipos, tres veces al día. Mi apetito, al que le hacía permanente monitoreo, no disminuyó; tampoco aumentó. En cambio, comencé a sentir mareos que me obligaron a parar la ingesta de los medicamentos. El primero me sorprendió mientras esquiaba. Estando ya sobre el agua, en un solo esquí, comencé a ver la lancha alejarse y devolverse en fracciones de segundo. Sentí la lengua fría y una asfixia repentina. Me solté de la cuerda que me sostenía sin darme cuenta. El episodio no pasó a mayores porque no era el día de morirme, y antes de lanzarme al agua para protegerme del sol, me puse el chaleco salvavidas, que jamás usaba; si no lo hubiera llevado puesto, me habría hundido. Entendí la eternidad en los segundos que pasaron mientras la lancha me recogía. Tirada en el agua cálida del mar Caribe, sentí mi cuerpo gélido desintegrándose en su propio frío.
—Vamos, vamos, ¿qué paso? —vi a una Olga desesperada dándome el brazo para subir a la lancha.
—No sé, no tengo fuerzas —logré balbucear.
Olga se lanzó al agua, y lo siguiente que recuerdo es que yo estaba en la lancha tomándome una Corso con la voz de Olga resonándome en los oídos:
—Déjenla respirar, se le bajó la tensión. Tómate esto que tiene dulce.
De regreso a la casa, Simona, que por lo general reaccionaba al contrario de mis expectativas, se hincó llorando:
—Te he dicho que no me gusta ese deporte, cualquier error es fatal. Cero y van dos. Te debí prohibir no sólo las competencias, sino también esquiar —dijo.
Yo, en mi debilidad, pensaba “por favor, deja el drama y abrázame”, pero era incapaz de decírselo.
Al día siguiente, temprano, me tomaron exámenes de glicemia, ya que la doctora Castro había diagnosticado una baja de azúcar como una posible causa. Eran varias tomas de sangre y orina. En la mitad de ellas debía beber una toma de glucosa espesa para medir la reacción del organismo frente al azúcar. El resultado arrojado por la prueba fue perfecto. No tenía hipoglicemia.
El siguiente desmayo fue más fuerte, pero menos peligroso. Presentando el examen final de Matemáticas, materia que apuntaba a dejar en un puntaje perfecto, perdí el conocimiento. Recuerdo sólo haber escrito mi nombre y luego encontrarme en la enfermería del colegio. Simona me recogió, acompañada de Carmen. Me llevaron adonde la doctora Castro, quien decidió dejarme dos días en observación en el hospital. Yo sólo pensaba si todo esto valdría la pena para bajar de peso, y si mi flacura le gustaría a Olga. Me había encantado el halo escuálido de Isadora, a pesar de que la mayoría la observó con lástima el día de su regreso al colegio.
Me realizaron todo tipo de exámenes en el cerebro y en el corazón. Ni Simona ni Giovanni se separaron de mí durante el tiempo que duró mi estadía en el hospital. Me preocupé porque allí no podía tomar mis pastillas. Algún efecto estarían haciendo si había terminado en una clínica…
La tarde del sábado que me dieron de alta, cuando llegué a la casa, Ango me abrazó y me dio la bienvenida diciendo en voz alta:
—Mi niña, le hice su comida favorita —bajó la voz y me susurró—: después de que se la coma nos vemos, que le quiero mostrar algo.
Intuí que había descubierto las pastillas, así que subí corriendo al cuarto y confirmé que en el escondite donde las había guardado por esos treinta días, ya no había nada. Se me pasaron miles de cosas por la cabeza. ¿Las tendría Ango? ¿Se las habría dado a mi mamá? ¿Qué le podía decir a Ango?, ¿que quería adelgazar de cualquier manera? ¿Que había tomado pastillas para los pulmones pero que eran para adelgazar? Después del sancocho, Ango se metió en mi habitación. Me abrazó.
—Mi niña, ¿usted se quiere matar o en qué es que anda? —preguntó con una voz dulce mientras sacaba del bolsillo del delantal rastros del paquete de pastillas que me había regalado Isadora. Lloré y le dije que por favor no le dijera a mi mamá. Me confirmó que desde la noche anterior Simona ya lo sabía.
—¿Y qué te dijo? —pregunté intranquila.
—Llamó a la doctora Castro. Ella le dijo que esos eran unos antibióticos muy fuertes —admitió Ango.
—¿Y qué dijo de mí?
—Lloró toda la noche, mi niña. Yo creo que usted tiene que hablar con ella.
Al verme descubierta, y ante la sospecha de que yo quería suicidarme, decidí contar la verdad. Mi verdad era que había pensado que esas pastillas me podrían adelgazar tal como lo hicieron con Isadora. Simona, forrada en lágrimas, trataba de comunicarse conmigo:
—¿Por qué no me dijiste que lo que querías eran unos kilos menos? Pusiste en riesgo tu vida; pensamos que tenías algo en el cerebro o en el corazón. ¿Por qué no me dijiste nada en la clínica? ¿Qué te está pasando, Magdalenita?
Yo no sabía qué me pasaba, ni mucho menos que con esto estaba dando mis primeros pasos hacia un desorden alimenticio.
El examen de Matemáticas no lo pude repetir, a pesar de alegar que me había desmayado mientras lo contestaba. Miss Johanna, una de las profesoras más estrictas que tenía, dijo que yo había alcanzado a responder lo suficiente para calificarlo, y que con la nota final no perdía la materia. Saqué tres con dos, muy lejos del puntaje perfecto que había soñado. Eran mis inevitables consecuencias.
Aquella frustración fue superada por la intensidad con que pensaba en Olga muchas de las noches. Me concentraba tanto en ella que lograba percibir su olor sin perfumes artificiales, sus manos de artista, sus cabellos abundantes y lacios, su ojos verdes como los de Simona, los rastros del sol en su piel bronceada, que permitían observar un bikini delineado en su cuerpo desnudo, la suavidad de su piel humectada, el aliento dulce del bufet de postres de aquella noche, los músculos definidos de sus brazos unidos a su espalda fuerte, que armonizaba con sus nalgas perfectas, su voz ronca, a la que le costaba trabajo susurrar pero que cuando lo lograba era un torbellino sensual del cual era imposible salir. La imaginaba dando vueltas en mi cama, dándome vueltas como aquella noche, besando mi cuerpo de pies a cabeza sin tregua, sin lugar a la interpelación, con una sola conexión: el deseo de seguir y eternizarnos en unas sábanas empapadas por el calor y la humedad de nuestros cuerpos.
El primer día de vacaciones, Simona me dijo:
—Si lo que quieres es adelgazar, en Bogotá hay un método rápido y efectivo. Le dicen la parafina, si quieres nos vamos unos días y lo pruebas.
Acepté la oferta y arrancamos por tres semanas para la capital. Nos hospedamos en un hotel en el centro de la ciudad. Simona aseguró que lo conocía desde que era pequeña y que seguía siendo uno de los mejores. Durante las horas del día observé mucho movimiento en la zona, porque es un sector de oficinas. Pero cuando se acercaba la noche, que en Bogotá se acerca antes que en Cartagena, el sitio se despoblaba y sólo entraba el frío y el desasosiego. Se podía saborear la intranquilidad hasta en la comida que llevaban a la habitación. Era la primera vez que estaba más de una semana en la ciudad, y todo me parecía desabrido. Claro, a esta sensación contribuía la ausencia de Olga, a quien extrañaba más que a nadie, y la estricta dieta a la que Simona me sometió, tratando de colaborarle a mi deseo de perder peso.
El desayuno era un pedazo de fruta que cabía perfectamente en el plato base de un pocillo de tinto. Generalmente comíamos papaya. El primer día bajamos al restaurante donde tenía lugar esa primera comida del día, pero Simona, al notar cómo mis ojos perdían toda compostura cuando observaban los distintos y deliciosos platos que se comían en el interior del país, decidió que lo mejor sería que siempre comiéramos en la habitación.
A las diez de la mañana, todos los días durante aquellas tres semanas, incluidos sábados y domingos, fuimos a las citas con doña Flor, que atendía acompañada de un ejército de mujeres vestidas de rosado claro y blanco, en una casa del barrio Teusaquillo, sin ningún nombre que diera señales de lo que ocurría adentro, y, por supuesto, sin ningún tipo de registro sanitario. El tratamiento de parafina se refería exactamente a lo que dice su nombre. No era, ni más ni menos, que la esperma de la vela derramada no sobre un candelabro, sino sobre el cuerpo humano previamente forrado en plástico transparente. Capas de parafina hirviendo y capas de plástico forraban al cuerpo desde el pecho hasta los pies sin dejar un solo hueco de respiro. Todo el bulto quedaba arropado con una cobija gruesa, gris y poco aseada. Durante una hora entera debíamos permanecer inmóviles mientras los cuerpos expulsaban las toxinas. Hablo en plural porque también Simona se sometió al tratamiento, por supuesto. Cuando abrían todas las capas quedaba el cuerpo desnudo y sudado, literalmente deshidratado. Con su voz delgada, y en un tono agudo que chillaba en los oídos, pero que sobre todo contrastaba con su figura fuerte y corpulenta, doña Flor decía:
—Ahora no se pongan a tomar agua porque perdemos todo el efecto de lo que se ha hecho. El agua sólo hora y media después.
Así que, a pesar de la sed que sentí, sobre todo los primeros días, debía seguir lo que doña Flor dictaminaba:
—Lo que delinea y termina de sacar todas las toxinas es el masaje —decía, y de paso felicitaba a mamá por haberme llevado tan joven a que moldearan mi cuerpo—: mire, señora, a veces vienen acá ya viejas y formadas, con la piel colgando a que yo las salve. Ya para qué, debieron cuidarse desde jóvenes. Me alegro de que haya gente consciente como usted, que es capaz de traer a su hija joven; verá que nunca se le va a anchar.
Tengo la sospecha de que Simona pagó de más para que los masajes me los diera directamente doña Flor, masajista de masajistas. Por una hora, con un aceite adelgazante, la jefa del establecimiento amasaba mi cuerpo con una fuerza insólita, capaz de despertar hasta mi última célula. Algunas veces se ayudaba de un rodillo de cocina para que fuera más efectiva la disolución de la grasa corporal. Cuando me quejaba, decía:
—Tranquila, mi niña, que ese dolor significa que allí tiene concentración de grasa.
Si el cuerpo me quedaba rojo, afirmaba:
—Esa es la sangre circulando ya sin toxinas.
A la una de la tarde Simona ordenaba el almuerzo al cuarto, que siempre era lo mismo: una pechuga de pollo asada sin piel, con lechugas sin salsa. Cuando llegaba, Simona extraía un limón de la neverita que estaba debajo de la televisión y lo exprimía en la lechuga con un leve rocío de sal. No había más aderezos. Por la tarde, generalmente Simona aprovechaba para visitar librerías de la ciudad, en especial una casona de unos cien años de edad ubicada en el centro, aromatizada con olor a libro antiguo y conservado. Un sitio para desconectarse del flujo del tiempo, sin el acoso de los vendedores de otras librerías. Era allí donde Simona, hacía algunos años, me había conseguido los quince libros de Salvat de El mundo de los niños y El libro gordo de Petete. Simona, amiga del dueño desde hacía años, repetía su mantra: “Acá es donde los libros vienen a morir”. Compró dos biografías de Simón Bolívar, a quien desde niña había admirado: “La gente sigue creyendo en la democracia, Magdalenita, pero para que en este país los pobres dejen de serlo y los ricos aporten más, se necesita algo más parecido a una dictadura que a una democracia, porque todos los intereses políticos están alineados con los ricos. Bolívar tuvo claro eso, pero no lo dejaron gobernar, y después de habernos librado de la opresión de los españoles, siguió la opresión de los ricos improductivos contra los pobres. Se negaron a escucharlo”, decía Simona.
Una tarde, después de salir de la librería y de comprarse una nueva edición en español de Orlando de Virginia Woolf, me dijo:
—Acompáñame a hacer una vuelta. Es por el hotel.
A las 4:35 p.m. llegamos a un edificio de cinco pisos en el barrio La Candelaria. La fachada era verde pastel con blanco. Se notaba que llevaba años sin que le echaran una mano de pintura. No había portería, sino una placa plateada con timbres a la entrada. Al frente de cada timbre había un nombre escrito a mano, seguramente por su dueño, porque cada papel estaba manuscrito de forma diferente. Simona presionó el 4B, donde debía vivir la señora Patricia Cardona, pues era el nombre que correspondía a ese timbre, aunque también pertenecía al 4A. Sonó un chillido que nos permitió abrir la puerta principal, de madera revestida de metal. En el interior del edificio no entraba ningún tipo de luz del día, era sombrío y sus paredes exhalaban humedad fría. El ascensor, pintado de gris oscuro, armonizaba con este lúgubre paisaje. Presioné el botón para que bajara, lo que ocurrió de inmediato, acompañado por un ruido de aparato viejo oxidado. Miré a Simona, esperando una respuesta a la pregunta que mis ojos en silencio le habían formulado: “¿Dónde carajos estamos?”. Mientras el ascensor descendía haciendo un enorme estruendo, me replicó con un guiño de ojo acompañado con su sonrisa seductora, expresión a la que difícilmente alguien se resistía, o por lo menos yo no podía. Sentía que con ese gesto me decía “tranquila, estás conmigo”, y yo, que soñaba con poder confiar en ella, me lanzaba a creerle, aunque después me arrepintiera.
Llegamos al cuarto piso. Era un corredor largo entapetado, con tres puertas de un verde muy parecido al de la fachada. Se abrió la del centro y se asomó una mujer de cabello indomable, largo y claro, cuyo brillo rimaba con la voz dulce que preguntó:
—¿Simona?
Mamá aceleró el paso, y mientras lo hacía, estiraba su brazo para saludar a Patricia. El apartamento contrastaba con la fachada. El piso era en madera bien pulida. La sala tenía un sofá negro largo en cuero y madera, una silla blanca, también en cuero, y otra roja. Encima de la chimenea, un cuadro con distintos blancos sobre un largo lienzo. Simona preguntó:
—¿Ana Mercedes?
—Sí. Fue parte de la herencia de mi madre. Extraño que la reconozca —replicó Patricia.
—Conozco toda su obra, pero desafortunadamente no tengo nada. En Atmósferas —agregó refiriéndose en específico a ese cuadro—, Ana Mercedes buscó atrapar y entender la luz, y esa misma exploración la llevó al conocimiento del infinito abstracto. Eso ya era subversivo para la época. Pero a mí me gusta todavía más la Ana Mercedes más radical. No digo más arriesgada, porque eso siempre lo ha sido. Digo radical porque exhibió una crítica social, sobre un tema con el que la mayoría convivimos pero tratamos con indiferencia: la paradoja que representan sitios como San Basilio de Palenque para la libertad. ¿Libres de qué y de quiénes? —dijo Simona en su soliloquio, y concluyó—: Esa es la reflexión a la que me ha conducido la obra de Ana Mercedes de los últimos años.
Mientras pronunciaba estas palabras, Simona extendía su brazo izquierdo para abrazarme. Ella y yo pensábamos en Ango. Mamá me soltó con rapidez y, señalándome orgullosa, dijo:
—A esta niña la ha criado una palenquera. Se llama Ángela Fernández. Vive con nosotros desde hace años.
Pero Patricia no se interesó por la conversación que Simona planteaba. Abrió una puerta de madera que estaba en una de las esquinas de la sala:
—Adelante, sigan por acá —indicó.
Entramos a un salón de techo alto, cuyas paredes estaban forradas de libros, la mayor parte de ellos dedicados a la psiquiatría. En la mitad había una mesa cuadrada de patas de madera y superficie de una piedra rosada que me pareció mármol. Patricia movió uno de los estantes de libros hacia un lado y se asomó una pared blanca con una puertica de metal en la mitad. Patricia la abrió y extrajo de allí una baraja de naipes. No logré ver qué más contenía la cavidad aparentemente secreta. Ella desplazó con las dos manos la biblioteca corrediza hacia el punto inicial, tapando de nuevo la puertica, y se sentó en una de las sillas que rodeaban la mesa. Simona y yo ya estábamos acomodadas. Patricia tendió una tela de fieltro verde sobre la mesa.
—Hago esto pocas veces, y sólo por ayudar a la gente —nos advirtió—. De hecho, creo que es muy difícil que me encuentren. Tiene que ser vía amigos muy íntimos, como lo ha hecho usted.
De inmediato dio inicio a la sesión.
—Piense en su necesidad, no me la comunique. Concéntrese en ella unos minutos, y cuando yo le diga, parta esta baraja en dos —ordenó.
Mi pensamiento se quedó en una pregunta: ¿quién sería la amistad de Simona que nos había mandado donde una bruja bogotana? Me encontraba instalada en mi mente, repasando la lista de posibles nombres, tratando de evadir el mismo cuento de siempre, cuando escuché:
—El hombre que usted tiene cerca la adora, pero usted hace todo lo posible por espantarlo.
—¿Puedo hacer una pregunta? —interrumpió mamá.
—Adelante —contestó Patricia con un ademán en los ojos que sólo hasta ese momento revelaban su color a plenitud. Eran del color de la miel, como si hubieran tomado una cucharada pura de aquella sustancia y la hubieran puesto en el iris del ojo. Jamás había visto ese tono en un ser humano.
—¿Mi marido tiene otra mujer? —preguntó Simona.
—Si su marido es el hombre que aparece al lado suyo en toda esta historia —señaló la mesa que tenía parte de los naipes destapados frente a nosotras—, le puedo decir con absoluta certeza que no —afirmó Patricia.
—¿¡No!? —preguntó incrédula Simona.
—No. Eso es lo que dicen los naipes —concluyó Patricia.
Mi reacción fue confrontar mentalmente lo que decía Patricia con la película de muchos años de Simona. Ella se mantuvo impávida, controlando cada movimiento y hasta la respiración. Patricia recogió las cartas, sonrió y recibió el efectivo que Simona había guardado en un sobre blanco. No lo contó. Nos indicó la salida del estudio y después la del apartamento. Había transcurrido una hora exacta, eran las cinco y treinta y cinco de la tarde.
—¿Caminamos? —preguntó Simona.
—Yo no estoy ubicada —repliqué.
—Yo sí, bajamos a la séptima y cogemos tres cuadras hacia el sur.
—¿No te parece peligroso?
—No nos va a pasar nada, Magdalenita —respondió con una cara amarga, muy distinta a la que disfruté cuando esperábamos el ascensor. El inexplicable cambio no me asombraba, pues era habitual que Simona en cuestión de segundos pasara de un estado de ánimo al otro. Lo que me sorprendía era lo que yo intuía como la causa de su amargura: que Patricia le dijera que papá no tenía ni una, ni dos, ni tres amantes, que la única en su corazón era ella. ¿No era eso lo que había buscado durante tantos años? Por fin alguien le decía que Giovanni era todo de ella, pero ella se amargaba.
No cruzamos palabra hasta que llegamos al hotel, donde Simona desempacó su Orlando. Esos silencios tensos tampoco eran extraños con ella. A mí me costaba digerirlos y muchas veces me sentía responsable de sus cambios de ánimo, pero ya me había acostumbrado. Finalmente, me dijo:
—¿Quieres que salgamos a comer hoy? Ya llevamos varios días encerradas en esta ciudad que tiene restaurantes magníficos.
—¿Y la dieta? —pregunté.
—La dieta tratas de seguirla esta noche. Pero si la rompes un día, tampoco te va a pasar nada —me dijo.
Ese cambio de reglas de juego repentino tampoco me sorprendió, porque así era Simona. Todo lo podía modificar de un momento a otro. Sin embargo, en realidad entendí la decisión cuando finalizó la noche y tuve que acostarla borracha, después de hacerla entrar en razón y convencerla de que estábamos en un cuarto de no fumadores, donde no podía encender un cigarrillo. Sólo en ese instante supe que Simona fumaba cuando bebía.
La tarde fría, el aire contaminado y desabrido de la ciudad y el aguacero que cayó de regreso del restaurante permearon la pesadilla de aquella noche. Lo único colorido que se asomó en el sueño fue un lobito que yo confiaba que fuera el rey Benkos, pero que durante la pesadilla sufrió una metamorfosis inesperada: se transformó en el rostro de Ango mientras leía el porvenir con una pequeña taza de café en las manos, de frente al ataúd. Ella tiritaba de frío, y la mujer que caminaba por el corredor se cubría de la lluvia con su manto negro. Olga, escultural en su vestido de baño, entró a la escena huyendo de algo que no se sabía qué era. Ella buscaba refugio en Ango, quien le señalaba el ataúd como si fuera una trinchera protectora de los miedos. La mujer de hábito negro llegaba parsimoniosamente donde ellas estaban, y buscaba ampliar su manto para proteger a Olga, que ahora aparecía mojada, temblando de frío y removiendo con sus manos el vapor del aire que se confundía con humo de cigarrillo. Olga sabía quién era la mujer de negro porque su expresión no mostraba ni asombro ni sorpresa, sino familiaridad. Yo, agitada, corría para encontrarlas, pero era un correr estático, y cuando lo descubrí grité, pero nadie me escuchó; sólo yo, que desperté con la boca abierta, vociferando gemidos que al parecer arrullaron a Simona. Ella permaneció dormida sin interrupciones hasta que un hombre del servicio de habitaciones, vestido completamente de oscuro, tocó la puerta. Traía una bandeja plateada, en cuyo centro reposaban dos pedazos de papaya acompañados por dos trozos de limón. Ni ese día, ni después, se habló del asunto del exceso alcohólico de Simona la noche anterior.
Continuamos la rutina de la parafina, el masaje y la dieta, y las tardes de libros y lectura, como si nada hubiera pasado. Tres semanas duró la estadía en Bogotá, al cabo de las cuales yo había bajado casi seis kilos, cifra considerable pero que yo sentía inocua frente a mi meta de diez.
En el avión de regreso a Cartagena, Simona concluyó el viaje con un:
—La verdad es que en Bogotá no tienen idea de leer la suerte; yo de estúpida me dejé convencer. Además, estoy segura de que esa psiquiatra estaba experimentando conmigo, y su lectura inverosímil de los naipes fue en realidad un placebo para investigar mi reacción.
Su tono no dio pie para que yo le contestara. Abrió su libro y me volvió a mirar cuando anunciaron que el avión estaba próximo a aterrizar. Me abrazó y dijo:
— Te ves hermosa, no te vayas a poner a comer porquerías que ya bajaste bastante.
Cuando llegamos a la casa, Ango, que me esperaba con los brazos abiertos y su sonrisa de amor, no se pudo contener y gritó:
—¡Mi niña, casi me la desaparecen en Bogotá!
Simona de inmediato contestó:
—Ango, ya te he dicho que una mujer nunca está demasiado flaca. Fueron tres semanas de sacrificio, no te vayas a poner a darle cualquier cantidad de harinas y dulces que pierde todo lo que hizo.
Yo sólo deseaba encontrarme con Olga para buscar su aprobación a mi nueva figura. Durante los últimos años de colegio, mis pensamientos los atravesó ella y nadie más. Recurrí infructuosamente a sesiones intensas de esquí como fórmula de escape. Me sometía a las dietas pensando en Olga, quería llamar su atención con mi cuerpo, que me admirara por lograr ser delgada como ella, que percibiera mi voluntad y mi seguridad a través de mi delgadez. Desde entonces, se inició en mí un sentimiento de desazón por los hombres: dejaron de interesarme y los comentarios y las actitudes que antes me parecían ingeniosas, ahora las veía inmaduras; la inteligencia natural de algunos ahora la veía desabrochada y desorganizada por la falta de disciplina, pero sobre todo no soportaba el olor extraño que ellos exhalaban y mis sentidos repelían.
Cuando aparecieron Iván y sus amigos en el panorama de nuestras vidas, me entusiasmé pensando que de pronto un cachaco podría ser distinto, pero al mismo tiempo sentí unos celos enormes que casi logran dominarme, mientras observaba cómo la relación entre Iván y Olga se consolidaba. Olga, ignorante de mis sentimientos, pero amándome como si fuera su hermana, trató de mitigar siempre cualquier asomo de molestia de mi parte dándome un lugar preferencial y privilegiado en su vida. Primero yo, después Iván. Esa actitud me tranquilizó y le aportó a mi seguridad. Pero ni ella ni yo fuimos conscientes de lo que sucedía: me había enamorado de mi prima.
La relación con Iván la mantuvimos escondida por varias semanas. Al principio, lo percibí como un juego de las dos. Salíamos evadiendo la vigilancia familiar, nos escabullíamos en el Club Naval, tomábamos Corso Corozo con coctel de langostinos, y a veces hasta nos permitíamos un raspado de tamarindo con leche condensada. Todo ocurría los domingos, cuando Iván y sus amigos tenían salida. Una de esas tardes, Iván le solicitó a Olga que se encontraran después de misa y fueran al bar del Club Naval; le pidió que llegara sola, que él haría lo mismo. Olga accedió a ir a la cita, pero no a llegar sola, así que Iván no tuvo más remedio que proponerle que fueran novios conmigo abordo, y celebrar esa noche como si fuera una relación de tres la que iniciaba. Fue así por mucho tiempo, porque cada escapada de Olga sólo podía ser conmigo, y porque las dos nos habíamos acostumbrado a estar la una con la otra, aunque mutuamente nos viéramos con distintos ojos. Pero sin que nos diéramos cuenta, ni ella ni yo, Iván la había conquistado. Tenía con qué: era un tipo atractivo, ojos café oscuros, grandes, con una forma que podía hacerlos pasar por árabes, una piel trigueña cada vez más oscura por el sol que recibía en la Armada, una nariz grande, recta y alineada con la forma de su cara, que era delgada. Todo él era delgado pero atlético, como consecuencia de la mala comida y el ejercicio frenético que hacían en la Escuela Naval. Era bajito, incluso para los estándares latinoamericanos, pero dominaba muy bien su estatura; se mantenía tan erguido y mostraba tanta seguridad en su mirada y en cada uno de sus movimientos, que terminaba por parecer más alto que Giovanni. Iván había ingresado a la Armada porque era allí donde quería cumplir con su servicio militar, pero se había sentido tan a gusto que decidió quedarse unos años más. Cuando lo conocimos, nosotras estábamos a poco menos de un año de graduarnos del colegio.
Su padre era barranquillero y había estudiado en Bogotá, en donde conoció a la madre de Iván, cuya familia tenía una pequeña tienda de abarrotes en un barrio de clase media de la ciudad. La visión y el emprendimiento de Iván papá habían jalonado el negocio hasta convertirlo en una importante cadena de supermercados del interior del país. Sin embargo, para Antonio y Carmen, Iván y su familia eran unos abarroteros, sin ningún linaje que permitiera siquiera acariciar la posibilidad de casarse con una Corso. Pero Olga no permitió que esta presión la amedrentara; al contrario, la asumió como un reto. De las visitas secretas pasó a las caminatas por la bahía los domingos, a la vista de todos los fieles, antes de ir a la misa. Cambiamos la consabida pizza de los domingos del Club Cartagena por el coctel de langostinos del Club Naval, y muy poco a poco Iván fue conquistando con sus maneras, su buen gusto, y sobre todo con su decisión de retirarse de la Armada, a la familia Corso Espinosa. Fue un proceso tortuoso. Antonio y Carmen accedieron al noviazgo porque conocían a Olga tanto como yo: con o sin la anuencia de ellos, el noviazgo con Iván seguiría. Un día Giovanni, tratando de darles ánimo a los tíos, les dijo:
—Finalmente, el muchacho no es tan desconocido, es un Pumarejo de Barranquilla.
A lo que Antonio, exasperado, respondió:
—Tú sabes que Pumarejo hay de todo tipo. Este viene de los ilegítimos y de los pobres. ¿Qué costeño de buena cepa se va a ir a vivir a Bogotá? —sentenció.
Carmen también tenía conversaciones con Simona al respecto:
—Con tanto muchacho bueno que hay acá, tenía que irse a fijar en el único cachaco que vive en Cartagena —decía Carmen, y agregaba—: ojalá entienda algo que tú no has querido entender nunca, y es que una mujer no debe ser de un solo hombre. Tiene que probar, tiene que conocer, superar ese machismo que nos esclaviza toda la vida.
Carmen presentía que ese noviazgo con Iván sería para siempre, y eso, aparte de la falta de pedigrí, era lo que más le preocupaba. No concebía que una hija suya no hubiera vivido lo suficiente antes de embarcarse en un noviazgo serio y duradero.
Cuando nos graduamos del colegio, Iván pidió la baja en la Armada y se fue a estudiar Administración de Empresas a la Universidad de Miami. Olga y yo nos fuimos para Bogotá. El aterrizaje fue menos traumático de lo que imaginé. Las dos vivimos solas en un apartamento en la calle 80, muy cerca de la carrera 11. Aunque los horarios de Psicología, la carrera de Olga, y los de Administración de Empresas, la que yo escogí en consenso con Simona y Giovanni, no coincidían mucho, nos poníamos citas semanales que ninguna dejó de cumplir. Olga siempre me hablaba muy enamorada de Iván, pero como él no estaba, la que disfrutaba de la compañía de Olga era yo. No hubo cita o encuentro en que yo no trajera silenciosamente a mi memoria la noche en que mi prima cumplió sus catorce años.
Durante la segunda Semana Santa de nuestros años en Bogotá, varios compañeros de Olga y míos armaron viaje a Cartagena. Acordamos que ella y yo seríamos las anfitrionas, que les mostraríamos la ciudad y sus alrededores durante ocho días. La segunda noche, después de comer y antes de salir a una discoteca de moda en el barrio Getsemaní, paramos a calentar motores en el bar del Club Cartagena, donde se encontraban varios amigos de infancia. A mi lado izquierdo se sentó el Lema, que exhibía conmigo gestos de cariño que yo declinaba. Al lado derecho se acomodó Catalina Holguín, una mujer caleña que estudiaba Literatura en la misma universidad de Olga, y compartía algunas clases con ella.
—¿Te gusta Borges? —preguntó, iniciando así una conversación sin final próximo.
La pregunta me tomó por sorpresa, pero no con la guardia abajo.
—Mi mamá dice que si ella no hubiera leído a Borges, yo no me habría llamado Magdalena —respondí con una sonrisa inconscientemente coqueta.
Me pareció que Catalina, con la mirada fija en mí, hizo un inventario mental de las obras del autor. De repente, en tono muy pausado, como si aún estuviera reflexionando sobre alguna de sus lecturas pasadas, dijo:
—No recuerdo a ninguna Magdalena en sus escritos.
—Es que no la hay. Lo que hay es un Judas —dije.
—“Las tres versiones de Judas”. ¿Y eso qué tiene que ver con Magdalena? —preguntó Catalina.
—Es una historia larga, producto del pensamiento de mamá. Te resumo así su visión: ella piensa que sin Judas y sin Magdalena, no habría Cristo; qué él necesitaba un traidor y una puta en su historia.
—Tengo que conocer a tu mamá —dijo en medio de una carcajada sonora—. ¿Y esa idea vino de “Las tres versiones de Judas”?
—Sí, eso es lo que ella dice.
Catalina sonrió, mostrando su dentadura casi hasta llegar a las orejas. Ella tenía una particularidad que esa misma noche me enseñó: podía mover las orejas. Mantenía la mandíbula quieta, fijaba la mirada en un punto y desplazaba las orejas hacia delante y hacia atrás. Era consciente de que, por más que alguien lo intentara, la hazaña era irrepetible.
—Duré años ensayando este movimiento cuando era pequeña. El reto me lo impuso mi abuelo. Un día, cuando comprobó que ya sabía mover los hombros, me dijo: “Esto sí no lo sabes hacer”, y zarandeó sus orejas como si fueran manejadas por un control remoto. Traté de seguirlo, pero fue imposible. Practiqué todas las mañanas durante diecisiete meses exactos, contados día por día en mi diario, hasta que por fin logré el dominio. Ese mismo día llamé a mi abuelo por teléfono antes de salir al colegio y le dije: “Superé el reto”. “¿Cuál reto?”, me preguntó él. Le dije que el de las orejas. “¿Cuál es el reto de las orejas?”, insistió. Desesperada, le dije: “¡El de moverlas, abuelo!”. No podía creer que algo que me había ocupado los últimos diecisiete meses de vida, por culpa de un reto que él mismo me había impuesto, ahora estuviera sepultado en el olvido. “Excelente, mi amor”, fue lo que me dijo, soltó una carcajada y concluyó: “Serás la segunda Holguín en moverlas, anota eso en tu diario. Nadie más me había seguido la cuerda como tú”.
La historia me conmovió. La pude imaginar de niña soñando con ser como su abuelo, quien aparentemente era su héroe. Imitando hasta sus movimientos físicos para parecerse a él. La pude ver haciendo todos los días, con disciplina, el esfuerzo de mover las orejas. Supuse que a los doce meses habría podido claudicar en el intento, pero que ganó su ímpetu infantil hasta llevarla a la victoria.
Cuando terminó la narración, nos habíamos tomado cada una un ron con mucho hielo y con una Corso Corozo. El Lema había desaparecido. Los demás nos fuimos a bailar. El sitio estaba repleto, pero éramos suficientes para lograr hacernos nuestro espacio. Quedé asombrada con el ritmo de Catalina. Podía mover los hombros y mucho más. La cadencia del litoral pacífico se distingue de la del Caribe sobre todo por una particularidad: nosotros no movemos el tronco, así el mundo se nos venga encima; para ellos, en cambio, es parte del meneo natural del baile. Cuando le compartí mi percepción a Catalina, salió con una diatriba que separaba las dos costas como si fueran dos mundos:
—Magdalena, por favor, no sólo es el tema del tronco. El baile de ustedes y el nuestro no son ni prójimos. Primero, para ustedes todos los bailes son amacizados, no se sueltan ni porque se venga un terremoto. Para nosotros no. En el baile, las personas se separan la mayoría de veces; el baile invita al amor, pero no es el amor en sí, es apenas un preámbulo. Segundo, para ustedes las vueltas en el baile no existen. Si las hay son una o dos, máximo, en toda la canción. Para nosotros la vuelta es esencial; es el arrebato del cuerpo, es la energía puesta a disposición del ritmo. Tercero, en el Caribe, sin hombros no hay baile. En el pacífico, no todos mueven los hombros. Yo aprendí por mi abuelo, que algo de sangre caribe ha de tener, pero no te fíes de mí para generalizar. Te voy a decir en lo que sí nos parecemos: que sin buen paso ni allá ni acá se sobrevive en las fiestas. Sin baile no hay novio.
A la mañana siguiente, cuando nos alistábamos para salir en La Corso a las islas del Rosario, Catalina se acercó y me murmuró:
—Llévame a un lugar que no visiten los turistas.
—Allá los vamos a llevar, a que naden en la mitad del mar, a donde ningún turista va.
Intuí que la petición tenía un toque de exclusividad, que yo decidí omitir por miedo a equivocarme. Partimos por la bahía de las Ánimas, desde donde podríamos apreciar la espectacular cúpula de la iglesia de San Pedro Claver. Pasamos por Boca Chica, fortaleza inmensa, paradójicamente deteriorada por los tiempos de paz, y cuyo valor histórico contrasta con la desidia y el desprecio de los gobernantes locales. Nos dirigimos hacia uno de los hoteles de las islas, donde el grupo quería pasar por lo menos dos noches. Cuando sobresalieron en el horizonte los peñascos de las islas, le pedí al piloto de La Corso que parara la lancha y grité:
—¡Síganme los buenos y los machos! Estamos en la verdadera mitad del mar.
De pie en la proa salté al mar color turquesa, que aunque transparente, oculta su fondo. Me siguieron todos excepto Catalina, que permanecía impasible en la lancha, observando la cadena humana que habíamos formado en el agua. La busqué con mi mirada, ella tenía la suya fija en mí. Le hice señas con el brazo para que se tirara y grité:
—El agua del Caribe es caliente, bótate.
Todos los demás, incluida Olga, estaban distraídos con aletas y caretas buscando el fondo del centro del mar. Catalina realizó un movimiento con los labios que el sol que caía sobre ellos, perpendicular, no me permitió leer, pero lo acompañó con gestos de los brazos y las manos, y entonces pude adivinar que me decía “ven tú por mí”. Por alguna razón, que comprendí minutos después, sentía que Catalina era mi invitada de honor y que por lo tanto tenía que hacer todo cuanto a ella le apetecía. Subí a la lancha por detrás, en donde había una pequeña escalera de metal. Mis movimientos eran rápidos, pero Catalina me observaba sonriendo en cámara lenta. Sólo en ese momento me percaté de su cuerpo de curvaturas perfectamente delineadas, con un bronceado natural que requería de muy poco sol para sobresalir. Sin pensarlo, dije:
—¿Tú qué tipo de ejercicio haces?
—¿Por qué? —preguntó ella, aunque sabía a qué me refería.
—Por saber —dije.
—Corro y levanto pesas de vez en cuando —contestó.
Un grito de Olga me apartó del embelesamiento que me produjo el cuerpo de Catalina:
—Tírense, por favor, que estamos todos acá.
Me acerqué a Catalina, tomé dos caretas que estaban en una silla, y con la otra mano le agarré la suya. Caminamos hasta llegar a la proa y saltamos juntas a lo que yo había decidido que era el centro del mar. Fue en ese punto, y en ese momento específico, cuando comencé a sentir la necesidad de estar con ella. No la quería perder de vista ni un minuto. Deseaba quedarme ahí, a solas con ella, disfrutando desde el mar el atardecer que se posesionaría en el cielo como un espectáculo exclusivo para nosotras. Su presencia me atraía, me enganchaba con su halo, con su olor de fantasías del Pacífico, ahora mezclado con el mar Caribe. Quería que me contara su vida, confiarle la mía, detallarle mi niñez, mi vida con Simona y con Ango, enseñarle a jugar con los números como Giovanni me había enseñado a mí, y bailar con ella, abrazada a ella, y pegada a ella dentro del mar. Al resto del grupo lo sacudió un afán repentino por llegar al hotel, y se fueron saliendo uno a uno del mar. Sentí la necesidad de prescindir de ellos y seguir la sugerencia de Catalina: llevarla a un sitio inaccesible para turistas. Así que en la noche caminamos a un lugar ubicado a unos cuantos metros del hotel; quienes sabemos de su existencia lo conocemos como la laguna encantada. Es una ensenada muy pequeña, que permite apreciar el efecto del plancton y la luna en las noches. Antes de mover el agua, relaté a Catalina los cuentos de Ango acerca de las estrellas de Palenque, de los lobitos; le conté que en el palo de mango de la casa aparecía un lobito azul que según Olga y yo era el mismísimo Benkos Biohó. Me preguntó si yo creía en lo de las estrellas. Le respondí así:
—Acuéstate mirando el cielo.
Nos encontrábamos sentadas en la arena con las piernas estiradas. Tomé su cabeza y la puse sobre mis piernas, para que al acostarse estuviera cómoda. Ella lo hizo sin resistencia.
—Esperemos unos minutos, de pronto pasa una estrella fugaz —dije.
El silencio de la naturaleza marina nos arrulló durante veinte minutos, al final de los cuales tomé suavemente su cabeza con mis dedos para que se volviera a sentar. La miré a los ojos y murmuré:
—No vimos la estrella fugaz hoy, pero mira esto.
Asomé mi cuerpo sobre la ensenada y, con una ramita caída de un árbol cualquiera, giré el agua creando un minirremolino. El agua se transformó en escarcha luminosa que alumbró la cara de Catalina, que estaba sorprendida y eufórica; una combinación perfecta para estar al lado del mar.
—¿Viste que las estrellas de Palenque sí existen? Y también llegan al mar —dije.
Catalina me empujó cariñosamente y soltó una carcajada:
—Mi abuelo dice “cuentos al cuentero no”. ¿Por qué me quieres echar tantos cuentos de tu litoral Caribe? —preguntó Catalina.
No respondí. Ella tomó la ramita y experimentó las luces por sí misma.
—¿Sabes bucear? —pregunté interrumpiendo el silencio que nos unía.
—Sí.
—Mañana en la noche te llevo a ver un galeón sumergido.
—Supongo que mañana me dirás que estoy frente al mismísimo galeón San José —afirmó Catalina en un tono irónico.
—No, tampoco me atrevo a tanto. La última vez que alguien intentó iniciar el rescate del galeón San José fue por iniciativa de una mujer, a quien varios hombres le cayeron como pirañas a devorar la idea y la expedición, así que para el momento en que los políticos se pongan de acuerdo sobre quién puede extraer del fondo del mar ese galeón y podamos ver algo de él, tú y yo ya estaremos bajo tierra, disfrutando manjares con el capitán y toda la tripulación del dichoso barco.
—Te recuerdo que esa mujer que intentó rescatar el galeón es caleña y no se amedrenta fácil —afirmó con orgullo.
La experiencia del buceo nocturno con Catalina fue alucinante. Pudimos estar solas porque el resto del grupo no buceaba, o les daba miedo hacerlo de noche. Salimos del hotel en una lancha especializada en buceo que nos permitía palpar la seducción propia de un mar nocturno, en donde los sonidos brillan y los colores suenan. Antes de botarnos al agua, le dije:
—Cuando estemos en el ascenso, apaga la linterna cuando yo la apague.
Catalina no respondió. Nos sumergimos con un buzo profesional, quien sabía con exactitud el lugar donde estaba el remolcador hundido al que yo le decía galeón. El piloto se mantuvo en la lancha, atento a todos nuestros movimientos. Reconocí en Catalina una buzo experimentada, pues no necesitó taparse la nariz con los dedos para compensar sus oídos durante el descenso. Prendió la linterna y con ella apuntó a la arena para evitar rozar cualquier coral o esponja de mar. Descendimos quince metros. El espectáculo del mar nocturno es muy distinto al diurno. Los colores, sin el reflejo del sol, adquieren una intensidad especial; la inmensidad del océano se percibe profundamente, y la linterna se convierte en el verdadero salvavidas.
El buzo guía se instaló al frente de nosotras, y con pocas y suaves patadas, en menos de tres minutos llegamos a la popa del remolcador. Estaba repleto de cardúmenes de peces de los más variados colores. Tonalidades de azul, de amarillo, de grises, de púrpuras revestían todos los ángulos visibles de la embarcación, que llevaba quince años enterrada. Tomé a Catalina de la mano y la arrastré hasta lo que sin duda había sido una bodega, para mostrarle en el fondo tres estrellas de mar, cuyo rojo anaranjado iluminaba el sitio donde se hallaban. Estaban la una seguida de la otra, formando una línea perfecta y simétrica, como si se hubieran puesto de acuerdo para el espectáculo. Le mostré el pescadito furioso del Caribe, uno que siempre está cuidando su puesto en el océano, y ante la simple amenaza de un dedo parece que refunfuñara. Tomé el dedo índice de Catalina con mi mano, lo acerqué al pescadito, y al ver el enfado de este, ella soltó una carcajada que por poco manda a volar el regulador de buceo. La llevé a ver la proa partida y enterrada, forrada de corales rosados, amarillos y naranjas. Nos sorprendieron en el camino dos morenas verdes que abrían y cerraban sus gigantescas bocas pero no la aterrorizaron, sino todo lo contrario: Catalina se detuvo frente a ellas, suspendida en el agua, casi inmóvil, observándolas como parte del océano infinito.
Después de treinta minutos bajo el agua, el buzo guía nos hizo la señal que indicaba que debíamos ascender. Catalina me tomó de la mano, confirmándome que no había olvidado mi sugerencia antes de entrar al agua. Me sentí cómoda con su mano atada a la mía en el mar. Se la estreché. Apagué mi linterna, ella apagó la suya, y el buzo guía nos siguió el juego. Comencé a mover el agua con las manos y a escribir en ella “CATA”. Cada letra se delineaba perfecta por el efecto del plancton precedido por la luz de la linterna. Cuando la encendí para continuar con el ascenso, Catalina la apagó y yo la dejé. Escribió la “M” de mi nombre. Seguíamos tomadas de las manos. El buzo guía hizo un sonido sobre su tanque de oxígeno, señal de que ya se había acabado el tiempo. Ascendimos despacio hasta que nuestras cabezas estuvieron por encima de la superficie del mar. Inflamos los salvavidas y flotamos sobre el agua acostadas, mientras la lancha se acercaba. El cielo estaba despejado, y pasó fugazmente una estrella.
—¿La viste? Cata, ¿la viste? —insistí.
—Sí —replicó—, una estrella de Palenque vino a acompañarnos.
Con esa frase confirmé que Catalina ya era parte de la historia de mi vida. Subimos a la lancha, nos abrigamos con dos toallas secas y regresamos al hotel. Dormí escuchando su frase repetida por las olas que rompían en los espolones protectores del muelle que estaba cerca de la habitación. Imaginé que entre Cata y yo había una conexión especial; había encontrado una nueva amiga con la que podía conversar sin tapujos y sin reservas. Aunque meses después en Bogotá recordaría las palabras de Giovanni: “Yo no creo en el cuento de nuevas amigas o nuevos amigos. Los amigos son los que se hacen en la niñez, todo lo demás que va apareciendo en la vida son atracciones sexuales fugaces”.
Regresamos a Cartagena después de un almuerzo con pescado y patacón en las islas. Cata era de las mujeres que yo envidiaba, de esas que podían comer todo lo que se les antojara y no se subían medio gramo, de esas que si dejan de comer una noche se bajan un kilo, y de esas que con cualquier malestar se les cierra el apetito. Yo suspendí mi dieta perpetua y decidí relajarme para comer a la par de ella. No le pensaba contar, por ahora, todos mis traumas con la comida. Bebimos Corso Corozo con mucho hielo. Sabíamos que nos quedaban pocas horas de goce en Cartagena antes de regresar a Bogotá, así que en La Corso le dije:
—Veámonos a las cuatro y media en el teatro Heredia, te voy a llevar a otro lugar adonde no llegan los turistas.
A las cuatro y cuarenta y cinco de la tarde, la monté en la muralla que se alza perpendicular al teatro Heredia. Caminamos por el frente de una garita que conservaba su ímpetu intacto, como si todavía tuviera que defender a la ciudad de algo. Luego de varios minutos observando a las parejas que se instalan en las murallas al atardecer, la conduje hasta una tronera desocupada, al lado de la cual sólo se sentía la artillería del enamoramiento taciturno, con un estallido acústico de caricias que se mezclaba con el aroma salino del mar.
—Te traje a respirar el atardecer rojo de la ciudad —advertí con una alegría indómita en mi cuerpo.
Nos sentamos como decenas de parejas lo hacen, remplazando lo que en alguna época fueron armas y pólvora por amor, en nuestro caso, con el amor de la amistad, como bien me lo dijo Catalina:
—Siento que llevamos muchas vidas siendo amigas.
Allí me contó que creía en la reencarnación; que la palma de la mano de su abuelo tenía tal congestión de líneas, que la única explicación posible eran las muchas vidas pasadas que él había emprendido.
—Eso sí, él asegura que todas han sido en Cali.
—¿De qué color son los atardeceres en Cali?
—Morados —replicó Catalina sin dudar.
—¿Morados? —interpelé incrédula—, nunca había oído de atardeceres de ese color.
—Y yo nunca de atardeceres rojos y amaneceres dorados —dijo con una mirada risueña e irónica que dio luz a su rostro.
—Lo de rojos es cierto, justo como este momento —señalé el horizonte, donde el mar y sol se unifican.
El sol nos escuchó, de eso no tengo la menor duda. Desplegó el esplendor de sus colores, terminando con un rojo intenso que marcó la línea del horizonte.
—Parece un espectáculo de luces —dijo Cata conmovida.
—Es un espectáculo de luces —afirmé—. ¿Cómo es en Cali? —pregunté enseguida.
—En Cali lo que nos reúne al atardecer no es la puesta del sol, sino la brisa.
—¿La brisa? —pregunté asombrada.
—Sí, la brisa —afirmó Cata—. En Cali poco o nada se usa el aire acondicionado, así que a las cinco de la tarde, cuando comienza a brisar, la gente sale de sus oficinas, se instala en el balcón de sus casas o se sienta a comer empanadas al lado del río para sentir el fresco. En Cali disfrutar de la brisa es un plan que no respeta edad ni clase social.
—¿De qué son las empanadas? ¿De queso?
—¡Noooo! Son de carne con papa, y se pasan con lulada. Allá no existe la Corso, que creo que le pegaría muy bien a las empanadas.
—¿Cuántas empanadas se comen en una tarde? —pregunté.
—Seis.
—¡¿Seis?! —dije, aterrada.
—Sí, son pequeñitas.
—¿Te gustan los fritos?
—Por supuesto.
—Entonces, te voy a llevar a comer los mejores fritos del mundo esta noche.
A Catalina se le escapó una carcajada sonora y burlona, a la que yo respondí con una mirada repleta de ignorante coquetería. Me acerqué a ella, estrechando aún más el espacio dentro de la tronera; aparté con las manos el cabello que le cubría el rostro, producto del movimiento de la brisa, y en un tono serio, aunque fingido, le dije:
—¿Qué es la risa?
Sin moverse un ápice, y con la mirada fija en la mía, mostrándome que mi voz y mi cercanía no la intimidaban, replicó con un acento caleño que por primera vez fue muy notorio:
—Que vos creés que Cartagena es el ombligo del mundo, que el mar tiene acá su centro, que es la única ciudad con atardeceres rojos, y ahora me decís que venden los mejores fritos del mundo —tomó una de mis muñecas, que todavía trataba de liberarle el rostro del cabello que se sacudía por la brisa, y, mostrándose dueña de la situación, me dijo—: vos sos muy chistosa, Magdalena. El mundo no empieza ni termina en Cartagena.
—Tienes razón, yo pienso así, y en verdad creo que es así —contesté con humildad, pensativa, disminuyendo con mi voz el alborozo que nos había embriagado los minutos previos.
—Pero no lo tomés como una crítica. Eso me fascina de vos. Tu orgullo por esta ciudad, por su gente, por sus costumbres, por su historia, hace que cualquiera que se encuentre a tu lado vibre con sólo respirar el aire cartagenero. Han sido unos días mágicos, y estoy segura de que tiene que ver precisamente con tu manera de entender, asimilar y transmitir esta ciudad.
Me alegré con nostalgia al escuchar las palabras de Catalina. Las vacaciones se acababan y teníamos las horas contadas. Pero disimulé mi tristeza:
—¿Entonces qué? ¿Vamos por los mejores fritos del mundo? —pregunté.
—Por supuesto —dijo ella.
La llevé donde Margot, que vestía colorida como siempre. Me abrazó y me dijo con ese tono que se asemeja a un canto:
—Mi niña Lena, ¿por qué no me avisó que venía? Hoy no tengo los buñuelitos de maíz que le gustan.
—No importa, Margot —repliqué con cariño y agregué—: traje a una amiga caleña que dice que las empanadas en Cali son mejores que nuestros fritos —mentí para retarla, pues eso no era lo que había dicho Catalina—. Así que muéstrale qué es un frito cartagenero de Margot en todo su esplendor.
Las dos comimos carimañolas de queso, arepa de huevo y arepa de anís dulce. Bebimos Corso Corozo mientras Margot relataba cuentos de mi niñez, recordando que era capaz de comerme hasta diez buñuelitos de maíz seguidos. Contó cómo Simona trataba de que no comiera tanto y concluyó:
—La alcahueta de ella es la niña Ango, ¿ya la conoció? Esa mujer deja de quererla por adorarla, y nunca le ha dicho que no a algo. Así que mientras la mamá le prohibía que comiera más, Ango a la vuelta de la esquina le estaba dando lo que ella quería. La malcrió, mi niña, aunque no tanto. Mírela cómo se estiró y se puso de flaca, ¿allá en Bogotá sí comen? La gente del interior es flaca y pálida, y así se está poniendo mi niña Lena.
Cuando terminamos de comer, Margot tomó tres buñuelitos de fríjol y los envolvió en una bolsa de papel:
—Pa’ don Giovanni, el hombre más bueno que ha dado la tierra. A la niña Simo no le mando nada porque vive a dieta, pero dígale que la quiero mucho. Y a la niña Ango le mando este paquetico con arepas de dulce y buñuelitos de fríjol, que le encantan. Usted va pa’ su casa, niña, ¿cierto?
—Claro —respondí sonriendo—, yo se los llevo.
Cuando ya nos íbamos, Mayo salió corriendo por la puerta de la tienda que estaba detrás del negocio de Margot.
—¡Mi niña Lena! —gritó con un platón en la cabeza—, espéreme, muñeca.
Se plantó frente a nosotras, perfectamente erguida. Puso sus manos a los lados del platón de metal y lo bajó hasta al suelo, con un movimiento cuya armonía y suavidad lo hacía similar a un saludo al sol de yoga. Me apretó fuerte contra su cuerpo. Después me separó sólo unos centímetros, manteniéndome entre sus manos grandes y fuertes, producto de su trabajo.
—¿No me iba a saludar, mi niña? —protestó sin soltarme.
—No sabía que estabas acá, Mayo —le besé la mejilla.
—Está flaquita, mi niña —advirtió con su voz cantante—. ¿Se van a llevar una alegría? —agregó tomando el platón del suelo con sus manos.
—¿Alegría? —preguntó Catalina.
Mayo agarró la bola de crispetas, coco y panela con la mano y se la ofreció a Catalina:
—Tome, mi niña. Con esto nunca vienen las tristezas.
Catalina me miró, como esperando alguna instrucción de mi parte. Hice un movimiento de cejas que ella entendió como un “pruébalo”. Mordió la alegría, miró a Mayo y, todavía con la boca llena, dijo:
—Definitivamente nadie puede volver a conocer la tristeza después de probar este dulce —sentenció saboreándose.
La Semana Santa terminó, pero mi relación con Catalina apenas iniciaba. En Bogotá empezamos a salir todos los viernes, para sacarle provecho al tema del baile. Aceptó que había más coincidencias entre el baile de las dos costas cuando me contó cómo había aprendido a mover los hombros.
—Mi abuelo me ponía contra la pared, un hombro para delante, un hombro para atrás, despacio al principio. Él mismo contaba el ritmo: un, dos, un, dos, un, dos. Lo aceleraba en la medida en que yo lo seguía, y lo lentificaba cuando yo me desviaba del compás. Después pasamos al ejercicio con música, y finalmente sin pared.
—Yo también usé la pared —afirmé.
Le conté que mientras Ango hacía los sonidos de la guacharaca y la tambora con su voz, yo me paraba muy pegada a la pared y movía los hombros. Catalina también aceptó que en los dos lugares el baile es la siguiente enseñanza después del tetero; en colegios, clubes y fiestas de adultos, siempre hay un espacio para que los “chiquitos bailen”. Concluyó:
—Tienes razón, en el Caribe y el Pacífico nos amamantan con leche y con baile.
Las coincidencias en los gustos con Catalina, el fragor de su compañía, y también el de su ausencia, me llevaron a pensar que la conocía de toda la vida, o como si en otra vida, si su teoría de la reencarnación era cierta, hubiéramos hecho un pacto de sangre prometiéndonos que seríamos inseparables más allá de la muerte. Preferíamos una charla entre las dos en el silencio de su apartamento o del mío, al ruidajo de los bares y las discotecas que interrumpía nuestra velada. Pasamos de salir los viernes, a cocinar platos de toda índole en su casa o en la mía.
Iván en ese entonces estaba en Bogotá, así que Olga pasaba la mayor parte del tiempo en la casa de los Pumarejo. Después de esa Semana Santa, empecé a notar una evaporación de mi enamoramiento por mi prima. No ocurrió de un segundo a otro. Fue paulatina, casi imperceptible, sin avisar, pero tangible, aquel día que me anunció que Iván pasaría una temporada en la ciudad y yo, sin alarmarme, noté que no me vino un arrebato de celos, ni me inquieté, ni pensé que compartiríamos menos tiempo juntas; ni siquiera se me ocurrió que la puntualidad de nuestras citas semanales podría verse afectada. Contra mis propios pronósticos, por fin fui feliz por el amor que mi prima le profesaba a un hombre y viceversa.
Un viernes llegué al apartamento de Catalina con una botella de vino y un aguacate que me había pedido. En la cocina tenía una edición especial de ron Viejo de Caldas que bebimos puro. Catalina cocinó unos langostinos del pacífico con su cáscara, en aceite de oliva, limón y sal de mar. Cortó el plátano verde en rodajas muy delgadas, las bañó en aceite de oliva y sal y las metió al horno tratando de convertirlas en unos patacones, pero no lo logró, así que el aguacate en trozos que había partido para acompañarlos lo terminamos comiendo solo.
Los ensayos y disparates culinarios atizaban la cercanía de la relación. Esa noche la música de fondo era salsa. No habíamos terminado de comer cuando Catalina me dijo:
—Bailemos, siempre hablamos de baile, pero nunca bailamos juntas.
Dejé los cubiertos sobre el plato, me serví un trago de ron, lo bebí, me puse de pie y le ofrecí mi mano:
—¿Baila una cumbia conmigo, señorita? —le pregunté.
Catalina cambió la música y al son de la cumbia cienaguera empezamos a bailar. Yo la invité con mis gestos a juntar nuestros cuerpos y, sonriendo, murmuró en mi oído:
—Ustedes hasta la cumbia la bailan apercollados.
Percibí que esas palabras eran una invitación a que la abrazara más, y así lo hice. La piel se fue transformando durante el baile. Ella me acarició el cuello con las manos, se alejó un poco de mi cuerpo, y al ritmo de la música movió sus caderas, buscando que yo la admirara y no que la siguiera. Así lo hice. La canción finalizó.
—Ahora nos toca una salsa —afirmó Catalina con entusiasmo.
Cambió la música y sonó la canción Gitana. Me abrazó por la cintura.
—Veo que también la salsa la pueden bailar amacizados los caleños —precisé con un tono risueño.
Estaba yo terminando mi frase, mirándola de frente, esperando su respuesta, cuando acercó sus labios a los míos, y la noche terminó sólo a la mañana siguiente, cuando nos despertamos en su cama. Se sentía el calor exhalado por los dos cuerpos desnudos que aún estaban muy juntos. En ese momento supe que esto no tendría marcha atrás. Entendí en un segundo todos los años en los que no había podido comprender por qué no sentía ni atracción ni placer al estar con los hombres. Pensé en Olga. Estaba empezando a comparar sus pieles, su textura, su olor, cuando Catalina abrió los ojos:
—¿Cómo estás? —preguntó cariñosamente.
—Estoy bien —repliqué. En realidad, tenía una mezcla de felicidad y miedo. Me ganó lo segundo. Le dije—: Ya me voy.
Me paré de la cama, me vestí y me fui, tratando de no llevarme su olor impregnado en mí. Fue imposible. Duré todo el día y toda la noche oliéndola mientras la pensaba. Ella no me llamó, y yo no fui capaz de buscarla. Pasó una semana entera en que no podía despegar su imagen de mi mente. La veía en mis libros, en la cafetería, en los profesores, en la biblioteca, pero en realidad ella nunca estaba. Me pregunté si era Catalina en particular, o si eran las mujeres en general. Visité de nuevo mi episodio con Olga, y no supe responderme. No tenía quién me contestara. Observaba a mi alrededor, tratando de encontrar alguna pista que me señalara que yo no era la única. No la encontré. Noté cómo en Bogotá y en Cartagena las mujeres nos acariciamos, nos tocamos, nos abrazamos en público sin que esos gestos impliquen una pizca de sexualidad. ¿Quién sería como yo?, me preguntaba. Estuve distraída esa semana. Perdí la concentración en todas las clases, y de paso aumentó mi apetito. Viví lo que significa consumirse en vida. Pero todo cambió el viernes, cuando Catalina llamó por la tarde a proponerme que saliéramos a tomarnos un trago. Acepté de inmediato. No hablamos de sentimientos, ni mucho menos de pensamientos. La noche empezó con dos margaritas en un bar de la calle 82 y terminó en la cama de ella, con el ron que nos había sobrado la semana anterior.
Esa noche, el lugar que solía ocupar el ataúd en el sueño, ahora era un gran ombligo bordado con mapas desconocidos. Contemplé mi cuerpo estampado en algún lugar del espacio, del cual sólo resaltaba una barriga gigante con ese ombligo punteando, como si fuera a salir disparado. Me sentía tumbada, imposibilitada para pararme o moverme; permanecía clavada en una superficie confusa. Desde algún ángulo observé el ombligo a punto de estallar, hasta que llegó la mujer monjil y todo se recogió. Percibí una estrechez asfixiante, y después un ahogo, porque sin darme cuenta ya estábamos bajo el mar. La mujer seguía de espaldas a mí, pero ahora en el agua tenía tomada la mano de Catalina en una actitud maternal. Por segundos las contemplé con sosiego, pero un movimiento, no sé si en el sueño o fuera de él, me hizo caer en cuenta de que no podía sostenerme más tiempo dentro del agua, y la sofocación de esta certeza me despertó. Al lado mío Catalina continuaba durmiendo plácidamente; busqué su mano y la abracé. No se la había alcanzado a llevar la muerte en mi sueño, ni en mi vida. Todavía turbada por el sueño, pensé: “Catalina sabe quién es la mujer de negro, yo no”, pero me pareció absurdo preguntarle acerca de mis pesadillas.
Ese sábado me levanté temprano, y sin decir nada me fui a mi casa. Esta vez no dejamos de hablarnos. Ella no me lo dijo con palabras, pero con su cuerpo entendí que también había sufrido la semana anterior, que no quería separarse, pero que al igual que yo no sabía cómo hacerlo. Nos volvimos las mejores amigas entre semana, y las mejores amantes los viernes. Nunca hablamos de nosotras dos. Todo parecía dicho, pero en realidad nada lo estaba.
Se acabó el semestre, Catalina partió para Cali, y Olga y yo para Cartagena. La extrañé y su ausencia me produjo un dolor físico. Hablamos todos los días, muchas veces al día. Conversamos de su abuelo, de Simona, de Ango, de la música, de los libros, de la comida, pero nunca de la falta que nos hacíamos. Inicié el cuarto semestre emocionada por verla. El rito de los viernes se repitió en su casa, y cada semana incluía mi despedida al amanecer el sábado. Siempre hablando de nosotras sin hablar de nosotras. Con Catalina podía compartir mis más íntimos miedos, mis angustias y mis ansiedades, pero era incapaz de avanzar en una conversación sobre lo que estábamos viviendo. Conoció mis debilidades con la comida de primera mano, aunque le costó comprender que había una diferencia enorme entre lo que mi mente deseaba que yo comiera y lo que yo en realidad comía. Más difícil aún fue para ella entender que las personas pudiéramos comer por ansiedad y no por gusto. Pero todo le pareció claro la noche en que Simona llamó con una voz febril y áspera, con explosiones de júbilo y aflicción casi simultáneas. En los diez minutos que duró la conversación telefónica, buscó recopilar algunos de los momentos en que le habían asegurado que Giovanni le era infiel. Colgué el teléfono, cerré los ojos, exhalé un aire turbio de desesperanza, observé el temblor de mis manos, producto de la rabia y de la impotencia, y le pedí a Catalina un vaso de agua helada. Lo bebí lentamente, masticando los hielos, rogando que su temperatura apaciguara mis sentimientos. No fue suficiente. Fui a la cocina de Catalina, en donde ya me desenvolvía como si fuera la propia. Tomé un tarro de helado de vainilla de la nevera y otro de chocolate. Extraje de cada uno la cantidad suficiente para que alcanzara a cubrir la mitad de un vaso grande y ancho que Catalina usaba para servir cerveza. Le incorporé dos cucharadas de arequipe, galletas de chocolate con vainilla pulverizadas por mí, un brownie partido en trocitos y abundante leche condensada encima. Regresé a la cama. No hablé. Ella no interrumpió la faena. Devoré mi helado. Cuando terminé noté que los ojos de Catalina aún no digerían lo que presenciaban.
—¿Qué fue eso que te comiste? —preguntó asombrada.
—Creo que fue a mi mamá —respondí, con una sonrisa de satisfacción no prevista.
Acomodé el vaso sobre la mesa de noche, sonreí, me levanté la camisa para mostrarle la barriga, la inflé un poco más de lo que ya estaba, y le dije:
—Mira dónde terminó mi mamá.
Las dos nos reímos abrazándonos; yo ya no tenía ni rabia ni ansiedad, ni sufría la impotencia que había sentido segundos atrás. Pasamos toda la noche acariciándonos, comprendiendo nuestros dolores y nuestras ausencias, pero sin permitirnos entender lo nuestro con palabras. Ambas evadíamos ese momento, como si el amor no necesitara ser pronunciado.
La rutina de los viernes siguió en el placer de nuestra confianza, en la ceremonia cada vez más embellecida de la cama y en el silencio aparente de nuestra relación. Hasta que una mañana de sábado, con voz de súplica, Catalina me dijo:
—Quédate conmigo —pero yo ya llevaba ocho días pensando en otra para quien el “nosotras” existía, era tangible y sin aparente censura.
Había ocurrido el sábado anterior, en una fiesta de una amiga de Olga en la que soporté por mucho tiempo mis pensamientos nublados por Catalina, su baile, sus hombros, su espalda, sus movimientos y su cuerpo, hasta que en un segundo de lucidez observé que la fiesta se la había puesto de ruana la hermana de una amiga de Olga.
B es una actriz barranquillera de algún reconocimiento público y de una belleza extrañamente atractiva. No tiene un rostro perfecto; al contrario, es su imperfección la que termina por armonizarlo. La nariz es brusca y prominente, los ojos son separados y grandes, la boca es pequeña. Es alta, mucho más alta que el promedio de las colombianas. Tiene una voz densa, sonora y potente, que se impone por la fortaleza de su tono. Lo que enlaza de una manera prodigiosa todas estas características es un halo perceptible, aunque invisible, de alegría e inteligencia.
La fiesta de aquel sábado había empezado al mediodía, y a las siete de la noche la gente estaba en la sala prendida, cantando, bailando y comiendo. Yo había estado parca, era la única sobria en el lugar. Olga y la hermana de B me pidieron que llevara a B a su casa, que el esposo llegaba esa noche tarde, y que no la podía encontrar así de borracha. Debía acompañar a B hasta su apartamento, darle algo de beber que no fuera alcohol, y asegurarme de que quedara tendida en su cama. B se negaba a salir de la fiesta, y no admitía que estuviera pasada de tragos. Le murmuré al oído:
—Tranquila, vámonos y yo te llevo adonde quieras.
Me siguió. Ya su hermana me había entregado la dirección de su apartamento, adonde yo pretendía llevarla sin condiciones. Pero B se montó en mi carro, cerró la puerta, y me suplicó:
—Llévame a tomarme un trago, no me puedes llevar a dormir a las ocho de la noche.
—¿Adónde quieres ir? Tomémonos un trago en tu casa —sugerí.
—No, ¿cómo me vas a llevar a mi casa? Qué aburrición tan grande. En mi casa estoy siempre —afirmó B—. Llévame a tu casa y así conozco algo nuevo en Bogotá —agregó con una sonrisa.
—Te llevo a mi casa, te doy un trago y te llevo a la tuya, ¿te parece?
—Trato hecho.
Me dio la mano para cerrar el trato, y me jaló para darme un beso en la mejilla. Algo en esos dos movimientos produjo una electricidad en mi cuerpo tan fuerte, que pensé que era notoria. Para disimular, le dije:
—Estás helada.
—Yo soy fría —dijo, mientras bajaba la ventana para encender un cigarrillo.
No había terminado de cerrar la puerta de entrada de mi apartamento cuando B comenzó a besarme el rostro y yo a dejarme. En un afán infinito de parte y parte, nos acariciamos en la sala, en la cocina y finalizamos sin ropa en mi alcoba. Mi primera y única pregunta esa noche fue:
—¿Cómo supiste de mí?
B sabía perfectamente a qué me refería yo, y contestó despacio, sin comerse ninguna letra, y acentuando cada una de sus palabras:
—A las lesbianas nos delata siempre la mirada.
Ya eran las diez de la noche.
—Tengo que dejarte en tu casa —aseguré.
Subió al carro sin ninguna resistencia. Yo me sentía una mujer de mundo por haber estado ya con dos mujeres, y ahora además las tenía al mismo tiempo. Pero a la vez me asaltaba una sensación de falta de ubicación terrenal, sin brújula cercana. La palabra lesbiana daba vueltas en mi cabeza con evasivas, sin que la pudiera atrapar, sin siquiera comprender su significado, sin poder relacionarme con ella. Esa palabra me pareció fea desde la primera vez que la escuché. Simona y Carmen especulaban sobre la sexualidad de alguna de las autoras de sus libros, y cada una fortalecía su posición desde los extremos: Simona decía que era lesbiana, pero que en esa época no hubiera podido jamás vivir con una mujer, a pesar de que en el mundo artístico los estándares morales fueran más relajados, y Carmen sostenía que un affaire de una mujer con otra no la hacía lesbiana, sino inquieta sexualmente; “degustar no es señal de aprobación”, dijo. Cuando notaron mi presencia y la de Olga se asustaron y disimularon su sorpresa, explicándonos el significado de la palabra, enredándose en algo que había sido diáfano y franco en la conversación de hermanas. Carmen, para despacharnos del embrollo en que se metieron solas, concluyó con una aclaración que ensombrecía: “Acá en la costa, a las lesbianas les dicen areperas”.
Esa noche acompañé a B hasta su apartamento, cumpliendo con la encomienda de Olga y su amiga. Apenas entré percibí una energía extraña que me hizo sentir incómoda, pero no logré saber de qué se trataba. La sala era amplia y bien iluminada, seguida de un corredor que conducía a tres habitaciones.
Esperé a que B bebiera una medicina que según ella evitaba el guayabo y a que se cambiara de ropa; antes de meterse en su cama me abrazó y me dijo:
—Me fascinó. Yo te busco.
Desde ese primer instante que estuvimos juntas, B me invitó a que habláramos de lo ocurrido y de lo que habría de suceder. Eso me atrajo, tratar de poner en palabras mis sentimientos me ubicaba, pensaba yo; enfocaba mi atención en lo que me estaba pasando. La primera noche, apenas salí de su casa, me llamó:
—No dejo de pensarte. Tengo tu olor en todo el cuerpo —dijo.
Recordé a Simona, que me insistía desde la adolescencia: “Usa siempre el mismo perfume, para que la gente te recuerde por tu olor”. Hasta el exorcismo de Giovanni me había bañado ritualmente en las mañanas con su María Farina. Luego, me demoré varios años en encontrar una fragancia que se acomodara a mí. Me parecían muy dulces, o muy fuertes o sin personalidad. Hasta que un día Simona, que veía que probaba todas y no me quedaba con ninguna, me dijo: “Magdalenita, si las casas que fabrican los perfumes hacen mezclas, tú también puedes hacer alguna. Llevas mucho tiempo acostumbrada a la María Farina de tu papá, trata de combinarla con un olor amaderado para ver cómo te va”. Santo remedio. Desde entonces uso la María Farina con otro perfume, lo que me hace poseedora de un aroma único, que al parecer había quedado impregnado en B.
A los pocos minutos de la llamada de B, recibí su primer mensaje de texto: “YA, te necesito”. Respondí al mensaje sin timidez, buscando engancharme en una conversación que me permitiera soñar con ella: “¿Qué necesitas?”. B, que al parecer era una seductora telefónica, replicó al instante: “Tu olor, que está a punto de irse”. “¿Te bañaste?”, pregunté en el texto. “No me baño hasta que te vuelva a ver”, fue la respuesta de B. “¿Por qué?”, yo quería que hablara, que me dijera todo lo que Catalina no me decía, que no se callara nada, que fantaseara conmigo, que hiciera explotar mi imaginación con ella. Y así fue. Permanecimos en un intercambio de mensajes hasta el lunes en la tarde que nos volvimos a ver.
El encuentro ocurrió en mi apartamento. A una hora en la que Olga y yo teníamos clase, pero yo no asistiría. Mi única prioridad era volver a ver a B, quien entró con la respiración ya alterada. Traté de bajar los decibeles de su agitación. Quería verla, verla completa de nuevo, ya no en mi imaginación, sino entre mis manos, rozándole cada milímetro del cuerpo con la yema de los dedos, demorándome en cada lugar para poder guardarlo en mi memoria, para que fuera recordado siempre con exactitud, porque esto que yo sentía tenía que ser para siempre. B me enseñó ese día que para hacer el amor no necesitaba beber, porque el amor embriagaba lo suficiente y no necesitaba del impulso del alcohol. Disfruté esa tarde en la que, una y otra vez, perfeccionamos la ceremonia de la pasión entre dos mujeres desnudas. Cuando comenzó a oscurecer —sin ningún ritual y mucho antes de lo que ocurre en Cartagena—, tomó su teléfono, que había dejado en la mesa de noche de mi cuarto, y llamó a su esposo, Fabián.
—Me tengo que ir —dijo B.
—¿Por qué? —pregunté con ansiedad.
—Porque tenemos una comida con Fabián.
—Por favor, quédate —imploré.
—No puedo, mi amor —contestó a mi súplica mientras me besaba el rostro.
—Una hora más, media, por favor.
—No puedo —aseguró B.
Se vistió mientras yo admiraba su desnudez. Su cuerpo era perfecto, según los estándares de Simona. B no debía pesar más de cincuenta y cinco kilos, que estaban repartidos en sus casi 1.80 de estatura, así que era delgada, muy delgada. La parte de su cuerpo que no estaba bronceada por el sol era de un blanco transparente que permitía ver algunas de sus venas. Su cabello castaño oscuro caía lacio hasta un poco más abajo de la tira del sostén. No usaba tintes ni secador. Nunca, según me contó, tuvo que padecer la rebeldía del cabello. B tenía quince años más que yo.
Se vistió y me besó en la boca para despedirse. Tuve la intuición de estar entrando en un terreno movedizo que no podría manejar. La sensación me generó un vacío distinto, adicional al físico por la partida de B. Pero no me importó. A fin de cuentas, no hay amor perfecto, como decía Simona.
Esa noche soñé que el corredor largo y el ataúd estaban rodeados de espejos, que engendraban ilusiones ópticas deformes, descaradas y abstractas. El corredor se reproducía como un laberinto, la mujer de negro no caminaba sino que se arrastraba; el ataúd no se veía como un cajón estático, sino como un huevo en movimiento con cambios de colores bruscos, todos opacos. En un momento dado, empezó a chorrear sangre por los espejos, que rápidamente fue succionada por un viento fuerte, lo que provocó que la mujer de negro se diera media vuelta, pero no pude reconocer su rostro, no logré verlo o recordarlo. Me levantó de repente una atracción tipo imán que provenía del ataúd hacia mí; yo, que nunca me veo en estos sueños pero que mantengo la calidad de observadora, trataba de huir mientras me despertaba. Tuve la sensación de que en el sueño había visto a B, pero por más esfuerzos que hice, no logré encontrarla cuando, por fin, abandoné la pesadilla. Desperté sola y seguí buscando a B.
Esa semana vi a B todos los días. Entendí muy pronto que sería difícil pasar una noche juntas, pero sus mensajes en la madrugada disminuían su ausencia y mi ansiedad: “Te extraño”, “estoy pensando en ti”, me escribía. Así que cuando Catalina me propuso que comiéramos en su casa aquel viernes, yo ya sabía qué significaba hablar de amor entre dos mujeres, y también que eso con Catalina no pasaría. Fui a su casa, procurando atenuar la privación física en la que me mantendría B durante el fin de semana. El sábado, cuando Catalina por primera vez me pidió que me quedara con ella, mi pensamiento había salido hacía una hora de su habitación a encontrarse con B, quien había escrito: “Desayunemos. Veámonos en el café de la 94 con 13, te espero a las 8”.
No me bañé, no paré en mi casa. Estuve con Catalina hasta las 7:40 de la mañana, dejando sólo los minutos necesarios para poder llegar a tiempo a la cita con B. Necesitaba ocupar mi mente para que la ansiedad no se apoderara de ella.
Cuando nos encontramos, me dijo:
—Tenía una necesidad inmensa de verte.
—Yo siempre la tengo —afirmé buscando su mano, que sostenía una taza de café.
—No, no me toques en público —me pidió B.
—¿Por qué?
—Porque no está bien. Al fin y al cabo, soy una mujer casada y reconocida —me miró con ojos de súplica y continuó—: entiéndeme, vamos a estar juntas, pero lo vamos a hacer bien.
—Bueno, lo vamos a hacer bien —afirmé sin comprender lo que decía.
En ese momento desconocía el significado de “hacer bien” al cual apelaba B. Pero no me parecía descabellado que, siendo ella una actriz casada con un hombre, tuviera que ocultar que tenía una amante mujer. Tampoco me parecía irracional que yo, que apenas descubría que mi verdadera atracción física era por las mujeres y no por los hombres, tuviera una relación con una mujer casada. No conocía ni en Cartagena ni en Bogotá una relación abierta entre dos mujeres. Supuse que así eran las cosas, y que el secreto y la discreción significaban “hacer esto bien”. Pero no intuía que era una nueva versión, más perversa y refinada, del “qué dirán”.
La pasión física que sentí por B y la apertura de sus emociones me alejaron de Catalina, quien ahora me parecía enredada con sus sentimientos, poco clara con lo que ocurría entre nosotras, y yo ya no quería eso. Deseaba una mujer que me dijera que me amaba por ser mujer, que soñara con acostarse conmigo por ser mujer, que estuviera convencida de que sólo una mujer comprende lo que necesita otra mujer sexualmente. Todo esto lo encontraba en B y no en Catalina.
La separación de Catalina no fue dramática: yo fui abandonando la iniciativa de salir los viernes, fui declinando sus invitaciones, y me ausenté de la cotidianeidad de su vida. Como nada habíamos dicho para unirnos, nada había que decir para alejarnos.
Mi felicidad y B tenían una correlación directa. Si estábamos bien, yo era feliz. Si estábamos mal, era infeliz. Fui infeliz muchas veces porque B no era exclusiva para mí, aunque en eso ella había sido clara desde el principio. Nunca prometió que fuera a dejar a su marido, pero con el paso de los meses, yo fui queriendo que lo hiciera. Necesitaba a B. Necesitaba verla, sentirla, olerla, tocarla. La ansiedad era tan grande que, cuando salíamos a algún sitio público, yo le suplicaba: “Rózame algo, lo que sea, pero rózame, necesito saber que estás pensando en mí, así estés a mi lado”. B, entonces, acercaba su codo al mío, hasta que hicieran contacto, o su pie al mío, o su pierna a la mía, o me pedía un sorbo de mi bebida para hacer un leve intercambio de roces con las manos, y así salíamos a la calle, acariciándonos sin acariciarnos, amándonos sin revelar el amor, sintiéndonos sin demostrarlo, para poder proteger nuestro secreto.
Descuidé el semestre en la universidad porque me dediqué a cumplirle las citas a B a cualquier hora. Mi promedio bajó considerablemente y me preocupé, pues siempre había sido un modelo académico que Giovanni y Simona podían mostrar. El día de entrega de notas finales era el único que Giovanni pisaba el colegio, porque sabía que su hija se ganaría sin falta la medalla de excelencia académica, que yo portaba hasta por la noche, cuando salíamos a comer al mismo restaurante todos los años. Después se la entregaba y él la colgaba en su oficina, con mis demás medallas, sobre un letrero tallado en madera que decía “¿Cuándo no es Pascua en Diciembre?”. Pero ahora, me inquietaba más perder aunque fuera un minuto de mi felicidad con B. Era consciente de que aquello era una atracción fuera de lo común, porque nunca cesaba, pero es que todo es extraordinario cuando dos mujeres se aman, pensaba. Recibía los mensajes y las llamadas más insólitas de parte de B: “Estoy en el parqueadero de la universidad, volémonos”, y yo salía corriendo para escaparme con ella.
Cuando llegó diciembre, la época de vacaciones, yo no quería sepárame de B. Por lo general, la misma tarde que presentaba mi último examen, arrancaba para Cartagena. Esta vez no fui capaz. No me imaginaba respirando en una ciudad en la que B no se encontrara. Le propuse:
—Vete para Cartagena, no creo que pueda estar un mes sin ti.
—Yo tampoco sé qué hacer, pero no tengo nada que ir a hacer a Cartagena —me dijo.
—Di que yo te invité, ve con Fabián. Entiéndeme, no puedo estar sin ti — supliqué.
El solo pensar en su ausencia me fatigaba. La respiración dejaba su ritmo fluido y se convertía en un cúmulo de exhalaciones obstruidas por la ansiedad que me producía estar sin ella.
Tratamos de arreglar ires y venires en la imaginación, hasta que coincidimos en una solución: que yo me fuera una semana después de salir de la universidad y llegara una semana antes de regresar a clases. Las explicaciones que tuve que dar, sobre todo a Olga, fueron francamente inverosímiles. Ella fingió creerme, y así quedamos a la par en mentiras, pues en ese momento ella había quedado encinta, sin contármelo, y trataría de mantener este secreto hasta solucionar su situación con Iván y darle un nacimiento “digno” a Martín Pumarejo Corso, mi primo segundo.
Durante los quince días de vacaciones que estuve en Cartagena busqué ocuparme, pero fue difícil; mi mente, en un estado de desasosiego constante, me llevaba de vuelta a B.
Cuando nos volvimos a encontrar en enero, en Bogotá, la situación había cambiado. La ternura y el cariño permanecían intactos, pero ahora había un toque de miedo que pervertía la relación. Con B habíamos acordado que éramos tres: ella, la relación y yo, y tratábamos a la relación como un tercero independiente, construido entre las dos. Eso nos permitía observarnos a cada una por aparte, pero también en conjunto, de tal manera que si alguna sentía rabia o tristeza, no siempre la relación se permeaba con ese sentimiento. B fue quien me explicó esta táctica para mejorar la comunicación y el entendimiento, pero algo extraño ocurría con ella en enero, y ese algo se había instalado en nuestra relación.
El detonante fue un incidente con varios mensajes de texto que invocaron la rabia del marido de B envuelto en su propio ego. A las once y cincuenta de la noche del 31 de diciembre, B me escribió desde Barranquilla: “Tu rostro, lo único que contempla mi pensamiento y alivia el atropello de mi alma”. El mensaje venía acompañado de una foto que B había tomado el segundo día que estuvimos juntas. “Feliz Año Nuevo”, agregó.
“Te estoy llamando, contesta”, escribí. “No puedo, tengo muchos ojos encima”, respondió B. A las doce y cinco de la mañana: “No vuelvo a pasar un 31 de diciembre sin ti, quiero iniciar cada año con el olor de tu nuca”, escribió B.
B aseguraba que era en la nuca donde se concentraba el verdadero y original aroma de las personas. Podía pasar varios minutos sólo sumergida en lo que ella denominaba “tu perfume natural”.
“¿Dónde estás?”, pregunté en el mensaje. “Sigo en el club. Me quiero ir. No hay nada que celebrar si tú no estás”, respondió. “Ven”, escribí. “Qué más quisiera”, replicó.
A las doce y treinta y cinco de la mañana, mientras yo mataba el tiempo con una Corso Libre en la mano, en medio de la celebración del Club Cartagena, en donde es obligación llevar corbata negra y las mujeres visten sus trajes de lentejuelas al compás de tres orquestas caribeñas, entró un mensaje que desataría la imaginación de B y la mía, por supuesto.
“Hazme el amor por acá”, escribió B. Sonreí al leerlo, sin sospechar siquiera el nivel de excitación que las letras de una pequeña pantalla digital podían generar en mí. “¿Cómo te voy a hacer el amor por el teléfono?”, escribí.
Mientras digitaba y pensaba en B, comencé a sentir mis senos más sensibles que de costumbre; el sólo roce con el vestido que me arropaba me hizo sentir que ahí estaban los labios de B ocultos, mientras una multitud alrededor mío conversaba, bailaba y sonreía.
“Imagínate que estoy ahí, contigo, pero que soy invisible. Imagínate que tienes que cruzar las piernas porque no resistes mi mano en el centro de tus muslos, que las yemas de mis dedos te rozan despacio mientras todos te observan, pero nadie sabe qué está ocurriendo”, escribió B.
No tuve que fantasear mucho. Mientras leía cada letra la iba sintiendo allí, conmigo. Podía escuchar su respiración irregular, que ni siquiera necesitaba tener cerca para advertir su robustez. La veía con su traje rojo pegado y largo, tratando con sus manos apuradas de entrar por la abertura lateral de mi falda sin romperla.
“Descríbeme otra vez tu vestido”, escribió B. Cuando lo hice, me contestó: “Esa falda está muy apretada, vas a tener que ayudarme o la voy a romper”. Yo le ayudé, cambiando varias veces de posición en mi asiento, mientras sonreía y procuraba no tener largas conversaciones que interrumpieran mi ya entrecortada respiración. “Te estoy besando la nuca, ¿te gusta? Todos advierten ahora mi presencia, pero no importa, yo no paro”, decía B.
Sentí no sólo su respiración en mi nuca, sino su nariz grande tratando de penetrar mi vestido por la espalda. “Ayúdame tú un poquito”, escribió. “¿Cómo lo hago?”, pregunté. “Vamos al baño juntas”, sugirió B.
Me puse de pie, embriagada más por las palabras de B que por el ron que había bebido esa noche. “Ya llegué al baño. ¿Te puedo llamar? Necesito oírte para continuar”, escribí.
Sentí mi saliva helada por la excitación. Encerrada en un baño, traté de quitarme el vestido que Ango me había ayudado a poner, pero fue imposible. Estaba enfundada en un traje que cumplía a la perfección con la etiqueta de la fiesta, pero se necesitaban dos para el arte de ponerlo y quitarlo.
Me recosté contra el lavamanos, esperando la sugerencia del próximo movimiento. “Me voy ya. Sal tú también. Avísame cuando llegues a tu casa”, escribió B.
Era la una y siete de la mañana. Salí tratando de que nadie lo notara. Después de haber deseado el feliz año, la costumbre, al menos de los Corso, era que nos podíamos dispersar. Le pedí a Olga que me prestara las llaves de su carro.
—¿Cómo se te ocurre que te voy a dejar ir sola a esta hora a la casa? Tú no aguantas el triquitraque de los buscapiés a la salida del club. Iván y yo te llevamos.
Olga tenía razón; yo detestaba esa costumbre de tirar por el suelo pólvora que persigue a la gente y termina quemándola. Desde niña me asustaban. Todavía seguía vivo el trauma de cuando teníamos diez años y no clasificábamos para la fiesta en el club el 31 de diciembre. Ango nos celebró en el balcón de mi habitación a Olga y a mí la llegada del año nuevo, y antes de llegar a la medianoche, le hicimos berrinche y la convencimos de dejarnos cruzar la calle para festejar en el pequeño muelle frente a la casa que se anclaba en la bahía. Estábamos a punto de abrazarnos, cuando Ango se le atravesó al buscapié que venía por mí y terminamos las tres en la clínica, acompañando a Ango, que casi pierde el pie.
Así funcionaba el 31 de diciembre: a medianoche iniciaba un despliegue de buscapiés por toda la ciudad, que llevaba a varios descuidados y a muchos borrachos a los hospitales para inaugurar el año nuevo. Pero yo estaba agitada, no quería desconcentrarme de B, y sabía que el trayecto con mi prima y su novio bloquearía por varios minutos el fluido sensual de nuestra conversación.
—Ya no les tengo miedo. Además, si estoy en el carro no me van a alcanzar —repliqué.
—No me gusta que te vayas sola. ¿Por qué te quieres ir ya? Es tempranísimo, la fiesta apenas comienza —dijo Olga.
Era cierto, la rumba de fin de año del Club Cartagena apenas iniciaba a la una de la madrugada. Era el momento en que los odios y resentimientos entre familias se dejaban a un lado con un fin exclusivo: bailar. A las seis de la mañana servían un desayuno que Simona llamaba “levanta muertos” y Giovanni “acuesta al tuerto”, porque decía que a esa hora las personas, sobre todos los hombres, que eran los que más bebían, enfocaban con un solo ojo, así que todos parecían tuertos cuando estaban borrachos.
—Algo me cayó pesado y me siento mal —mentí.
—Pero no te ves mal —replicó Olga tratando de detectar algún rastro de enfermedad en el tono de mi piel.
—Pero me siento mal… —puse mi mano en el estómago.
—Con mayor razón te llevamos nosotros —sentenció Olga.
Sufrí en el camino pensando que lo correcto era que les ofreciera bajarse y quedarse un rato en la casa. Afortunadamente Olga, que estaba entretenida en su propia historia, se anticipó diciéndome:
—¿Te acompaño a que te tomes algo o puedes tú sola?
—Puedo sola —contesté, dándole un beso en la mejilla a cada uno, ya con los zapatos de tacón en la mano para subir más rápido las escaleras—. Bájame un poquito el cierre atrás para poder quitarme el vestido —atiné a decirle antes de salir corriendo a encerrarme en mi habitación.
Al día siguiente me enteré de que Iván y Olga no regresaron al club, supongo que acosados por su propio fantasma: el hijo que pretendían ocultar.
En el carro ni miré el celular, no quería levantar sospechas, y menos con Olga, que me conocía casi a la perfección. Subí corriendo a encerrarme en mi cuarto, que Ango, a pesar de ser esa una de las pocas noches que no dormía en la casa, había dejado con las cortinas cerradas, con el aire acondicionado prendido y mi piyama debajo de la almohada. Me dolió mi descuido de no haberle empacado la carta anual en la pequeña maleta de lona que llevaba a su casa todos los 31 de diciembre en la mañana, desde que Olga y yo crecimos y nos dejaron entrar al club en año nuevo. Le contaba mis deseos para el año siguiente, como si fuera una niña, su niña; le prometía que me iba a portar bien, a comer bien, a mirar las estrellas cuando me sintiera abrumada por la vida, a buscar al rey Benkos y, por supuesto, que por lo menos dos veces al año vendría a verla, a Ango, mi Ango. Firmaba mis cartas con un “Tu niña Lena” y una estrella de David, que era la única estrella que yo sabía pintar.
El aliento gélido del aire acondicionado contrastaba con el ardor interno de mi cuerpo. No prendí la luz ni la música. La pantalla del celular iluminaba lo necesario para el momento. Escribí: “Ya estoy en la cama”. De inmediato llegó la respuesta de B: “Te llamo en 5. Estoy entrando a la casa”.
El fulgor desesperado de mi piel, que lo sentía en mi boca, no permitió que el tiempo de espera enfriara el momento; al contrario, entre más se acortaba la distancia para la anunciada llamada, más impetuosa era mi respiración.
Se iluminó el teléfono indicando la llamada de B:
—¿Aló? —contesté. Escuché su respiración, que alteraba sus palabras.
Me pidió que me concentrara en su voz. Hablaba dejando muchas pausas entre las frases, que me permitieron, por un acto mágico, seguir pensando que B se encontraba conmigo, aunque fuera invisible. Por primera vez sostuve en mi mano un orgasmo y en la otra un teléfono. Nos turnamos para revelar las fantasías, en una danza en la que cada una adivinaba cuándo era su turno, sin equivocarse. Sentí a B más dentro de mí que cuando estaba presente. Sus caricias eran más ligeras pero más poderosas; podía percibir el roce delicado de sus piernas tratando de enredarse y desenredarse de las mías. Su hálito ocupaba todo el espacio de la habitación, y yo lo apretaba para que no huyera. B recorría su cuerpo con sus manos, que yo sentía mías porque no omitió ningún detalle de su trayecto, ni de su piel, ni de sus movimientos de diosa que mostraban la perfección del universo en la imperfección humana. Fue una coreografía de horas, dirigida por cada una y por las dos. A las cinco y treinta y cinco de la mañana, cuando la energía del amor distante aún nos arropaba, le dije:
—Es la primera noche que paso contigo.
—No será la última. Eso te lo prometo —aseguró.
—Acompáñame a ver el amanecer —dije después de unos segundos en silencio.
—¿Las cortinas están abiertas?
—Ya las voy abrir —contesté mientras trataba de buscar algo con que cubrir la desnudez de mi cuerpo, que aún no se sentía exhausto.
B pronunció un suspiro exánime.
—¿Estás bien? —indagué.
—Estoy extenuada, pero no sé si voy a dormir. Creo que tengo cansancio insomne. Me voy a tomar una pastilla para profundizarme. Ojalá que al levantarme estuvieras a mi lado —precisó con su voz densa, que a esa hora se escuchaba con aspereza.
—No te imaginas cuánto te extraño —advertí mientras abría las puertas de vidrio de mi habitación, que conducían directamente al balcón, cuya vista era la bahía de Cartagena.
—¿Ya amaneció? —preguntó.
—Estamos en eso —respondí con una sonrisa de satisfacción que no podía disimular.
La sentí en el baño abriendo gabinetes en busca de sus pastillas.
—No tomes nada, así podemos hablar dentro de poco —le pedí, presintiendo que algo estaba por suceder por cuenta de esas pastillas.
—Necesito dormir. Además ahora debe llegar Fabián, y no quiero ni verlo ni que me vea.
Yo, en cambio, no necesité más que pensar en B para dormir. Sentí cuando llegaron Simona y Giovanni. Él seguía elaborando su teoría de la sopa acuesta tuerto, mientras ella le rogaba que bajara la voz para no despertarme. Continué dormida y sonriente; había iniciado el año con una experiencia extraordinaria, inédita en mi vida.
A la una de la tarde salí del cuarto. Simona ya estaba cocinando los pasteles, el plato tradicional de la familia Corso todos los 1º de enero: un arroz apastelado con cerdo, carne, pollo y aceitunas, envuelto en una hoja de plátano. Todos los años, el 30 de diciembre llegaban los pasteles de la señora De la Vega, las guardaban en el congelador, y todos los 1º de enero Simona los cocinaba al baño de María, hasta que el tío Antonio, la tía Carmen y Olga llegaban a comentar el vestuario, las conversaciones y las imprudencias del día anterior. Era un ritual que se pasaba sin gota de alcohol y en el que nos era permitido beber unas cuantas Corsos, ya que en todo el litoral Caribe se consideraban como el mejor remedio contra el guayabo. Yo tenía una felicidad interior que era incomprensible para la familia, que seguía inquiriendo por mi mal de estómago:
—Hay pasteles, pero te estoy haciendo un caldito de pollo para tu estómago —advirtió Simona.
—Mamá, me siento perfecta. Algo me cayó mal ayer, pero ya se me pasó —la abracé con amor por detrás, mientras ella continuaba vigilante frente a la estufa del almuerzo.
A las dos de la tarde llegaron el resto de los Corso: Antonio, Carmen, Olga y quien sería el próximo nuevo miembro de la familia: Iván. En ese almuerzo, le pediría una cita al tío para por la noche pedirle formalmente la mano de mi prima y mejor amiga, Olga Corso Espinosa. Ella me lo advirtió antes de sentarnos, mientras me ayudaba a pasar las Corso Corozo heladas a la mesa. Puso su boca en mi oreja y murmuró:
—Anoche Iván me propuso matrimonio.
Giré mi cara y nuestras narices quedaron a punto de rozarse.
—¿Qué le dijiste? —pregunté con mi voz, pero sobre todo con los ojos, que expresaban toda mi sorpresa.
Olga me había asegurado que no se casaría hasta no terminar su carrera y por lo menos tener encima una maestría. Por eso la noticia ese 1º de enero, cuando ella apenas tenía veinte años y él era un recién graduado de Administración de Empresas, que estaba empezando a trabajar, me parecía por completo fuera de planes.
—Le dije que sí —precisó Olga.
—¿Cuál es el afán? —alcancé a decirle antes de llegar a la mesa.
—No es afán, es que ya es el siguiente paso, ¿qué más debemos esperar después de cuatro años?
—Tienes razón —afirmé, más por no aguarle la fiesta que por estar convencida de que estaba en lo cierto.
Olga y yo no veíamos la vida en sentido lineal, como si las cosas fueran construidas por pasos consecuentes, uno después de otro. Coincidíamos en percibirla como una serie de hechos aleatorios sin aparente correlación, que poco a poco iban teniendo sentido y hasta causalidad, pero jamás eran unidos por una línea recta. Y a pesar del distanciamiento que habíamos vivido en los últimos meses, estaba segura de conocer a mi prima. Por eso pensé que el cuento del siguiente paso me lo había echado por dar una respuesta rápida a una situación de la que yo desconocía el verdadero motivo.
Cuando empezábamos a abrir la hoja de plátano que envolvía los pasteles, Iván tomó un trago de Corso que sonó tan duro que todos —excepto Giovanni, que tragaba de manera igual de ruidosa— volteamos a mirarlo. Un leve incendio pasó por el rostro de Iván, quien aprovechó ser el centro de atención para decir:
—Antonio, ¿tiene un tiempo para mí esta noche? Me gustaría preguntarle algo.
—Claro que sí —replicó el tío, seguro de que se trataba de algún consejo de trabajo, ahora que comenzaría a adentrarse en los negocios de su familia.
A las cuatro de la tarde Olga y yo nos ofrecimos a preparar el tinto que tomaríamos después del almuerzo. En ese momento noté que llevaba casi doce horas sin saber nada de B. Era la primera vez que transcurría tanto tiempo sin que alguna de las dos diera señales de vida. Me imaginé que sería el efecto de las pastillas que no le había permitido despertarse aún, así que volví a incorporarme a la reunión familiar. A las cuatro y treinta y siete apareció en mi pantalla un escuálido mensaje de texto poco característico de B: “Te busco mañana apenas pueda”. Me vi obligada a repasarlo varias veces con los ojos, buscando comprender la verdad entre líneas. Si yo conocía a B como creía, y ella me conocía a mí como yo estaba segura de que lo hacía, hablar con ella ese 1º de enero no era un asunto trivial, sino una necesidad. Una hora después recibí un mensaje de un celular desconocido: “Estaré atareada estos días, llegaré a Bogotá el 7, como acordamos. Si no te busco más, nos vemos en tu casa ese día a las 4 p.m.”. Hubiera dudado de la identidad de la emisaria del mensaje de no haber sido por la palabra “atareada”, que era muy típica de B al hablar y al escribir. “Es ella”, pensé con la certeza de que algo siniestro había sucedido en Barranquilla. Quise salir corriendo a buscarla, pero ni siquiera sabía dónde encontrarla. Quería compartir con alguien la ansiedad que comenzaba a consumirme, pero no era posible contar esta historia completa sin llenarla de mentiras que me producirían más ansiedad. Terminé el día deseando estar por fuera de mí misma, por cuenta de una sensación de miedo y angustia que no lograba controlar y que me llevaba a sostener un pensamiento único: ¿dónde está B?
Vigilé mi teléfono cada segundo, le puse volumen, se lo quité; usé el teléfono de Simona para llamar al mío, por si acaso no estaban entrando las llamadas, pero todo era inútil: B no llamó ese día, ni el siguiente, ni el día después. Pasaron cuatro días con sus noches hasta que, cuando ya estaba casi resignada a esperarla el día 7 de enero a las cuatro de la tarde en mi apartamento en Bogotá, timbró mi teléfono, cuya pantalla mostró el mismo número que yo conocía sólo desde hacía cuatro días, y que preventivamente había grabado con el nombre de B con un signo de interrogación al lado.
—¿Aló? —contesté, tratando de no mostrar ni un hilo de desasosiego en mi voz.
—Magdalena, soy yo, B. Este es el teléfono de una amiga. ¿Cómo estás? No dejo de pensarte un minuto. Te extraño, te extraño mucho —dijo B con voz agitada y turbia, congestionada por las emociones.
—Estoy preocupada, ¿qué pasó?
—Fabián encontró nuestros mensajes y se enloqueció. Revisa cada uno de mis pasos. Es como si tuviera dos sombras, la mía y él.
—¿Tú qué le dijiste?
—Te cuento todo en Bogotá. Necesitaba oírte.
Hubo un corto silencio en el que tratamos de reconocer nuestras respiraciones. Cerré los ojos. La sentí llorando.
—¿Estás llorando? —pregunté.
—Estoy bien, pero te extraño mucho.
—Siento un vacío desde hace días —le confesé.
—Es normal, lamento mucho haberme desaparecido así. Espero que nunca nos vuelva a pasar. Tengo que irme —insistió B.
—Vale. Nos vemos el 7 —me despedí.
Colgué consciente de la tristeza que me desgarraba las entrañas. Creo que fue la primera vez en mi vida que perdí el apetito. Después de nuestro almuerzo familiar el 1º de enero, me mantuve en una dieta involuntaria de líquidos. Simona le achacó la responsabilidad al cerdo del pastel:
—A la única que se le ocurre comer cerdo después de un dolor de estómago que la manda a la cama es a ti, pero peor yo que te lo alcahueteo. Si te hubieras tomado la sopa de pollo que te preparé, otro gallo cantaría —dijo, y agregó—: a mí me gusta que seas flaca, pero no por enfermedad.
Apenas Ango me vio, intuyó que enfermedad sí había, pero que era del corazón. No preguntó nada, no lo necesitaba; me conocía tan bien que sabía todo lo que me sucedía. Dormir a su lado fue lo único que hizo apacibles mis noches.
—Mi niña Lena, ya en esta cama mía voy a sobrar yo. Usted está muy grande. El frío de Bogotá me la hizo crecer —decía.
Yo la abrazaba sintiendo todos sus huesos, mientras ella me ponía una toallita de Menticol en la frente para que me refrescara junto al ventilador, parqueado encima de un taburete de madera al frente de su cama. Dormimos juntas el resto de las noches. Ella semisentada en la cama y yo semiacostada sobre su pecho y su estómago. Ella acariciándome el cabello y yo abrazándola. En las mañanas, cuando se levantaba, volvía a mojar la toallita de Menticol y me la acomodaba de nuevo en la frente. El Menticol de Ango tenía una fragancia única, proveniente de la amalgama entre unas ramitas de marihuana y otras de ruda. Ella le adjudicaba efectos medicinales instantáneos. Cuando me despertaba, subía a mi alcoba a desordenar la cama para que Giovanni, pero sobre todo Simona, pensara que yo había dormido al pie de ellos. Simona nunca estuvo de acuerdo con que de niña me pasara por las noches a la cama de Ango:
—Si te pasa algo por las noches, al lado está tu madre. No veo por qué tienes que ir a buscar las costillas de la muchacha del servicio, que por buena que sea, no deja de ser la muchacha —decía, con lo cual yo comprobaba que Simona ni conocía ni entendía nada de mí ni de mis miedos ni de su causa, y mucho menos de mis agitadas inseguridades personales.
El 7 de enero a las cuatro de la tarde, como lo había prometido B, llegó a mi apartamento en Bogotá. Estaba temblando, y no era de frío. Me abrazó y lloró durante varios minutos. Parecía un llanto contenido no por días, sino por décadas. Lo acompañaban ahogos esporádicos y unos chillidos agudos. El caudal de lágrimas parecía inagotable. B trataba de explicarme qué ocurría, pero el llanto cubría sus palabras de tal forma que de su boca sólo salían sonidos entrecortados que yo no lograba interpretar. Fuimos al baño juntas. Se lavó la cara tratando de controlar el dolor que sentía con el agua.
—Dame un trago de ron sin hielo —dijo.
Lo serví. Se lo bebió todo de inmediato. Me pidió otro. Procedió de igual manera. El alcohol le calmó el llanto, pero no la pena. Yo, mientras tanto, la acariciaba y cubría de besos su rostro. Cuando la sentí un poco más sosegada, al menos para hablar, insistí:
—¿Qué pasa?
Al ritmo del ron y con boleros de fondo, B me contó la historia de los últimos años de su vida, que hasta este momento no me había revelado, y yo no había preguntado. Yo daba por hecho que tenía un matrimonio desastroso con un tipo poco agraciado, pero rico, que vivía encantado de mostrar a B como un trofeo por su carácter y por su fama. Me imaginé que para B este era un hombre insignificante que le servía como parapeto para sus relaciones con mujeres, varias mujeres, pues de lo que sí estaba segura es que yo no era la primera, aunque esperaba ser la última. Supuse que B le daba de vez en cuando lo que él quería en la cama, que la devoción del fin de semana que ella le predicaba era suficiente para mantener un contrato matrimonial más o menos llevadero. Lo que jamás sospeché es que existiera un verdadero contrato en el que las dos partes acordaron derechos y deberes, entre los que primaba la apariencia, el amor era innecesario, y la dominación del macho por la hembra era imprescindible. B confesó los detalles generales y particulares del acuerdo en el cual Fabián le permitía tener aventuras con mujeres siempre y cuando no se enamorara, porque el enamoramiento, según él, sería un disparate para la realización del contrato: “Las mujeres, cuando se atraen, pierden el sentido de la proporción. Lo primero que buscan dos mujeres que se enamoran es mudarse juntas, al día siguiente tienen empacados los tres chiros para hacer una vida en común y para siempre”, le decía Fabián a B. La chantajeaba con que en su profesión de actriz ningún público se aguantaría a una diva lesbiana. “Hasta puta se la aguantan, pero lesbiana nunca”. Así que Fabián tenía convencida a B de que el tema del enamoramiento era más por ella que por él.
—El problema —me dijo B— es que yo estoy enamorada de ti, y él lo sabe.
—¿Cómo lo sabe? —pregunté inquieta, pero feliz por su confesión.
—La mañana del 1º de enero, mientras yo dormía, él cogió mi celular y vio todos nuestros mensajes. Me despertó con un grito y, después de mucho alegar, me preguntó si yo estaba enamorada de ti. Mentí. Le aseguré que no. Me dijo que, si era cierto, entonces lo dejara tener relaciones sexuales contigo. Me delató no sólo mi negativa, sino el llanto de pensar en semejante atrocidad. Ya lo ha hecho con otras mujeres con las que he salido, y me exige que los mire mientras lo hacen, para cerciorarse de que yo no siento nada por ellas. Me obliga a llevarlas a casa, seducirlas y emborracharlas hasta que pierdan la consciencia para que él pueda aprovecharse después de ellas.
Después de esto, B se quedó muda. Estiraba las mangas de su saco, tratando de agarrarlas con las manos en una señal de miedo e inseguridad que no le había visto antes. Bebí un vaso de agua con mucho hielo. Entré a mi cuarto y me senté al frente de mi escritorio a pensar. No sabía qué hacer; todo el asunto era repugnante, pero no dejaba de amar a B por esto que me estaba contando.
Pasaron unos minutos, no sé cuántos, cuando B entró y me soltó un:
—¿Ya no me quieres?
—Claro que te quiero —respondí atormentada todavía.
—Preferí contarte la verdad, aunque me atrevo a predecir que el costo va a ser alto. Presiento que no me vas a ver con los mismos ojos.
—Ese es el problema —aseguré—. Exactamente ese.
—¿Cuál? —preguntó insegura, mientras buscaba atrapar mis manos.
—Que tú miras los dos asuntos con los mismos ojos. Tú crees que es igual ser gay que tener sexo no consensuado con mujeres al borde de la inconsciencia. Los dos asuntos no son comparables, no se pueden ver bajo el mismo lente —le dije. Después de un corto silencio, agregué—: ¿A quién le vendiste tu alma, B?
Sentí asco, el mismo que ella me confesó que sentía por su situación, y que no era otro distinto al que B sentía por ella misma. Contrario a lo que hasta este momento yo había visto en B, en realidad ella no se aceptaba y le parecía una fatalidad del destino sentirse atraída sexualmente por las mujeres.
Empezó a contarme historias de su infancia y de cómo se había dado cuenta de que le gustaban las mujeres, pero lo decía como si eso fuera una enfermedad que no se pudiera curar. Supe que B ya había intentado todas las formas que creía posibles para quitarse lo que ella denominaba una “obsesión sexual por lo femenino”, y en todas había fracasado.
Mis sentimientos viajaron de un extremo al otro en segundos. En un momento sentí que B era la mujer de mi vida y que tenía que ayudarla a salir del lugar oscuro en el que estaba. También sentí lástima de ver a una mujer llena de miedos, que prefería venderle su alma al diablo antes que aceptarse y ser feliz. Pero fue más fuerte la repulsión que me dio el hecho de que ayudara y escondiera a un delincuente, y que le hiciera algo tan ruin a mujeres con las que seguramente había compartido más que un polvo. Yo estaba atascada en este sentimiento, a punto de vomitar ese fastidio, cuando B me preguntó:
—¿Qué estás pensando?
“Eres un asco”, quise decirle. Pero sus lágrimas imploraron la clemencia de mis palabras:
—Creo que tu mente gobierna a tu cuerpo y a tu alma de dos maneras distintas, y esa dualidad te está volviendo loca —bebí un poco de agua y concluí—: eso es todo lo que pienso.
B, al inicio, había representado en mi vida una supuesta ruptura con el absurdo “qué dirán”. Su desfachatez del primer día, su manera de comandar la sexualidad y su tono abierto a la hora de hablar y sentir el amor entre dos mujeres me hacían pensar que ella había quebrado cualquier prejuicio al respecto. Pero esto era sólo una quimera.
Esa tarde, a pesar de que llevábamos tiempo sin vernos, no hicimos el amor. No podíamos. Sobre el borde de cada uno de nuestros corazones se había posado una navaja tan afilada que cualquier movimiento en falso nos conduciría, por lo menos, a un desangre tortuoso. Ninguna de las dos quería eso. Yo sabía que nos seguíamos amando, a pesar de todo.
A las nueve de la noche, cuando lo que había que decir ya estaba dicho y la única tarea que quedaba era tratar de asimilarlo, le pedí que se fuera. Ella respondió que Fabián seguía de viaje y que podría quedarse a dormir conmigo por primera vez. La ilusión de pensar en amanecer con B a mi lado superó cualquier vestigio de fastidio que hubiera podido dejar la faena anterior. Usó mi cepillo de dientes, se lavó la cara y se acostó a mi lado. Dormimos abrazadas. O, más bien, B durmió mientras yo la abrazaba. Lo mío fue un insomnio intermitente, barajando argumentos en mi cabeza para convencer a B de que repetir esta noche juntas, apacibles y queriéndonos, era lo que nos merecíamos el resto de nuestras vidas. A las cinco de la mañana la levantó el dolor de cabeza, producto del exceso de ron de la noche anterior. Le traje dos pastillas que la aliviaran y un vaso de agua helada. Lo bebió imbuida en sus pensamientos, sorbo a sorbo. Cuando terminó, sonrió y tomó mi mano:
—Abrázame —dijo volteándose—, son las cinco de la mañana apenas.
Durante cinco días B y yo fuimos inseparables. Decidimos —sin hablarlo— disfrutar de que por fin estábamos juntas. Compartimos todo, B no regresó a su casa ni por ropa. A pesar de la diferencia en nuestras alturas, su flacura le permitía usar mis pantalones, aunque le quedaran pescadores, y las camisas, por encima del ombligo. Cuando hizo frío, B se equipó con el único saco que parecía más próximo a su talla que a la mía, uno vinotinto con una inscripción en letras blancas que decía Harvard University. Giovanni me lo había traído hacía varios años de Estados Unidos con un mensaje muy claro y explícito: “Magdalenita, después de tus estudios en Bogotá, tienes que hacer tu MBA allá”. Cuando mi propio miedo le respondió que existían muchas otras universidades buenas en el mundo, él concluyó la conversación con una palmadita en la espalda y un “Harvard es Harvard, mija”.
Cuando a B se le pasó el dolor de cabeza, fuimos a un supermercado; esta fue la única salida en esos cinco días. Allí nos divertimos deliberadamente entre los estantes, lo de menos era qué comprábamos. Después de pagar, me tomó por la muñeca, se acercó a mi oído, y susurró:
—Volvamos a entrar, comámonos un roscón. —Acepté la propuesta con un movimiento de cabeza y un guiño de ojo—. Eso sí, un roscón con bocadillo y arequipe, de esos redulces —agregó.
Las calorías de ese pan fueron suficientes para sostenernos durante todo el día. Aunque dicen que sólo de amor no vive el hombre, yo comenzaba a desafiar esa creencia popular pensando que las mujeres sí, que dos mujeres son capaces de vivir sólo de amor sin necesitar nada más. Nos contemplamos por horas, tratando de grabar en la memoria del presente los rostros de un amor incapaz de dar por cierto su futuro.
La noche del 11 de enero estábamos acostadas en la cama cuando B acomodó varias almohadas en el espaldar, me ayudó a sentarme y me pidió que apoyara la cabeza en su pecho. Cerramos los ojos. Ella no podía contener las lágrimas, pero no quería que yo la viera triste y que comenzara un interrogatorio. A los poco minutos, cuando pudo hablar sin que su voz temblara, anunció:
—Mañana no duermo acá.
Lo dijo tan natural, que cualquiera hubiera pensado que sólo por esa noche no dormiría en mi apartamento. No retiré la cabeza de su pecho, no contesté nada, y me dejé arrullar por el latido de su corazón y sus dedos, que tocaban con dulzura mi cabello. Volvimos a dormir abrazadas como la primera noche, pero esta vez yo dormí y ella tuvo un insomnio intermitente. La mañana del 12 de enero, cuando desperté, la vi distinta, ojerosa, como si en lugar de una noche hubieran pasado mil y B hubiera envejecido con su paso. Su aliento era ácido.
—¿A qué hora te vas? —pregunté.
—A las doce y treinta —confesó.
—Entonces abracémonos hasta las doce y treinta —dije.
Así fue. No nos separamos hasta las doce y quince. Durante los quince minutos que nos quedaban busqué acordar alguna logística para los próximos días. Como si la logística fuera a arreglar los dilemas por los cuales B transitaba en su vida…
—¿Cuándo nos vemos? —me arriesgué a preguntar con una voz que buscaba disimular la tristeza.
—No lo sé —afirmó B.
Ambas miramos el reloj con luces de neón que estaba en la cocina. Eran las doce y veintiocho.
Esa tarde sentí un indomable vacío en el estómago. Aunque quería salir al parque y gritar que B y yo estábamos juntas y que nos amábamos, sabía que era imposible hacerlo; yo me había encerrado en el mismo clóset de ella, con ella. No tenía a nadie con quien compartir mi tristeza. Me arrodillé al lado de mi cama y emití un grito como si fuera un aullido de loba ronca, que venía del alma. De esa alma que no estaba dispuesta a enajenar a nadie, pero que estaba desgastada y perdida y que se anticipaba a decirme que no podía vivir de migajas de amor, pero yo no estaba dispuesta a escucharla.
Fui al supermercado y compré todo tipo de comida chatarra: papas fritas, patacones, chicharrones, chocolates de distintas formas; a la salida tomé dos roscones. No me pareció que fuera suficiente para mi plan. Cuando llegué a la casa pedí a domicilio una pizza, dos hamburguesas y una malteada. Puse toda la comida sobre la mesa y comencé abriendo los patacones. Tomé las papas y las combiné con la malteada. Abrí los chocolates, comí un pedazo de pizza. Me sentí satisfecha, pero quise continuar hasta sentir que la comida llenaba cualquier vacío que la partida de B hubiera podido dejar. Comí hasta que me sentí pesada. Descansé un minuto. Bebí dos vasos de agua al clima y corrí al baño a vomitar. Observé mi dolor maloliente saliendo del estómago. Me introduje los dedos en la boca para ayudarme a sacar la tristeza. Estuve en el baño hasta que no tuve nada más que extraer de mí. Me observé en el espejo y no me reconocí. Tenía la cara roja, deformada, y los ojos parecían fuera de órbita. Pero no me asusté. Me quité la ropa. Entré a la ducha y traté de limpiar mi dolor con el agua y un nuevo jabón. Me juré salir de esa relación con B. Mientras me secaba, sentí que seguía oliendo a vomito. Me volví a duchar y entré un cepillo de dientes con pasta dental para cepillarme mientras me enjuagaba de nuevo. Cuando terminé, me boté sobre la cama; estaba descompensada. Tenía que recuperarme.
El lunes aparecí en la universidad con el propósito de volver a ser una de las mejores. Comencé mis clases temprano, como se acostumbra en Bogotá; retomé la conexión con mis amigos y fue fácil abrir la mente al nuevo conocimiento. Por la noche no me atormenté como había pensado que ocurriría. No tuve que atiborrarme de comida para evitar el contacto con la soledad, y pude descansar con tranquilidad. Había llegado Olga y ella, con su amor, me entregaba sosiego; insuficiente, pero que lograba calmarme. Ella, que siempre había sido mi confidente, ahora estaba distanciada por mi culpa, a causa de mis propios prejuicios. Meses después comprendí que yo no era la única responsable del alejamiento.
Sólo volví a saber de B hasta el viernes. Llegó a mi apartamento en la noche, mientras cocinábamos con Olga e Iván. Cuando sonó el timbre con un santo y seña que sólo B y yo reconocíamos quedé perpleja, y por poco me corto el dedo en vez de cortar el tomate para la pasta. ¿Por qué había llegado sin avisar? ¿Por qué se había desaparecido los días anteriores? Iván abrió la puerta. B lo saludó con parsimonia, como si no tuviera afán. Olga se acercó y me dijo:
—No tenía idea de que B nos fuera a acompañar esta noche.
—Me había dicho que de pronto pasaba a visitarnos, pero no me confirmó —dije con voz insegura.
Ya B era conocida en mi familia como mi mejor amiga en Bogotá, sin siquiera levantar sospechas. La única vez que Olga intentó reclamarme por mi intimidad con B, yo saqué un arma baja pero efectiva: “No hablemos de intimidades con personas ajenas ni de abandonos, porque si de eso se trata, la que arrancó primero esto fuiste tú con Iván”, le dije, y con eso el tema se clausuró.
B saludó a Olga con un beso en la mejilla, y a mí con un abrazo.
—No me confirmaste que venías —dije, con el propósito de ponerla al tanto de lo que le había dicho a Olga, pero también con un aire de innegable reclamo.
Mi problema con B era que la ira y la angustia se desvanecían apenas la veía. Me hacía muy feliz sentirla al lado mío. Percibir su fragancia. Contemplar su risa. Esa noche borró con su aparente alegría cualquier resentimiento que yo tuviera. Comimos juntos y sentí que los cuatro éramos una familia. B mantuvo su pierna en contacto con la mía por debajo de la mesa, lo que me confería una seguridad especial. Eran esas pequeñas cosas las que me ataban a B. Ya me conocía. Ya me entendía. Ya sabía qué necesitaba, qué pensaba yo. Nadie más podría ser como ella.
Terminamos de comer alrededor de las diez y media de la noche. Iván y Olga fueron los primeros en despedirse, alegando un cansancio extremo, y se fueron al cuarto de Olga. Apenas B escuchó el sonido del cerrojo de la puerta, me tomó de las manos, nos pusimos de pie y nos abrazamos. B me condujo a mi cuarto, testigo silencioso de nuestro amor. Cerró la puerta y observé su cara transformada, la tranquilidad con que se había comportado toda la noche se esfumó. Me hizo el amor, pero fue un amor distinto. Alterado, afanado, agitado. Todo ocurrió estando paradas, yo contra la puerta y ella con movimientos verticales y rápidos. Cuando terminé, yo estaba casi desvestida y ella estaba con ropa. No había dejado que la tocara. Habló mucho, como siempre lo hacía, pero esta vez su respiración excitada no me permitió entender bien el sentido de sus palabras.
Me abrazó, me terminó de quitar la ropa y yo comencé a desvestirla, tratando de que cada gesto mío fuera sellado con mis labios. Ella se dejó. Cuando las dos estuvimos completamente desnudas, monté mi cuerpo sobre el suyo y comencé a moverme. Ella se mantuvo impávida, lo que me paralizó. Miré su rostro, y estaba bañado en lágrimas.
—¿Qué pasó, B? —pregunté, secando sus lágrimas con mi camisa, que estaba en la mesa de noche.
—No podemos seguir así —me dijo, como si hubiera ensayado esta frase tantas veces que la podía pronunciar ya sin ningún sentimiento.
—¿Así cómo? —pregunté.
—Así como estamos. Te estoy haciendo daño a ti, me estoy haciendo daño a mí, hasta a Fabián le estoy haciendo daño —dijo B.
—Deja a Fabián y vente a vivir conmigo —pronuncié convencida. Era la primera vez que se lo decía, pero llevaba ya días contemplando la idea. Olga no lo vería como algo extraño, era normal que las amigas vivieran juntas. Al principio le diríamos que sería algo temporal, por la separación con Fabián. Después veríamos qué hacer.
—¡Qué más quisiera! —exclamó.
—Hagámoslo, te lo estoy diciendo de corazón —precisé, mientras me desmontaba de su cuerpo y me acomodaba a su lado en la cama.
—No soy tan valiente como tú —advirtió con el rostro bañado en lágrimas.
—No es de valentía. Es de felicidad. Si tú y yo somos felices juntas, ¿por qué tenemos que cohibirnos? ¿Qué nos limita?
B no supo contestarme, pero sus caricias me dieron esperanza. Durmió conmigo esa noche.
En mis sueños comenzó a sonar la marcha nupcial, con un volumen del más allá, con retumbos y ecos. En cámara lenta, la mujer de negro caminaba al compás de la música, el ataúd estaba forrado en concha de nácar, colgaba de algo. Se suponía que aquel era el cielo, o quizá era el infierno, no lo sé. Esta vez nadie más aparecía en el sueño aparte de la mujer cubierta, que me pareció semejante a una monja de clausura del medioevo.
B no sabía ni supo nunca que yo sufría de pesadillas. Me parecía que era una de mis imperfecciones y yo me quería mostrar lo más perfecta posible, lo menos humana posible. Sin embargo, fue tal el susto y el vacío que sentí tratando de salir del sueño aquella noche, que la desperté con un movimiento brusco de todo mi cuerpo.
—¿Qué pasó? —preguntó adormilada.
—Nada, ¿por qué? —le besé la frente y me acerqué, buscando sentir su presencia.
—Porque te moviste durísimo.
—Creo que tuve uno de esos sueños que uno siente que cae al vacío —dije, restándole importancia a la situación.
Así lo debió entender B, quien se giró quedando de espaldas a mí. La abracé y, mientras buscaba conciliar el sueño de nuevo, percibí cómo su respiración ya encontraba el estado onírico.
A las seis de la mañana se despidió, con un aliento que delataba su desasosiego. Antes de que abandonara el cuarto, la atrapé con mis brazos frente a la misma puerta contra la que la noche anterior ella me había hecho el amor y le dije:
—¿Cuándo te veo? —me quedé intencionalmente con la otra parte de la frase en mi cabeza, “necesito una respuesta a mi propuesta”, porque no quería acosarla ni cercarla, pero en realidad yo sí buscaba unas palabras que me regresaran la seguridad, y las únicas posibles para mí eran “sí, me vengo a vivir contigo”.
Pero ocurrió todo lo contrario. B no me dio ninguna respuesta, ni mucho menos me devolvió la seguridad, que yo pensaba que sólo tendría si estaba en una relación estable con ella. La relación siempre fue dominada por completo por B, con sus ritmos, sus tiempos, sus desapariciones, sus apariciones, sus incumplimientos, sus detalles y sus caricias.
Bajé varios kilos ese semestre por cuenta de mis desórdenes alimenticios y recuperé el promedio que había perdido el semestre anterior. Era infeliz. Me sentía estúpida por no poder dejar a B, aunque fuera la causa de mi desequilibrio. Cada vez que lo intentaba, me imaginaba sola en el universo, porque no conocía ninguna otra mujer que se sintiera atraída por las mujeres, aparte de Catalina y B. Intenté volver con Catalina, pero ya eso se había enfriado. Salimos algunas veces, pero yo nunca quise parar en su casa. Ya no me atraía. Era B mi mujer, de eso estaba convencida.
A principios de abril, Iván y Olga se casaron en Cartagena. Yo estuve distraída con mis ansiedades egoístas y no fui un punto de apoyo para Olga. Entonces, me empezó a preocupar vivir sola en Bogotá: ¿aumentarían mis pesadillas, no sólo las que experimentaba cuando dormía, sino las que ahora sufría despierta, avivadas por la batalla de emociones que los ires y venires de B afloraban? Fue por esos días que comenzamos a contemplar con Olga la idea de escribir notas sobre mi niñez que me ayudaran a relajar mis sueños, pero yo ya llevaba avanzadas varias sinfonías de amor en mi cuaderno rojo, con la convicción de que aquellos amores secretos y atormentados eran la fuente primaria de mis inexplicables sueños.
Al finalizar el semestre, vi en las paredes de la universidad cursos de verano en universidades de Estados Unidos, y se me ocurrió que esa sería una solución para cortar con B. Si me iba tres meses, si la dejaba de ver, si conocía otra gente, lo más probable es que tuviera fuerzas para un “no más con B”. Así fue como tomé la decisión de hacer un curso de verano en Estadística en la ciudad de Nueva York. Era una excusa perfecta para irme con el apoyo de Simona y Giovanni.
Me sorprendió mucho encontrar la ciudad convertida en un arcoíris. Junio era el mes del orgullo gay, y no había rincón que no latiera desbordante de colores. El Empire State se vestía de gala por las noches con una bandera multicolor, las tiendas ondeaban la bandera, las personas vestían medias, camisetas y cachuchas de todos los colores. Me intimidó ver tanta apertura. Pertenecía sin pertenecer. La sensación era como la de vivir en una ciudad amurallada sin poder transgredir la muralla; se ve lo que ocurre afuera, pero nada se puede disfrutar por las barreras físicas. Contemplé la libertad, pero era difícil vivirla. Magdalena era una presa de Magdalena. Sufrí de miedo.
El día de la marcha gay no me la perdí. Mientras muchos otros celebraban, yo sentía un agujero en el alma y un trancón de lágrimas que venían de la garganta. Quería gritar y llorar de rabia y de alegría, pero entre más notaba este deseo, más lo reprimía. Observaba en silencio, aunque tuviera miles de voces que bramaban en mi interior. El bullicio interno era mucho más fuerte que el externo. Las carrozas pasaron, las personas desfilaron, mi universidad, representada en un amplio grupo de estudiantes, caminó haciendo gala de sus principios liberales, y mientras tanto yo trataba de no escuchar la algarabía interna que me enloquecía. Ese día aprendí que lo único que calmaba este escándalo mental era el alcohol. Comencé bebiendo dos cervezas en un bar en el East Village, barrio donde había rentado un diminuto apartaestudio por la cercanía con la universidad y que ese día estaba totalmente dedicado al desfile. Mi tensión fue disminuyendo. Me sentí menos distanciada del ambiente, pero aún no parte de él. Recordé que Juan Pablo, un amigo mexicano, me había invitado a una fiesta de disfraces esa noche. Regresé a mi apartamento a las cinco de la tarde y le confirmé que asistiría. Tuve el presentimiento de que esa noche podría abrirme más. Prendí la música, acomodé un vaso de whisky con Coca-Cola encima del lavamanos, y entré a la ducha. Cuando llegó Juan, yo estaba relajada y sin disfraz:
—¿De qué te vas a disfrazar? —preguntó.
—De nada, lo único que tengo son estas medias —subí mis pantalones hasta el muslo para que pudiera notarse el arcoíris que llevaba debajo de ellos.
—Pero la fiesta es de disfraces —insistió Juan Pablo.
—Pero tú tampoco tienes disfraz —aseguré, al verlo en un pantalón rojo y una camisa azul celeste.
Enseguida tomó su morral de universidad, que cargaba en la espalda, y sacó una máscara de madera dorada con negro que le cubría toda la cara, excepto la boca. De la parte de arriba salía un plumaje negro que generaba una sensación de mayor altura.
—Cargo esta máscara siempre. Me saca de apuros —dijo sonriendo.
—¿Dónde la conseguiste?
—En Italia. La compré en el carnaval de Venecia, que es al único al que he asistido.
—¿No conseguiré algo parecido por acá?
—Comamos primero. Después seguro que por el camino algo nos encontramos.
Paramos en una pizzería. Bebimos una botella de vino tinto. Pasadas las once de la noche llegamos a un apartamento en Brooklyn, decorado con azul y gris y con muebles de madera. Allí vivían dos estudiantes mexicanos, Esteban Valenzuela y su hermana Sandra. Los dos estudiaban Matemáticas en la Universidad de Nueva York. Había más o menos treinta personas que hablaban o se reían casi al tiempo. Paradas unas, acostadas en la alfombra otras, metidas en la cocina otras; de los baños salían y entraban muchas. La música estaba alta. Yo, sin disfraz, chillaba por completo. La mayoría portaba decoraciones artísticas en la cara y en la ropa. Escarcha, maquillaje, colores que brillaban por todas partes. Me sentí ajena e incómoda desde que entré. No buscamos nada en el camino que se asimilara a un disfraz.
—Juan, la gente tiene obras de arte en la cara —dije con tono preocupado.
—No te afanes, tú eres una obra de arte, estas hermosísima —contestó Juan Pablo, acomodándose su máscara en la cara—. Mira que allá hay un joven sin disfraz. No eres la única. Más bien súbete esos jeans y muestra tus medias.
Mientras teníamos esta conversación al oído, se acercó Sandra, quien leía mi incomodidad en la cara. Saludó a Juan con familiaridad.
—Adelante, que esto empieza a ponerse padrísimo —dijo con un acento mexicano inconfundible.
—Acá Magdalena, mi amiga colombiana, está sin disfraz y se siente incómoda —trató de explicarle Juan mientras alguien subía aún más el volumen de la música.
—No te preocupes, si quieres te maquillamos —dijo Sandra.
Miré a Juan pidiéndole su aprobación, al mismo tiempo que Sandra decía:
—Juan, préstamela un segundo, te la devuelvo en un ratito —mientras me entrelazaba de un brazo, llevándome a una habitación.
El cuarto era grande y muy organizado. La cama estaba perfectamente tendida, una pelotica encima del cubrelecho hubiera rebotado de lo templado que estaba. Situado cerca de la ventana había un escritorio de madera con tres puestos; en realidad era una mesa rectangular.
En una esquina tenía un edificio de libros organizados no sé si por colores, por tamaños o por qué, pero muy bien alineados, y en la mitad había un maletín de plástico rojo y morado; me pareció que era una caja de maquillaje. Era lo único de colores vivos en esa alcoba. La algarabía de la fiesta se sentía menos, ya que la puerta estaba cerrada. Sandra abrió el clóset, dispuesto con precisión matemática, y me entregó una camisa blanca con botones.
—Ponte esto mientras te pinto. Seguro te mancho —dijo.
—Gracias —contesté nerviosa y fijando la mirada en el maquillaje que tenía Sandra en su cuerpo. La camiseta que vestía tenía un escote en v en la espalda que dejaba ver varios colores de un maquillaje, pero no se alcanzaba a definir la figura. Los brazos eran la continuación de esa pintura en anaranjado, negro y café.
—¿Qué tienes pintado? —señalé su espalda.
Tomó un papel que descansaba debajo de lo que yo suponía era una caja de maquillaje y me enseñó la imagen que se mostraba en él:
—Es una mariposa monarca, es mexicana —dijo Sandra.
Levantó por la parte de atrás la camiseta negra que llevaba puesta, para exhibir la totalidad de su espalda, y sobre ella se veía la misma figura del papel pero amplificada en su cuerpo, que no usaba brasier.
—Espectacular —dije, tratando de soltar la respiración que había contenido durante todo el tiempo que duró la camiseta de Sandra levantada.
—Las mariposas son mi animal favorito —dijo, acomodándose la ropa.
Yo estaba tan deslumbrada por la perfección de la pintura, que ni si quiera se me ocurrió preguntarle por qué le gustaban las mariposas. Pronto ella misma me explicaría que su antigüedad, colorido y capacidad de camuflaje le producían una atracción especial.
No sé qué cara tendría yo, pero cuando terminó de componerse la ropa, se dio la vuelta para darme la cara y, sorprendida, me dijo:
—¿Qué te pasa? Pareces asustada.
—No me pasa nada.
En realidad, su cuerpo con aquel colorido me había extasiado; quise acercarme a él, besarlo, y con mis labios y el sudor gélido del terror que me abrasó en ese momento, borrar la perfección del maquillaje. Percibía una confusión grande en mi mente. Necesitaba un trago.
Sandra interrumpió mis murmullos internos con un “cámbiate la camisa y empezamos”.
En el preciso momento en que terminaba de desabotonar mi camisa, tocaron a la puerta del cuarto; debió ser fuerte, porque su sonido se impuso al de la música. Sandra no tuvo tiempo de responder. La puerta se abrió y apareció una mujer cuya belleza me recordaba a Ango: “Así debió ser Ango hace treinta años”, pensé. La mujer, agitada, entró y gritó en un español casi perfecto:
—¡¿Qué es lo que está pasando acá?!
Sandra, con risa nerviosa y viendo que yo estaba casi desnuda, sólo atinó a decir:
—Cierra la puerta, no es lo que te imaginas.
Tomó de la mano a la mujer, pero ella se soltó bruscamente.
—Es que no tengo nada que imaginarme, Sandra, estoy viendo a una mujer semidesnuda en tu cuarto.
—Sí, pero ella esta acá para que la maquillemos —dijo Sandra.
Mientras tanto yo, aturdida, abotonaba mi camisa.
—¿Y es que le vas a maquillar la panza o las tetas? —preguntó la mujer.
—Ninguna de las dos, le estaba prestando una camisa mía para que no se manchara la de ella —explicó Sandra.
Después agarró a la mujer por los hombros, la miró con una combinación de dulzura y rabia, y le dijo con firmeza:
—Cálmate y te explico.
Yo ya había cerrado mi camisa hasta el cuello y estaba a punto de salir, cuando Sandra dijo:
—Quédate, que acá no ha pasado nada.
Tomó a la mujer por un brazo, la sentó en una de las tres sillas que rodeaban la mesita escritorio y, señalándome, le dijo:
—Te presento a Magdalena, la amiga de Juan Pablo. Vino a mi cuarto para que la maquilláramos, le presté una camisa para que no salga con la suya manchada, eso es todo. —Continuó—: Magdalena, te presento a Jasmine, mi novia, y quien me pintó la mariposa monarca.
Jasmine pareció calmarse con la explicación, pero sobre todo con el tono pausado, cálido y carismático de la voz de Sandra. Era como si emitiera vibraciones imperceptibles para la vista, pero perceptibles por la respiración humana. Le tendí mi mano a Jasmine:
—Mucho gusto, perdón por el malentendido —dije.
Me correspondió el gesto, me apretó la mano, y sonrió exhibiendo sus dientes blancos, impecables, dentro de una boca de labios abultados. Caminé hacia la puerta mientras ellas permanecían junto a la mesa cerca de la ventana, Jasmine sentada y Sandra con la mano en el hombro de su novia, observándome las dos; me despedí tímidamente con un “ya nos vemos”. En realidad, no quería salir de ahí. Una mujer se atrevía a presentar a otra como su novia. ¿Cómo era esto? ¿Cuánto llevaban juntas? ¿Quién sabía de ellas? ¿La presentaba así siempre? Mis indagaciones internas se interrumpieron.
—¿Quieres que Jasmine te pinte algo? Ella es la verdadera artista de esta casa —aseguró Sandra.
Jasmine se puso de pie y cerró de un totazo la puerta que yo había abierto, lo que contrastó con la suavidad con la que señaló la silla en la que antes estaba sentada, para decir:
—Siéntate. —Se acercó al oído de Sandra, y murmuró—: Tráeme una cerveza bien fría.
Mientras yo me sentaba, Jasmine trajo la camisa de Sandra, que permanecía sobre la cama:
—Póntela encima de la tuya para que no te ensucies.
Yo necesitaba no una camisa sino una cobija que apaciguara el frío que recorría todo mi cuerpo, sin control.
Jasmine se dirigió a una mesa de noche y de allí sacó lo que yo reconocí como un cigarrillo de marihuana. Lo prendió, aspiró y, mientras retenía el humo, acariciaba su cuello con la mano. Cerró los ojos, siguió acariciándose, luego me miró y, sin musitar palabra, extendió la mano para compartirlo conmigo. Aspiré, lo contuve unos segundos, y exhalé. No sé si fue el efecto de la marihuana o el contener la respiración o las dos, pero por fin me relajé. Con el brazo izquierdo cruzado por debajo del pecho, el codo derecho apoyado en la mano izquierda y el cigarrillo sostenido por dos dedos, analizó mi cara hasta que decretó:
—Te voy a hacer una mariposa, pero en la cara.
Sandra regresó con tres botellas de cerveza y las puso en la mesa. Abrazó a Jasmine por detrás y, dándole besos en el cuello que la otra acababa de acariciar, robó su cigarrillo y preguntó:
—¿Qué le vas a pintar?
Jasmine se giró quedando de frente a Sandra, con sus dos cuerpos absolutamente pegados y sus caras separadas apenas por milímetros de aire, y replicó:
—Una mariposa en la cara.
Sandra sonrió y la besó en la boca. Presencié cómo sus labios se juntaban y se separaban, cómo sus cuerpos iniciaban un ardor que el compromiso conmigo debía aplazar. Jasmine, con sus dedos índice y corazón de la mano izquierda, acarició la cara de Sandra, al mismo tiempo que le susurraba:
—Déjame y arranco ya.
Yo, mientras tanto, sentía que mi fantasía de estar libremente con una mujer, no era tan irreal. Pero no me atrevía a gritarles lo que por mi cabeza pasaba en ese instante: “Yo también soy gay, pero no sé qué hacer, no conozco a nadie en Nueva York. ¡Ayúdenme!”. No fui capaz. Mi mente amurallada me detuvo.
—Te voy a hacer la mariposa cebra —interrumpió mis pensamientos Jasmine—, así la gente no sabrá si es una mariposa o una cebra. Es negra con blanco, y tiene un poquito de rojo y azul por debajo de las alas.
El proceso de transformación de mi cara inició, y yo lo sentí también en el cuerpo. Aspiré otro poco del cigarrillo. Cerré los ojos y sentí cada pincelada mojada de colores sobre el rostro; la humedad del maquillaje permeaba mi cuerpo entero, sus dedos empolvados humectaban mi aliento. Sandra respiraba cerca de Jasmine, lo podía percibir; le besaba la nuca y los dos cuerpos se fundían. Con una voz entrecortada por los besos, Sandra dijo:
—Jasmine llegó a Nueva York hace siete meses desde Los Ángeles, allá estudió español y también maquillaje para efectos especiales.
Cada movimiento de Jasmine lo advertía mi rostro con timidez, pero con innegable placer. Su respiración se fue entremezclando con la mía. El tiempo también se impregnó de la marihuana que compartíamos las tres. Transcurrió en cámara lenta. Me permitió imaginarme lo que sería ser seducida por dos mujeres al tiempo. Me vi pasando a la cama con las dos. Sentí rozar nuestros cuerpos sin que la armonía se interrumpiera; al contrario, la conjunción de las tres era una nueva forma de arte. Escuché la agitación de nuestras respiraciones. Probé de nuevo la humedad de una mujer en la cama. Cuando Jasmine terminó, decretó con el mismo tono seguro con el que había hablado al inicio:
—Estás lista.
Sandra observó complacida la obra de arte de su amante. La sostenía abrazada por detrás, a la altura de la cintura. Sacó un espejo de la caja de maquillaje y lo ubicó al frente de mi rostro. No me reconocí, pero me gustó lo que vi. Sonreí. Sentí mi cuerpo mojado abajo, me imaginé que me había manchado, ya era fin de mes. Sin quitar la sonrisa de los labios, que denotaban la placidez del tiempo compartido, pronuncié en una voz casi irreconocible por mí:
—¿Alguien tiene un tampax?
Jasmine miró a Sandra y, señalando la puerta del cuarto, afirmó:
—En el baño puse unos ayer, queda saliendo, al frente.
Me puse de pie, sentí pesados los pasos, y abrí la puerta. La música de afuera, que durante este tiempo se había difuminado entre las respiraciones que mi oído había priorizado escuchar, resonó en el corredor que separaba el cuarto del baño; lo crucé, entré al baño, me paré frente al espejo y me reconocí un poco mejor. Abrí una gaveta a mi derecha, donde había cepillos perfectamente organizados. Abrí otra, a mi izquierda, donde estaban los tampax. Tomé uno. Me bajé los jeans. Me senté en el sanitario. Tomé papel higiénico para limpiar la sangre. No había sangre. Pero sí me había mojado. Regresé a la habitación de Sandra a darles las gracias, pero ya no estaban allí.
Jasmine y Sandra fueron las primeras en enseñarme que el amor público entre dos mujeres era posible. No dejé de pensarlas ni una sola noche de mi estadía en Nueva York. La libertad que observé en ellas se extendía por toda la ciudad. Mujeres se besaban en la puerta del metro, cruzaban el parque tomadas de las manos, entraban a los bares a buscar más mujeres para derrochar su alegría. Pero a mí esa libertad no me alentó, sino que me inhibió. No sabía qué hacer con ella. No me animaba a abrazarla, pero tampoco quería dejarla escapar.
Recibí un correo electrónico de la universidad, con una invitación a un evento organizado por el centro LGBTQ. Era una conferencia entre dos activistas acerca del significado de salir del clóset. En la reseña del evento señalaban que muchas veces las personas LGBTQ se encuentran dentro del clóset en algunos espacios y para algunas personas, y fuera de él en otros espacios y con otras personas. Quise asistir, más por un intento de conocer otras mujeres que por la misma naturaleza del evento, que de alguna manera coincidía con lo que sucedía en mi vida en ese momento. Me vestí pensando en que esa tarde podría conquistar a una mujer en Nueva York. Me alegré de sólo imaginarlo. Soñé despierta que era yo la que caminaba por los parques tomada de la mano de alguien, que era yo la que me besaba en la puerta del metro con alguien, y que era yo la que irrumpía en los bares abrazada con alguien. Bebí dos tragos de whisky puro y salí rumbo al evento. Era en un segundo piso. Tenía la costumbre, adquirida de Giovanni, de llegar diez minutos antes a cualquier cita: “No hay nada más costoso que el tiempo, ni me gusta que me lo hagan perder, ni me gusta hacérselo perder a la gente”, decía. Ascendí por las escaleras despacio, hasta encontrarme ante una puerta doble de un salón de conferencias destinado para cien personas. El único requisito para ingresar era registrarse en la entrada con el carnet de la universidad. Necesitaban comprobar que los asistentes eran estudiantes. Entré en pánico en el momento en que fui a sacar el carnet de mi billetera: no podía quedar inscrita en el registro de un combo de gente gay. Regresé caminando a mi apartamento, observando a las personas que encontraba en el camino, su felicidad y su libertad. No sabía cómo desaparecer la frustración que me agobiaba.
El whisky me calmaba. Bebí, y poco a poco me fui desconectando de la frustración y conectándome con mis sueños, que se movían en un mundo irreal donde no me enfrentaba con obstáculos. Cuando estaba a punto de irme a dormir, sonó el teléfono, un aparato pequeño y nuevo que había comprado desde que pisé suelo estadounidense, con el único fin de desconectarme de B. Lo tenían los Corso Espinosa y mis pocos amigos de Nueva York. Contesté desprevenida. Era B. El número lo había obtenido vía Olga, usando como excusa que había perdido el papelito donde yo supuestamente se lo había anotado. Al contrario de lo que deseaba, me emocioné con su voz. A los tres minutos de conversación le supliqué que viniera a verme.
—Para eso te llamo, voy a ir a Nueva York a verte —dijo B. Me costaba trabajo creerle, pero ante la falta de alternativas, decidí hacerlo—. Llego el viernes a las nueve de la mañana —afirmó.
—Ya es miércoles —dije incrédula.
—Sí, llego pasado mañana.
Me ilusioné y me entretuve tratando de no contar cada segundo de las treinta y seis horas que faltaban para vernos. Ese viernes me bañé y me arreglé como si B fuera a llegar, pero me fui a clase de ocho de la mañana como si B no fuera a llegar. Dejé guardadas debajo de la matera de la entrada las llaves del apartamento, tal y como se lo había dicho a ella. Apagué mi celular con sigilo, buscando atenuar la ansiedad. Compré un café durante el descanso de la diez de la mañana, con la esperanza de escuchar un grito de B en el camino. Regresé a clase. Supuse que B no había venido. ¿Cómo le podía creer, después del semestre plagado de incertidumbres que acabábamos de pasar? ¿Cómo podía yo volver a caer en sus promesas, que duraban segundos y me ilusionaban por días? ¿Cómo perdía la oportunidad de estar en una ciudad como Nueva York y olvidarme de ella para siempre? Todas estas preguntas dolorosas recorrían mi mente mientras el profesor de Econometría —que entregaba los documentos apiñados de números, salvo el número que marcaba las páginas— nos explicaba el teorema de Bayes, herramienta estadística inventada en el siglo XVIII que había renacido en los últimos años como una alternativa que ponía en jaque a la visión frecuentista tradicional.
A las doce del mediodía finalizó la clase. Realicé todos los movimientos para salir en cámara lenta. Sentía desde ya el peso de llegar al apartamento y tener que combatir con la frustración de un nuevo incumplimiento de B. Me puse las gafas oscuras para el sol, consciente de que quería ocultar las lágrimas que estaba a punto de derramar. El salón de clase era en el quinto piso. Decidí bajar los cinco pisos a pie, tratando de retrasar mi propia tristeza. Cuando iba a abrir la puerta de vidrio de mi edificio, vi a B debajo de un árbol pequeño. Me quité las gafas para cerciorarme de que era de verdad. Ella me vio y corrió a abrazarme. Lloramos con los cuerpos muy juntos por varios minutos. Nos besamos en la boca sin que nos importara el público.
B se quedó ocho días en Nueva York. Recorrimos la ciudad sin soltarnos de la mano. Sus museos, sus calles, sus almacenes, sus cafés, sus restaurantes y sus parques tenían una apariencia distinta ahora que estaba con B. Al mejor estilo de Sandra y Jasmine, nos amamos a la vista de todos. Le hablé de ellas como una posibilidad para nosotras. B no la rechazó. El anonimato que permite la multitud neoyorquina fue el mejor cómplice de nuestro romance público, pero me escondí de los pocos amigos con los que había compartido en días anteriores. ¿Para qué les iba a contar mis intimidades? Quería evitarme el interrogatorio sobre una situación que apenas lograba asumir, aunque fuera parte esencial de mi vida. No resistiría ningún tipo de cuestionamiento que me debilitara la poca confianza que dentro de mí iba creciendo. El viernes siguiente, la víspera del viaje de B, le imploré que se quedara, pero aparte de un llanto largo no hubo respuesta. Lo que quedaba de nuestra relación estaba en un precipicio, a punto de caer en el vacío con el primer roce de humillación, que presentía no demoraría en llegar.
Pero lo que la empujó, en contra de todos mis pronósticos, no fue la humillación a la que me sometía B cada vez que me dejaba, ni sus incumplimientos, ni siquiera su maltrato emocional ilimitado, sino la aparición de una herramienta pasajera pero real, que expandió los límites del clóset en el que me había encerrado con B. Fue una aplicación de celular la fuente del milagro que me permitió conocer mujeres en Nueva York.
La abrí en mi habitación la misma noche que B partió. Indiqué que sólo me interesaba conocer mujeres. Se me aceleró el corazón cuando lo hice, pero no me arrepentí; por el contrario, confirmé la opción. En minutos comencé una charla con Thérése, una francesa que pasaba el verano en Nueva York con la excusa de mejorar el inglés. En realidad, era una gocetas de primera categoría, cuyo objetivo en la vida era vivir el presente como si nunca hubiera futuro. Esa noche tuve miedo de acceder a mi primer impulso, que fue pasar la noche con ella. Nos entretuvimos con una charla vía mensajes de texto que produjeron en mí una excitación profunda. Toqué mi cuerpo imaginando a Thérése, soñando su olor, fantaseando con su sabor, hasta que caí rendida ante el espectro de la efervescencia nocturna y solitaria. Al otro día me desperté liviana para clase, con la sensación de que había dejado un equipaje pesado en alguna parte y que jamás lo volvería a reclamar. Pude concentrarme en clase aplazando el anhelo de conocer a Thérése. Nos encontramos esa noche sin misterios, sin diálogos y sin promesas. Con la claridad de que sería un encuentro sexual, furtivo y delicioso. No fue más, no fue menos. Durante las dos semanas que me quedaban en Nueva York, disfruté de otros encuentros semejantes a los que tuve con Thérése. Me convencí de que no era la única en el mundo que sentía atracción sexual por las mujeres. Había probado la libertad, ahora tenía que ser capaz de disfrutarla.
Desconecté mi celular de Estados Unidos antes de regresar a Colombia, y con él la aplicación que me mostró una humanidad más libre y sin prejuicios. Regresé con la autoestima recompuesta. Sólo después de estar con otras mujeres noté que la relación con B estaba vuelta añicos. Me sentí recuperada en el amor sin tener que acudir a un amor. Me propuse terminar la carrera sabiendo un poco más de mí y un poco más del mundo. B me persiguió varios días por teléfono y por correo electrónico, hasta que un día apareció en mi casa sin avisar. Pude ver el mismo drama de siempre desde otra perspectiva. Ella lloró, yo esta vez no sentí compasión sino rabia.
—Si de verdad me quieres, no me busques más. Tú me haces mucho daño —dije, en un acto de valentía inédito con B.
Ella siguió llamando algunas noches, supongo que estaría borracha. Otras, envió mensajes de texto, pero mi dolor me inhibió de contestarle, previendo que sufriría aún más.
Superé completamente a B mucho tiempo después. Dicen que los duelos del corazón duran doce meses, y supongo que los de un amantazgo oculto hay que multiplicarlos por dos.
Durante mis dos últimos años de carrera, no quise salir con nadie. Me dediqué a estudiar y a escribir en estos cuadernos como refugio a la confusión en la que me había dejado la relación con B. Las pesadillas no pararon. En un coro de gente que rodeaba el ataúd de siempre, veía a B y a las mujeres con las que había estado y con las que anhelaba estar. Soñaba con actrices, con modelos, con mujeres bellas de la universidad. Pero ninguna era concreta, todas escapaban de mí.
A ella, a B, dedico esta tercera sinfonía.
Esto no lo podía compartir con Olga, ni con nadie, salvo con mi cuaderno rojo.
La idea de tener una relación con una mujer abiertamente me rondaba todos los días en la cabeza y el cuerpo, pero no le quería gastar más tiempo a un imposible. No conocía a nadie en Bogotá ni en Cartagena que estuviera dispuesta a salir del clóset. Ni yo misma sabía si estaba fuera o dentro de él. Supuse que adentro, porque si estuviera afuera Simona ya sabría, y por lo pronto yo no tenía ningún plan de comunicarle algo de mi vida sexual. El único plan que tenía claro era el de terminar mi carrera para poder irme a vivir a Nueva York, donde sí podría ser libre. No quería irme a Boston a improvisar. Ya había convencido a Giovanni de que las universidades en Nueva York eran excelentes, y con su anuencia apliqué a tres.
—Compláceme y aplica a Harvard —fue su única petición.
Accedí. Tenía las notas, los puntajes exigidos en las pruebas estandarizadas, las cartas de recomendación y el inglés para entrar a cualquiera de las cuatro universidades. Los resultados llegarían a más tardar en el mes de abril, y yo finalizaba el décimo semestre en el mes de diciembre. Acordé con Giovanni trabajar en la fábrica de enero hasta la entrada a la universidad. Me entusiasmó la idea de regresar a Cartagena por una temporada larga. Estar con Ango, tratar de disfrutar a Simona desde una perspectiva distinta, trabajar con papá y adquirir algo de práctica antes de competir con los mejores del mundo en un salón de clase. Olga seguía viviendo en Bogotá con Iván y Martín, y el cuaderno amarillo quedaba por ahora truncado en la historia del exorcismo de Giovanni. Le anuncié que me faltaba contarle lo de la bruja bogotana, Patricia Cardona, pero no le di más detalles. Este evento en realidad hacía parte de la primera sinfonía de amor, la de Olga, que yo ya había consignado en el cuaderno rojo, pues aquella vez en Bogotá no dejé de pensar en ella ni un instante.
Un sábado de marzo, mientras le confesaba a Ango que estaba inundada de inquietudes por la espera de los resultados de las universidades, sonó el teléfono de la casa, que cada vez timbraba menos, con el auge de los celulares. Era la doctora Castro. Giovanni y Simona habían tenido un accidente de tránsito. Una camioneta los había atropellado mientras ellos daban la vuelta en moto a la bahía que desde hacía veinticinco años repetían a la misma hora todos los sábados. Simona estaba consciente y algo maltratada por la caída; le practicarían los exámenes de rutina, pero estaba fuera de peligro. La situación de Giovanni era distinta. Ango y yo llegamos en minutos al hospital de Bocagrande. Giovanni, con los signos vitales muy débiles, permanecía en cuidados intensivos.
—Se salvaron de milagro —advirtió la doctora Castro. Evidencia de esto era el alambre al que había sido reducida la motocicleta después del accidente.
Esa misma tarde dieron de alta a Simona, quien se enganchó un Cristo en el cuello apenas llegó a la casa. La recuperación de Giovanni sería lenta. Sufrió un trauma craneoencefálico severo. Su memoria se había afectado menos de lo que los doctores imaginaron el día de su ingreso al hospital, pero tendría que volver a aprender a hablar y a caminar. “Estaba vivo”, era la frase que dominaba nuestras mentes, pero no era lo único que pensábamos; al menos no yo. El accidente entorpecía la posibilidad de mi viaje, y eso suponía un aplazamiento de mi vida. La sentía ya suspendida, viviendo lo que me correspondía, pero no lo que quería: las dos cosas eran incompatibles en Cartagena, en donde el “qué dirán” seguía rigiendo las vidas de la familia Corso Espinosa. Necesitaba irme. La herida que me produjo la relación con B se había reducido a una cicatriz cuya causa sólo yo reconocía, y no había mucho más que sanar por ese lado. Pero el ritmo cardiaco se me alteraba cada vez que recordaba que ya sabía cómo conocer mujeres en Nueva York. Llevaba dos años soñando con el momento de volver a irme, y no lo iba a dejar escapar.
Una semana después del accidente, Simona y Carmen empezaron a ir todos los días, a las siete de la mañana, a un servicio matutino en el templo de un tal pastor Castillo.
A esa hora me acostumbré a bajar adonde Ango, para abrazarla en medio de un llanto silencioso del que ella presentía la causa. El estado de salud de Giovanni secuestraba mi felicidad por partida doble: por un lado, el hombre que había admirado durante toda mi niñez podía desaparecer en cualquier momento; por el otro, la idea de ser libre parecía esfumarse por cuenta de las actuales circunstancias.
El anhelo de libertad no era un concepto ajeno ni distante en mi vida. Entre las historias que Ango me había contado desde que era niña, estaba la de la conformación de San Basilio de Palenque, en donde lo que forjó un lazo de unidad entre sus habitantes fue el deseo de huir para siempre de la opresión humana que provenía de que unos se sintieran superiores a otros por el color de la piel. La primera vez que Ango me explicó la razón de este sometimiento oprobioso, le dije:
—Eso es puro complejo de inferioridad, necesitan ver a otros como menos para sentirse más.
Pero mi razonamiento era producto de la visión pura e ingenua de la edad. Yo todavía no dimensionaba la tragedia humana que había sido la esclavitud, no sólo por su pasado sino por su presente.
—La libertad fue y es el único objetivo del rey Benkos. Por eso es que no se ha ido del todo de este planeta —insistía Ango.
La libertad también era un tema recurrente en las tertulias de Carmen y Simona. Decían que amaban a Bolívar porque pudo definir la libertad de manera clara, al enmarcar el concepto en contraste con la opresión española, que, en resumen, era el mismo tratamiento conceptual que Ango le daba a la libertad. Intuyo que la atracción de Simona por Bolívar era más romántica que ideológica, pues, según ella, su grito libertador más importante no fue la orden que dio a Rondón antes de la Batalla del Pantano de Vargas —“Coronel, salve usted la Patria”—, sino su declaración pública de amor por Manuela Sáenz, cuando la nombró “la libertadora del libertador”, después de que ella le salvara la vida en la Conspiración Septembrina. De alguna manera Simona percibía que el amor de una mujer podía vencer cualquier barrera física, emocional o social.
Tanto Ango como las hermanas Espinosa definían la libertad como la ausencia de algo que oprimía, como la necesidad de quitar algo del camino para sentirse emancipado, como una liberación que se definía por la negación de otra cosa. Libertad era no esclavitud. Libertad era no opresión.
Otro elemento común que compartían las ideas sobre la libertad de las que hablaban estas mujeres era que siempre implicaba la pugna de unos pocos contra muchos. Unos cuantos hacendados de color de piel blanca contra mucha población cuyo color de piel era negro. Unos cuantos colonizadores contra muchos criollos y mestizos. Y ahora yo me unía a ese grito de libertad para derrotar unas normas sociales que existían con la excusa de la sana convivencia, pero que eran una fuente de hipocresía y desdicha para muchos. Pensaba en mí: ¿por qué me prohíben las normas amar a quien se me dé la gana? ¿Quién carajos hace estas leyes que consideran que el amor es lo que unos cuantos desgraciados piensan que es el amor? ¿Por qué unos quieren elevarse a la categoría de preceptores del amor, cuando lo que yo veo en sus relaciones son infidelidades, violencia y apariencias?, ¿cómo puedo proteger mi propia libertad?
Estaba hipnotizada con estos pensamientos, cuando volví a sentir la voz de Ango:
—Mi niña, ¿por qué está tan triste? Don Giovanni se va a recuperar pronto.
Dudé si contestarle con mi verdad, pues temía que pensara que yo era una mala hija, pero Ango era la única persona que yo conocía que jamás emitiría un juicio sobre mí.
—Ango, no es sólo Giovanni… —respondí sin contener dos lágrimas extensas que corrieron por mi rostro mientras intentaba sostenerle la mirada.
—¿Qué más hay, mi niña? —me abrazó—, ¿qué más hay? —repitió con ternura.
—Ango, yo me quiero ir. Acá siento que me estanco —dije.
—¿Se estanca por qué, mi niña? —preguntó Ango, guiándome a una respuesta concreta.
—Porque no soy libre, Ango, acá no soy libre —respondí y lloré con tanto dolor y tanta pesadumbre que me sorprendí. Apenas comenzaba a conocer las verdaderas emociones que vibraban dentro de mí.
Ango permaneció en silencio, abrazada a mí y yo a ella. Desde la noche intensa con Olga de nuestra infancia, guiada por los prejuicios de la ignorancia homofóbica, restringí mis abrazos a pocas personas. Creo que en mi lista sólo quedaron Ango y Simona como objetos de este gesto de cariño ancestral. “No sea que mañana o pasado fulana o zutana diga que la abracé porque me gusta”, pensaba.
Cuando Ango me sintió calmada, me sentó sobre sus piernas como cuando yo era niña. Las sentí más huesudas que entonces, pero igual de resistentes. Con una toallita empapada en su Menticol buscó refrescarme la sofocación del llanto.
—La libertad, mi niña, la verdadera libertad, esta acá, dentro de usted —me dijo poniendo su mano con suavidad en mi cabeza, con el mismo tono serio que le escuché alguna vez de niña—. La libertad mental, Lenita, es la más importante, y la que pocos tienen.
Era un nuevo concepto de libertad, desconocido para mí. No comprendí ni sus palabras ni su alcance, y las juzgué mal. Supuse que Ango sólo podía decirme eso porque ella no era libre. La esclavitud, ahora a sueldo, continuaba con la misma crudeza que siglos atrás. Pero ahora era peor, pensaba yo; en Cartagena ni siquiera se hablaba de racismo, porque aquí nunca se ha pretendido que un negro sea igual a los blancos y criollos. Ninguno había estudiado en los colegios a los que iba la gente del club social. Ninguno ocupaba cargos directivos en la fábrica Corso. Ni siquiera en Bogotá, la capital, estudié en la universidad con un negro. Seguíamos en la esclavitud, y por eso, pensaba yo, la única alternativa que Ango tenía era hablarme de la libertad mental. Una libertad que, para mí, en ese momento, era tan absurda e inútil como intangible, mientras que lo que había vivido en Nueva York era real, concreto y tangible. Era una realidad que se construía porque las normas sociales allí habían cambiado, porque para la mayoría neoyorquina que dos hombres o dos mujeres se atrajeran sexualmente no era extraño, ni antinatural, ni mucho menos inmoral. Pero nuestras leyes todavía nos mantenían dentro de muros morales que, aunque porosos, parecían infranqueables. ¿Debe depender la moral y la ética de lo que opine la mayoría? ¿Quién define lo que es natural? Estas eran otras de las preguntas que me atormentaban durante los días en que mi deseo de marcharme lejos se veía obstaculizado.
Transcurrieron quince días desde el accidente de Giovanni, hasta que llegó la inaplazable conversación a la que le había huido desde ese trágico momento:
—Magdalenita, nadie más consciente que tu madre de la importancia de tus estudios, pero en estas circunstancias lo prudente es que te quedes un tiempo más largo en Cartagena —dijo Simona.
Yo había preparado, escrito y ensayado la respuesta para persuadir a Simona; era corta y contundente:
—Mamá, yo estoy segura de que Giovanni, si pudiera hablar, me diría que me fuera.
Simona coincidió conmigo: para Giovanni lo más importante era formar a alguien de la familia que pudiera dirigir la fábrica. Olga, hasta ahora, había logrado escaparse de esa obligación. Sólo quedaba yo.
Simona, que al parecer me conocía más de lo que yo suponía, también había preparado su respuesta:
—Es hora de que tengas la receta de la Corso —dijo con firmeza.
Ese era el único argumento con que emocionalmente me podía convencer. Era un honor y un privilegio para una Corso ser la delegataria de uno de los secretos mejor custodiados del litoral Caribe.
No respondí. Salí de su habitación buscando atravesar una maraña de sentimientos que debía aclarar. Era un acto egoísta de Simona, sí, pero era un acto egoísta arropado en un halo de generosidad que me seducía: ser dueña de un secreto que muchos deseaban conocer. Pero en el otro extremo de la toma de decisiones reinaba la incertidumbre. Las respuestas de las universidades no llegaban, así que tampoco tenía algo concreto a lo que aferrarme.
No dormí esa noche. No porque tuviera que tomar una decisión, esa ya estaba tomada, sino porque debía ponerle término al aplazamiento de mi vida.
Cuando Simona regresó de su culto la mañana siguiente, y después de haber compartido y debatido mi porvenir con Ango, le dije con algo de resignación pero aún con vestigios de rabia:
—Cuando lleguen los resultados de las universidades pediré un aplazamiento de un año.
Una semana después, la ceremonia del secreto de la Corso se efectuó en la oficina de Giovanni, en un acto reservado al que sólo asistimos Antonio y yo. Fue la confirmación de que pertenecía a una familia de historia y tradición cartagenera. Me sentí orgullosa, pero fue temporal. Al mes, sentí una asfixia física incalculable que se sumaba a la rezandería de Simona y a sus comentarios de siempre, pero ahora intensificados por la edad. No se tragaba ninguna crítica: que por qué me pintaba el pelo de tal color y no del otro, que por qué me vestía de negro, que parecía la viuda alegre, que me estaba engordando, que mis cachetes parecían inflados, que la papada había crecido, que no hacía suficiente ejercicio, que valdría la pena iniciar una nueva dieta.
Fue por esa época que el pastor Castillo se convirtió en el asesor espiritual de cabecera de Simona, ahora la más ferviente fiel y donante de una iglesia evangélica dirigida por él, quien además pasó a ser el nuevo comensal de honor de los almuerzos de los martes. Un tipo que exhalaba desconfianza. Al contrario de lo que yo recordaba que decía la Biblia, que era más fácil que pasara un camello por el ojo de una aguja a que entrara un rico en el Reino de los Cielos, el pastor Castillo disfrutaba de la compañía y de los lujos de los ricos, a quienes exprimía al igual que a los pobres. Eran famosas sus ceremonias en las que situaba sobre el suelo todo tipo de artefactos que le servían para que sus fieles depositaran dinero y objetos de valor: desde poporos indígenas falsificados hasta platones de plástico tipo bacinillas a los que les cabía un dineral. Cantaba himnos y alabanzas a Dios, pidiendo que la gente desocupara sus bolsillos, para que se llenaran los de él, aludiendo que entre más damos más recibimos: “El que recibe un salario mínimo y lo entrega, el próximo mes Dios le concede dos, porque Dios premia al generoso y castiga al cují”, decía. Aquella diarrea verbal convencía a los asistentes, que como en rebaño pasaban a depositar su dinero y objetos de valor para que el pastor Castillo dispusiera de ellos según Dios le ordenara.
Castillo lucía una calvicie prematura que cubría casi toda su cabeza, una barriga ilimitada y una barba estéril y desorganizada. Impecablemente vestido, era un aficionado a mostrar la marca de su ropa. Usaba pantalón claro en el día, que combinaba con camisas de lino; pantalón oscuro después de la caída del sol, que llevaba con camisas de algodón, zapatos y correa del mismo color, con marcas vistosas que, en ocasiones, ocupaban buena parte del tejido del calzado. Aunque lo vi un par de veces con relojes que de lo exuberantes parecían falsos, casi siempre cargaba uno deportivo, de esos que vigilan los pasos y el ritmo cardiaco. “Con tanta vaina que uno ve y oye, tengo que estar pendiente de que no me vaya a dar un infarto”, escuché que le decía una tarde a Simona.
El pastor Castillo se consideraba a sí mismo un profeta: “Dios habla a través del profeta”, repetía durante sus ceremonias, señalándose. Se sabía de memoria versos y versículos de un libro que él llamaba Biblia, pero que era una recopilación de salmos y alabanzas muy distintas al Antiguo y Nuevo Testamentos que yo había estudiado en mi clase de catequesis. De aquellas supuestas Biblias vendía distintas ediciones, incluidas las de lujo, que eran forradas en cuero verde con letras doradas con un título gigante en la cubierta: La Nueva Biblia.
Se ufanaba de su sentido del humor, que conectaba a sus feligreses. El único día que fui a recoger a Simona y a Carmen —porque estaban sin carro, pues el mismo pastor Castillo las había llevado a su templo casi de madrugada para elevar con ellas una oración especial por Giovanni antes del alba—, me acerqué a la puerta del gigantesco auditorio ante las carcajadas que de allí provenían. Esa mañana el pastor explicaba, desde la tarima que hacía de púlpito con pantallas gigantes detrás, micrófonos y sonidos amplificados, como si fuera una estrella de rock, que en este mundo de Dios había que escoger bien a la mujer: “Muchas de ellas son lo que yo llamo ga-so-li-ne-ras, mujeres que están interesadas no en ti, ni en tu intelecto, ni en tu cultura… lo que les interesa es tu carro o el carro de tu papá. A la gasolinera lo que le gusta es pasearse en el carro. A ella no le importan los valores, ni diálogos, ni lo que tú piensas, a ella lo único que le importa es tu carro y lo que de él se deriva. Si hay buen radio, subes puntos; si hay buena música, más puntos; si es camioneta, muchos más puntos; si tiene buenas luces, más puntos. Desde el carro, la gasolinera —el pastor Castillo caminaba teatralmente por la tarima, pero de pronto frenó y miró de reojo al auditorio— mira rayado a los peatones de la calle, para sentirse ella —el pastor acarició su cuerpo con sus manos— superior a todos lo que por allí transitan”.
Para cerrar esta parte de su discurso, el pastor concluyó enfático: “Ojo con las gasolineras, muchachos; mejor preséntense a las mujeres sin carro, así se darán cuenta de si están con ustedes o son —y al subir el tono de la voz en ‘son’ invitó a que el público de feligreses replicara al unísono —GA-SO-LI-NERAS”, y todos soltaron una carcajada que parecía redimirlos de cualquier dolor interno.
El pastor no dejó ahí el discurso, lo retomó diciendo: “Y los hombres no se quedan atrás, ¿o pensaron que las gasolineras no tienen contraparte masculina? También están los hombres a los que les gusta el billete de las mujeres —hizo una pausa pomposa y calculada, y continuó—, pero a esos no los llamamos gasolineros, ¿saben cómo les digo yo? —preguntó retóricamente—: yo los llamo ‘vende braguetas’”, y de nuevo las carcajadas liberadoras relucieron.
Yo me devolví al carro a esperar a mamá y a la tía; no soportaba un grito más del profeta Castillo, ni quería escuchar su explicación teatral del vende braguetas. A los pocos minutos comenzó a salir la gente con caras alegres, algunos se iban para el parqueadero, que era un lote grande sin techo, propiedad del pastor, por el que cobraba la primera hora y después por fracción, y otros caminaban hacia el paradero de los buses. Simona y Carmen se subieron a mi carro, que por supuesto Simona criticaba porque era azul oscuro y no blanco, como a ella le gustaba. Se estaban apenas acomodando cuando les dije:
—¿Qué hace un cura de estos hablando de gasolineras y vende braguetas?
Sin siquiera preguntarme cómo lo había oído, Simona saltó en su defensa:
—Magdalenita, tú tan joven y no tienes sentido del humor, te tomas todo de manera literal. Es una manera de decir que hay gente interesada y hay que tenerles cuidado. Lo que pasa es que el pastor lo dice de una manera que busca que les llegue a las personas, que lo recuerden. Fíjate que hasta a ti, que eres reticente a estas cuestiones, te llegó el mensaje —y concluyó con un—: ¡qué efectividad la del pastor Castillo!
La aceptación y la fe que la gente profesaba al pastor profeta provenían de su habilidad para subirle el ego a las personas, sin que ellas fueran conscientes de este efecto. Con un lenguaje que apelaba al sentido común, pronunciaba frases efectistas y directas que abrían la puerta de la mayoría de los corazones: “El que te critica es porque no te ha podido superar”, “no ames al que se va de tu lado, ama al que te acepta y está contigo”, “tú tienes que ser un buen hombre no para tu esposa o tu esposo, sino para Dios, eso te cambia la perspectiva de tu vida”, “a Dios sólo le importa lo que siembres, y tú siembras más de lo que ganas, así que recibirás siempre más y más”.
Durante uno de los almuerzos de los martes con Simona y Carmen, pude observar de cerca cómo el pastor Castillo moldeaba con su labia al receptor de sus mensajes. Estas fueron las palabras que le dirigió a mamá: “Tú crees que el futuro es donde tú vas a ser feliz, pero ya hoy eres feliz, y en el pasado no fuiste feliz porque esperabas siempre el hoy, así te has saboteado durante toda la vida tu presente. Es momento de saborearlo, a pesar de que pienses que es un momento difícil, tienes que gozarlo con Dios. Lo debes hacer a través de la fe, para eso estoy yo, el profeta, tu profeta y servidor, para ayudarte a salir de esta tormenta. Tú has sobrevivido varias tormentas, y eso es lo que te ha hecho una mujer inteligente, madura y tenaz. A la gente, y en especial a las mujeres, perdonen que se los diga, pero las mujeres se tiran durísimo entre ustedes, les da mucha envidia una mujer que se crece después de las tormentas y buscan destruirla, ¿sabes por qué? Porque la envidia es la herramienta del mediocre, del débil, del anodino; en realidad la gente que te tiene envidia te está rindiendo un homenaje. Tú ya estás en el trono de Dios, y de ahí no te baja nadie. No dejes que una tormenta te detenga, porque en realidad lo que va a hacer es despejarte el futuro”.
El pastor Castillo hablaba de manera articulada, coherente, consistente y el mensaje era tan general que aplicaba a cualquier persona. El problema no era lo que decía, era la explotación que ejercía sobre quienes lo oían.
Yo no me tragaba al tal profeta. Desde el momento que nos presentaron, nos rechazamos el uno al otro con la sola mirada. Me molestaba cómo comía, cómo hablaba, cómo miraba, pero sobre todo cómo usaba el nombre de Dios para engañar. Varias de las veces que asistí al dichoso almuerzo de Simona, terminé comiendo en la cocina con Ango para evitarme una indigestión. No soportaba la lisonjería a la que sometía a Simona y a Carmen para obtener de ellas un cheque que ensanchaba sus arcas personales. Me molestaba que Simona y Carmen se vieran tan seducidas por las palabras del pastor, que ni se mosqueaban con sus contradicciones. Era un hombre de cincuenta y cinco años que, desde hacía quince, tenía la iglesia como un negocio. Su patrimonio era reconocido por todos los fieles, quienes aceptaban sus excesos en nombre de Dios. Sus sermones los domingos podían durar hasta tres horas sin parar y sin beber un sorbo de agua, lo que para algunos era considerado como un milagro del Creador. Las reuniones que comenzaron en un garaje de una casa prestada en un barrio al pie de la Popa, ahora se realizaban en una mega construcción a la que denominaba la Unión Hipostática de Cartagena, situada al lado del Palacio de la Inquisición, en pleno centro histórico de la ciudad. Entre semana, aparte del sermón de las siete de la mañana, no hacía nada más. Aunque según él trabajaba en distintas obras sociales de la Iglesia, que yo supiera, las obras sociales se reducían a unas breves jornadas en las que repartía algunas mogollas y leche, nada más. Cuando le pregunté a la doctora Castro por él, me dijo con tono despectivo:
—Ese es un estafador —y agregó—: perdóname, porque sé que ahora ronda tu casa y tiene convencida a Simona de que, a través de él, Jesucristo se hará presente para curar a Giovanni, pero en realidad lo único que hace es sacarle plata para sus fechorías personales. Además de estafador es un puto, se mantiene soltero arguyendo que heredó la castidad de Jesús, pero ya llevo cuatro casos de mujeres maltratadas por el tal pastor. Todas me han contado una historia similar. Comienza con una Biblia de la que les lee un Evangelio. Sin previo aviso empieza a masturbarse con la Biblia en la mano, diciendo palabras incomprensibles que según él provienen de la iluminación divina. Le pide a la mujer de turno que le sostenga el pene, que además todas coinciden en que lo tiene del tamaño de un chito, después de lo cual él inicia un manoseo que termina en golpes con una fusta para caballos, y, por supuesto, con su eyaculación. Es salvaje y asqueroso —concluyó con fastidio la doctora Castro.
—¿Por qué no le dices esto a Simona? —supliqué.
—Porque no me va a creer. Él está abusando de su vulnerabilidad y la única manera de parar el abuso no es separándola del pastor, sino volviéndola a ella una mujer fuerte y segura —dijo la doctora Castro con una convicción tal, que el sólo tono de su voz me hacía creer lo que decía.
Mamá, en esencia, seguía siendo la misma, sólo que ahora Dios y Jesucristo se enredaban más en su vocabulario. Mi relación con Simona era tensa, con fluctuaciones permanentes, y se convirtió en una turbulencia dinámica que algunas veces me llevaba al cielo y otras, muchas, me aplastaba en la tierra. Y con Giovanni todavía hospitalizado, no había nadie que intermediara entre nosotras.
Para mi sorpresa, aceptó con facilidad mi decisión de no vivir más bajo su techo cuando se lo anuncié. Aunque me mudaría a sólo quince minutos de la casa de mi infancia, el hecho para mí era de enorme trascendencia, pues mi espíritu cada vez estaba más desanimado y abatido por los formalismos sociales que detestaba. Me trasladé a un apartamento de una habitación al frente del mar, por la vía que conduce a la ciudad de Barranquilla. Trabajar en la fábrica era mi escape; la posibilidad de expansión hacia el resto del país mantenía mi mente ocupada durante el tiempo que permanecía en la oficina. Casi todas las tardes, cuando salía, pasaba por un supermercado y llenaba el carro de todo lo que Simona me prohibía: deditos de queso, pasteles gloria, panes, panelitas de leche, conservitas, helados, galletas con chocolate, chocolates de todo tipo, papas fritas, patacones y chicharrones. Conducía hasta el edificio casi temblando de la ansiedad. En el ascensor destapaba cualquier paquete de papas. En el apartamento devoraba lo que había comprado en minutos y después lo vomitaba de vuelta. Me ponía un vestido de baño y me lavaba en el mar, tratando de terminar de expulsar mis propios demonios, que era incapaz de reconocer y enfrentar. Regresaba al apartamento, me servía el primer ron de la noche y seguía bebiendo hasta que el sueño me atrapaba. Me vi envejeciendo sin arrugas, consumiéndome sin adelgazar y sufriendo sin sentir. Extrañé a Ango en las madrugadas. Quería sentir sus trapitos humectados con Menticol, marihuana y ruda sobre mi frente hasta el amanecer; sentir sus manos que transmiten amor; sentir su cuerpo cada vez más huesudo protegiendo el mío; sentir su ventilador a toda velocidad, apenas capaz de quitarnos el calor de la noche; sentir sus pasos hacia la cocina en la mañana, que anuncian la presencia de un nuevo día, y con el alba experimentar el amor de la mujer que me crio. Abracé mi almohada muchas mañanas pensando en ella, hasta el punto de considerar regresar a vivir donde Simona sólo para estar con Ango en las madrugadas, pero algo dentro de mí advertía que necesitaba la distancia con mamá para estar a salvo, para protegerme, para sobrevivir.
Olga seguía en Bogotá. No se movería de ese lugar hasta que no terminara la carrera de Psicología que había dejado truncada por el nacimiento de Martín. Y yo creo que en el fondo, también, cuando la edad de Martín se volviera irrelevante para la cuenta regresiva que pusiera al descubierto que estaba encinta al casarse. Hablaba con ella con frecuencia, pero sobre todo cuando tenía pesadillas. Algunas noches eran de tal magnitud, que ni el efecto del alcohol lograba desconectarme de ellas y, por el contrario, a veces las exacerbaba y las volvía más aterradoras e incomprensibles.
Una de esas noches, le agregué a la rutina de desórdenes nocturnos una oración a Dios, a cualquier dios, al dios que me oyera, así fuera el del pastor Castillo, con tal de que me sacara de esa ciudad amurallada en la que sentía un agobio letal. Lo hice arrodillada frente a mi cama, llorando, con el pelo todavía húmedo después del baño de mar, y tras beber varios tragos de ron y otros de whisky. La mezcla debió disparar mi inconsciente, y en el sueño dramático y palpable en el que caí rendida, contemplé no a una mujer de negro caminando por el mismo corredor de siempre, sino a una hilera de mujeres que tenían un acuerdo para no revelarme su rostro, pero que en mi sueño yo sabía que iban tras de mí y escuchaba sus murmullos y sus risas endemoniadas. Pero por más que intentaba, no las podía ver. Adelgazaban y engordaban permanentemente, haciendo que sus hábitos negros se ensancharan y se recogieran sin ningún ritmo, pero de manera repetida. En un momento dado, como si yo fuera un espíritu, poseí a una de las mujeres, y entonces pasé a formar parte de esa tenebrosa fila. Sin embargo, no podía verme, aunque me sentí caminando hacia el ataúd de siempre, cuya presencia no era nítida esta vez. De repente, las mujeres sacaron cristos de bronce como el que Simona tenía en el altar de su alcoba; eran un poco más pequeños y los mostraban hacia mí, sin revelar sus rostros. Se alzó entre los sonidos desordenados una voz de mujer que no logré identificar: “El único Dios es Jesucristo, el único Dios es Jesucristo, el único Dios es Jesucristo”, y retumbaba en las barreras ilimitadas del sueño un eco que reproducía el sonido de la palabra “Cristo” en distintos tonos terroríficos que se confundían con sonidos de perros aullantes. Para mí era evidente que yo, ahora convertida en una de esas mujeres, era el anticristo, y que todas apuntaban hacia mí. Intentaba escaparme del cuerpo de esa mujer, pero no podía; trataba de gritar una, dos y tres veces, pero mi voz no salía, hasta que desperté por cuenta de un sacudón de mi cuerpo en la cama, como si en la realidad me hubiera desdoblado y hubiera vuelto a mí. Prendí las luces del cuarto, fui a la cocina, tomé agua con hielo y me lavé la cara para comprobar que estaba despierta. Salí al balcón a sentir la brisa del mar. Anoté esta pesadilla en el cuaderno amarillo, debajo de un título que decía: “Me desdoblé y volví, pero no soy el anticristo”.
Un sábado decidí darme ánimos y acepté la invitación al almuerzo que ofrecía una amiga por la renovación de su casa. Sería uno de esos almuerzos caribeños que arrancan con fritos a la una de la tarde y no se sabe ni el día ni la hora en que terminan. Bebí Corso Libre, tratando de calmar mis pensamientos egocéntricos y volátiles. A las tres de la tarde invadió el lugar la presencia de una mujer de unos cuarenta años. Era alta, no muy flaca sin ser gorda, pelo oscuro, ojos marrón claro, de mirada inescrutable, piel bronceada y una sonrisa corta y sensual. Su conjunto formaba un híbrido entre la atracción y la perfección. Tenía acento caribe, pero no era cartagenero. Carmenza, la dueña de la fiesta, tocó su copa con una cuchara para tratar de acallar la algarabía, y dijo:
—Les presento a Genoveva, más conocida como la Veva, una chef recién desempacada de Maracaibo que pronto abrirá su restaurante en Bogotá.
En el paroxismo de la fiesta, me dirigí al único baño que tenía el apartamento. Cuando fui a cerrar la puerta, alguien lo impidió con brusquedad. Al verme sorprendida me empujó con suavidad, y de un momento a otro me encontré encerrada en el baño, de frente a un espejo de cuerpo completo situado a un lado del lavamanos azul. Genoveva estaba detrás de mí. Nos observamos las dos, sin tiempo que nos presionara. Ubicó su cabeza por encima de mi hombro derecho y susurro al oído “míranos”. Era una fotografía digna de admirar, pensé. Dos mujeres latinas observándose en un espejo, sin fecha, sin hora. La diferencia de edad era notoria, pero armonizaba con la asimetría de colores y de tamaños de los cuerpos. No me moví mientras la Veva contemplaba el cuadro que ella misma había creado frente al espejo. Como una artista buscando la perfección de su obra, puso una de sus manos largas, con uñas muy cortas, en mi seno derecho, y después la otra en el izquierdo. Rozó mi oreja con su lengua diciendo: “Te gusta, ¿verdad?”. Su seguridad me deslumbró. Yo, en vez de contestar afirmativamente, la besé en la boca. Ella comenzó a desvestirme despacio, permaneciendo detrás de mí y de frente al espejo. Yo vestía una camisa negra, y cada vez que desapuntaba un botón, mi cuerpo temblaba. Mi respiración alterada se podía constatar en el espejo, y la Veva disfrutaba observándola tanto como yo. Cuando terminó de abrir mi camisa se sorprendió de que yo no usara brasier. Esa era otra de las enseñanzas de Ango: “Las mujeres pasaron del corsé al sostén, sin entender que la belleza femenina necesita libertad”. Con calma, la Veva dirigió su mirada hacia mi pantalón. Inició con la correa, negra, que abrió poco a poco. Tenía puestos unos jeans negros de esos que se cierran con botones. Mi aliento exhalaba un olor a sexo que impregnaba el aire del baño con sus baldosas de imitación de mármol. Apenas abrió el pantalón de par en par, tocaron la puerta. No sé cuánto había pasado desde que entramos hasta este momento. El tiempo, que había quedado suspendido, ahora retomaba su ritmo a punta de golpes y gritos:
—Por favor, abran, me estoy reventando. Tengo que desocupar el pajarito —decía alguien con voz de hombre y de urgencia. Me vestí con rapidez. La Veva se contemplaba en el espejo, tratando de disimular su excitación. Cuando me vio vestida abrió la puerta y salió pisando con seguridad y sin mirar a nadie. Examiné velozmente a la persona de la puerta, era un hombre ya borracho que ni nos miró ni, creo, escuchó cuando me disculpé por la demora. Continuamos en la reunión cada una por su lado, como unas desconocidas. Pero mi mente sólo volvía a ese baño, a ese momento, a esa respiración. Ella seguía tranquila, como si nada hubiera ocurrido, o al menos eso aparentaba. Yo decidí acercarme.
—¿Vamos a mi casa más tarde? —me atreví a preguntarle mientras ella tomaba una copa de vino tinto de una mesa con un mantel blanco de rayas rojas y gruesas. Me observó de pies a cabeza sólo moviendo sus ojos, y con una leve sonrisa que no dejaba ver sus dientes grandes, contestó:
—Veámonos afuera del edificio en treinta minutos.
Fueron eternos, el minutero de mi reloj parecía detenido. Tenía sensaciones muy extrañas dentro del cuerpo. Recordé la última vez que me había acostado con una mujer. Había sido en Nueva York, en el apartamento de una polaca en el Upper West Side, adonde llegamos completamente borrachas después de habernos conocido por medio de una aplicación. Ella vivía con tres mujeres más y compartía su cuarto con una de ellas, quien al llegar nos encontró encamadas y desnudas, con movimientos que no pararon sino que se intensificaron con su presencia. Terminamos las tres en una cama sencilla, en una acrobacia sexual que nos unió durante las últimas dos semanas de mi estadía en Nueva York. Nos convertimos en un trío que, sin celos ni egoísmos, disfrutábamos en el día, en la noche, y sobre todo en la cama. Antes de regresarme juramos volver a encontrarnos las tres, en un año, en esa misma ciudad, estuviéramos donde estuviéramos. Para sellar nuestro pacto nos hicimos un pequeño tatuaje de color rojo en la nuca, con el número tres.
Dos años después, en Cartagena, en mi pequeño apartamento al frente del mar, volví a sentir a una mujer. Nos encerramos dos días enteros. El placer era simétrico y rítmico. Nos embadurnamos de aceite de coco, nos acariciamos con una pluma de avestruz que la Veva cargaba y nos metimos varias veces en la tina helada, solo para no quedarnos dormidas y seguir disfrutando nuestro placer.
—¿Cómo te atreviste a abordarme así en el baño? —pregunté en nuestro primer receso.
—Ojo de loca no se equivoca —replicó sonriendo con un acento que yo identificaba como venezolano—. Desde que entré no apartaste la mirada de mí, desde que entré me invitaste a estar contigo, desde que entré quise estar contigo.
Pensé en proponerle que nos fuéramos a vivir juntas desde ese mismo instante. Recordé a Fabián, que decía que dos mujeres se acuestan y el siguiente paso es mudarse juntas. Me aterrorizaron su recuerdo y sus palabras, pero lo atenuó confirmar que ya B no era parte de mi vida. Ahora lo sería la Veva, cuya presencia en Cartagena me hacía reflexionar sobre la posibilidad de ser feliz allí. La noche del domingo, cuando por fin decidimos comer algo, le dije:
—¿Y ahora qué?
—Y ahora nada. Yo me voy para Bogotá y tú te quedas trabajando para tu papá acá.
—¿Para Bogotá? —pregunté casi temblando, con los sueños de un segundo atrás pisoteados por el futuro próximo.
—Yo vivo en Bogotá —afirmó la Veva.
—Pero ¿nos vamos a volver a ver? —pregunté insegura, deseando que una respuesta suya calmara la ansiedad que ya notaba en mi cuerpo, cuando sin darme cuenta comencé a acelerar el ritmo con que ingería la pizza que habíamos pedido a domicilio.
La Veva se acercó y me puso un dedo sobre la boca:
—Por supuesto, pero con tranquilidad.
Dormimos esa noche juntas, y al día siguiente ella viajó a Bogotá. Mantuvimos la que yo creía era la más secreta relación por algo más de un año. Ella me pidió que no le contara a nadie sobre lo nuestro. Yo le respondí: “¿A quién carajos le cuenta uno en Cartagena que es gay?”. Ella soltó una risotada y comprendió que su petición se acomodaba perfecto con mi tradición del “qué dirán”.
Simona insistía en hacer comidas con sus amigas del club social acompañadas de sus hijos ahora casamenteros. Ni ellos ni yo las disfrutábamos. Ya no éramos los niños que llevaban al club y dejaban en la piscina y en el baño turco a sus anchas. Todos habíamos cambiado. Nuestra mirada reflejaba los miedos, los prejuicios y las inseguridades que habíamos adquirido con los años, y que permanecían adheridos a nosotros. Ya no nos entendíamos, no nos leíamos, no nos disfrutábamos, ni mucho menos nos admirábamos.
Estas reuniones revolvieron en mis pesadillas episodios del pasado con el presente. Mezclaba personajes y sitios, transportándolos no sólo en segundos entre países, sino de la vida a la muerte y de la muerte a la vida, como si fueran simplemente dos espacios de residencia distintos para las almas.
Una noche soñé que la mujer cubierta de negro me hablaba, no recuerdo en qué idioma o si era con telepatía, porque al despertar no tuve memoria de su voz, pero sabía o intuía que me iba a mostrar su rostro. La vi primero caminando despacio hacia el ataúd, y poco a poco elevándose sobre él, siempre de espaldas a mí. Cuando desde el aire se dio la vuelta para revelarme quién era, llevaba puesta una máscara similar a la que Juan Pablo había usado en la fiesta de disfraces en Nueva York. Me desperté, pero en realidad no lo hice, pues era una nueva pesadilla dentro de otro sueño; es decir, yo soñaba que sufría una pesadilla en mi sueño, lo que hizo que el pánico fuera extenso, pues me tomó el doble de esfuerzo salir de ahí. Las reflexiones sobre el tiempo las formulaba desde el sueño, tratando de escapar de él, pero no lo lograba porque continuaba soñando que había tenido una pesadilla en donde la mujer me revelaría su nombre, pero en realidad terminaba por asustarme con una máscara del festival de Venecia. Al final, desperté tiritando de terror. Corrí a la cocina y bebí agua helada con hielo para sentirme despierta.
Cuando le relaté a Olga esta pesadilla, además de pedirme que la anotara en el cuaderno amarillo, me dijo:
—Sabes que no soy muy partidaria de la interpretación gratuita de los sueños, pero ¿qué pasó entre tú y Juan Pablo en Nueva York? Esa aparición de su máscara en la pesadilla de la pesadilla… ¿podría ser que quedó algo inconcluso entre los dos?
La voz de Martín pidiéndole algo me salvó de dar una respuesta. Olga colgó diciendo:
—Si quieres no me cuentes ya, pero reflexiona sobre eso, para saber cómo se pueden atar los cabos de tus sueños.
¿Me conocía tanto Olga como para intuir que algo había pasado con Juan Pablo, pero no me conocía tanto como para saber que a partir de aquella noche de su cumpleaños número catorce, en que descubriendo nuestros cuerpos terminamos en algo muy cercano a hacer el amor, mi atracción por las mujeres superó a mi atracción por los hombres? Algo me impedía arrojar un resultado claro de esas consideraciones. De todas maneras, después de entretenerme mentalmente, y por enésima vez en mi vida, con el cuerpo adolescente de Olga, repasé el cuerpo atlético de Juan Pablo, que toqué la mañana que estuvimos juntos en mi apartamento en Nueva York. Ocurrió algunos días después de la noche de disfraces, antes de que llegara B. Yo todavía sufría de inseguridades que confundían mi prístina inclinación por las mujeres.
Juan Pablo, para mi gusto, era feo, pero tan inteligente que cuando empezaba a hablar sus palabras borraban cualquier detalle negativo de su aspecto físico. Su color de piel era moreno pálido tirando a verdoso, lo que lo hacía lucir enfermizo; el pelo era enroscado y lo dejaba crecer, lo que le daba un aspecto indomable, y su nariz era como la del pico de un loro, con una curvatura adicional. Usaba gafas de circunferencia pequeña, que resaltaban la voluptuosidad de su nariz; vestía con camisas blancas que se veían finísimas, cuya marca no se notaba por ninguna parte y de las cuales se preciaba no por su finura, sino porque él mismo las planchaba, y los pantalones los llevaba de colores vivos. Lo vi siempre con la misma correa marrón y con tenis blancos o zapatos marrones. Parecía ser un flacuchento escuálido. No mostraba su cuerpo, salvo cuando salía a correr. Lo hacía llevando solo unos pantalones cortos y una cinta negra que envolvía su pecho y espalda para informarle su ritmo cardiaco. Así se apareció una mañana en la que nos habíamos citado para ir a correr antes de clases. La noche anterior habíamos comido juntos, amenizados por una conversación sobre el libro de estadística que ya había comenzado a escribir y cuyo título, según él, explicaba todo el contenido: “La fortaleza de Bayes”. Nos reímos, me burlé y me dejé descrestar por su inteligencia. Esa noche me acompañó hasta mi apartamento con la promesa de recogerme temprano para salir a trotar. Permanecí por un largo rato bebiendo whisky y pensando en él, en su máscara, en su facilidad para explicar temas complejos, en que sería un hombre que Simona y Giovanni aprobarían, y así me quedé dormida sin tener clara la hora. Cuando sonó el timbre del apartamento anunciando que Juan Pablo subía, sólo atiné a lavarme los dientes. El guayabo no me había dejado levantarme antes, y salir a correr en ese estado hubiera sido una imprudencia. Abrí la puerta, y mi mente, que había quedado impregnada con su elocuencia, ahora me confundía de nuevo al admirar un cuerpo atlético y bien trabajado. Él sonrió; era lo único rescatable de su cara, su sonrisa grande, sensualmente sugestiva e inspiradora, y me dijo con su aspecto saludable y en tono sarcástico:
—¿Una botellita de vino te dejó tendida en la lona?
No respondí, mi apariencia lo decía todo; incliné mi cara hacia el lado y me puse la mano derecha en la frente, tratando de apaciguar el guayabo. Lo abracé con la izquierda y le dije:
—Después me tomé un whisky, y la combinación me mató.
Juan entró al apartamento con la seguridad que lo caracterizaba, el aire acondicionado estaba helado y me pidió algo con qué cubrirse.
—Si quieres te hago un desayuno que te levanta en segundos —dijo.
Tirada sobre el único sofá de la pequeña sala que colindaba con la cocina le pedí que hiciera un café, mientras lo esperaba allí con una cobija. Juan regresó a los pocos minutos con dos pocillos en la mano, y cuando se fue a devolver “por dos platicos para que no se te manche la mesa”, yo le dije:
—Quédate acá conmigo un segundo.
Le abrí campo en el sofá, cuyos resortes se dejaban sentir, y lo invité a arroparse conmigo bajo la cobija. Jamás bebimos el café. Repasamos nuestros cuerpos por varias horas, nos besamos, nos acariciamos e hicimos el amor, a pesar de que Juan afirmó que siempre perdía las buenas amigas después de tener algún tipo de contacto sexual con ellas. Me aseguró que no me quería perder a mí. Le aseguré que no me iba a perder. Me bañé mientras él me esperaba, cubierto por la cobija sobre el sofá. Cuando estuve lista nos fuimos a su apartamento, que no quedaba lejos del mío, él se cambió y estuvimos todo el día caminando, acariciándonos como dos enamorados en Nueva York. Yo me sentí bien, acompañada, y volví a pensar en que este sería el sueño de Simona y Giovanni. No me tomé ni un trago ese día. Me dejó en la puerta del apartamento y acordamos que, a pesar del día espectacular que habíamos disfrutado, no tendríamos un romance, pues la amistad valía más. A la mañana siguiente teníamos clase temprano. Cuando me desperté, despercudida totalmente del guayabo terciario que me arropó todo el día anterior, me dio un asco terrible pensar en Juan Pablo: ¿qué me había permitido revolcarme con ese hombre tan feo toda la mañana? ¿Qué tal se hubiera enamorado y ahora me persiguiera? ¿Cómo pude estar todo el día cogida de su mano? Por fortuna, Juan no cambió de posición y yo seguí siendo una amiga más durante todo el resto de mi estadía. Con la visita de B me alejé, y él no cuestionó aquella distancia, que se incrementó aún más con el descubrimiento de la aplicación de citas.
El día de la despedida del curso yo tenía un afán insoportable porque lo que en realidad quería era reunirme con mi polaca y su amiga, pero antes de no volver a vernos, Juan me dijo:
—¿Viste que tenía razón?
Le mentí con un:
—Sí —que acompañé de un abrazo y un beso en su mejilla.
Anoté la pesadilla como me dijo Olga y la titulé: “Atando cabos con los hombres”.
Las noches en Cartagena se volvieron sagradas por mis llamadas con la Veva, que podían durar hasta tres horas. Pero ella no siempre tenía la misma efusión o la misma alegría. Esto no me sorprendía, porque había lidiado por años con una madre en la que los sube y bajas emocionales eran una constante. Yo las justificaba a ambas pensando que eran temperamentales.
La Veva sufría arranques en los que me hacía llorar porque me decía que no continuáramos con lo que teníamos, que lo nuestro no era una relación sino una locura, que había sido cuestión de tragos y que ahora era cuestión de costumbre nocturna. Luego ella también lloraba, me pedía perdón y casi siempre yo terminaba yendo a Bogotá para pasar el fin de semana juntas. Ese año fui catorce veces y ella vino a Cartagena sólo una.
El tema de su familia la atormentaba, pero yo no sabía con certeza cuál era la causa. Lo único que parecía más o menos claro era que sus parientes no estaban en Venezuela, como yo había pensado al principio, sino en Cartagena, y no sabían que ella era gay. Pero la Veva jamás me compartió si sus padres vivían o no, o dónde estaban exactamente, o si tenía hermanos o hermanas. Sólo sabía que era cartagenera y que por mucho tiempo había vivido en Venezuela, donde tuvo un restaurante que por la crisis económica y política de ese país tuvo que cerrar, y que ahora experimentaba con un nuevo sitio en Bogotá: Diverso.
Diverso está situado en Usaquén. El restaurante alberga seis mesas, tiene un menú sorpresa de siete platos y dos rotaciones en la noche. La Veva me había dicho que todo en el proyecto sería un riesgo, pero que estaba segura, primero, de sus habilidades y, segundo, de que Bogotá llevaba años cultivando un turismo gastronómico que abrazaría esta nueva aventura. Atinó: Diverso, en pocos meses, se convirtió en un éxito y su aparente exclusividad lo hizo más atractivo. La Veva, una vez se incorporaba a su oficio con su vestimenta de chef —pantalones con pequeños cuadros azules y blancos, camisa blanca de mangas cortas abotonada de lado, que dejaba al descubierto la cicatriz que le había dejado un horno en el antebrazo, y un gorro, también blanco, que disimulaba sus crespos—, sufría una transformación radical. Sólo se concentraba en su cocina y en lo que en ella ocurría. Como si el resto del mundo no existiera, salvo sus comensales, daba órdenes, buscaba la perfección e inundaba de colores cada plato con fusiones caribeñas y europeas. Algunas de las exquisiteces eran carimañolas con trufas, arepa de huevo con caviar y chicharrones con salsa cremosa de vin santo. Los domingos y los lunes no abría. Cuando yo la visitaba viajaba los viernes en la noche, para acompañarla a hacer algunas compras de verduras y carnes frescas los sábados en la mañana; al mediodía la dejaba en la puerta de Diverso y la esperaba en su apartamento despierta, al que ella volvía después de la medianoche. Me regresaba a Cartagena en un vuelo que salía de Bogotá los lunes a las seis de la mañana, para el cual tenía que despertarme a las cuatro de la madrugada, pero valía la pena, pues me permitía alargar las horas que podía disfrutar a la Veva.
Diverso estaba vetado para mí. La Veva decía que no valía la pena que su gente, refiriéndose a sus empleados, la vieran conmigo, que después le iban a faltar el respeto, que eso era mezclar la vida íntima con el trabajo, y cuando le decía que yo podía asistir como cualquier comensal, con ternura me convencía de que sólo sería una distracción para ella, que necesitaba absoluta concentración en la cocina. Pero fue la misma Veva quien hizo una excepción el día que vino a visitarla su mejor amigo de Caracas, Mateo Ramírez. Me pidió que fuera a Bogotá, que quería presentarme a su hermano de vida, que comeríamos el sábado, él y yo, en una mesa en Diverso. Me asombré, pero no se lo dije por miedo a que se arrepintiera de presentarme a su amigo y de invitarme a Diverso. Esa fue la noche que presencie su profesionalismo en la cocina. Estuvimos en el primer turno, que iniciaba a las cinco y media de la tarde. La Veva nos permitió llegar antes y verla trabajar por el vidrio transparente a través del cual los comensales observaban las actividades que ocurrían en la cocina. Las instalaciones, la organización, la limpieza, la estética, los vestidos y los utensilios parecían parte de una gran obra de teatro que estaba a punto de comenzar, y así fue. Todo estaba impecablemente planeado, y parte de la aventura consistía en visitar la cocina, donde ofrecían un licor con lulo recién licuado y un pequeñísimo patacón con guacamole. Mateo resultó ser un tipo encantador, culto, divertido, inteligente, comelón y gocetas. No sólo era el mejor amigo de la Veva en Caracas, sino que también había sido su socio. Sabía cómo trabajaba la Veva y entendía su obsesión por la perfección. Se le notaba que estaba feliz de vernos juntas, y así lo manifestó durante toda la noche. Cuando terminamos de comer, sin ningún protocolo, la Veva nos despachó a un bar de Usaquén y nos prometió que apenas se desocupara nos caería en el lugar. A las doce y veinte, según recuerdo haber visto en mi reloj, la Veva llegó, sobria, mientras nosotros teníamos, además de lo que habíamos bebido en la comida, varios tragos de ron encima. La primera pregunta de la noche la soltó Mateo:
—¿Tu familia ya sabe que estás con esta princesa?
Miré la cara de la Veva y me sentí sobria al instante, sólo para escuchar con atención su respuesta. Ella respiro profundo, creo que exhaló toda la ira que le produjo la pregunta, se acomodó en la silla, desamarró sus crespos para ganar tiempo y, buscando un toque de libertad, contestó con serenidad:
—No, aún no.
—¿Por qué no? —insistió Mateo—. Estás con una mujer linda, exitosa, inteligente, que a leguas se nota que te adora. ¿Qué más estás esperando?, ¿la bendición de ellos?
La aparente calma con la que había contestado la pregunta anterior la abandonó por completo, y con rabia en sus ojos, acompañada por un tono de voz que sobrepasaba el ruido del lugar, la Veva gritó:
—Si viniste a sacarme del clóset con mi familia, es mejor que te vayas.
Mateo se puso de pie, caminó hacia la caja y yo detrás de él, suplicándole que no se fuera, que era el mejor amigo de la Veva, que era el único, en realidad, que ella estaba estresada por todo el trabajo que había tenido, que la perdonara. Mateo pagó la cuenta de pie y sólo me dijo:
—No es la primera vez que ella me echa por este tema, y no será la última.
Salió a la puerta y tomó el primer taxi que pasó.
Regresé al bar en donde la Veva, hipnotizada por sus pensamientos, no pronunciaba palabra. Le tomé la mano, pero me la quitó bruscamente, sin mirarme.
—Vámonos —dijo.
Caminamos un par de cuadras hasta encontrar el parqueadero. La Veva manejó muy despacio hasta llegar a su apartamento; ninguna de las dos habló. El júbilo de la tarde y de la noche había desaparecido, junto con Mateo, que sólo había venido a Bogotá para reencontrarse con su amiga. Comprendí que rozar el tema sería motivo de una pelotera inimaginable y no quería acostarme peleando. Entré a la cocina, bebí agua con hielo, le propuse a la Veva que durmiéramos, y con un ademán me indicó que prefería quedarse en la pequeña sala sola.
Todo el alcohol que tenía encima me profundizó y me deshidrató, amanecí con un dolor de cabeza que me hacía sentir como si tuviera cinco cabezas. La Veva ya no estaba. Me dejó una nota: “Madrugué a verme con Mateo, no me demoro, en el baño hay aspirinas, te amo”. Me estaba tomando las aspirinas cuando ella regresó; Mateo ya estaba rumbo al aeropuerto, ese día se devolvía para Caracas. Ella puso el tema de la familia:
—No tiene nada que ver contigo lo de mi familia, tiene sólo que ver conmigo.
Le dije que no había ningún afán, que yo tampoco estaba dispuesta a hablar en este momento con mi familia sobre nosotras, que se despreocupara por eso. Sin embargo, aquel no era el punto que me llamaba la atención. El tema relevante no era que hablara o no con su familia sobre nosotras, el que me intrigaba era otro: ¿quién era su familia? Había pensado mucho en cómo formular la pregunta, cómo tocar el tema, cómo abordar algo que era tan censurado por la Veva. Sabía que de la forma dependía por completo el fondo y el desenlace del asunto, pero solté la pregunta sin ningún tipo de cálculo o edición:
—¿Qué es lo que pasa con tu familia que ni la mencionas? No sé quién es tu papá, o tu mamá, no sé si tienes hermanos o no, no sé ni dónde viven.
Terminé de escucharme y presentí el alboroto que se venía, pero me equivoqué. La Veva se acercó, me acaricio la cara, miró su reloj y me dijo:
—Quedan menos de veinticuatro horas para que te vayas. O hablamos de mi familia o disfrutamos las dos.
La forma de su respuesta, dulce, cálida y sosegada, puso el tono a una tarde en la que sólo tuvo espacio nuestro amor. Cuando en la madrugada la desperté para despedirnos, me sorprendió con un: “pensemos si esto puede continuar”. No respondí, le di un beso en la boca y me monté en un taxi con mis ojos impactados por las lágrimas.
A mí la inestabilidad de la Veva me estropeaba las entrañas. Pero al mismo tiempo me sentía enamorada y, sobre todo, ilusionada. Además, el secretismo de la relación me producía más seguridad que irme a buscar a alguna mujer en un bar de mala muerte. La tristeza de la despedida fue compensada por una llamada de Olga horas más tarde, quien me anunciaba su regreso definitivo a Cartagena. Iván tenía un plan de expansión opuesto al mío, quería extender la cadena de supermercados en el litoral Caribe. Yo sabía que eso también tenía que ver con que ya Martín tenía cinco años, y entonces sería más fácil esquivar su fecha de nacimiento exacta y la cuenta de los meses para evitar los rumores del “qué dirán”.
Con Olga en Cartagena revivimos nuestros encuentros personales, nos llevábamos a Martín en la lancha y Olga irresponsablemente dejaba que esquiara parado sobre mis esquís. Conversábamos sobre la forma de eludir el cerco Corso que la llevaría tarde o temprano a trabajar en la fábrica. Su gran deseo era abrir un consultorio y hacer una carrera como psicóloga clínica en la ciudad. Conocedoras del tejemaneje con la familia, la misión no sería fácil. Antonio la veía a ella como su sucesora.
Resucitamos también las citas sobre las pesadillas. Los encuentros eran los jueves después de mi trabajo, solas en mi apartamento. Sacábamos dos butacas al pequeño balcón que daba a la playa, improvisábamos una mesa sobre la cual yo situaba el cuaderno amarillo, y bebíamos Corso Corozo recordando las prohibiciones de la niñez. Olga insistía en el mecanismo de la escritura como una herramienta eficaz para algún día abolir las pesadillas por completo. Pero mi doble faz con ella me carcomía, me irritaba y atizaba mis ataques sin límites a la comida. ¿Cómo podía ocultarle a mi alma gemela, mi compañera de vida, mi amiga íntima, lo que estaba viviendo y lo que había vivido desde aquella noche en que ella y yo estuvimos juntas como una sola en su cama? ¿Cómo podía llevar una doble vida y negarle todo? ¿Cómo podría ayudarme a enfrentar mis pesadillas si mis confesiones para sanarme permanecían envueltas en un doloroso sinfín de mentiras? Sin embargo, era más fuerte el pánico a la confesión que la resistencia a la hipocresía, de tal manera que yo prefería el espanto de mis pesadillas llenas de brujas y espíritus antes que relatarle mi vida sexual a alguien, así fuera a mi prima.
Mis mentiras eran evidentes y patéticas. Había preguntas de Olga que se quedaban sin respuesta mía, porque la única manera de contestarle era mostrándole la verdad que yo escondía. Alguna vez le relaté que estaba comenzando a escuchar música en las pesadillas, que mientras permanecía en el sueño no me asustaba, pero que cuando me trataba de despertar, en ese periodo cromático de transición entre el sueño y la realidad, el bello coro de mujeres hermosas se convertía en chillidos de almas que parecían venir del purgatorio. Le conté que la mujeres se alejaban y se acercaban como si pidieran auxilio, que cuando finalmente lograba despertarme sentía que sus almas me perseguían en el cuarto, y que yo no podía verlas por la oscuridad de la noche. Este hostigamiento endemoniado sólo se calmaba cuando prendía las luces y bebía agua con hielo.
Olga me formuló la pregunta obvia:
—¿Reconoces de dónde vienen estas mujeres?
Respondí con un no absoluto. Fue tan rotunda y rápida mi negativa que, al parecer, a Olga le sonó inverosímil y replicó:
—No creo que puedas estar así de segura. Si te vuelve a pasar, trata de mirar quién está ahí, de pronto eres tú o yo; intenta acercarte a esas imágenes, conocer su origen y observar su destino en el sueño.
Yo sabía a la perfección quiénes eran esas mujeres. Desde el día en que B narró las perversiones de Fabian, ellas, fantasmalmente, quedaron fijadas en mi memoria inconsciente, y ahora saltaban en mis pesadillas nocturnas, como si fueran ánimas en pena que suplicaran por mi ayuda y a las que la mujer arropada de negro se negaba a escuchar. Ella seguía caminando hacia el ataúd como si no hubiera una ebullición de sonidos, gritos y aullidos a su alrededor. Era confuso; yo las escuchaba, pero ella, que parecía la protagonista del sueño, no. ¿Cómo sabía yo que ella no las oía? No lo sé, pero tenía esa certidumbre. Decidí titular los sueños que implicaban a las mujeres de B y abusadas por Fabián, o mejor, por los dos, de manera eufemística: “Ignorar los coros de sirenas”.
Olga y yo culminábamos nuestras tertulias oníricas con un pedido de comida a domicilio y una Corso Corozo. Ella me dejaba con la piyama puesta y metida en la cama, confiada en que con esos cuidados las pesadillas no me invadirían esa noche.
El jueves que Olga y yo habíamos planeado escribir la última catarata de pesadillas en las que una voz femenina tosca, dramática y pesada, al parecer proveniente del ataúd, me decía que era san Pedro Claver y que mi obligación era liberar a los nuevos esclavos, estalló en Cartagena el rumor de que el Gobierno de la ciudad quería convertir a los niños en homosexuales por medio de las clases de Educación Sexual. Escuché la denuncia en la radio en la voz del pastor Castillo. Con su tono carismático y su elocuencia característica, retaba al alcalde a un duelo por los niños de la ciudad. Subí el volumen incrédula, mientras me preparaba un café “a la Ango”, con filtro de tela.
“¿Este alcalde nos creyó pendejos o qué?”, decía enfurecido el pastor Castillo, “pensó que no nos daríamos cuenta de sus verdaderas intenciones, quién sabe a quién no pudo enderezar en su familia y ahora quiere que todos paguemos sus platos rotos. ¿A quién se le ocurre que si hay un floripondio, un mariconcito, o una mariconcita, un agua de maí en la familia, lo que hay que hacer es resaltarle esas cualidades? Todo lo contrario. Está comprobado por la ciencia que los niños aprenden viendo, y si hay una florecita, pues es cuando el papá y los hermanos se tienen que poner más machos, pa’ que aprenda”.
Yo no comprendía hacía dónde iba toda esta verborrea, pero el periodista nos hizo el favor de aclararnos a todos los radioescuchas el asunto con una pregunta: “En resumen, pastor Castillo, ¿cuál es su denuncia particular?”. “Mi denuncia particular, querido periodista, es que el alcalde está yendo en contra de las más elementales leyes de la creación y la naturaleza: Dios creó a Adán y a Eva, no a Adán y Esteban. Este alcalde quiere que los colegios en Cartagena, si encuentran a Adán y a Esteban, no les corrijan su rumbo, sino que los protejan, los defiendan y les permitan dizque el libre desarrollo de la personalidad. Eso, querido periodista, no es libertad sino libertinaje. Esta tierra de hombres y mujeres virtuosos se opone a que en los colegios, camufladas en cátedras de Educación Sexual, ingresen torturas a la moralidad de esta ciudad, creencias antinaturales, posturas que atenten contra los mandatos, no de la sociedad, sino divinos, bíblicos, de Dios. Seguimos así, querido periodista, y dentro de poco estaremos defendiendo la zoofilia”.
El pastor Castillo, según me enteré esa mañana por la radio, llevaba desde el domingo solicitando a sus fieles regar la voz del movimiento homosexual demoniaco que quería acabar con la naturaleza propia del ser humano: la heterosexualidad. El rumor se esparció como un virus en la ciudad, pues se había propagado por las redes sociales hasta llegar a los noticieros locales. Esa tarde, cuando iniciaba el espectáculo del ocaso en la ciudad, el pastor Castillo solicitó con una actitud abyecta que se hiciera una marcha de protesta para evitar que los niños fueran convertidos en homosexuales. La marcha se realizaría el siguiente jueves. La Iglesia católica, su competencia más feroz, lo apoyaba en la causa. El nuncio en persona y el cardenal anunciaron la visita a la ciudad para hacer parte de la manifestación que podía prevenir el apocalipsis en el litoral, y otras iglesias evangélicas similares a las del pastor Castillo se unirían a la protesta.
Durante esa semana estuve revisando Facebook, en donde encontré desde caricaturas pornográficas extranjeras que hacían pasar como parte de los libros de las cátedras de Educación Sexual que proponía el alcalde, hasta testimonios de hombres que decían que en algún momento habían sido homosexuales, pero que gracias a su fe en Dios, al apoyo de sus familias y, por supuesto, al pastor Castillo, todas esas aberraciones habían desaparecido, que eran cuestiones de un pasado sodomita repugnante, y ahora eran fieles con vidas normales, con mujer, con hijos, sin nada que ocultar ni en sus trabajos ni en sus familias.
El miércoles en la noche, víspera de la marcha, tuvimos una discusión absurda con la Veva. Me dijo que prefería que no fuera a Bogotá el fin de semana.
—¿Por qué? Hace casi un mes que no nos vemos —pregunté sorprendida y con miedo.
—Voy a tener mucho trabajo y no puedo estar pendiente de ti —mintió.
—No tienes que estar pendiente de mí, pero podemos pasar un rato juntas, ¿o es que estás saliendo con alguien más? —pregunté, con el firme convencimiento de que así era.
Permaneció callada un minuto.
—¿Estás saliendo con alguien más? —insistí.
La Veva no contestaba, y yo me desesperé.
—¡Si estás saliendo con alguien dime, en vez de quedarte callada! —grité—. Voy a ir, para cerciorarme de quién es.
—Ni se te ocurra venir —dijo la Veva en un tono cortante.
—Allá llegaré, y tú verás qué haces.
—No estoy saliendo con nadie más.
No le creí.
—Entonces, ¿qué pasa?
—A veces no estoy segura de que debamos seguir con esto —respondió en un tono tan bajo que parecía que me estuviera contando un secreto.
No era la primera vez que la Veva arremetía contra nuestra relación. Pero sí la primera en que sentí que el asunto me estaba desgastando emocionalmente. Colgamos. Lloré. Cancelé el viaje. Sonó el teléfono. Miré la pantalla, era Simona. Le di la vuelta al aparato, no quería hablar con nadie. A los diez minutos volví a revisarlo, tenía cinco llamadas perdidas de ella. Supuse que algo le había ocurrido a Simona o a Giovanni, que aún no se recuperaba del todo y permanecía en el hospital. Traté de controlar el temblor de la voz producto del llanto y contesté su siguiente llamada.
—Mi amor, te he estado llamando. ¿Cómo estás, mi vida? —dijo Simona en tono tranquilo y cariñoso.
El sonido dulce de su voz me llegó al alma descompuesta y arranqué a llorar.
—¿Pero qué te pasa? ¿Estás en tu apartamento? —preguntó.
—Sí —respondí ahogada en mi llanto.
—Pero ¿qué te pasa Magdalenita?, ¿por qué lloras así?
—No sé, estoy triste —traté de decir, controlando una voz dominada por el dolor.
—Magdalenita, ¿voy por ti?
—Sí, ven —respondí sin pensar, pero sintiendo que necesitaba un abrazo de mi mamá.
—Ya te recojo.
En menos de quince minutos llegó Simona en su carro blanco. Bajé y me monté, sin tener claro el rumbo. Ella me amarró el cinturón como cuando era una niña. Fijó su mirada en mis ojos y tomó mi mano izquierda:
—¿Qué es lo que te pasa? ¿Por qué estas así? —preguntó.
El carro permanecía parqueado al frente de la portería. Su mirada clavada en mi rostro. Y la mía, fija en mis piernas.
—Enderézate y contéstame, por favor, para saber qué hacer —dijo Simona, evidentemente preocupada.
—Me duele todo. Creo que me rompieron el corazón —repliqué haciendo un esfuerzo al pronunciar cada sílaba.
—¿Te rompieron el corazón? —preguntó aterrada.
—Sí —la miré por fin.
—Pero… ¿quién? —me dijo mientras subía las cejas sorprendida.
—No te puedo decir.
—Pero ¿cómo no me vas a poder decir?
—Sí, no te puedo decir.
—Magdalenita, por Dios, ¿quién es?
—No te puedo decir —insistí.
Pasaron unos segundos o unos minutos, no lo sé, después de los cuales Simona preguntó:
—¿Es Genoveva Castillo?
Mis labios exhalaron un “sí” tímido, pero fue el sí más aliviador de mi vida. Simona soltó su cinturón de seguridad, después el mío, y me invitó a poner mi cabeza en su hombro. Nos abrazamos, lloramos, hasta que un carro hizo cambio de luces y pitó para que nos moviéramos de la entrada del edificio.
—¿Adónde quieres ir? ¿Quieres dormir en casa? —preguntó Simona, rozándome con sus manos suaves el rostro.
—No, háblame, dime qué piensas —le imploré.
Parqueó el carro y subimos a mi apartamento. Simona no me soltó la mano en todo el camino.
—¿Tienes sed? —preguntó.
—Muchísima —sonreí.
Me entregó un vaso con agua y hielo. Lo bebí. Nos fuimos al pequeño balcón desde donde se escuchaba el mar y cuyo aroma a salina y el eco de las olas era el mismo que rodearon mi niñez en casa de mis padres. Simona trató de hablar y el llanto se le atravesó.
—¿Te preocupa el pastor Castillo, mamá? —pregunté inquieta.
—¿Cómo se te ocurre? —Atascada en sus lágrimas, trataba de decir que poco importaba el pastor en ese momento.
—¿Entonces por qué lloras?, ¿porque soy gay? —pregunté, buscando una respuesta sincera.
Tomó mi rostro con sus manos cálidas y, obligándome a mirarla, pronunció tres palabras que en un minuto lograron balancear en favor de Simona, y para siempre, toda nuestra relación.
—Yo te apoyo —suspiró y continuó—, en todo te apoyo, mi amor. Si eres lesbiana, te apoyo —concluyó.
La palabra lesbiana dio vueltas en mi cabeza. Era un término que siempre había rechazado. Me parecía que hasta su sonido contrastaba con la delicadeza con que se amaban dos mujeres. Siempre me vi como gay, pero no como lesbiana. Sin embargo Simona, como si se hubiera entrenado para ello toda la vida, lo tenía todo internalizado: su hija era lesbiana, ¿y qué?
Nos abrazamos de nuevo, lloramos de nuevo, hablamos de Giovanni, de qué iba a pensar. Me dijo que seguro se impactaría pero que se le pasaría, que lo más probable es que le diera más duro si fuera un hijo hombre, por machista. Iba a comenzar a echarme un discurso sobre por qué existe el feminismo y no el masculinismo, sino el machismo, pero de repente cambio de opinión y me preguntó:
—Sabes bien quién es la Veva, ¿cierto?
—Pues sí… creo. ¿Por qué?
—Fue la única cartagenera que hace más de veinte años se atrevió a desafiar a esta sociedad, llegando a una fiesta del club un 31 de diciembre con corbata negra, vestida como un hombre. A los dos días supimos que sus papás la mandaron a Italia a estudiar Cocina y nunca más volvió a vivir acá. Lo último que supe de ella es que de Italia pasó a Venezuela. Cuando me mencionaste a tu amiga de Bogotá y me aclaraste que era Veva con v pequeña y no “Beba”, me imaginé que no podía ser otra sino Genoveva Castillo, la hermana del pastor Castillo.
Sentí que sufría un paro respiratorio. Las palabras de mamá no las podía asimilar. Percibía los verbos trastocados con los sujetos, los tiempos con los lugares, y un estertor provenía de mi interior, buscando paralizar cualquier racionalización del asunto. Pestañeaba constantemente como para sentirme despierta y reconocer que no estaba en una de mis pesadillas. Observé el mar en espera de que la mujer vestida de negro lo atravesara como lo hizo Moisés en el mar Muerto. Me pellizqué con disimulo para sentirme viva. Empuñé mis manos, que exhalaban un sudor gélido. Rocé mi boca con una de ellas, buscando contener mi desasosiego. Percibí mi rostro bañado en lágrimas, que ni siquiera reconocía como mías, y dije:
—No puede ser hermana de ese tipo. ¿Cómo sabes eso? Cartagena está plagada de Castillos, no puede ser que preciso ella sea la hermana de ese demente.
—Es, claro que lo es. Créeme —dijo Simona, sin un ápice de duda, acariciándome la cabeza con las manos y besándome con ternura los párpados.
La abracé, lloré con ahogamientos esporádicos que de inmediato generaban en Simona un apretón de manos, unos besos incondicionales o un abrazo reparador. Mi llanto no era por el parentesco entre la Veva y el pastor —que me produjo más estupor que tristeza—; mi llanto tampoco era por las violentas palabras que el pastor había repetido durante una semana contra los homosexuales y que ahora Simona maldecía; tampoco era por la desgracia de vivir en una sociedad que se movilizaría en contra de las personas que, como yo, decidíamos obedecer al amor dictado por el corazón y no por las normas sociales. Mi llanto era un grito de libertad, de emancipación, de independencia, de desahogo, y también era un llanto por Simona, por nuestra relación, por sentirla entre mis venas en el momento en que más necesidad tuve de ella, por no haberme decepcionado, por haberme amado con sus palabras y con su voz sedosa cuando me sentí derrumbada, por posar ese día sobre mí, y para siempre, unas alas infranqueables capaces de llevarme hasta el ilimitado infinito. Traté de poner estas emociones en palabras, pero no las encontré. El efecto del llanto me produjo una hinchazón en los ojos que los dejó pesados, pero el resto de mi cuerpo parecía levitar ya sin cargas. Simona había optado por la comprensión del silencio. Sus caricias exacerbaban todos mis sentimientos. La abracé, de cara al mar que atestiguaba toda mi verdad; de vez en cuando caía sobre mí una lágrima de ella. Percibí una fortaleza inédita en mamá, a quien siempre había caracterizado como una debilucha detrás de Giovanni. Cuando sintió que mi respiración había dejado de alterarse y se volvía más homogénea, fue a la cocina por hielo, que envolvió en papel de cocina y, como si estuviera limpiando una porcelana, sosteniendo mi cara con una mano, con la otra puso hielo sobre mis párpados:
—Voy a tratar de deshinchártelos hoy, para que mañana no amanezcas con ojos de sapo —dijo con voz calmada.
Entramos al apartamento, ella cerró la puerta del balcón y le pegó un vistazo al mar, acompañándolo con lo que yo imaginé era una conjura cómplice entre lo que el mar y la brisa habían presenciado esa tarde en que mi mamá me ayudó a compartirle lo que por muchos años sabía, o presentía, o sospechaba: que su hija, su única hija, era lesbiana.
Me llevó a la cama, me ayudó a ponerme la piyama, y mientras me quitaba la camiseta negra, dijo:
—Magdalenita, ya te puedes quitar este negro de viuda alegre; desde mañana vístete de colores.
No respondí, quería seguir disfrutando del letargo de la liviandad de haber perdido toneladas de peso emocional.
Simona me preguntó si quería que ella durmiera conmigo esa noche, le dije que no, pero le pedí que se quedará un rato más mientras me dormía. Se acostó conmigo en la cama, se puso de lado, la abracé, se dejó abrazar y pegó su cuerpo al mío. Giró su cara para dejarla frente a la mía y susurró:
—Mientras yo viva, a ti nada te va a pasar.
De nuevo se volteó de medio lado, y yo la abracé más fuerte.
Amanecí exhausta pero ligera; empezaba a comprender por fin la libertad mental de la que Ango hablaba. En la mesa de noche encontré una jarra de agua con hielo y una nota de Simona: “En este país no hay que cambiar las leyes sino los corazones. Descansa hoy. Todo está bien. Tu mamá”.
El día de la marcha convocada por el pastor Castillo, llamé a la Veva para comprobar lo que ya estaba probado. En efecto, mamá ni mentía ni estaba confundida. Genoveva era la hermana del pastor Castillo. Su familia la había sometido al ostracismo, y a pesar de haber vivido en sitios donde era más fácil asumirse como era, el desprecio y el rechazo familiar fueron un obstáculo siempre.
Al principio ella estaba arrepentida de haberme mandado al carajo el día anterior, y así me lo hizo saber. Yo estaba fría y distante, pero no por su cambio de opinión, que no era ninguna sorpresa en nuestra relación, sino porque no estaba segura de cómo abordar el tema del pastor Castillo con ella. ¿Cómo preguntárselo?, ¿lo debía hacer directamente?, ¿en qué tono? Yo no había preparado nada; llamarla había sido un impulso que mis actos siguieron sin pensarlo dos veces. Mientras ella se arrepentía de lo que había dicho y proponía una reconciliación el fin de semana, yo continuaba reflexionando sobre la forma de indagar la verdad sobre la familia de la Veva. En algún momento pensé en desistir de mi misión, ya Simona me lo había asegurado y eso bastaba, entonces me di cuenta de que lo que yo quería era enfrentar a la Veva con su propia realidad, de alguna manera desenmascararla, y hasta herirla por la desgracia de tener un hermano así.
Después de darle varias vueltas a la forma en mi cabeza, se lo pregunté sin más:
—Veva, ¿tú eres hermana del pastor Castillo? —Pensé que se había cortado la comunicación porque ni siquiera sentía su respiración por el teléfono; tuve que mirar mi celular y, después de unos segundos, dije—: ¿Aló?, ¿estás ahí?
La Veva no lloraba, no sollozaba, no gritaba, no pataleaba, no hablaba, y creo que ni siquiera pestañeaba. De pronto, como un murmullo desfigurado por la inseguridad, pronunció un “sí” dudoso, que yo no sabía cómo interpretar:
—No entiendo, ¿es o no es tu hermano?
—Ya te dije que sí —replicó, a punto de exaltarse.
Pero esta vez yo no dejaría que sus ataques de furia dejaran la conversación aplazada. Necesitaba saber más. ¿Por qué me lo había ocultado? ¿Qué pensaba el resto de su familia? ¿Cómo se sentía en el exilio? ¿Qué pensaba de las declaraciones homofóbicas de su hermano que tenían colapsada la moral de la ciudad? ¿Cuáles y cómo eran sus heridas internas? ¿Cómo dolían? ¿Le habían permitido relaciones calmadas?, ¿tranquilas?, ¿reales? ¿Alguna de sus novias conocía de la homofobia de su hermano y, sin duda, de su familia? ¿Qué relación había entre ese rechazo y su berraquera en el trabajo? ¿Le pesaba el rechazo?, ¿no le importaba? ¿Pensaba volver a enfrentar a su familia como aquel 31 de diciembre en que llegó con corbata negra a la fiesta del Club Cartagena? ¿Se refería Mateo al pastor Castillo cuando hablaba de la bendición de su familia?
Alcancé a sentir la inmensidad de su dolor en su voz, que disfrazaba con una capa muy leve de tranquilidad, cuando me dijo:
—No ha sido fácil. Nada en mi vida ha sido fácil.
Supuse que tendríamos la charla más íntima y más profunda de nuestra relación. Sin embargo, la calma que circundaba sus palabras era una apariencia más de las tantas que ella había aprendido a lucir para sobrevivir a su ira, su tristeza y su amargura, que con frecuencia explotaban sin poder echar marcha atrás. A estos demonios los desaté cuando le confesé:
—Simona sabe todo.
Un silencio frenético invadió la conversación, cargada de argumentos de lado y lado.
—¿Qué sabe? —preguntó la Veva con ansiedad y rabia.
—Todo sobre ti y todo sobre mí, todo sobre las dos.
Se volvió a instalar el silencio, pero fue interrumpido por un grito ahogado en llanto de la Veva.
—Eso es un abuso de confianza —afirmó.
—¿Por qué? —pregunté con ingenuidad, tratando de procurarle algo de calma con mi voz.
—Porque tú no puedes contarle mi vida privada a nadie, ni siquiera a tu mamá —aseguró y luego corrigió con un tono aún más enfático—: sobre todo a tu mamá.
—Fue inevitable —murmuré, como si me sintiera culpable, pero en realidad ese no era mi sentimiento ni mi pensamiento. Por el contrario, continuaba con la sensación de libertad liviana y tangible de la noche anterior. Me sentía cómoda conmigo, con mi mente, con mi cuerpo y con mi alma. Repasé mi conversación con Simona, porque allí estaba el origen de mi insólito y reciente bienestar. Pero de repente me produjo miedo la sola sospecha de que su calmada reacción frente a la confirmación de tener una hija lesbiana fuera parte de una alteración de su estado de ánimo, y que de un momento a otro pudiera venir a mí con una diatriba homofóbica que me rapara la libertad interna que apenas comenzaba a probar.
La conversación con la Veva terminó con un aparente “hasta luego” que nos separó por el resto de la vida, por lo menos hasta este momento de la vida. Yo ya no estaba dispuesta a recibir las migajas de amor que caritativamente alguien me lanzara. No quería protegerme con una inútil barrera de miedo, porque ya había probado que era frágil y demencial.
La marcha convocada por el pastor Castillo fue muy concurrida. Simona me envió un mensaje de texto en donde de nuevo proclamaba su amor por mí. Le añadió que también me admiraba, y concluía: “No vayas a ver ni oír noticias, ese Castillo es un canalla, no lo quiero volver a ver ni en pintura. TÚ, mi valiente”.
Casi revocan al alcalde por cuenta de lo que el pastor llamaba ideología de género, que según él venía insistiendo era el deseo de la administración local de convertir en homosexuales a los niños de la ciudad. No seguí los consejos de Simona y observé el discurso del pastor Castillo por la televisión local, que con su Biblia en mano, en una tarima poco improvisada en la plaza de Bolívar, muy cerca de su templo, con sus habituales pantallas y artefactos de sonido, lanzaba diatribas contra el alcalde y sus ínfulas homosexualizadoras. Repetía que las cátedras de Educación Sexual de los colegios ya estaban escritas, que no requerían ninguna modificación, sino una exaltación, que eran la mismísima palabra de Dios representada en la Biblia, el libro sagrado, e insistía: “Es Adán y Eva, no Adán y Esteban”. Se dirigía directamente al alcalde: “Alcalde, más importante que lo que usted piensa es lo que Dios piensa de nosotros, la sexualidad está clara y tan precisa según el mandato de Dios, que basta con mirarse a un espejo para saber quiénes somos: hombre o mujer, mamá o papá, hijo o hija, eso es todo. Alcalde, usted quiere remplazar la educación sexual de los hijos con su propuesta homosexualizadora, quiere remplazar la verdad de la Biblia con una ideología sexual, quiere remplazar la palabra de Dios con su palabra, quiere que todos acá sean mariquitas por unos cuantos mariquitas que usted debe tener en su familia”. El paroxismo de la algarabía llegó cuando el pastor, con gestos de inspiración divina, vociferó: “Si es tan natural ser mariquita, ¿por qué los mariquitas o las mariquitas no pueden tener hijos?”. La gente que estaba reunida en la plaza aplaudía y clamaba por la renuncia del alcalde: “¡Fuera, fuera, fuera!”, gritaban, y el eco retumbaba en esas murallas que llevaban siglos atestiguando los oprobios y el comportamiento autodestructivo de la humanidad.
Pensé en la Veva, pero sobretodo pensé en qué pensaría la Veva al escuchar las barbaridades que salían de la boca de su hermano. Comprendí entonces el porqué de sus desvaríos emocionales, por qué un día estábamos en el cielo y al siguiente pasábamos todo el tiempo sacudiéndonos las llamas del infierno, que la herían por haber sido expulsada de su ciudad natal y por no aceptarse como era. Sentí lástima, compasión, pero no tristeza. Extrañamente, cada ofensa del pastor había reafirmado mi amor propio: me sentía segura, tranquila y sin miedos. Sobre todo, me sentía segura de no querer tener relaciones enterradas en huecos secretos, por cuyas porosidades apenas viviría una vida opaca y artificial.
El alcalde prefirió continuar en su cargo que defender sus convicciones, así que salió a decir que rechazaba por completo que se dieran cátedras de Educación Sexual en los colegios, y que todo lo que tuviera que ver con sexualidad era una tarea de los padres, que tenían el derecho de educar a sus hijos como a bien tuvieran, siempre dentro del marco de los principios heterosexuales, que eran los aceptados por la sociedad, por ser los naturales al ser humano.
Expidió, entonces, un decreto en donde recogió los principios que profesaba el pastor Castillo. Este, devolviéndole el gesto, propuso una reelección del acalde local que había sido capaz de acoger en letra viva el verdadero y único concepto de familia: el de la Biblia. A partir de ese momento, los consejos de Gobierno se iniciaban precedidos de una oración que de vez en cuando era elevada por el propio pastor Castillo. Era la mayor muestra que había visto del poder del “qué dirán”, que se imponía de manera unánime y sin reparos en toda la ciudad.
Pasaron sólo treinta y seis horas desde que Simona me dejó acostada en la única habitación de mi apartamento hasta el momento en que nos encontramos en el hospital debido al agravamiento de la situación de Giovanni. El abrazo con que me recibió disipó cualquier inquietud acerca de la firmeza de sus palabras cuando le confesé que era lesbiana; me comunicó con la fuerza de sus brazos y con su cuerpo compenetrado por completo con el mío que su apoyo era incondicional y para siempre. Su actitud me dio aún más confianza en mí misma.
Me sorprendió ver a Mayo en el hospital, al lado de Simona, como comadres, pero pronto pensé que era normal que la más fiel amiga de Giovanni desde la niñez se encontrara allí. Cerca de Mayo, de pie, vi a dos mujeres idénticas que parecían acercarse a los treinta años; ambas hablaban con la doctora Elizabeth. Asumí que eran sus parientes, aunque más que por el físico, donde si acaso se parecían por el color de piel, por el inglés perfecto en el que se expresaban. Las dos vestían de pantalón, la una blanco y la otra amarillo vibrante. La del pantalón blanco llevaba una camisa sin media arruga de líneas verticales blancas y turquesa, y unas sandalias color gris arena. La amplitud de la camisa no permitía que se revelara nada más acerca de su cuerpo. Por su parte, la que portaba el pantalón amarillo mostraba sobria pero seductoramente varios de los músculos que sin duda eran producto de horas de trabajo en el gimnasio. La camisa púrpura sin mangas proporcionaba una imagen de sus brazos muy similar a la imagen que yo tenía de las diosas del Olimpo: la de una perfección fastuosa y atractiva a cualquier sexo. Llevaba su espalda erecta por completo, como si Ango la hubiera entrenado en el equilibrio y la importancia de recibir el mundo con altivez; el pantalón no tan ceñido destacaba su cintura estrecha, las sandalias eran iguales a las de quien, al parecer, era su hermana gemela, sólo que en vez de gris arena eran rojas, causando a la vista una disrupción de colores vibrantes como los de un platón de frutas de una palenquera en la playa.
De repente, una de ellas se dirigió a Mayo en un español que dejaba ver una marcada dicción del litoral Caribe. Giré la cabeza para buscar la mirada de Simona, quien se anticipaba a cualquier reacción de mi parte. La encontré a mi lado, abrazándome con uno solo de sus brazos, y acercándome poco a poco adonde las dos mujeres, que continuaban hablando con Mayo. Todo ocurrió en fracción de segundos. Simona interrumpió la conversación y, antes de que yo pudiera hablar, Mayo se apresuró a abrazarme:
—Mi niña, mi niñita —sollozaba.
Yo le devolví el abrazo con fuerza, pero mi vista seguía imperturbable sobre las mujeres. Cuando Mayo me soltó, Simona me volvió a pasar el brazo por detrás de la cintura, como si con ese gesto pudiera contener cualquier reacción mía inesperada. Mayo, como siempre, sin malicia, sin cálculos, sin vergüenza y sin eufemismos, con sus mejores herramientas de vida —la espontaneidad y la verdad—, presidió el acto de presentación de las mellas:
—Mijita, le presento a mis hijas: Esperanza y Natividad. Su papi Giovanni las ha criado en Estados Unidos y vinieron a visitarlo —concluyó.
Disimulé mi confusión mental, saludé secamente con un movimiento de cabeza y, argumentando que estaba muy preocupada por la situación de papá, hui de la escena hacia el escritorio donde estaban las enfermeras. Allí estaba ahora Liz, acompañada por la doctora Castro, quien, con una ternura que poco disimulaba, le susurraba algo al oído. Simona me siguió los pasos de cerca:
—Hoy soy yo la que necesita hablar contigo —me dijo poniéndome una mano sobre el hombro antes de que yo iniciara cualquier conversación con la doctora Castro, quien continuaba entretenida con el oído de Liz.
Me propuso que saliéramos a dar una vuelta. No podíamos caminar al aire libre, pues el calor nos permitiría dar muy pocos pasos, así que nos dirigimos a su carro, ahora cómplice de nuestras vidas. Me llevaba tomada de la mano, para que yo no pudiera escapar de la situación. Prendió el carro, encendió el aire acondicionado, se quitó sus gafas de sol, me miró y me recordó la leyenda de las mellas, unas supuestas hijas de Giovanni de las que trataron de hablarme algún día en el colegio. Aquella vez, cuando había llegado a la casa a exigir la verdad, turbada por un llanto trágico por no ser la hija única que me habían asegurado, tanto Simona como Ango me juraron que eran calumnias producto de la envidia que muchos nos tenían en Cartagena, pero que como de la calumnia algo queda, se había tejido una leyenda mítica de dos hijas de Giovanni idénticas entre ellas, producto de unos amoríos prematuros con una mujer de San Basilio de Palenque. La historia, según ellas, había muerto por sustracción de materia, el par de mujeres simplemente no existían; por más que los chismes las buscaran hasta en las estrellas de Palenque, las supuestas hijas de Giovanni nunca habían sido paridas, salvo por la boca y la lengua viperina de los envidiosos del litoral. Yo les había creído y había destruido desde la niñez el relato que, según la misma Simona, no pasaba de ser otro de los cuentos fantásticos que crecían y se alimentaban en nuestro entorno.
—Ellas son, Magdalenita, ellas son las mellas Corso —dijo Simona con una voz atiborrada de emociones.
Miré hacia la ventana, sentí mi aliento pesado y el puñal del “qué dirán” rompiendo con facilidad mis prematuras cicatrices. Simona trató de sobarme la cabeza, pero le retiré la mano con brusquedad y continué mirando por la ventana. Carros, arena y el calor del pavimento se mezclaban con la confusión de sentimientos y pensamientos que me invadían. Estaba fatigada. Cerré los ojos, recliné la silla hacia atrás y comencé a llorar. No le perdonaría a Ango la complicidad en esta mentira. Ella, la única que no me había fallado en toda la vida, había sucumbido a las presiones de las apariencias. Inmutable, dije:
—¿Qué más tengo que saber? —y añadí, antes de que Simona respondiera—: Si no se enferma papá, no me enteró de que tengo dos hermanas. ¿Cierto?
Observé a Simona para exigirle explicaciones, y ella se acomodó para hablarme mientras yo seguía recostada.
—Te ves linda de colores… —inició.
Respondí con una sonrisa postiza, y con ira le solté:
—¿Cómo se te ocurre ocultarme que tengo unas hermanas?
—Déjame hablar —pronunció Simona con una voz sosegada, cuyo carisma me silenció por unos segundos.
—Primero que todo, no son tus hermanas.
—Mamá, por favor, ya dejen de mentir. ¿Cuál es su apellido?
—Es Corso, pero no son tus hermanas.
—¡¡Por favor, mamá!! —grité desesperada—. Son las hijas de Mayo y Giovanni, ya está clarísimo.
—Déjame hablar, Magdalenita, porque si no esto va a ser más difícil y complicado —aseguró Simona, manteniendo una tranquilidad inédita.
El relato de mamá duro varios minutos. La historia de las mellas estaba cargada de crueldad y de injusticia.
Esperanza y Natividad son hijas de María Cassiani, Mayo. Nacieron cinco años antes que yo, de padre póstumo, José Cáceres, quien murió de cáncer en el pulmón sin haber probado el cigarrillo en toda su vida, y sin haber podido conocer a sus hijas. Era un buen tipo, según me dijo Simona, y después lo confirmó Ango. Trabajó con Giovanni en la fábrica hasta que su enfermedad lo botó en una cama y no le permitió volver a moverse de allí, sino tres meses después, para acudir a su propio entierro. Lo único que le prometió Giovanni, ya con los santos óleos encima, fue que se haría cargo de sus hijas. Así que desde que nacieron Esperanza y Natividad Cáceres, papá las asistió económicamente y le exigió a Mayo no salir a vender alegrías para que se dedicara de tiempo completo al cuidado de las niñas. Cuando cumplieron cinco años, la edad para entrar al colegio, Giovanni no dudó en llevarlas a aquel que había sido fundado por su familia y en el cual él mismo había estudiado durante su niñez y su adolescencia. Era el colegio del Opus Dei. En un primer instante, la rectora se mostró amable a la petición de Giovanni, pero poco a poco fue elaborando trabas para impedir el ingreso de las mellas. La primera excusa que esgrimió fue el transporte diario: señaló que ninguno de los buses escolares llegaba hasta San Basilio de Palenque. Giovanni solucionó el asunto de inmediato: “Las mellas vivirán con Simona y conmigo”, le dijo. La rectora, entonces, argumentó que ellas se podrían sentir incómodas por no tener la misma condición financiera que el resto de las niñas del colegio. Papá le contestó que vivirían en su casa como si fueran sus propias hijas, que eso no debería ser un asunto para preocuparse. La rectora, entonces, replicó que cómo podría explicarles a las demás niñas y a sus familias que las hermanas vivían en su casa, tenían su holgura económica, pero no eran sus hijas, a lo cual Giovanni respondió: “Si lo que me está pidiendo es que las adopte con mi apellido, yo lo hago”.
Giovanni consultó el asunto con Simona, quien en ese momento estaba en cinta por primera y única vez en la vida, y ella, en tono jocoso pero asertivo, le dijo: “Así que en vez de parir una voy a parir tres, y dos nacerán de cinco años”.
A los pocos días, Esperanza y Natividad tenían el apellido Corso, y del registro del trámite en la notaria con Mayo nació el rumor de que mientras Simona se retorcía en la cama con sus dolores de parto, Giovanni reconocía unas hijas extramatrimoniales con una palenquera. Cuando papá le presentó a la rectora los papeles en orden, tal como los había exigido previamente, y le mostró que las dos niñas llevaban el apellido Corso, la mujer dijo que el rumor de que eran hijas ilegítimas no las iba a dejar vivir tranquilas en ese colegio, en donde todas las niñas tenían a sus padres y madres verdaderos.
Según cuenta Simona, fue en ese momento cuando Giovanni comprendió que jamás permitirían el ingreso a ese colegio de una niña que no tuviera un color de piel claro. Lloró y gritó de desesperación e impotencia. Ahogado en sus emociones, Giovanni pronunció un discurso que parecía de plaza pública, recuerda Simona. Ella escuchó y grabó cada una de sus palabras en su ilimitada memoria:
“Cuando menos pensemos nos exigirán tener ojos verdes o azules para que nuestros hijos entren al colegio o para ser socios del club. Después de todos los gritos de libertad que ha dado esta ciudad y sus alrededores, no aprendemos y seguimos llamando las cosas con eufemismos para ignorar el yugo del pasado que se extiende en el presente y que clama por la libertad que sólo otorga la igualdad. Llaman a la plaza de los esclavos Plaza de los Coches, como si un nombre pudiera borrar que fue allí donde se traficaron miles de esclavos que después fueron repartidos por las diferentes colonias. Sitúan en una plaza principal una estatua de un tal don Pedro de Heredia para rendirle homenaje a la crueldad de la conquista, en vez de instalar una escultura de una de nuestras bellas palenqueras que con su solo caminar rinden tributo a la libertad que rebasa las murallas de la ciudad. Las supuestas tradiciones que dice incorporar a su manual de convivencia la rectora de ese colegio omiten la más importante costumbre de esta ciudad: su capacidad de resistirse contra todo lo que se oponga a la libertad. Esa es su historia, esa es su herencia y, por lo tanto, esa es la única tradición que debería estar vigente. Vivimos en una sociedad prerracista, que es peor que racista, porque ni siquiera reconoce que puede haber una lucha por la igualdad y la libertad, sino que considera que hombres y mujeres desde el vientre están jerarquizados y, por tanto, no somos iguales al nacer. Al menos en las sociedades que se han reconocido racistas existen normas para contrarrestar este acto abyecto en contra de la naturaleza humana. Pero nosotros preservamos la misma esclavitud que se supone fue extinguida hace siglos de la faz de esta costa Caribe, pero con una ingrata indiferencia a la Historia que tarde o temprano terminará cobrando sus enseñanzas por la fuerza, si con la sola potencia de su inspiración no logra quebrar las nefastas costumbres que se supone debemos honrar”.
Ese fue el discurso desesperado de Giovanni. El recuerdo vivo de lo sucedido había agotado a Simona, y mi ira se había transformado en tristeza. Removí la inclinación de mi silla y la abracé, reclamándole:
—¿Por qué no me dijiste?
—No lo sé… —murmuró, quitándome el pelo que se mezclaba en mi rostro con algunas lágrimas.
Giovanni, después de su soliloquio, había decidido que las niñas irían al colegio de Palenque, que tendrían al mejor tutor para que las ayudara a avanzar mucho más de lo que aprendieran en el colegio, y que apenas fueran mayorcitas las enviaría a Estados Unidos a estudiar, convencido de que al menos allá las leyes prohibían el racismo, mientras acá no había instrumentos para defenderlas ni protegerlas.
Así fue como Esperanza y Natividad estudiaron en un internado en Pensilvania, donde Simona y Giovanni las visitaban, porque a Mayo nunca le otorgaron la visa americana. Papá, para protegerlas de todos los rumores inventados, no les permitió volver a Colombia, pero todos los viernes, sagradamente desde su oficina, se comunicaban Mayo y él con las mellas. Natividad había estudiado Filología y en aquel momento terminaba su doctorado en el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT). Esperanza estudió Matemáticas y ahora cursaba el último semestre de su MBA en la Universidad de Harvard. Por lo menos una de las hijas de mi papá ya había cumplido su sueño de estudiar en Harvard.
Ante la gravedad de la situación de Giovanni, Simona les había pedido a las mellas Corso, como les decían de cariño, que regresaran.
Llegué adonde Ango aturdida y atiborrada de pensamientos; quería que me revelara de una vez por todas las verdades de mi vida. Noté que Ango ya estaba avisada, sin duda por Simona, pues me esperaba en la puerta del garaje de la casa con la misma sonrisa que me llenaba de júbilo cuando me recibía todas las tardes después del colegio. Pero yo ya no era una niña a la que podían apartar de cualquier situación con un “tenteallá”, y tampoco era una adolescente imbuida en un sartal de conflictos conyugales ajenos: era una mujer dispuesta a afrontar el mundo desde la libertad renovada que me concedían las verdades con las que estaba afrontando mi vida. Ango trató de abrazarme en vano. Interpuse mis brazos entre las dos para no dejarme. Ella, la mujer que mejor me conocía, incluso desde antes de nacer, supo cómo remover mi rabia con amor. Insistió en el abrazo y poco a poco fue desbaratando mi resistencia física y emocional. Le pedí un baño de urgencia y entré a vomitar los seis deditos de queso que me había embutido en el transcurso del hospital a la casa. Todavía quedaban cuatro en el carro. Me acurruqué en una esquina de su baño, aún temblorosa, con los ojos salidos por el desbarajuste de devolver la comida después de una conmoción emocional.
Ango entró, la vi gigante, huesuda y débil, pero su sonrisa, su mirada y sobre todo su voz, que emite un canto sedoso y que me recordó su amor durante mi niñez, me ayudaron a reincorporarme. Me extendió su brazo para poder pararme, sin separar su mirada de mis ojos. Entramos a su habitación, donde el ventilador ya estaba prendido a la velocidad máxima. Me recosté en su cama. Ella se instaló al lado mío, medio acostada, medio sentada. Con suavidad, acomodó una toallita con Menticol en mi frente. Me relajé. Me besó las mejillas con sus labios fríos. Protegió una de mis manos entre las suyas, desgastadas por el trabajo de una vida. Estaban más delgadas y más ásperas que de costumbre, y no quedaba en ellas ningún rasgo de la suavidad con la que yo las había guardado en mi memoria.
—¿Qué es lo que quieres saber, mi niña? —dijo Ango con voz serena.
— ¿Por qué tú no me dijiste lo de las mellas?
Ango contemplaba mi rostro como si tratara de explorar en él un camino por donde contar una verdad, exhaló un aire saturado de nostalgia y limpió de sus mejillas delgados rastros de lágrimas que las recorrían, cargadas de descontento, rabia y agobio.
—Porque don Giovanni consideró que era lo mejor para todas —dijo, con un tono tan dudoso que me permitió interpelarla de inmediato:
—Ahora me vas a decir que tú haces lo que te diga don Giovanni, cuando toda la vida me has enseñado a tener un criterio independiente de él y de Simona. Te repito la pregunta: ¿por qué no me dijiste tú la verdad?
Ango se puso de pie, tomó una toallita blanca, la empapó de Menticol y, frente a mí, mientras la olía, indagaba en una respuesta que aún no lograba pronunciar.
—Yo también pensé que era lo mejor para usted, Lenita —dijo al fin. Me observó clavando su mirada nublada por las lágrimas en mis ojos y agregó—: También lo mejor para ellas.
—Ango, no entiendo, llevas más de veinte años inculcándome la importancia de la verdad, y la historia de las mellas, que son una verdad imposible de ignorar, tú, Ango, ¡tú!, la única persona en la vida que nunca me ha fallado, ¿me la ocultas? —insistí.
—Tenía que hacerlo, Lenita —replicó, espantando sus lágrimas con las manos—. Fueron muchos desplantes, muchos rechazos, muchos dolores los que soportaron las mellas desde que nacieron. Dígame, Lenita, ¿cuándo trajo usted una amiga del colegio o de la universidad con este color de piel? —preguntó Ango tocándose los brazos con aspereza.
Aquella pregunta fue un temblor que removió con brusquedad toda la burbuja en la que yo vivía y de cuya construcción yo también hacía parte. En teoría rechazaba las normas sociales, pero en la práctica había vivido cómodamente con ellas, porque a mí y a las que se parecían a mí por ciertas características físicas y económicas nos situaban en un nivel alto de una pirámide repleta de injusticias. Su base estaba compuesta por seres humanos iguales a mí, como Ango, como Mayo, como las mellas, pero nos separaba una estructura falsa que se fortalecía por las tradiciones y costumbres, infranqueable e impenetrable por la dignidad humana. Y nuestro privilegio, el de los Corso, no se nos había dado por naturaleza, sino gracias a una construcción social absurda de hace siglos, avalada por instituciones tan sagradas como la Iglesia católica, que legitimó la esclavitud y que hoy protege un misógino statu quo. Reafirmé que aquellas costumbres y tradiciones que encarnan las normas sociales y legales son para la conveniencia de algunos y la desdicha de muchos. El caso de las mellas era el palpable retrato de esta injusticia.
De pronto sentí que yo también era víctima de los prejuicios, igual que ellas; incluso de mis propios prejuicios.
Ango leía cada uno de mis pensamientos, letra por letra, palabra por palabra, frase por frase, buscando que yo las comprendiera tan bien como ella. No me interrumpió sino que esperó a que yo formulara la siguiente pregunta, que ella presentía sería la misma:
—¿Por qué tú no me dijiste nada? —repetí.
Ango siguió de pie, erguida como siempre y entremetiendo de vez en cuando su nariz grande en la toallita con Menticol.
—Porque no quería dañar su mundo con tristezas ajenas, Lenita.
—¿Cómo van a ser ajenas Esperanza y Natividad, si llevan mi apellido?
—El apellido Corso, Lenita, que usted porta con orgullo, en ellas sólo exhibe la cicatriz del rechazo que vivieron —respondió Ango—. Y además usted tiene sus propios asuntos por resolver, sus propias batallas que dar. Usted ya ha cargado demasiados pesos en la vida, Lenita.
Cerré los ojos buscando comprender a plenitud las palabras de Ango, y lo único que llegó a mí fue la revelación de que el precipicio de la muerte propia o ajena atrae verdades que en ningún otro momento ni por ningún otro motivo se harían presentes. Sólo la posibilidad de la muerte de Giovanni fue capaz de detonar en la realidad los rumores de la existencia de las mellas, y las regresó a la costa Caribe, adonde no habían pensado volver, al menos por ahora, según nos contaron a Olga y a mí, en una cena que preparamos para ellas en mi apartamento.
Después de hablar con Ango, regresé al hospital para acompañar a Simona mientras esperábamos noticias de Giovanni. Cuando Olga fue a visitarnos, le conté que las mellas existían y que estaban en Cartagena. Ella no se sorprendió:
—Tanto rumor no podía ser falso —dijo. La sola frase me agobió, pero no quería empezar con mi prima un nuevo debate sobre el tema del “qué dirán”.
—Ese no es el punto —repliqué—. Hay muchos rumores que son más fuertes y resultan falsos.
Olga, con su pragmatismo asombroso, me propuso que si ya llevaban nuestro apellido, lo mejor sería hacerlas sentir parte de la familia, cocinándoles una comida especial.
Un par de días después, la doctora Castro nos dijo que la situación crítica de papá no parecía avanzar ni retroceder, así que lo mejor sería que fuéramos a descansar y regresáramos después.
Olga y yo quisimos pasar la espera junto a las mellas. Llevamos a Simona a su casa para que se repusiera de la intensidad de aquellos días y nos fuimos a mi apartamento para alistarlo todo antes de la llegada de las mellas Corso. Decidimos preparar platos típicos de la costa Caribe, que con seguridad por años no habían probado. Acomodamos una mesita plástica vestida con un mantel blanco en el pequeño balcón del apartamento; queríamos que la comida estuviera bañada por el sonido del mar. Olga trajo de su casa una vajilla completa, y nos dedicamos el resto de la tarde a cocinar sin ninguna guía distinta a los recuerdos de la infancia que hacían de la labor un momento único, placentero.
Pedí en la portería que me avisaran cuando pasaran vendiendo los bollos de mazorca. Bajé a comprarlos, la vendedora era una mujer bellísima, de ojos grandes y vivaces, pero ya con su piel trajinada por el sol, con el canto caluroso del Caribe, me dijo:
—Tengo bollo de angelito hoy, niña.
Sonreí, eran mis favoritos, pero sólo los fabricaban en Barranquilla.
—¿Por qué tienes de angelito?, esos sólo los he comido en Barranquilla —comenté.
—Porque mi mamá los sabe hacer —respondió, mientras me entregaba tres bollos de angelito y dos de mazorca.
—¿Y tú también sabes hacerlos?
—Claro, aunque mi especialidad son los de yuca.
—Dame dos de yuca —le dije.
—Ya los vendí todos, pero mañana se los traigo —respondió con una sonrisa que produjo un brillo en la cara de las dos.
—¿Hace cuánto vendes bollos en la calle?
—Hace años, niña. Lo que pasa es que antes nos turnábamos con mi mamá para que yo pudiera estudiar, pero lleva meses con una enfermedad que no se sabe qué es —dijo, y su voz se quebró, afligida.
—¿Dónde vives?
—En Palenque.
—¿Cuál es tu nombre?
—Asunción Terán, todos me conocen como la Suncho.
—Tráeme mañana los bollos de yuca a esta misma hora, si puedes —dije estirando mi mano con dos billetes.
Precedidas por el espectáculo de la puesta del sol que se observaba a plenitud desde el pequeño balcón de mi apartamento, llegaron Esperanza y Natividad. Al igual que el día que las conocí, la una vestía con colores alegres, insinuando con cada pliegue de su ropa, sin dejarlo al descubierto, el maravilloso cuerpo que tenía. La otra, Natividad, vestía toda de blanco, hasta los zapatos. Las dos contaban con una estatura más alta que el promedio de nuestra costa Caribe, cualidad que destacaron un poco más ese día con un pequeño tacón. Esto estilizaba aún más la figura de Esperanza, que fue con un vestido entero, manga larga, muy ajustado en la parte de arriba del cuerpo y más suelto al caer por las piernas, con botones de colores de arriba abajo que ella no cerraba por completo, lo que generaba una discreta apertura que lucía sensualmente cuando caminaba.
El ambiente fue tenso cuando entraron, pero se relajó con el primer brindis que formuló Olga:
—Por las Corso —dijo, mientras cada una sostenía una copa de sangría con vino blanco y Corso Melón, de autoría intelectual de Simona. En realidad, es una mezcla de champaña y vino blanco, pero ella la llama sangría de vino blanco porque es el elemento inicial de la preparación; a este se le agrega melón cortado en esferas y algunas hojas de hierbabuena, se mezcla todo en una jarra, que debe ir a la nevera por dos horas para que se mezclen los sabores y las fragancias. Antes de servirlos se le echa una Corso Melón y una botella de champaña.
—Por las Corso —la secundé yo, mientras Esperanza y Natividad sonreían complacidas.
Eran dos mujeres cuya única semejanza se encontraba en lo físico; más allá de esto, todo eran diferencias. No coincidían ni en sus inquietudes intelectuales, ni en sus gustos personales, ni en las posibilidades que consideraban para su futuro próximo. Natividad, que dominaba cinco idiomas, ya había trabajado como traductora simultánea en la Organización de Naciones Unidas y aspiraba seguir haciéndolo en el futuro, pues esa experiencia había sido una de las más enriquecedoras de su vida. Sus gestos suaves y firmes no dejaban espacio para la duda, era imposible no prestarle completa atención cuando se expresaba sobre sus ya ilimitados viajes, en donde ponía en práctica sus conocimientos para la mejor comunicación del mundo, según ella misma afirmaba. Era evidente que Natividad se sentía liberada de cualquier atadura regional, ella era la representación de una ciudadana del mundo. Sólo noté algo de nostalgia cuando se refirió a Mayo:
—Después de la tercera vez que le negaron la visa para ir a vernos, se apegó a sus agüeros diciendo que si la tercera no había sido la vencida, era mejor no viajar a encontrarse con nosotras. Por más que le rogué que nos viéramos en un país en el que no le pidieran visa, no aceptó. Ha sido una relación constante, pero a distancia.
Era evidente que a Natividad la ausencia física de Mayo le había abierto un vacío que no podía ocultar del todo; algo en su mirada caída delataba ese remanente de tristeza inalterable.
Esperanza, en cambio, parecía que hubiera crecido en el litoral. Su dicción era fuerte y pegajosa. Estaba llena de dichos. Cuando hablaba, su canto de voz era cálido, colorido y carismático. Llevaba varios años con el deseo de regresar, pero estaba esperando a que Giovanni le señalara el momento adecuado. Como a mí, Giovanni le había dicho que tenía que estudiar en la Universidad de Harvard porque Harvard era Harvard y punto, y, como a mí, también le había enseñado trucos para las multiplicaciones. Era tan central y divertido este asunto en su relación con Giovanni que, cuando este le insinuó que estudiara Matemáticas, ella no lo dudó un instante, pensando que así prolongaría el júbilo que le traía ese vínculo a su vida.
Para las dos Giovanni era su héroe, un ícono personal y universal. Lo defendían no sólo como a un padre, sino como a un libertario empedernido; un ser humano para el que no había libertad sin igualdad, ni igualdad sin libertad; un tipo que nunca les había incumplido su palabra. Era la persona, según ellas mismas lo definieron, que nunca les había fallado; era su fuente de seguridad y de inspiración.
El amor por Giovanni y el pedestal en el que lo tenían no me sorprendió en absoluto. A fin de cuentas, él les había entregado lo más preciado que decía tener: su apellido. Lo que sí llamó mi atención fue cómo concebían a Simona:
—La mujer más divertida y libre del planeta —afirmó Natividad, lanzando una mirada cómplice y pícara a Esperanza—. Sólo una vez intentó aconsejarnos sobre lo que deberíamos estudiar, a Esperanza le dijo que estudiara Economía y a mí me dijo que estudiara Teología. La razón: el mundo necesitaba otro Keynes y otro Martín Lutero, y eso sólo podría darse ahora en dos intelectos femeninos.
—A ella es a la que le pedimos consejos personales, porque nuestra vida íntima no nos atrevemos a destaparla con Mayo, y mucho menos con Giovanni —agregó Esperanza con una risa traviesa.
Las mellas sabían todo, pero no sabían nada. Sabían todo porque cada una de las partes dolorosas de su historia la tenían grabada no sólo en su memoria sino en la cicatriz que portaban con el apellido Corso, como bien me lo había señalado Ango. Pero no sabían nada, porque no les importaba nada de lo que la gente pensara de ellas. Su mundo, y lo que les interesaba, eran sus seres queridos, que eran casi los mismos míos. El rechazo que sufrieron de niñas había sido reparado con creces por el amor de Mayo, Giovanni y Simona, y por su estadía todos estos años en el exterior. Desde que comenzaron a trabajar le habían pedido a Mayo que dejara la venta callejera de alegrías, pues ellas la querían mantener, a lo que Mayo les había dicho: “Ningún trabajo es indigno. Trabajaré hasta el día que el cuerpo no me dé más”.
En la mitad de la cena, Olga salió al supermercado más cercano con Natividad, quien se había antojado de una Coca-Cola dietética. Esperanza, en cambio, disfrutó no sólo de la sangría con Corzo Melón, sino que ya llevaba tres Corso Libres encima, cuando me dijo:
—Mi sueño es trabajar con Giovanni, trabajar contigo, pero no sé si él algún día me deje.
Para mí, por el contrario, era claro que él había formado a Esperanza con la expectativa de que trabajara en la fábrica Corso. Aunque apenas las empezaba a conocer, podía asegurar desde ya que, de nosotras, la más parecida a Giovanni era Esperanza.
Al día siguiente, un impulso me llevó al amanecer a la casa de la doctora Castro y de Liz. La imagen del hospital en donde la una susurraba tiernamente al oído de la otra se había fijado en mis recuerdos inmediatos, y en realidad no había logrado sacármela de la cabeza a pesar de la avalancha de acontecimientos de los últimos días. Cuando por fin logré volver a ese recuerdo con claridad, sufrí el arrebato inconsciente de una curiosidad infinita, o quizá las últimas circunstancias en mi vida produjeron en mi espíritu una sensibilidad que traslucía mi piel, y pensaba apaciguarla con ellas. A las seis de la mañana, aún con la energía de la cena de la noche anterior, toqué el timbre de la puerta de la doctora Castro y ella me abrió con un pocillo de café entre las manos, con la sombra de Liz pegada a la suya, como las había visto el último día en el hospital. Entonces abracé en una fracción de segundo lo que me había negado a comprender por años, y era que estas dos mujeres se amaban, y que no tenían la menor intención de acallar las voces del “qué dirán”.
Me paralicé en la puerta sin cruzar el marco que separaba el interior de la casa y la calle, en donde ya comenzaba a sentirse el aire húmedo y salino del madrugar cartagenero.
—Adelante —me invitó a seguir la doctora Castro.
La casa que conocía desde niña, pero que por primera vez observaba con atención, era guiada por un orden asimétrico que la hacía única. Donde se esperaba que estuviera el comedor, se encontraba la sala; donde debían ser las habitaciones, estaba la cocina; donde usualmente se situaba la cocina, se extendía el cuarto principal, todo alrededor de un patio interior como el de las casas de la ciudad antigua, con un palo de níspero en el centro y abundantes corales y enredaderas que subían al segundo piso de la casa, donde habían instalado un comedor con vista a la bahía. En una mesa rectangular y amplia, rodeada de algunos helechos y vestida con un mantel azul grisáceo, había una cafetera de metal con café recién hecho.
—En cada casa madrugan a hacer el café de una manera distinta —dije con una sonrisa fingida, tratando de romper mi propio hielo creado no por miedo, sino por el estupor que me causaba la incapacidad de haber percibido en el pasado el fascinante ambiente de esta familia.
—Así es —respondió de inmediato la doctora Castro, sirviéndome café en una taza de artesanía de colores azul y amarillo—. Ango sólo lo toma con filtro de tela; me imagino que tú eres igual —añadió mientras Liz ponía sobre la mesa la papaya fresca, los nísperos abiertos y las guayabas partidas.
—Sí, yo también lo hago con filtro de tela —respondí.
Después de un silencio corto pregunté:
—¿Cuándo van a Palenque, doctora Castro?
Liz, que llegaba con una bandeja repleta de queso costeño, suero y bollos recién calentados, respondió mientras se sentaba:
—Vamos el sábado, que están la mayoría de los niños en sus casas.
Les conté, entonces, sobre la madre de Asunción Terán. No hubo necesidad de dar muchas explicaciones. La tenían fuera del radar, pero la incluirían de inmediato en sus rondas.
—¿Puedo ir con ustedes? —pregunté.
—Por supuesto —respondió Liz, casi sin pensarlo.
—¿Qué quisieras hacer con nosotras? —preguntó la doctora Castro en tono reflexivo.
—Sólo acompañarlas.
Mientras respondía comprendí la profundidad de la pregunta de la doctora Castro, y la estupidez y frivolidad de mi respuesta. Sujeté mi frente con las manos, cerré los ojos buscando una verdadera respuesta en mis entrañas, que fueron las que me condujeron aquella mañana donde ellas, y agregué:
—Quiero tratar de ser más útil.
Nada mejor salió de mi boca, a pesar de que tenía mis pensamientos colmados de halagos hacia ellas. Me estremecieron las ganas de contarles que era lesbiana, que ya Simona lo sabía y que yo pensaba que Ango lo suponía desde siempre. Se me congeló la mandíbula cuando intenté decirles que las admiraba, que detestaba los ídolos, pero creía en las heroínas, y ellas eran la mías. El estado trémulo de mis piernas no me permitió ponerme de pie y abrazarlas para expresarles el encanto que me producía su valentía y su honestidad silenciosa. Sentía que todo me impedía compartir mi propia historia y solicitarles, así fuera prestada por una fracción de tiempo, algo de la libertad que desbordaba cada rincón de la asimetría perfecta de aquel hogar. Me quedé en la tentativa, no fui capaz de manifestar ni el más sutil sentimiento de admiración. Me di cuenta entonces de que el miedo aún me tenía sometida. Cuando logré ponerme de pie, escondí todas mis emociones y me despedí gentilmente, asegurándoles que el sábado estaría allí temprano para salir con ellas a San Basilio de Palenque.
Pensé en Liz y en la doctora Castro tan obsesivamente ese día, que me presagié una noche saturada por la misma pesadilla de siempre. Llegué a soñarla sin haberme dormido, sin siquiera haberme acostado, sin siquiera haber cerrado mis ojos. La vi ahí, clara, al frente de mí, mientras fingía que trabajaba en los proyectos que llevarían a la Corso Corozo a extenderse por el interior del país. Observé despacio los pasos de la mujer cubierta en su manta negra, acercándose al ataúd para ver a la muerta que no revelaba su rostro, esta vez rodeada por Katia Castro y su mujer, o su novia, o su esposa, Elizabeth. Detallé las manos entrelazadas de las dos mujeres, como manifestación pública de su amor, pero al mismo tiempo como un gesto íntimo de seguridad mutua. Las vi arrodillarse frente al ataúd, esperando a la mujer que, arropada de negro, aceleraba su paso cuando las veía; se ponían de pie ante su presencia y las tres se abrazaban, transmitiendo sensaciones que no pude interpretar. Me desperté de la ensoñación y decidí escribir esta pesadilla en mi cuaderno amarillo con un título que la diferenciara de las demás: “Mis pesadillas despierta”. Para mi sorpresa, esa noche no acudieron a mi encuentro pesadillas, ni al día siguiente, ni el sábado en el que volví a reunirme con la doctora Castro y Elizabeth.
Mientras recorríamos el camino que tardaría casi una hora a Palenque, me atreví a preguntarles cómo se habían conocido, buscando un reconocimiento mutuo. Recordé entonces las palabras de la Veva, “ojo de loca no se equivoca”, y sonreí hacia adentro, como había aprendido cada vez que sentía un placer que no quería o no podía compartir con las personas que me rodeaban. Ellas advirtieron esa sonrisa, y entonces fueron más explícitas y más cariñosas y más amorosas, mientras yo buscaba ir derrumbando poco a poco las barreras de mi propia ciudad amurallada.
A mis veinticinco años, y a pesar de haber tenido a las estrellas de Palenque como las acompañantes permanentes de mi niñez, de mi adolescencia, de mi vida, era la primera vez que visitaba este pueblo mágico. Siempre imaginé que lo haría con Ango, pero sólo en ese instante comprendí que en realidad yo nunca había querido hacerlo.
El júbilo con que fueron recibidas las doctoras Castro y Liz disipó todos mis pensamientos, y me trasladó a la hamaca de mi niñez con Ango, contemplando las estrellas de Palenque. Todo el encanto y la magia de mis cuentos de niña venían de aquí. Mis mejores comidas, mis fantasías más vivas, el ser que más quería en el mundo provenía de este esplendoroso lugar en la tierra, donde los colores intensos y vibrantes que había visto en los platones con frutas estaban aquí en cada persona, en cada casa, en cada esquina. Las historias que escuché evocaban permanentemente los cuentos de Ango. En la primera casa a la que llegamos, nos contaron que el domingo anterior la loca de Palenque había merodeado durante toda la misa, y que cuando el padre dio la bendición final, ella se le acercó y, al oído, en una tentativa de susurro que terminó siendo un grito que todos los feligreses escucharon, dijo: “Padre, pájaro muerto en jaula abierta”. Hasta el cura había estallado en risas con la ocurrencia de la mujer, y la palabra sacramental de la homilía terminó eclipsada por la pintoresca manera en que la loca había resuelto el asunto que había atormentado a medio pueblo, cuando vieron al padre pasar en medio de los feligreses y, antes de ponerse encima sus trajes lujosos para celebrar la misa, había sido notorio que llevaba la cremallera de su pantalón abierta.
Luego nos contaron que la semana anterior habían contratado en un sepelio a una llorona, porque nadie quería llorar al muerto, pero que sabían que aquellas lamentaciones eran indispensables para pasar de la tierra al cielo. Fue tan buena la actuación de la llorona, que su llanto se propagó entre los amigos y familiares que asistieron al sepelio. Aseguraron, entonces, el paso del muerto al cielo sin la más mínima intervención del purgatorio en el camino.
El cuento que más disfruté, porque fue como invocar a Simona en una historia ajena, fue el de la mujer que cada vez que le sonaba el teléfono celular y reconocía el número del marido, se arreglaba el pelo y se empolvaba el rostro como si lo fuera a ver, a pesar de que su teléfono no tenía cámara. Los nietos se burlaban diciéndole: “Contesta que es el abuelo al teléfono, ¡es para que le hables, no para que lo veas!”, y ella les respondía: “Uno nunca sabe, la mala hora no lo debe coger a uno ni despeinada, ni sin maquillaje, ni con ropa interior rota”.
Después de avanzar en nuestro recorrido, encontramos a la madre de la Suncho, ambas nos esperaban. El jueves, mientras compraba otros bollos de angelito para Olga y para mí, le había contado que el sábado estaríamos en Palenque. El diagnóstico de la doctora Castro fue cansancio crónico. Elisa Terán no había dejado de trabajar un solo día desde hacía veinte años para poder sostener a su hija Asunción. El agotamiento por el abuso del cuerpo era evidente. Una era su edad biológica, cincuenta y siete, la misma de Simona, pero eran varios años más los que le habían sumado por cada segundo de su vida laboral: Elisa parecía tener por lo menos veinte años más, salvo por su voz jovial y cálida, que tenía el mismo canto de su hija pero en un tono levemente más bajo. Nos mandaron a cada una de vuelta a Cartagena con tres bollos de angelito y tres bollos de yuca, porque tres era el número de la suerte:
—Asunción nació el tres de marzo, tercer mes del año de 1993 a las tres de la mañana —afirmó Elisa.
Todo lo vivido aquel día me señalaba un nuevo camino, una nueva vocación, que apuntaba directo a mis orígenes: Ango y las estrellas de Palenque, que por años contemplé desde el patio de la casa en Cartagena, y que con paciencia me esperaron más de dos décadas en su punto de partida. Comprendí que ambas me acompañarían en una nueva etapa en mi vida, la de mi propia libertad, que ahora encontraba sentido en la lucha contra los prejuicios y las desigualdades sociales, incubadas en las normas, en las estructuras y en el poder de aquellos pocos que se aferran a la injusticia permitida por el statu quo. Recordé que las luchas colectivas provienen de actos individuales que se repiten y estallan hasta producir el cambio. Mi aporte en este momento no requería de más conocimientos ni estudios; ya no me interesaban las respuestas a mis aplicaciones en universidades de otros lugares, ya no. Y en cuanto a la fábrica Corso, Esperanza estaba más que lista y dispuesta a encargarse de que no perdiera ni su prestigio ni sus ganancias. Sentí que el trabajo que hacían Katia y Liz con esa comunidad le daba sentido a la idea de entregarse a los demás como Ango se había entregado por mí. Este era mi lugar.
Yo quería que nos cogiera la noche en Palenque para ver las verdaderas estrellas de mi infancia, pero la doctora Castro y Liz querían llegar antes del anochecer a Cartagena. Era evidente que tenían planes juntas, lo que provocaba un retorcijón de envidia en mis emociones, sólo aliviado por el regocijo de verlas sin necesidad de disimular su relación. El regreso fue más silencioso, hasta que yo decidí interrumpirlo con una frase distinta a la que llevaba planeando durante el camino:
—¿Conocen alguna pelada que me puedan presentar? —pregunté con una voz tan segura que me asombré de que fuera la mía. Liz, que conducía, me miró por el espejo retrovisor, se alzó las gafas para dejarme ver la plenitud de sus ojos marrones, y con ellos sonrió. La doctora Castro se desabrochó el cinturón de seguridad para girar ciento ochenta grados desde su puesto de copiloto y quedar frente a mí. Yo estaba petrificada con el eco de lo que me había atrevido a preguntar; esperaba un interrogatorio infinito a mi expresa confesión. Pero no ocurrió. Katia, precedida de sólo un guiño con el ojo derecho, me dijo:
—Llevo días pensando en que te puedo presentar a Milena, una amiga nuestra de Bogotá que creo que te encantaría.
Así nomás, con la mayor naturalidad, Katia y Liz me contaban las maravillas de este personaje amante de la costa Caribe.
—Ella nació en Bogotá por equivocación —afirmó Katia, y agregó—: tiene un tumbao caribe que la hace bailar mejor que tú y yo juntas.
Era también médica, pero especialista en el corazón.
—Por eso es que esa no sufre, porque tiene todas las herramientas para arreglarse el corazón —dijo Liz, mirándome de nuevo por el espejo retrovisor.
—Yo no voy a hacer sufrir a nadie, ya he sufrido demasiado con las mujeres que he tenido —dije con la voz impregnada de la confianza que me habían dado.
—¿Quién es capaz de hacer sufrir a semejante destello de alegría y ternura? —preguntó Katia, quien continuaba con el cinturón desabrochado a pesar de la insistencia de Liz para que se lo amarrara.
—Muchas —respondí con rabia y desprecio—, muchas me han hecho sufrir.
—Pero el peor sufrimiento es el que se inflige uno mismo, más en esta situación. Ese es el primero que hay que sanar para seguir adelante —apuntó Liz con su diáfana precisión.
Justo eso era lo que yo empezaba a entender: que para dejar de sufrir, debía parar de sentir vergüenza de mí misma. Debía aceptarme.
—¿Y cómo está Simona con esto? —dijo la doctora Castro en una pregunta perfecta, porque por un lado pareciera adivinar que la confesión a Simona había sido reciente, pero por otro, permitía una respuesta de “ella aún no sabe nada”.
—Creo que está tranquila. Su reacción me produjo paz. Y eso que siempre estuve convencida de que le tendría mucho más temor al “qué dirán”.
—Siempre me imaginé que tendría una respuesta así, calmada y amorosa. El “qué dirán” de Simona es una fachada bastante franqueable en ella. Una mujer que lee tanto no puede vivir del “qué dirán”. El otro día nos contó que hubo un año en que alcanzó a leer doscientos noventa y nueve libros, pero que después tuvo un año en el que leyó apenas dos, y concluyó diciéndonos que menos mal cuando calculamos cifras hablamos de los promedios, porque esa es la manera como tapamos los extremos de miseria —afirmó Katia divertida.
Llegamos a Cartagena, directo al Hospital Bocagrande. Comprendí que el afán del regreso era por el compromiso que tenían con Simona. Ella las esperaba con la misma ansiedad que las mujeres de Palenque, incluida Elisa. A pesar de que la doctora Castro era pediatra, siempre fue la médica de cabecera de las dos familias Corso Espinosa. Mamá me alzó con un abrazo que mostró su fortaleza emocional en aquellos momentos en que la esperanza de todos divagaba.
—Doctora Castro, dígame, ¿cuál es la verdad del estado de Giovanni? Sólo en usted confío.
La responsabilidad de la doctora Castro no era menor; no por Giovanni, ni por Simona, sino porque cada paciente con el que habíamos estado ese día le había dicho, palabras más palabras menos, “sólo en usted confío”.
—Déjame entro y examino cómo ha evolucionado hoy —dijo, mientras se ponía la bata blanca que Liz había traído del carro.
En la sala de espera estaban las mellas y Mayo, con quienes también nos abrazamos. Ya éramos unas perfectas conocidas.
—Tengo bollo de angelito en el carro —le susurré al oído a Esperanza. Ella me tomó de la mano y me respondió el susurro:
—Esta noche me lo como con una Corso Corozo.
Unos minutos después, la doctora Castro salió con su diagnóstico.
—Giovanni se va a recuperar, y se ha recuperado, pero va a ser lento y con altos y bajos. Es un proceso de disciplina y paciencia que se demora y pone a prueba cualquier relación y a cualquier familia —precisó.
Simona y Mayo se abrazaron en el instante en que entraban la tía Carmen y Olga a la sala donde nos encontrábamos, y sin preguntar participaron del jolgorio. Las hijas Corso también nos rodeamos con nuestros brazos, con una familiaridad que parecía alimentada por muchos años.
Simona nos invitó a comer a su casa. A la fuerza agrandamos la mesita de la cocina porque Ango dijo que sólo ahí iba a comer, así todos estuviéramos de celebración, y abriéndole los ojos a Mayo por sobrepasar lo que ella consideraba los límites de la confianza, le dijo:
—Una cosa es que le den a uno confianza y otra que uno se vuelva un confianzudo.
A lo cual Simona respondió:
—Ango, hoy no estamos ni para filosofías ni para reflexiones: vamos a comer y a beber en nombre de Giovanni, y toda esta es la familia de Giovanni.
Esa noche volvió mi pesadilla de siempre, pero no sentí el miedo habitual. Observé, seguramente aún maravillada por los colores de Palenque, que debajo del ropaje negro de la mujer que caminaba brillaban diversos colores muy parecidos a los de la patilla, la piña, el mamoncillo, la papaya y el mango de azúcar. Pude ver sus zapatos, que también eran coloridos. Aparecieron la doctora Castro y Elizabeth, juntas, el hombro de una rozaba el hombro de la otra. Al lado estaban Sandra y Jasmine, de quienes no tenía noticias hacía años. Las cuatro observaban el cajón como si no hubiera un muerto, sino alguien que acostado participaba de la conversación. Hablaban con la mujer que seguía cubierta de negro pero que cada vez dejaba entrever más colores. No lucían asustadas, su cara les era familiar. En una esquina, aparecieron Simona y Ango, que miraban un pocillo de café y sonreían. Un arcoíris entraba al salón iluminándolo y las mujeres levitaron acompañadas de unos cantos que no pude recordar. Traté de permanecer en el sueño, me intrigaba el futuro que mostraba el café, pero desperté. Fue tan real que me tomó varios minutos darme cuenta de que había soñado y que ahora estaba despierta. Lo recordé completo, salvo la música, y sin angustia. Pude plasmar este sueño, con pausa, en el cuaderno amarillo con el titular: “Sueño igual a la pesadilla, pero sin ser pesadilla”.
En la mañana, cuando estaba saliendo para ir a esquiar con Olga, que insistía en entrenar a Martín en los asuntos del mar, recibí un mensaje de texto de Carmen: “Estoy donde Simona, es mejor que vengas”. Se había quedado bebiendo después de que todas nos fuimos y Ango se acostó. Reconocí ese halo agrio combinado con sudor, y que producía una fragancia rancia que Simona, sin éxito, buscaba ocultar bajo un perfume que el ambiente matutino rechazaba. Tenía memorizado el color marchito de su piel cuando había bebido, y reconocía a leguas el tono trémulo de su voz, producto de fumar sin tregua durante toda una noche.
Con Simona, en su habitación, estaban Carmen y Ango. Las puertas corredizas que daban hacia el balcón estaban abiertas, pero el olor a trasnocho de Simona seguía atrapado y retorciéndose en la atmósfera del lugar. El aire acondicionado prendido en el nivel más alto reciclaba mis recuerdos y los exhalaba con un aliento que evocó mis miedos de la niñez. Pero yo ya era una adulta, que aunque vulnerable a algunas memorias, había logrado adquirir algo de independencia emocional frente a la variabilidad de los estados de ánimo de Simona. Mi decisión, poco alineada con las costumbres de la ciudad, de vivir aparte de mis padres, tenía que ver en algo con alejarme del caos intrafamiliar, para proteger mi golpeada estabilidad emocional. Frente a mí, la primera prueba de este orden en mucho tiempo, con todas sus características del pasado, que me revolvía hasta las vísceras.
El saludo de Simona fue parco, me examinó de pies a cabeza escudriñando mi peso, mi vestimenta y mi peinado.
—¿Por qué a las ocho de la mañana estás vestida con esos colores chillones como si vinieras de un burdel? —me instigó Simona.
Cerré los ojos, como si así pudiera también contener la boca. No pude respirar, ni reflexionar, ni hacer nada de lo que me había prometido cuando llegara un insulto de su parte. Así que hice lo de siempre, dejar que mi rabia y mis resentimientos respondieran:
—Lo que apesta a burdel es este cuarto, ni con el perfume que te echas logras espantar lo que pasó acá anoche —dije pronunciando cada sílaba con énfasis, para incrustarlas una por una en su cuerpo.
—¿Qué estás insinuando, Magdalena? —gritó con un tono agudo insoportable para mis oídos.
—No insinúo nada, describo lo que veo —dije, intentando contener mi agresividad.
Carmen intervino con un pragmatismo que calmó los ánimos de manera pasajera:
—Simona está muy angustiada por la situación de Giovanni.
—Pero si ya la doctora Castro habló de mejorías ayer —exclamé.
—Sí, pero tu mamá tiene miedos, es normal. Giovanni nunca había necesitado un médico, y ahora hay junta de médicos día de por medio por su caso —precisó Carmen.
Simona bebía una infusión que Ango le ayudaba a sostener en las manos, que se agitaban con un temblor intermitente.
—Quiero consultar otra opinión —advirtió Simona.
Carmen buscó mi mirada con la suya, anunciando con este gesto que la frase explosiva estaba a punto de llegar. En efecto, Simona agregó:
—Me voy ahora para Medellín, si me quieren acompañar bien, y si no, también está bien.
—¿Para Medellín? —pregunté sorprendida.
—Sí, allá hay un clarividente que se comunica con el doctor José Gregorio Hernández, y los casos de sanación hablan por sí mismos.
Mi pensamiento instintivo fue acompañarla, pero mi racionamiento reflexivo fue protegerme y no ir con ella.
—¿Y quién es el doctor José Gregorio Hernández? —pregunté.
—Un santo venezolano que opera por las noches a los enfermos. Fue un médico del siglo XIX que abandonó su cuerpo para hacerse presente entre los que lo necesitan —precisó Simona.
Comprendí entonces el significado de una estampita situada sobre la mesa de noche de Simona, con un hombre de saco y corbata, bigote poblado, cuyo semblante no parecía el de un santo, sino el de cualquier burgués. La imagen era sostenida por un vaso de vidrio, con un líquido que supuse era agua. Percibí mi corazón atrapado en la garganta, con pulsaciones aceleradas y potentes, mis dedos inquietos producían un sudor helado, que contrastaba con el aire caliente que corría por el cuarto. Era la sensación del miedo en mi cuerpo, alimentada por la impotencia ante la arbitrariedad de Simona.
—Mamá, a papá lo van a curar los médicos, no los brujos —dije, consciente de que Simona no iba a escuchar a nadie.
—No les estoy pidiendo su opinión. Voy para Medellín y punto. No veo por qué un simple viaje causa tanto alboroto —dijo Simona con voz cansada.
Salí de la habitación con Ango, a quien le había hecho un ademán con los ojos para que nos encontráramos afuera.
—Ango, que se vaya, no podemos hacer nada —le dije.
—Lenita, la niña Simo no está bien, no la puede dejar viajar así —suplicó Ango, clavando un dardo que revivía en mí sentimientos de culpabilidad que yo ya no estaba dispuesta a cargar—. Ella no va a parar de beber, usted ya sabe cómo es esto. Y va donde un señor que no sabemos quién es, a otra ciudad… Lenita, ella no puede ir sola.
—Ango, yo tengo que trabajar, tengo una vida, no puedo estar pendiente de Simona y seguirle el ritmo a sus caprichos —dije, atropellando mis instintos.
Regresé a la habitación y, sosteniéndome de ese hilo delgado de fuerza con el que le había hablado a Ango, dije:
—Me voy, me cuentan qué deciden o cómo les va en Medellín.
Besé a Simona en la frente sin reparar en ninguno de sus gestos, por terror a que me hicieran reversar mi decisión; besé a la tía Carmen en la mejilla y salí del cuarto sin mirar atrás. Bajé por las escaleras de servicio en silencio, tomada de la mano de Ango. Ella me acompañó hasta el carro, como lo hacía todas las mañanas cuando era niña y me montaba al bus del colegio, y no se movía de la puerta hasta que el bus no desparecía en el horizonte. Me besó la frente, sus labios con la temperatura fría refrescaban mis sentimientos. Arranqué solo para perderme de la vista de Ango y poder encontrarme sola. Paré temblorosa a pocas cuadras de la casa de mamá. Sudaba frío, pero no caían gotas, era un sudor interno al que mi cuerpo se aferraba y no permitía expulsar. Me froté las manos con el pantalón, pero era inútil, las ráfagas de frío y de humedad eran internas. Respiré, bajé la ventana y apagué el aire acondicionado. Llamé a Olga. Apenas sentí su voz, lloré.
—¿Qué pasó? —preguntó aterrorizada.
—No sé. Estoy temblando a dos cuadras de tu casa. Ven por mí —dije con la voz cargada de llanto.
Olga se sentó conmigo en el carro. Sacó de la guantera el Menticol con una toallita y me lo puso en la frente. Su presencia me tranquilizó, pero sus cuidados exacerbaron mi llanto. Sentí intacto nuestro lazo inquebrantable, que aunque estaba matizado en un laberinto de enredos mutuos, seguía tan vivo como en nuestra infancia.
—¿La pesadilla? —preguntó Olga.
Sonreí con ironía.
—La pesadilla la acabo de dejar en su casa con tu mamá, y se va para Medellín a buscar un brujo que cure a Giovanni —dije, y agregué—: ¿puedes creer que estemos todavía en estas?
—¿Qué te sorprende? —preguntó Olga, asombrada por mi sorpresa—. Simona estaba en mora de buscar un brujo.
—Puede ser… —dije con tono dubitativo.
—Pero, por favor, Magdalena, no lo dudes, esa es Simona, no hay nada de que sorprenderse —afirmó Olga—. De manera que si eso es lo que te tiene inquieta y temblorosa, no ha pasado nada, déjala que busque su brujo, hasta de pronto cura a Giovanni —dijo ella buscando una sonrisa en mí, que obtuvo muy pronto.
—Ahora voy a quedar todo el día con los ojos y la nariz hinchados —contesté procurando su cariño.
—Vamos para tu apartamento. Yo te preparo el desayuno y te consiento con bolsas de té en los ojos hasta que se te baje la hinchazón.
Olga condujo hasta el edificio. Caminamos despacio hasta llegar al ascensor y después hasta el apartamento, como si con los pasos quisiéramos detener el tiempo, estábamos felizmente juntas y felizmente solas. Me confesó que cuando escuchó mi llanto pensó que las pesadillas habían empeorado y que se había sentido culpable, porque no había vuelto a sacar tiempo para reunirnos y avanzar en el cuaderno amarillo. Le conté que la frecuencia y la intensidad de las pesadillas habían disminuido, que incluso la última, aunque tenía la coreografía de la pesadilla de siempre, resultó ser un sueño aplacible que no me despertó con sobresaltos. Le mostré que no había dejado de escribir en el cuaderno amarillo, que casi había completado sus páginas y que ya era hora de que me regalara otro. Cuando me acosté para que me pusiera las bolsas de té helado en los ojos, me pidió permiso para leerlo. Me senté alarmada. Ella lo notó enseguida.
—Si no quieres no lo leo. No pasa nada. Acuéstate y descansa —dijo con su voz ronca.
Me puse de pie. Abrí el cajón en el que guardaba el cuaderno rojo. Lo agarré sin reflexionar y extendí mi brazo a Olga.
—Lee primero este —le dije, fijando mi mirada en sus ojos, que no habían perdido una pizca de la vivacidad adolescente.
Me acosté. Olga, al lado mío, cada tanto pasaba las páginas sin ninguna señal que me permitiera intuir sus pensamientos. Acomodaba y quitaba las bolsas de té de mis ojos, mientras mi respiración se volvía más fuerte y yo sentía que exhalaba un aire más denso.
—Tráeme agua con hielo —le pedí.
Olga regresó con la jarra de agua con hielo y un vaso. La sirvió.
—Tómatela mientras leo las últimas páginas —dijo Olga.
No pude separar mis ojos de ella. La observé absorta en la lectura. Cerró el cuaderno sonoramente. Se sentó en la cama a mi lado. Yo también me incorporé. Acomodó las almohadas. Juntó su hombro al mío.
Siento que es un momento definitivo para mí. Olga me toma de la mano. Me mira, y yo a ella. Milímetros separan los dos rostros que se reencuentran.
—¿Sabes quién es la mujer tapada de negro de tus pesadillas? —pregunta Olga.
—No —respondo con voz trémula.
—La vida —asegura Olga—. ¿Y sabes quién es la mujer del ataúd?
—No.
—Eres tú, Magdalena, la única protagonista de tus cuadernos.
Un silencio diáfano nos permite escuchar nuestros pensamientos. Examino con atención los ojos verdes de Olga; son del mismo color de los de Simona, aunque su forma es más redonda, y sus pestañas, más abundantes. En segundos proyecto la película de mi vida sin decir una sola palabra: mis impulsos con la comida y mi obsesión con la flacura desde niña; mi relación con Simona, con sus extremos de ánimo que provocaban distintas versiones de una misma persona, desde la mujer más afable, comprensiva e inteligente, hasta la más ácida, compulsiva e irracional; las brujerías que presencié, las que me imaginé, las que deseché, las que guardo en mi memoria; Giovanni, su ejemplo, su disciplina, su trabajo, sus rutinas interrumpidas por las infidelidades a las que sometía a Simona, ¿valdría algo Simona sin Giovanni en esta sociedad?, ¿valdría yo algo si mis padres se hubieran separado y yo viviera con Simona?; mi amor por Ango, su amor por mí, sus enseñanzas, su anhelo de ser testigo de mi libertad, nuestras creencias, las estrellas de Palenque, el rey Benkos; Olga, mi prima hermana, nuestra amistad plagada de secretos que hasta ahora empezamos a reconocer, la disfrazada intimidad que nos mantuvo unidas por tantos años, su vida, mi vida, nuestra familia y su apego al “qué dirán” que, como un tirano, nos gobierna sin siquiera asomar su rostro; la fascinación por la libertad que me despertaron Sandra y Jasmine, y que ahora vuelvo a experimentar más intensamente con la doctora Castro y Liz; Cartagena, mi ciudad hermosa e imponente, sus murallas, mis murallas mentales, mis sinfonías de amor y la migajas de amor que he recibido. ¿Quién soy yo en realidad?, ¿había yo muerto en vida?, ¿me había perseguido la vida siempre y yo me había aliado con la muerte?, ¿podría morir en vida?
Olga me contempla apacible e inmóvil. De pronto, toma mi rostro entre sus manos, besa mi frente, y pregunta:
—¿Estás enamorada ahora?
—No, estoy a punto de desenamorarme del amor —respondo, tratando de salirme del tono reflexivo y serio con el que mi mente batalla.
—¿Cómo fue que ocurrió todo esto en mi cara, pero a mis espaldas? —pregunta Olga con voz relajada, señalando el cuaderno rojo que ahora se encuentra sobre la cama.
—No lo sé.
—¿O sea que tú crees que tu primera vez fue conmigo?
—Básicamente, sí, eso fue lo que sentí, lo que leíste ahí. No lo había visto de esa manera, pero claro, perdí la virginidad contigo.
Nos reímos, pero nuestra risa manifiesta algo de incomodidad por el tema de la conversación. Sin embargo, en fracción de segundos, Olga transforma el ambiente:
—Pues yo no perdí la virginidad contigo, Magdalena; la perdí con Barraza —me confiesa mientras busca el recuerdo con sus ojos.
—¿Con Barraza? —pregunto sorprendida—, siempre pensé que él estaba detrás de ti, pero que tú no le dabas ni la hora.
—Pues le di más que la hora —advierte, agrandando aún más sus ojos.
—¿Fue al día siguiente de “lo nuestro”?
—Noooo, fue mucho tiempo después, como a los dos años. La primera vez no pasó mucho: llegamos a su casa, no había nadie, nos sentamos en la sala, él tomó una botella de whisky del papá, me ofreció un trago. Comenzó a besarme en un sofá, yo traté de relajarme, y él me susurraba que estuviera tranquila. Me fue dando seguridad, porque me rozaba el cuerpo con las manos, despacio. De pronto, sentí una electricidad inédita en mi cuerpo, una firmeza extraña en los pezones y una energía que me impulsaba a mover las caderas. Y así empezamos: yo me movía, él respiraba más fuerte, me seguía moviendo y él respirando. Después lo vi lamer mi pantalón, hasta que tuve una explosión interna y grité, grité como nunca me había oído gritar, con una mezcla de placer, júbilo y excitación. Recuerdo todavía su mirada risueña observando mi pequeño trance. Las huellas que quedaron en mí de ese día fueron las del placer. Por muchas semanas anhelé volver a experimentar lo mismo, sentir sus murmuraciones en mis oídos, sus manos en mi cuerpo, pero sobre todo absorber sus exhalaciones entre mis piernas.
”Así continuamos por un tiempo, no creas que fueron todos los días, te hubieras dado cuenta tú, pero sí aproveché mucho tus rutinas de esquí para volarme donde Barraza. Las siguientes ocasiones, fuimos cada vez más lejos. Nos fuimos tomando confianza, y nos decíamos qué nos gustaba. Descubrí un gusto por las palabras obscenas el día que me dijo que yo era una perrita y comencé a moverme más; después me dijo que era una zorrita y me encantó, hasta que terminó diciéndome que era su putica, y me fascinó por las ráfagas de excitación inmediata que generaban estas palabas dentro de mí. Nunca me penetró, no hubo necesidad, yo ya había sentido todo y eso era lo que valía.
—¡Nunca me dijiste que estabas de novia de Barraza! —le reclamo sorprendida a Olga.
—No fuimos novios, sólo amantes. La propuesta la hice yo. “Si quieres tener novia puedes tenerla, pero tú y yo seguimos de amantes, no le tenemos que contar a nadie lo nuestro, pero entre nosotros sí nos contamos todo”. Él se sorprendió dentro de su regocijo y por supuesto aceptó, y siguió las normas impuestas por mí. La tarde que me contó que se había ennoviado, me entristecí, me sentí traicionada, usada. Comprobé que yo estaba lejos de poder mantener una relación al estilo de Carmen y Antonio, descubrí que la fidelidad para mí era importante.
—¿No pensaste alguna vez en acostarte con una mujer?
—Para nada, y no quiero subestimar lo que sentiste —me dice Olga con una mirada de soslayo que intenta huir de mi alma, y agrega—, pero para mí esa noche que cumplí catorce años no fue más que un dulce cosquilleo por todo el cuerpo entre las dos, ni mis pensamientos, ni mis emociones, ni mis deseos permanecieron allí. No marcó ni definió mi vida sexual.
—¿Tú crees que Carmen sabía?
—¿Sabía qué cosa?
—Lo tuyo con Barraza.
—Yo creo que sí. La excusa de que Barraza también pintaba nos funcionaba para estar juntos, pero fue por esa época que Carmen me dio una ilustración gráfica y poco discreta de cómo cuidarse para no quedar embarazada, y me recalcó la importancia de que mi himen no anduviera de boca en boca en las habladurías cartageneras.
—Y yo jurando juraba que te habías casado bastante virgen. Por un tiempo hasta pensé que Martín era seismesino —reímos mientras el aroma salino del mar presenciaba nuestro alborozo.
—Y tú, ¿te has acostado con otros hombres además de Juan Pablo? —pregunta Olga con curiosidad, señalando de nuevo el cuaderno rojo.
—Claro que sí, pero ninguno me ha gustado. El primero fue el Lema: nos toqueteamos borrachos una madrugada en el corredor de entrada de la puerta de servicio de mi casa. No me molestó que me tocara, pero cuando sentí ese bulto tratando de buscar un lugar dentro de mí, me sentí una burra. Por fortuna el ruido de una butaca y la tos de Ango hicieron que nuestro acto se suspendiera. Él se subió los pantalones con rapidez y yo también los míos. Quedamos paralizados al lado de la puerta. Lo único que se me ocurrió preguntarle fue: “¿Tú has estado con una burra?”. Él me juró que no, aunque su papá, según él, sí le había insistido en que lo hiciera. Creo que el Lema pensó que éramos novios y la noche siguiente llegó al Club Cartagena. Fue la Semana Santa en que vinieron nuestros compañeros de universidad. Estábamos sentados en el bar, el Lema trató de darme un beso en la boca y yo lo evadí. Esa fue la noche que conocí a Catalina, y yo no sabía en ese momento qué me ocurría, pero la presencia del Lema para mí sobraba. Le dije con claridad que lo de la noche anterior había sido cuestión de tragos y que prefería no verlo más. Supongo que de puro orgullo no rogó, no suplicó, no pidió explicaciones, solo no volvió a aparecer esa Semana Santa.
—Bueno, pero eso fue un manoseo y ya. Cuéntame, ¿quién te quitó la virginidad? —insiste Olga.
—Pues tú, ya te dije —contesto riéndome con los ojos y la boca, y agrego—: Bueno, en términos masculinos, el Lema, pero tiempo después, en la época en la que B se perdió después del 31 de diciembre, que tú me dijiste que te ibas a casar, y yo me sentía totalmente perdida. Pensé que podría enderezar mi rumbo si estaba con un tipo, así que decidí invitarlo a que nos tomáramos algo. Fue simple: nos emborrachamos y nos acostamos. No me gustó, no sangré ni nada parecido; me dolió un poco, pero sobre todo me produjo mucho asco su olor, su aparato erecto, sus sonidos, sus movimientos bruscos, su piel tosca, su sudor ácido, su voz áspera. Todo, todo, me produjo repulsión. Me sirvió, eso sí, para confirmar que los hombres no me gustaban, no me gustan. Dejé de comer por la angustia de lo que estaba pasando con B, contigo, pero también por lo desagradable que resultó ese encuentro con el Lema.
Olga y yo seguimos en la cama, acostadas, mirándonos de medio lado, hablando de sexo, de lo que nos gusta, de lo que detestamos. Advierto su belleza de diosa, recuerdo su cuerpo perfecto de adolescente. Me atrevo a acercar mi rostro al de ella, ella no se espanta, y por el contrario acerca el suyo al mío. No resisto ninguno de sus encantamientos, ni su pestañeo indescifrable, ni su respiración en apariencia controlada, ni su sonrisa intensa, ni mucho menos el roce de su mano con mis labios. Nos besamos, como si desde los catorce años hubiéramos deseado este momento. Me siento dentro de ella en ese beso largo, cargado de excitación y de descontrol. La toco tal como lo había previsto en mis fantasías de adolescente, y todo es mejor que en mis sueños: su aroma fresco, su sabor dulce, sus movimientos efervescentes, su piel dócil, sus nalgas fuertes, cuya piel es aún más suave que el resto del cuerpo, sus confesiones eróticas que nos mantienen en vilo por horas mientras danzamos el amor. No hay recatos. Olga es una libertina en la cama y yo soy una mujer experimentada y creativa en el sexo. Hablamos sin pensar en remordimientos, adornamos nuestras palabras con actos de amor. Susurro en su oído las obscenidades que le gustan y la observo moverse como un animal en mi cama, en donde su cuerpo es toda una autoridad. El timbre de su celular es opacado por el sonido de nuestros besos y el de las olas del mar que aplauden este acto reprimido por años. En un momento, mientras estoy encima de ella, atajo sus movimientos con las manos y le suplico:
—Dime que no es un sueño.
Con su respiración alterada, asegura:
—No es un sueño, Magdalena. Soy yo, Olga.
Ella me hace sentir que no hay prisa, que estaremos el resto de la vida juntas. Cuando el atardecer se va introduciendo poco a poco en el apartamento, Olga toma el teléfono para llamar a Iván. Le dice que pasará la noche conmigo sin dar más explicaciones, que es un tema familiar que mañana le explicará, y que por favor no olvide la medicina de Martín para la tos. El sol nos despide con una algarabía de colores, como si marcara una nueva era en nuestras vidas. El hechizo del mar y la brisa mantienen la vigilia durante la noche, y me permiten navegar sin obstáculos sobre Olga. Nos burlamos de nosotras. Le digo:
—Hoy te despojo de tu virginidad lésbica.
Ella brilla con el mismo resplandor prístino de su adolescencia. Estamos en el paraíso, y sólo el alba nos hace recordar la estrechez del tiempo. Ya es imposible renunciar al pasado. Nos duchamos juntas, exhaustas por la actividad, pero galvanizadas por un júbilo afrodisiaco. Se viste con mi ropa, como solíamos hacerlo en el pasado; le baila, como ocurría en el pasado, y nos abrazamos sin escrutinios, invocando los días del ayer. Bebemos un café que yo preparo. Lava su boca con mi cepillo de dientes. Llama a Iván, luego habla con Martín, anuncia su llegada en minutos. Nos despedimos en la puerta del apartamento. Ella besa mis labios, yo beso sus manos para reconocer en ellas a mi primer amor. La suelto y la dejo ir, siguiendo con mi mirada sus pasos hacia el ascensor. Sorpresivamente, se gira y regresa, me empuja un poco hacia adentro del apartamento, besa mis labios con suavidad, y afirma con su voz aún más ronca por el trasnocho:
—Si pudiéramos mandar todo al carajo…
Esas palabras producen en mí un eco reflexivo que embriaga mis sentidos con una sola pretensión: saborear para siempre mi libertad.