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LO QUE MÁS ODIO

LEER, ODIO LEER. Creo que siempre he tenido ese problema, si es que se puede considerar un problema. Haciendo memoria, creo que el asunto empezó con la profesora Angélica, de primero A, cuando yo tenía como seis años. Ella en verdad nada tenía de angelical porque desde un principio me pareció que era el mismo demonio.

Desde el primer día de mi llegada al colegio empezó a llamarme Acevedo o, a veces, Acevedito, siempre apretando los dientes. Nunca mencionó mi primer nombre. Además, bastaba con mirarla un segundo a los ojos para que sus llamas hicieran ceniza cualquier entusiasmo que pudiera tener esa mañana.

Claro que con los papás la profe Angélica era otra cosa. En la entrega de notas, por ejemplo, sus ojos se llenaban de una luz clarísima, como de agua embotellada, y toda su cara se transformaba en una gran sonrisa de dientes brillantes. Su voz debía de sonar muy suavecita porque todos los padres salían contentos, como si acabaran de escuchar un concierto. Así fuese de ceros y unos.

Por alguna razón que no lograba entender, la profe Angélica —o Demónica, como había resuelto llamarla sin decírselo a nadie— suponía que a esas alturas de primero todos debíamos saber leer de corrido, y entonces cada mañana nos inauguraba con un maratón de lectura que me ponía a sudar desde la noche anterior porque, por supuesto, yo era el primero en la lista.

Bastaba con que la profe me indicara el número de la página que debía leer para que al instante se me hiciera un nudo en el estómago y otro en la garganta, o mis ojos volaran siguiendo un pájaro tras la ventana, o simplemente para que los números y las letras empezaran a bailar en mi cabeza y me sintiera perdido como un insecto entre las hojas de papel. Entonces quedaba petrificado y mudo bajo la mirada fulminante de la profe. Y así sucedía todos los días, como una gran tortura que parecía no tener fin.

De modo que al terminar el año siguió la duda de si, al fin de cuentas, sabía leer o no. Pero como en medio de los abrazos y las despedidas de cierre del año, la profe decidió a última hora ponerme un seis general de promedio, claro, con la recomendación de «a este niño hay que reforzarle un poquito la lectura, pero del resto va bien», pues todo quedó atrás, y con los planes de vacaciones la escuela volvió a ser asunto de marcianos.

Al menos por esas vacaciones, pasé con trampa.

Pero en segundo y en tercero las cosas no cambiaron mucho. Se juntó que mis dientes delanteros estaban muy separados y cuando debía leer en voz alta, en frente de todos, pese a mis esfuerzos más bien terminaba silbando, lo que provocó incluso que me pusieran el apodo que todavía llevo, Lorito (por Lorenzo, claro, pero sobre todo por silbar); y además, en tercero me empezaron a fastidiar con los libros gordos sin dibujos ni espacios en blanco, que se parecían bastante a esos tomos para abogados que papá tiene en las repisas del pasillo junto al escritorio: solo hojas y hojas llenas de palabras y palabras en letras microscópicas. No sé cómo sobreviví, pero todo aquello estuvo a punto de ocasionarme un colapso general.

Pero yo creo que el problema real, el que de verdad me afecta, es que a mí lo que me gusta es dibujar. Dibujo naves espaciales y astronautas, pero cada vez es más complicado hacerlo porque a los profesores no les gusta que uno pinte mucho. Y menos si es en el borde de los cuadernos, o en las hojas de atrás, o con plumas imborrables.

Hace poco hice una historia en mi cuaderno de Sociales. El comandante L4A era el protagonista. Su nombre es una clave que viene de Lorenzo, cuarto A. En las escenas iniciales L4A recibe la misión especial de proteger el planeta de cualquier amenaza extraterrestre, en particular de los ataques de los habitantes del planeta Zero Uno. No sé por qué atacaban, pero cuando le mostré los dibujos al gordo Migue, mi mejor superamigo, dijo que era buena idea y entonces dibujé al rey de los Zerounos con cabeza de megatrón y cuernos de toro.

El comandante L4A es un ganador, es de esa clase de tipos que tiene la costumbre de sobrevivir a cualquier problema, todo le sale de pelos, no como a mí, que incluso teniendo buena estrella, como dice mamá, las cosas suelen salirme bastante mal, de perros.

Por eso la presencia de aquel libro, justo comenzando la semana de receso, aunque era tan especial para mamá, para mí era una completa amenaza, era la amenaza de una invasión alienígena sobre el planeta del valiente comandante L4A.