POR SI ACASO, durante un buen rato traté de no quitarle los ojos de encima a aquel objeto para leer que mamá había puesto sobre la mesa. Yo lo miraba, pero de lejos: parecía que el libraco quería bostezar de puro aburrimiento, lo juro. O mejor, era como una bomba que, en un descuido, los extraterrestres habían plantado para deshacerse del comandante L4A y que en cualquier momento podía explotar. ¡Una bomba!
Era de no creer: aunque no escuchaba el tictac del detonador en cuenta regresiva, desde el primer instante en que vi la cosa aquella sentí que el tiempo había empezado a correr en mi contra: tic-tac, tic-tac, y que algo dentro de ella me empujaba a enfrentarme a una especie de batalla silenciosa y secreta. Por lo pronto, había que andar con precauciones, el artefacto aquel podría emitir vibraciones pulverizadoras.
Tic-tac, tic (ahora sí lo escuchaba) tac, tic-tac…
«Tranquilo comandante, nada va a explotar». Lo que sonaba ahora era el timbre del teléfono.
—¡Lorenzo, contesta, por favor! —mamá iba camino a la sala, llevaba en la mano una película en CD. A ver, ¿cómo se llama la película?
¡Riiiiiiiiiinnnnnng!
—¡Lorenzo, el teléfono!
Mamá es aburridísima los domingos. No le gusta hacer nada, nunca está de humor. Se la pasa horas y horas en la mesa del comedor contando sus frascos de polvos misteriosos y revisando los precios en una lista. Nada más.
—Rrrrruuaaaaa, Lorito, ¿quiere cacaooo?
Era el pesado de Migue. Dos cuadras más allá de mi casa, un puesto atrás en el salón, medio año mayor, gordo, pecoso, sudoroso, peliamarillo, en fin, detestable: mi amigo desde segundo.
—¿Quiere cacaoooo, Lorito? —repetía el gordo al teléfono.
—Cuelgo, gracioso —le advierto.
—¡No, espera!
—Habla de una vez.
—¡Carrera de gatos, Lorito!
Las carreras de gatos son un invento de Migue y de Fico: sueltan a su perro —que se llama Sultán— en el jardín de las mellizas, que son unas niñas muy extrañas que no sé por qué nunca salen a jugar. Las mellizas tienen tres gatos, uno amarillo, uno negro y uno gris, que se la pasan rondando de noche por todo el vecindario y que de día se enroscan a dormir entre las matas de su jardín.
—¿A qué hora?
—¡Ya!
Miré el libraco sobre la mesa. Quieto, esperando. El libraco también me miró.
—Mamá, ¿puedo salir? —pregunté.
—¿Salir? Hay un libro que leeerrrrrr —cantó mamá, haciéndose la humorista.
«Lorenzo, piensa rápido». No era que me apasionara la invitación de Migue, el gordo es monotemático y siempre quiere hacer las mismas cosas, pero salir es salir. «Piensa, piensa. ¡Ya lo tengo: me llevo el libro y listo!».
—Mamá, me llevo el libro, así empiezo en cualquier momento.
Sin pensarlo más, salté hasta la mesa, tomé el libro sin mirarlo y lo metí en el bolsillo trasero de mi pantalón. Tenía el tamaño perfecto de mi bolsillo, sobresalía apenas unos centímetros por encima de la costura. Mamá me observó un poco sorprendida. Luego me señaló con su dedo directo a los ojos.
—Una hora, nada más.
—Gracias, ma, en una hora regreso.
Entonces prendí motores y arranqué como bólido intergaláctico hacia la calle, ¡a volar, señores!
Migue y Fico estaban subidos en la barda del jardín de las mellizas. Sultán, que es un terrier negro y de orejas picudas, se movía por el filo del muro, ansioso y con la lengua afuera, babeando por todos lados. Cuando me trepé, Migue reparó en mi bolsillo.
—Rrrruuuaaaaa, ¿qué traes allí, Lorito?
—Nada, cállate, gordo.
—¡Es un libro! —exclamó Migue, señalándoselo a su hermano. Fico siguió como si no lo oyera, sin darle importancia.
—¡Es el libro! —insistió el gordo, con una risa malévola.
En ese segundo comprendí que Migue ya conocía el libro. Apenas el viernes lo puso la profe Aguilera en la clase de Lenguaje para la semana de receso (o como una venganza por la semana de receso), pero el gordo Miguel Naranjo ya lo conocía. Lo miré con enfado, sintiendo una especie de traición de su parte.
—Es bueno —dijo Migue, borrando la sonrisa.
«No es posible —me dije—, no es posible que este gordo pecoso y chismoso ya haya leído el libro». Pero no pude con la curiosidad de comprobar la traición de mi «amigo»:
—¿Ya lo leíste? —pregunté con enfado.
—¿Qué cosa? —preguntó a su vez Migue, buscando con la mirada los gatos de las mellizas entre los arbustos.
—El libro, tonto —dije enfurruñado.
—¡Claro, Lorito! ¡Está refácil! —Migue seguía atento a los arbustos del jardín.
—No te creo.
—¿Qué cosa?
Me fastidiaba el desinterés del gordo, era como para estrangularlo:
—¡No te creo que hayas leído el libro, eres un mentiroso! —exclamé.
Migue y su hermano Fico se voltearon a mirarme al tiempo. Me pasé, creo. Yo los miré con cara de piedra y ojos fulminantes, desintegradores.
—Bueno —dijo Migue—, lo hice a mi manera.
Sabía que el gordo no era mejor que yo, que su cerebro marchaba en desorden y que su manera de leer debía de ser una porquería.
—Sí, a saltos. Leo una página cada tres y me imagino la historia. Es refácil.
Mientras explicaba su método, Migue examinaba mi reacción. Yo estaba asombrado. Después de todo, sin duda también el gordo era mejor que yo. «De manera que así se puede —pensé entonces—, ¿por qué nunca se me había ocurrido?».
En ese momento, una llamarada felina saltó detrás de un matorral de begonias, era el gato amarillo. ¡Zas!
—¡A ellos, Sultán! —gritaron en coro Migue y su hermano, dando saltos en el filo del muro. Sultán se arrojó sobre las begonias y al instante se desató allí abajo una algarabía de ladridos y maullidos.
«De manera que así se puede», seguía pensando yo con cara de astronauta fuera de la nave, el comandante L4A flotando entre estrellas azules y amarillas. Un peso se me iba de encima. El tic-tac que escuchaba al fondo de mi cabeza se hacía lento.
T i c - t a c . . .
Me di la vuelta como hipnotizado, dispuesto a descender del muro, pero al tiempo sentí que el libro resbalaba de mi bolsillo trasero y salía arrojado como un proyectil hacia las plantas, allí donde había un remolino de pelos, dientes y hojas verdes que saltaban destrozadas.
No lo podía creer: como por un hechizo, el famoso librito había salido disparado de mi pantalón como si quisiera escapar por su cuenta. El hechizo tenía nombre propio: Fico. Al hermano de Migue no se le ocurrió otra cosa que arrojarle al gato amarillo lo primero que alcanzó su mano de esqueleto: el libro que salía de mi bolsillo. ¡Plas! Entre las begonias y la pared del muro. De no creer. A lo mejor era como una venganza de Fico por haber tratado a su hermano de mentiroso. Si yo fuera tan grande como Fico o como el comandante L4A, lo habría empujado para que se fuera de narices allá abajo a recobrar aquel tesoro de mamá. Mi libro. Pero su mirada retadora y su sonrisa de medio lado me indicaban claramente que siquiera pensarlo era un completo error.
Migue y Fico se partieron de la risa, los idiotas.
Yo no sabía si saltar hasta allí y exponerme a que la mamá de las mellizas saliera de la casa y me agarrara de una oreja, o esperar a que fatalmente el destino cumpliera su parte. Creo que me resigné a que, por culpa de Fico, entre aquellas bestias destrozaran el libraco. «Lo devoró una bestia, ma, lo juro», le diría a mamá; «¿sí, eh?, cuéntame otra de vaqueros, querido», diría ella con su tonito burlón, pensando que se trataba de una broma mía. Ya lo imaginaba. En eso el gato amarillo escapó de un salto sobre el muro y Sultán se quedó allí abajo sin saber qué hacer, con toda la lengua afuera.
De pronto, se fijó en el libro y se acercó a olisquearlo. Presintiendo lo que iba a suceder le grité a Sultán:
—¡Alto, animal!
Pero ya era tarde, Sultán agarró el libro entre los dientes y lo sacudió con fuerza.
El libro voló sobre el muro y yo tras él.
Cuando lo rescaté de este lado observé que la cubierta plástica estaba desgarrada por ambas caras y por el momento no quise pensar en qué iba a decirle a mamá sobre el daño a su pequeña joya. Tal vez se me enredó entre un matorral de espinas venenosas, pero conseguí salvarlo exponiendo mis propias manos a las heridas. Bueno, ya arreglaría la historia; ahora había otra cosa que me rondaba en la cabeza. Por lo pronto, lo limpié de babas y me lo eché al bolsillo de nuevo.
Atrás dejé a aquellos tres dementes montados sobre el muro, muertos de la risa y dando ladridos, respectivamente, y me largué a casa rezongando un maleficio que les alcanzara por varias generaciones.
Llegué una hora después del límite impuesto por mamá y subí directo a mi cuarto, a la carrera. Revolví en mi mesa de noche y encontré mi calculadora de pilas. Era tiempo de receso escolar, lo sabía, tenía toda la semana de descanso, lo sabía, pero a toda marcha bajé hasta el escritorio del pasillo donde papá amontona los trabajos de sus estudiantes y saqué apresuradamente una hoja de papel.
Desde la cocina, mamá, que había visto mis correderas con el rabillo del ojo, no lo podía creer, para ella todos mis movimientos resultaban «francamente sospechosos».
Volví a mi cuarto e hice algunos cálculos. Si esta cosa tiene, digamos, cien páginas, y si aplico el sistema que bautizaré «Método de lectura de los superamigos», es decir, si solo leo una de cada tres páginas, al final únicamente leeré… a ver, ¿una división? Sí, una división, genio. Cien divbssrrrrr en trrssss son, bssrrr bajddsssstrsss y luegrrssszzzzrrr son entonces, en totalmm aproximammmmmm…
Observé el resultado. No puede ser. Veamos otra vez… Sí, 33,3, o 33 más o menos, o lo que era igual a decir: demasiadas páginas todavía.
¿Y si es cada cuatro páginas? A ver, aplicando el método mejorado serían, cien divbsssrr entre cuatrrssss son bssrrr…
Veinticinco. ¡Nada mal! Pero ¿y la historia? Bueno, eso había que verlo después, quizás no era tan importante. Un rollo parecido a esos de la tele, pero más lento, sin mucho movimiento y muchas palabras, muy aburrido.
Pero eso será mañana. Aún queda mucho tiempo por delante. Ahora un videojuego, la versión reciente de Crash GALAXY que me había regalado tía Marga, con sus quince niveles, los créditos por puntajes, el código de ingreso al website y el entorno extra para diseñar el avatar, y luego a dormir.
Tranquilo.
«Tranquilo porque es como si ya hubiera leído unas cuatro páginas», pensé antes de encender la consola.