TicTacTic TacTICTACTICT…!
¡Huye, Lorenzo, huye! ¡Huye!
Di un brinco en la cama y abrí los ojos.
¡Había sido una extraña pesadilla! Un enorme libro me perseguía por las calles de una ciudad en miniatura, y cuando estaba a punto de aplastarme con su lomo gigantesco conseguí despertar. ¡Qué salvada!
Para comprobar que todo era un sueño busqué el libro con la mirada, alrededor. Busqué y busqué. ¿Era un sueño?
Entre nubes recordé los armazones rojos de Isa.
¡Claro!
¡Fiuuuuuu! Me dejé caer nuevamente sobre la almohada.
«Tranquilo, todo bajo control —me dije—, Isa no nos va a fallar».
Sin embargo, para asegurarme del todo fui hasta el teléfono, busqué en la libreta de mamá el número de la casa de Isa y marqué varias veces. Tu, tu tu, tu… señal de que la mamá de Isa andaba prendida al aparato con sus ventas desde casa y supuse que allí la vida continuaba su curso normal. «Calma, Central, no hay motivo de alarma».
Volví a la cama, esponjado de paz. Puse mi oído detector supersensible hacia arriba y traté de escuchar: alrededor todo estaba en silencio. Relax completo. Debían de ser las nueve, o las diez, o las once.
Entonces sonó.
¡Riiiiiiiiinnnnnnnng!
Toc toc toc.
¿Qué sonaba?
¡RiiTiioiiciitnnonncnntnnongc!
¡Esto era demasiado! ¿Es que no saben que estamos en receso?
Abrir la puerta o contestar el teléfono. Contestar el teléfono o abrir la puerta.
Decidí contestar primero el teléfono, quien estuviera en la puerta volvería a insistir. O que se largara.
—Rrrrruuaaaaa, Lorito, ¿ya se levantó?
El gordo Miguel, claro.
—Gracioso, habla rápido que estoy ocupado.
—¡Ring-ring corre-corre, Lorito!
Ring-ring corre-corre, al mediodía. Es la mejor hora para importunar a los vecinos tocando sus timbres y dejándolos con nadie en la puerta.
Toc toc toc.
La puerta.
—¿A qué horas, gordo?
—¡Ya, Lorito! ¡Es la mejor hora!
Toc toc toc.
La puerta, diablos.
—Espera un segundo.
Dejé el auricular en la mesa y fui hasta la puerta. Al abrir descubrí los armazones… verdes… ¡de la madre de Isa!
Mal presagio.
—¿Sí, señora?
—¡Lorenzo, niño, cómo estás de grande!
—Gracias, señora Isa.
—Mary, Lorenzo, señora Mary.
—Isa…
—Isabelita ahora está en Girar do t, con sus primos.
—Claro, ¿me permite un segundo, señora Mary?
Mientras caminaba hasta el teléfono pensé bien en lo que acababa de escuchar, Isa estaba en Girardot, con sus primos. Girardot + primos = no había leído el libro. Era una posibilidad. Claro que Isa no nos fallaría…
—¿Gordo?
—¡Ring-ring corre-corre, Lorito!
—Ya oí, menso. Pero mira… —dudé un instante. Era receso, salir es salir, Isa no nos iba a fallar, no había problema.
—Me visto y nos vemos —me oí decir.
—Frente a la casa de las mellizas.
—Listo.
—¡Pero ya!
Colgué.
Al volverme noté que la mamá de Isa había entrado un par de pasos y observaba mi casa con detenimiento, luego me miró. Yo estaba en piyama. Dicen que ella es la más chismosa del barrio, aunque a mí no me consta. Lo que sí puedo asegurar es que conoce muy bien a todos los vecinos porque a todos les ha vendido alguna cosa en alguna ocasión.
—Mira, niño, tu mamá me encargó que te trajera algo de almuerzo —dijo y me extendió una bolsa con una caja plástica al interior. Estaba caliente: sopa. ¡Sopa! Si hay algo que me cae peor que los libros, eso es la sopa. La sopa que sea. Babosa y caliente.
—Que te aproveche —dijo la mujer subiéndose con un dedo los armazones verdes sobre la nariz—. Me gustó verte, querido, hasta luego —añadió y fue saliendo sin dejar de observar a su alrededor, como escrutando si nos hacía falta algo para luego vendérselo a mamá.
Cuando cerré la puerta sentí que más que el asqueroso olor de la sopa en el aire, había algo que no me gustaba, pero no sabía qué podía ser.
Sin detenerme a pensar más, rápidamente me calcé la ropa y me eché un poco de agua en la cara.
Toc toc toc.
La puerta otra vez, demonios.
Los armazones verdes de la mamá de Isa, otra vez. Esto no me gustaba. ¿Tal vez quería venderme algo?
—Se me olvidaba, niño —dijo ella, y en su mano traía un objeto rectangular y plano. A que no adivinan, ¡el famoso libro!
—Esto te lo dejó Isa. Que no viene sino hasta el domingo.
Sin poder decir nada, tomé el horrible objeto tic-tac tic-tac en mi mano. ¡ALERTA ROJA! ¡Comandante L4A reportando amenaza inminente! Esto tenía toda la cara de una traición, a lo mejor había sido una mala jugada de Isa, una especie de venganza por la ley de hielo.
Antes de cerrar, pude ver a la distancia la figura de Migue que venía hacia la casa. «Estoy perdido», alcancé a pensar.
Cuando llegó hasta mí, el gordo estaba sudando y yo todavía sostenía el libro en la mano.
—Buena esa, Lorito, me imagino que ya acabaste con él.
—Ya casi, ya casi —fue lo único que se me ocurrió decir.
Puse entonces el libro en el bolsillo trasero de mi bluyín y revisé el otro bolsillo para comprobar que tenía las llaves de la casa.
—¡Vamos! —le dije a mi amigo. No quería pensar. No por ahora. Claro que por un segundo sí pensé en que odiaba a Isa como nunca. Y una cosa era segura: la odiaría por el resto de mi vida.
¡Riiiiiiiiiiinnnnng!
¡Riiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiinnnnng!
—¡Corre!
—¡Corre!
Era la cuarta o quinta casa en la que timbrábamos y nos echábamos a correr para ocultarnos detrás de los arbustos del jardín de enfrente. Yo volaba con mis megatrónicos, el gordo hacía su mejor esfuerzo y Sultán, el perro de Migue, nos seguía y tampoco hacía ningún ruido, como si supiera de qué se trataba.
Asomamos la cabeza sobre las hojitas del arbusto y espiamos la cara de enfado y confusión de quien abría la puerta o se asomaba por la ventana.
Esta era la casa de la «bruja del veintiuno», ese era el número de la casa y ese el nombre que tomamos prestado del Chavo.
La mujer que vivía allí era una anciana delgada y siniestra, decían que era de malas pulgas, aunque no sabíamos quién lo decía, ni por qué. También decían que volaba. Que en las noches de luna llena salía a deambular por el barrio llevando un gato negro atado de una cuerda. Nadie veía al gato negro después y de eso se podía pensar lo peor.
Pero mamá aseguraba que la señora Eulalia, que era el verdadero nombre de la bruja, era una anciana solitaria que vivía de una pensión que le quedó de trabajar media vida en la aduana. Que no tenía más familia que sus gatos y que era de una nobleza infinita. Papá la llamaba «la viejita de enfrente».
La bruja se asomó a la puerta. Su cara arrugada era una pregunta al aire: «¿Quién?». Detrás de los arbustos nos mordíamos la lengua para no soltar la carcajada. La bruja avanzó un par de pasos hacia afuera y miró a lado y lado buscando al culpable del llamado. Pero nada.
La anciana hizo un ademán en el aire como diciendo: «Caramba, entremos, tal vez fue mi imaginación».
Pero antes de entrar, la mujer se detuvo un segundo y se inclinó para recoger algo del suelo. Cuando lo levantó, rápidamente me percaté de qué se trataba y la risa se me congeló a medio camino en la garganta. El corazón se me iba a salir por la boca: ¡era el libro! ¡mi libro! ¡mi maldito libro! ¡el valioso tesoro de mamá! Era el fin.
Como si no diera crédito a lo que acababa de suceder, me llevé la mano al bolsillo trasero del bluyín. Vacío, claro, estúpido. Tenía que ser.
—No puede ser —dije entre dientes.
Migue estaba que se moría de la risa de ver la cara de la bruja —que no había hecho el menor gesto—, que a él le parecía la más graciosa. Cuando me escuchó, al comienzo no entendió nada.
—¿Qué no puede ser? —preguntó el gordo.
Me levanté sin el menor temor de que me descubrieran.
—No puede ser —murmuré otra vez.
Migue miró a un lado y al otro. Cuando me vio la preocupación en la cara también se preocupó.
—¿Qué no puede ser? —preguntó de nuevo.
—El libro —dije con los ojos clavados en la puerta de la bruja, que con el libro en la mano se había perdido dentro de la casa.
El gordo comprendió entonces lo sucedido y se tapó a dos manos la boca para no estallar de la risa.
—¡No es chistoso! —dije enfurruñado.
Pero el gordo ya se estaba revolcando en el pasto, muerto de la risa, el maldito, mientras Sultán daba saltos a su alrededor como enloquecido, como si entendiera.
No había empezado a leerlo aún, ni siquiera lo había abierto, y ahora esa cosa que era mi libro, el libro de mamá con la dedicatoria de papá con todo su amor, estaba prácticamente perdido. ¡Y yo con él!