bolita9
¡CRASH!

EN LA MAÑANA, todavía un poco dormido, escuché a mamá dando vueltas por mi cuarto. Recogía las cosas tiradas, recogía los controles de la consola, recogía los cd, recogía mi ropa sucia, recogía y recogía, como un robot. Cuando abrí los ojos, mamá me estaba observando.

—Vamos, perezoso. Acompáñame al mercado.

No es que no lo disfrute, pero ir a comprar con mamá es una experiencia extraña. Ella nunca se decide a escoger a la primera vez. Vamos pasillo por pasillo, en un sentido y luego en el otro, mirando de arriba abajo y de abajo arriba. Compara y compara. Caminamos y caminamos. Por su trabajo, ella debe estar bastante acostumbrada.

Una de las razones por las que ese día decidí acompañarla, era porque no tenía más alternativa. Pero también porque sabía que, con mucha dificultad, por hoy mamá había dejado sus ventas a un lado para que estuviéramos juntos. De otra parte, no había modo de objetar que debía leer: a estas alturas de la semana, se suponía que el bendito libro era «pan comido».

Caminamos y caminamos y mamá no se decidía por nada. Y de repente, en el pasillo de las frutas, irrumpiendo entre las cajas de las naranjas y las lechugas, en sentido contrario, venía lo que se puede llamar una mala jugada del destino. ¡Tá ta ra rá!: ¡la bruja del veintiuno! ¡No puede ser! Sí. ¡Sí es!

El corazón se me detuvo en seco. ¡EMERGENCIA! Comando Central, ¡EMERGENCIA! Mamá avanzó hasta encontrarse con la bruja y yo me quedé atrás paralizado, simulando escoger unas naranjas verdes. Las vi hablar. Me di cuenta de que la bruja también sonreía. ¡Por Dios, que mamá no vaya a hablar de mí!, ¡por favor!, ¡por favor! Unos minutos después mamá se despidió. ¡Salvados!

Al pasar junto a mí, la bruja me lanzó una mirada extraña, como si me perdonara la vida, me puso una mano en la cabeza y me alborotó el pelo. «Mocoso», me dijo entre dientes, y luego siguió de largo. Entonces, hecho una gelatina tembleque, corrí hasta alcanzar a mamá.

—¿Qué te dijo?

Mamá se volteó a mirarme con extrañeza.

—¿Quién?

—La bruja del veintiuno.

—¿La quién…?

—La… aquella señora, mamá.

—Oh, sí, bueno, no mucho, nos saludamos nada más.

—¿Nada más?

—Bueno, me hizo un par de encargos, unas gotas de…

—¿Y no te dijo nada más?

—¿Nada más? ¿Sobre qué cosa, Lore?

—No, ma, sobre nada, sobre nada.

Mamá se quedó observándome con ojos de lechuza, la intuición maternal que llaman. Yo saqué de atrás una naranja verde y se la enseñé.

—Creo que está muy verde, mejor la devuelvo —dije y me adelanté a toda máquina por el pasillo. Si fuera tan raudo para leer como para hacer teatro… en fin.

En la tarde, mi instinto de conservación me plantó frente a la casa de la bruja.

—Te decidiste, ¿eh, Lorito?

A mis espaldas estaba Migue, en camiseta y tenis, sudoroso, mirando igual que yo hacia la puerta de la casa de la bruja. Había llegado de repente, como un fantasma. Por alguna razón no me sorprendió escucharlo y sentí de pronto que el gordo era mi verdadero amigo, un amigo de verdad, ahora sí mi mejor, gran súper superamigo.

—Debo rescatarlo, gordo, si no me cuelgan.

—Pero es posible que ya lo haya destruido, o lo haya quemado, o se lo haya comido…

El gordo hablaba con seriedad y sangre fría.

—No ayudas, gordo, mejor te callas.

—Estás perdido, Lorito, pero si quieres te cuento el final del libro.

—¿El final? —me alcancé a esperanzar, pero recordé la estrategia del gordo para leer, es decir, el «Método básico de lectura de los superamigos». Entonces añadí, sin apartar los ojos de la casa de la bruja:

—¿El final final o el final de tu final?

El gordo me miró ahora con cara de extrañeza.

—Además, ese no es mi verdadero problema —añadí.

—¿De qué hablas?

Pensé que era inútil forzar aquel cráneo vacío y simplemente lo corté:

—Mejor ya cállate, gordo, que no me dejas pensar.

Estábamos clavados del otro lado de la calle, frente a la casa veintiuno, sin parpadear, espiando cualquier movimiento. El sol hacía que hasta el zumbido de una mosca pareciera enorme y decisivo.

En casa había dicho que venía al parque por un rato, a jugar con Migue, Fico y Sultán. No se me ocurrió nada más. Luego vine y me planté frente a la casa de la bruja a esperar a que saliera para pedirle mi libro. Sin rodeos, sin temor, directo, como un hombre, la prueba máxima para el comandante espacial L4A. Luego apareció el gordo a mis espaldas.

—Ve y timbra —dijo Migue después de unos minutos, con tono impaciente.

—No fastidies —fue mi respuesta.

—Cobarde, no eres capaz —me azuzó.

Le lancé mi mirada fulminante, desintegradora.

Al descubrir que la cara seria de mi amigo no se inmutaba, comprendí que no había tiempo de sangrar y debía decidirme. Si tenía que morir, que fuera intentando salvarme.

Me decidí. Apretando los puños, avancé un par de pasos y me detuve un instante para comprobar si el gordo me seguía. Pero Migue se había quedado atrás y me di cuenta de que ahora yo estaba solo en esto; la amistad tiene sus límites.

Miré la puerta de la casa veintiuno deseando ahora que no se abriera. Crucé la calle y me detuve nuevamente apenas a unos metros del jardín al lado de la puerta, temblando. El zumbido enorme de una mosca sonó en alguna parte bajo las flores rojas de las matas cercanas.

Observé el timbre que otras veces había pulsado con la vertiginosidad de un bólido y me entraron deseos de salir corriendo, como en el ring-ring corre-corre, pero reconocí que esta vez todo era distinto.

Esta vez tendría que aguantar la mirada pulverizadora de la bruja en mi cara, quizás también sus manos de ultratumba cogiéndome por el cuello, amordazándome para que no gritara mientras era engullido por la oscuridad de aquella guarida apestosa. Todo por recuperar el libro de mamá. Mi libro.

Por última vez me volví a mirar a mi amigo que, al otro lado de la calle, se había ocultado tras los arbustos de un jardín vecino. Desde aquí veía sus movimientos de gordo atrapado entre las hojas, mientras asomaba una mano con su pulgar hacia abajo: estás muerto, me indicaba.

Entonces, sin pensar más oprimí el timbre, y su quejido pareció meterse como una serpiente entre los laberintos de aquella cueva aterradora.

Pasaron los segundos más largos de mi vida, el comandante L4A frente a la horripilante boca del lobo galáctico a punto de despertar, pero la puerta no se abrió. Una gota fría me resbaló por la espalda y entonces volví a oprimir el timbre. Al ver que nada sucedía, lo oprimí otra vez, y otra, seguro ya de que no había nadie. Luego apoyé toda la palma de mi mano sobre el botón y por sobre el hombro volví la cabeza buscando al gordo. Mi amigo estaba fuera de los arbustos y me miraba desde lejos con la bocota abierta, mientras el ring interminable del timbre se perdía en el fondo oscuro de la casa.

Tuve ganas de patear la puerta, pero reconocí que sería demasiado. Sin dejar de mirar la casa, retrocedí hasta donde estaba el gordo y murmuré:

—Maldita bruja.

—Maldita bruja, sí —dijo Migue, solidario—, y tú estás frito —añadió.

Yo lo miré directo a los ojos y vi que el gordo estaba a punto de soltar la risa. Me sabía hecho polvo, pero no me rendía.

—Debemos hacer guardia —dije.

—¿Debemos? —replicó el gordo.

—Debemos —repetí, y levanté la palma de mi mano con la que juramos lealtad. Migue no podía negarse.

—Está bien —dijo luego, y sacó de su bolsillo un plátano enorme y amarillo y empezó a pelarlo.

Nos instalamos en el antejardín de enfrente, sentados sobre el andén, a esperar la aparición del enemigo. No sabía si lo que sentía eran ganas de llorar, pero una lágrima quería salir a toda prisa por mi ojo izquierdo.

Me pareció que apenas habían transcurrido un par de horas y el gordo dijo:

—Bueno, Lorito, perdiste otra vez, me voy. Mamá no me deja entrar después de las siete.

—¿Las siete? —pregunté yo, saliendo del trance y dándome cuenta de que estaba casi oscuro y que las luces del alumbrado ya estaban encendidas. Después de las cinco, las luces del alumbrado son como los relojes del barrio. No hace falta mirar el reloj para saber más o menos cuál es la hora de entrar a casa o cuándo ya te has pasado: la intensidad de las farolas te lo dice.

Sin embargo, Migue miró su reloj de números fosforescentes y dijo, levantándose:

—Sí, las siete, van a ser… y ahora sí que te fregaste, de verdad, porque ya no te puedo contar ni el final del libro.

Comprendí que el gordo había estado esperando toda la tarde a que se lo pidiera y que era como una victoria suya. Pensaba que yo estaba en sus manos, pero preferí no aclararle que ese no era el problema de fondo. Dejé que pensara que al final él ganaba, otra vez.

—Ni me cuentes —le dije—, ya me lo imagino.

Antes de irse, Migue pasó la mano por debajo de su cabeza, como una cuchilla a la altura del cuello: estás requetemuerto, me indicaba ahora. Cuando me quedé solo, desde mi posición examiné una por una las ventanas de la casa de la bruja y confirmé que todas estaban a oscuras, que no había una sola luz. Misión fallida, señores.

Pensé en medidas desesperadas, asaltar la casa, por ejemplo, pero sabía que muy a mi pesar debía afrontar las consecuencias, aunque aún podía quedarme un poco de suerte: a lo mejor la profe Aguilera se enferma o, mejor aún, la pobre sufre un tremendo accidente y entonces… ni control de lectura ni nada y… en fin…

Cuando pensé en esto un vientecito fresco se me metió en el cuerpo, me levanté lentamente y caminé hacia mi casa. El vientecito fresco fue desapareciendo por el camino: en casa me iban a matar, y yo le iba a romper el corazón a mamá, un poquito.

Cuando estaba a pocos pasos de la puerta sentí que caía sobre mí todo el peso de la derrota. En la ventana de la sala vi a mamá asomarse. Mis pies vacilaron un instante, pero como ella volteó a mirarme, yo seguí adelante como si nada, valiente y haciéndome el tipo sin deuda con el destino, el héroe espacial que retorna de su misión suicida, a la base, sin un rasguño. En casa se respiraba un aire incómodo, como cuando papá llega tarde y se concentra en calificar los exámenes de sus estudiantes, o cuando se pone a hablar de política con el televisor.

—¿Y el libro, Lore? —me preguntó mamá después de la cena, cuando ya iba para mi cuarto.

—A punto de acabar, ma —mentí con la mejor cara de lechuga que pude—. Esta noche termi…

Iba a continuar, pero justo en ese instante mamá sacó de su espalda el libro aquel, mi libraco, su tesoro, y me lo mostró en el aire como un mago enseñando la carta que acaba de adivinar.

Señoras y señores: esta vez no se me ocurrió nada que decir.

—Ring ring y corre —dijo entonces mamá, como si se tratara de un enigma. Sus ojos empezaban a enrojecer mientras mi cara palidecía, sentí que algo se derrumbaba a mi alrededor. Luego agregó:

—¿Sabes? Alguien dejó este libro en la puerta, timbró y desapareció. ¿Sabes de qué se trata, Lore?

Sí, claro, sabía perfectamente, no había que ser un genio para saberlo. Ahora lo entendía. «Alguien», sin dudar por un segundo que el libro me pertenecía (o que pertenecía a mamá), puso el libro en la puerta. «Alguien» timbró, ring, ring. Antes de que mamá abriera, ese «alguien» se movió lo más aprisa que pudo y se ocultó detrás de los arbustos. Entonces mamá abrió y bueno, ese «alguien» me devolvió la misma moneda. No era para reírse, pero mamá tenía una especie de sonrisita diabólica en la cara. Por supuesto, no estaba nada divertida.

Por detrás de ella vi venir a papá. Su frente se arrugaba como si le doliera algo.

Mejor no entro en detalles. Solo diré que de ahí en adelante la cosa se puso fea: empezaron las recriminaciones, que ya no más tonterías, que ya estás crecidito, que es el colmo, que así no es posible confiar en ti, que el libro aquel representaba mucho, que la responsabilidad patatí patatá y no sé qué más. Vociferaban, manoteaban, creo que al final mamá gimoteaba. Y luego, claro, irrupción en mi cuarto, fuera la tele, fuera la consola y con ella los CD de videojuegos, incluido Crash GALAXY, decomisados por papá, por un mes. Papá había dejado los cables tirados por el suelo, como si hubiera entrado un huracán. Había sido todo un drama.

Cuando me quedé solo en mi cuarto sentí en el estómago el vacío existencial del que habla la profe Marcia en la clase de Valores. Es como un agujero negro que te va creciendo hacia adentro y tú vas cayendo dentro de él. Crece y crece, y tú caes y caes, y no hay fondo a la vista. Justo a las nueve de la noche.

Nada que hacer.

Esto fue el fin.