Luz de estrella, brillo de estrella
Cuando yo tenía cinco años, sentía una atracción especial por los juguetes de mi hermana. Y no importaba que yo tuviera un baúl lleno de muñecas y juguetes. Sus tesoros de “niña grande” eran más fáciles de romper y mucho más atractivos. En igual forma, cuando yo tenía diez y ella doce, atraían mi atención los aretes y el maquillaje con los que poco a poco le permitían experimentar; mientras que mi anterior afición de atrapar insectos parecía estar perdiéndose en el olvido.
Esa fue una tendencia que continuó año tras año, y que mi hermana soportó con tolerancia, excepto por algunos moretones y amenazas de aterradores “cortes de pelo” mientras yo dormía. Cuando entré a secundaria y usé sus broches nuevos para el cabello, nuestra madre le recordaba continuamente que el que yo la imitara era en realidad un cumplido a su buen gusto para vestir. Le dijo cuando entré a la preparatoria llevando puesta su ropa, que algún día se reiría y me recordaría que ella fue siempre la más calmada de las dos.
Siempre había pensado que mi hermana tenía buen gusto, pero nunca tanto como cuando empezó a llevar muchachos a la casa. Yo disfrutaba de un desfile constante de muchachos de dieciséis años paseando por la casa, hartándose de comida en la cocina o jugando basquetbol frente al garaje.
Recientemente me había dado cuenta de que los chicos en realidad no eran tan “repugnantes” como yo pensaba, y que tal vez, después de todo, no era tan malo arriesgarse a que te pegaran los piojos. Pero sucedió que los chicos de primer año que tenían mi edad, con quienes mis amigas y yo habíamos pasado meses bromeando en los juegos de futbol, empezaron a parecerme demasiado infantiles. Ellos no podían conducir automóviles ni tampoco usaban chamarras con emblemas de la universidad. Los amigos de mi hermana eran altos, divertidos y, aunque mi hermana insista en librarse rápidamente de mí, siempre fueron amables conmigo mientras ella me sacaba por la puerta.
Algunas veces yo era afortunada y ellos iban a buscarla cuando ella no estaba en casa. Había uno en particular que sostenía largas pláticas conmigo antes de irse a hacer lo que sea que hicieran los chicos de dieciséis años (todavía era un misterio para mí). Él me hablaba en la misma forma en que platicaba con cualquiera, no me trataba como a una niña, no como a la hermanita de su amiga… y siempre me daba un abrazo de despedida antes de marcharse.
No era de sorprenderse que antes de que pasara mucho tiempo ya estuviera delirando por él. Mis amigas me decían que no tenía ninguna oportunidad con un chico así. Mi hermana se veía preocupada por la posibilidad de que me rompiera el corazón. Pero una no puede evitar enamorarse de alguien, sin importar que sea mayor o menor, que sea más alto o más bajo, que sea totalmente opuesto o idéntico a una. Cuando estaba con él, la emoción me recorría como una aplanadora y yo sabía que ya era demasiado tarde para intentar ser sensata: estaba enamorada.
Esto no quiere decir que no entendiera que existía la posibilidad de que me rechazara. Estaba consciente de que arriesgaba mucho mis sentimientos y mi orgullo. Si no le entregaba mi corazón no existiría la posibilidad de que él lo destrozara… pero también existía la posibilidad de que no lo hiciera.
Una noche, antes de que él se marchara, nos sentamos frente al pórtico de la casa, platicando y observando las estrellas conforme empezaban a aparecer en el cielo. Él me miró con cierta seriedad y me preguntó si yo creía que las estrellas concedían deseos. Sorprendida, pero con la misma seriedad, le dije que nunca lo había intentado.
—Bueno —me dijo él—, ya es tiempo de que lo intentes.
Señaló el cielo y añadió:
—Elige una y pídele lo que más desees.
Yo observé el cielo y escogí la más brillante que pude encontrar. Cerré los ojos con fuerza y, con lo que sentí que era toda una colonia de mariposas en mi estómago, deseé tener valor. Abrí los ojos y lo vi sonriendo al observar mi tremendo esfuerzo para pedir un deseo. Me preguntó qué era lo que había pedido, y cuando le respondí se quedó sorprendido y me preguntó:
—¿Valor?, ¿para qué?
Respiré muy profundo y le dije:
—Para hacer esto.
Y lo besé, con todo y su licencia de manejo, su chamarra de la universidad y sus dieciséis años. Fue una valentía que yo no sabía que tenía, una fuerza que emanó de mi corazón y desplazó a mi mente para tomar el control.
Cuando me retiré, observé la mirada de sorpresa en su rostro, una mirada que después se convirtió en sonrisa y luego en risa. Después de buscar qué decir durante lo que me parecieron horas, él tomó mi mano y me dijo:
—Bueno, creo que esta noche tenemos suerte. Nuestros deseos se convirtieron en realidad.
Kelly Garnett