Una nerd, una cerebrito, un ratón de biblioteca

El amor no es lo que llegamos a ser, sino lo que ya somos.

Stephen Levine

“Párate derecha, con los hombros hacia atrás, levanta el mentón, mira hacia el frente, sonríe”, me dije. No, era una tarea imposible. Me puse los anteojos y volví a mi habitual postura desgarbada. Me arrepentí de inmediato de esa decisión mientras me deslizaba discretamente en mi pupitre. Sus ojos ni siquiera se movieron para mirarme mientras yo entraba. Tampoco tenía mucho caso que, como último recurso, aclarara mi garganta para que él notara mi llegada.

Conforme sacaba mi carpeta claramente rotulada “Historia”, lo miré de reojo con discreción mientras él se sentaba en el pupitre junto al mío. Ahí estaba justo como lo había soñado la noche anterior: perfecto. Todo en él estaba bien: su sonrisa, la forma en que un mechón de cabello caía sobre sus ojos y, ah, sus ojos. Él debe de haber sentido que lo observaba porque, de repente, volteó y me miró. Yo, rápidamente bajé la mirada y la dirigí a mi carpeta fingiendo estar muy interesada en buscar un apunte. Ni siquiera me atreví a ver de reojo para saber si aún me observaba. En lugar de eso, desvié la vista hacia la ventana. La luz del sol me hizo entrecerrar los ojos.

Es irónico, pero pasaré el verano en la escuela. Yo no reprobé esta materia, como lo hicieron todos los demás estudiantes que están aquí. Lo que pasa es que tengo un increíble anhelo de aprender y quiero sacar el mejor provecho posible de mi paso por la preparatoria. Para decirlo más claramente, soy una nerd. Una cerebrito. Un ratón de biblioteca.

Con el rabillo del ojo pude ver que su mano estaba a punto de tocarme el hombro. Cada músculo de mi cuerpo se tensó. Fue un toque tan suave que casi no pude sentir sus dedos. Volteé hacia él con los ojos fijos en el mosaico del piso. No pude atreverme a mirarlo a los ojos. En ese instante, simplemente no me sentí merecedora de tal cosa.

—La tarea de ayer, ¿la terminaste? —me preguntó él.

“¡Por supuesto que la terminé! Terminé todas las tareas de ayer. ¿Qué no sabes quién soy? Soy la persona más inteligente de toda la escuela. Todas las noches de todos los días paso innumerables horas frente a la pantalla de mi computadora. El vigor que hay en mí me impulsa todavía con más fuerza. Algún día seré un ser tan inadaptado que desearé ir a las fiestas con mi laptop. No, aún no he llegado a esos extremos. Por ahora, me complace saber que aún hay algo que no sé: lo que estás pensando en este instante.”

Aclaré mi garganta y dije:

—Sí, terminé la tarea.

—Yo me atoré un poco con la pregunta trece. ¿Sabes cuál es la respuesta? —dijo, mientras ponía el lápiz sobre su oreja con un suave movimiento.

—Yo —le respondí.

—¿Qué? ¿Tú eres la respuesta? —me preguntó confundido.

—No, no.

Pude sentir que mis mejillas se encendían. “¡Diablos! Si soy tan inteligente, ¿cómo es posible que cometiera tal error? He practicado miles de veces lo que debía decirle.” Supuestamente la conversación debería desembocar en una invitación para salir. Él se reiría por mi ingenio y pensaría que no existe nadie más interesante que yo.

Respiré hondo y dije:

—El grupo de expertos que trabajaba con Franklin Roosevelt.

Me dio las gracias mientras tomaba el lápiz que estaba en su oreja. Lo observé cuando él anotaba con descuido la respuesta y luego cambiaba la mirada del cuaderno hacia la rubia detrás de él; intentó impresionarla haciendo uso de su sentido del humor. Ella apenas si sonrió. Yo hubiera reído estrepitosamente. Pero entonces recordé que el comentario humorístico no era para mí. Estudié los movimientos del cuerpo de ella mientras se inclinaba hacia él, jugueteando con un mechón de cabello entre sus dedos. Un milímetro más y sus narices se habrían tocado. Con toda intención, empujé mi lápiz para que cayera del pupitre.

Distraído, desplazó su atención de los ojos de la rubia hacia el piso. Se inclinó y recogió el lápiz que estaba medio roído. Se enderezó y su nariz quedó más cerca de la mía de lo que había estado de la de ella. Mi mano rozó la suya al momento de tomar mi lápiz. Mis brazos se erizaron y mi corazón aceleró su ritmo. El nunca me había demostrado tanto interés.

Como si ese momento hubiera sido sólo parte de su imaginación, sin decir palabra, regresó con su reina de belleza. Desilusionada, me incliné hacia adelante y me apoyé en la mano, mirando aterrada cómo ella sacaba su crema labial. Con mucha exageración humectó sus labios y los oprimió con firmeza. Los hermosos ojos de él no podían dejar de mirarla. Yo deseaba gritar y sacudirlo para hacerlo despertar. ¡Esa mujer es una farsa! Detrás de su exterior de reina de belleza sólo existe un espacio vacío y desperdiciado.

“Algún día nos salvaremos el uno al otro, juré en silencio. En una forma poco convencional, somos muy semejantes. Ambos tenemos una extrema necesidad de ser rescatados de un mundo de fantasía. Esto, por sí solo, constituye una base para construir una relación.”

Esta noche podría ir a Wal-Mart y comprar un tinte para el cabello y crema labial. O, tal vez, buscar en el centro comercial hasta que encuentre la blusa que ella usaba. Debería aprovechar el clima veraniego y broncearme la piel. En lugar de eso, terminaré haciendo la tarea.

No, hoy voy a practicar: practicaré pararme derecha, con los hombros hacia atrás, levantar el mentón y sonreír. Así, mañana, tal vez, él me pregunte la respuesta número doce… y mi nombre.

Kimberly Russell