Lágrimas y tejo
Vi cómo el Toyota azul se alejaba por mi calle y escuché cómo se desvanecía el sonido de la máquina diesel. Las lágrimas se acumularon en mis ojos y corrieron por mis mejillas hasta que pude sentir su sabor. No podía creer lo que acababa de suceder. Al entrar en la casa, subí rápidamente la escalera con la esperanza de que mi hermano no pudiera ver la mirada de terror que había en mis ojos. Por fortuna, ese día lluvioso, sus ojos estaban pegados a la televisión.
Me dejé caer sobre la cama aún sin tender y enterré mi rostro en la almohada. Los pequeños sollozos se convirtieron en llanto, y el llanto en histeria. No podía soportarlo: el dolor era demasiado grande y mi corazón estaba destrozado.
Habíamos salido juntos durante tres meses y dos días (no es que los estuviera contando). Nunca había sido tan feliz. Nuestra relación había hecho que saliera lo mejor de nosotros mismos. Pero ese día, él acabó con todo, lo tiró por la ventana de su oxidado Toyota azul, con unas palabras que aún retumban en mis oídos.
—No creo que debamos volver a vernos… —me dijo sin mayor explicación.
Yo deseaba preguntarle por qué, quería gritarle, quería detenerlo a mi lado; pero en lugar de eso, simplemente dije:
—Como quieras —temerosa de mirarlo a los ojos porque sabía que me desmoronaría.
Permanecí ahí, llorando toda la tarde y hasta que anocheció, sintiéndome muy sola, muy confundida, molesta. Durante semanas lloré hasta quedarme dormida, pero en la mañana, ponía en mi rostro una sonrisa fingida para evitar tener que hablar al respecto. Todo el mundo quería saber lo que pasaba.
Mis amigas estaban preocupadas. Creo que ellas pensaban que me repondría antes de lo que lo hice.
Aún meses después del rompimiento, cuando escuchaba que se acercaba un automóvil por la calle, yo saltaba a la ventana para ver si era él. Cuando el teléfono sonaba, un estremecimiento de esperanza me recorría la espalda. Una noche que me encontraba recortando fotografías de revistas y las pegaba en la pared, un automóvil se acercó por la calle; pero yo estaba demasiado preocupada como para notar que era el auto que estuve esperando escuchar durante los últimos dos meses.
—Chloe, soy yo, es que…
¡Era él, me llamaba porque venía a verme! Mientras bajaba las escaleras, mi corazón se aceleró y mis pensamientos se concentraban en una reconciliación. Él había comprendido su error. Cuando salí de la casa, ahí estaba él, espléndido como siempre.
—Chloe, vine para regresarte tu suéter. Lo dejaste en mi casa… ¿Te acuerdas?
Yo lo había olvidado por completo pero mentí.
—Sí, claro. Gracias.
No lo había visto desde que terminamos y era doloroso, muy doloroso. Quería poder amarlo de nuevo.
—Bueno, ya nos veremos por ahí —dijo él.
Un instante después ya se había marchado. Otra vez me encontraba en la oscuridad, escuchando cómo se alejaba su automóvil. Regresé lentamente a mi habitación y seguí pegando fotos en la pared.
Durante semanas caminé como si no tuviera alma en el cuerpo. Me observaba durante horas frente al espejo intentando descubrir qué es lo que estaba mal conmigo, intentando comprender en qué me había equivocado, buscando las respuestas en el interior del espejo. Hablaba con Rachel durante horas.
—Rachel, no te has puesto a pensar que cuando te enamoras, siempre terminas sufriendo…
Le decía antes de romper en llanto. Sus palabras de aliento no hacían más que darme motivos para sentir lástima de mí.
Poco tiempo después mi tristeza se volvió locura. Empecé a odiarlo y a culparlo por mis problemas, estaba convencida de que él había destrozado mi vida. Durante meses sólo pensé en él.
De repente todo cambió. Comprendí que yo tenía que seguir adelante, y cada día me sentía un poco menos triste. ¡Incluso empecé a salir con amigos nuevos!
Un día, cuando revisaba mi cartera, encontré una fotografía de él. La observé durante unos minutos, leía su rostro como si fuera un libro: un libro que sabía que ya había terminado y que debía dejarlo. Tomé la fotografía y la dejé en un cajón donde pongo todo lo que no tiene un lugar determinado.
Sonreí y comprendí que podía hacer lo mismo en mi corazón. Dejarlo escondido en algún lugar especial y seguir mi camino. Lo amé, lo perdí y sufrí. Ya era hora de perdonar y olvidar. También de perdonarme porque gran parte de mi dolor era por sentir que yo había hecho algo mal. Ahora lo veía diferente.
Mi madre solía decirme:
—Chloe, existen dos clases de personas en el mundo: las que cantan en la ducha y juegan al tejo, y las que se refugian en la noche con lágrimas en los ojos.
Lo que llegué a comprender es que la gente tiene la oportunidad de elegir qué clase de personas quieren ser, y también que todos tenemos un poco de ambas.
Ese mismo día salí al patio y jugué al tejo con mi hermana, y esa noche canté más alto que nunca en la ducha.
Becca Woolf