Amor perdido

EI amor es la difícil comprensión de que alguien, aparte de nosotros mismos, sea real.

Iris Murdoch

No sé por qué debería contarles esto. No soy nada especial ni nada fuera de este mundo. En toda mi vida no me ha sucedido nada que no le haya sucedido ya a casi todas las personas del planeta.

Excepto que conocí a Rachel.

Nos conocimos en la escuela. Éramos vecinos de casillero, compartíamos el aroma de cuadernos nuevos y zapatos tenis mohosos, ambos teníamos recortes de nuestros músicos favoritos pegados en el interior de la puerta de los ca-silleros.

Ella era hermosa y tenía esa seguridad que me indicaba que debía de estar saliendo con alguien. Alguien que era alguien en la escuela. Yo me esfuerzo para continuar en el equipo de atletismo y para obtener calificaciones suficientemente buenas para que me admitan en la universidad a la que fueron mis padres cuando tenían mi edad.

El día que conocí a Rachel, ella sonrió y dijo hola. Después de mirar sus cálidos ojos color café sentí la necesidad de salir y correr como si fuera la primera y última vez que lo hacía en mi vida. Ese día corrí quince kilómetros y apenas me sentía cansado.

Pasamos todo el otoño hablando y bromeando sobre los maestros, los padres y la vida en general, y sobre lo que haríamos cuando nos graduáramos. Ambos estábamos en el último año y era agradable sentirse “importante” por un tiempo. Resultó que ella no salía con nadie: lo que era sorprendente. Durante el verano terminó su relación con alguien del equipo de natación y ahora no tenía ningún compromiso.

Nunca me imaginé que se pudiera hablar con alguien —me refiero a una muchacha— en la forma en que hablaba con ella.

Un día mi auto no quiso arrancar —es una carcacha que me compró mi padre porque sabía que en ella no podría abusar de la velocidad—. Era uno de esos días grises y fríos de otoño y parecía que iba a llover. Rachel pasó junto a mí en el estacionamiento de la escuela, conduciendo el convertible color turquesa de su padre y me preguntó si quería que me llevara a algún lado.

Me subí. Ella escuchaba el nuevo disco de David Byrne y cantaba con él. Su voz era hermosa, mucho más agradable que la de Byrne: claro, él es un mequetrefe flacucho, nada que se le parezca a Rachel.

—¿A dónde quieres que vayamos? —me preguntó, y pude ver en sus ojos un brillo especial como si ella supiera algo de mí que yo no sabía.

—A mi casa, creo —le respondí, pero después tuve la osadía de añadir—, a menos que quieras detenerte un rato en el Sonic.

Era un restaurante para gente joven en donde ordenas lo que vayas a tomar y te lo llevan al auto.

Ella no dijo ni sí ni no, pero condujo directamente hacia el restaurante. Ordené algo para comer y nos sentamos a platicar otro rato. Ella me miraba con esos ojos cafés que parecían ver todo lo que yo pensaba y sentía. Sentí sus dedos sobre mis labios y supe que nunca sentiría más por una chica de lo que sentía en ese momento.

Platicamos y me contó cómo fue que llegó a vivir en la ciudad, sobre su papá que había sido diplomático en Washington y cómo, repentinamente, se retiró y decidió que ella creciera como una joven sencilla en una ciudad chica, pero ya era demasiado tarde. Ella era sofisticada y centrada y parecía que siempre sabía lo que había que decir. No como yo. Pero ella despertó algo en mí.

Yo le gustaba a ella y, de pronto, comencé a sentir aprecio por mí mismo.

Ella señaló el parabrisas y dijo sonriendo:

—Mira, ya empañamos el cristal.

La luz del día empezaba a desaparecer y de repente recordé mi casa, mis padres y el auto.

Ella me llevó a casa y cuando salí de su auto me dijo:

—Nos vemos mañana —mientras movía su mano en señal de despedida.

No necesitaba más. Había encontrado a la mujer de mis sueños.

Después de ese día empezamos a vernos con mayor frecuencia, aunque no éramos novios precisamente. Nos veíamos para estudiar y siempre terminábamos hablando y riendo de las mismas cosas.

¿Nuestro primer beso? No se lo diría a mis amigos, porque pensarían que es chistoso, pero ella me besó primero. Estábamos en mi casa, en la cocina. No había nadie en casa. Lo único que podía escuchar era el tic-tac del reloj de la cocina. Ah, claro, y el violento latido de mi corazón que me retumbaba en los oídos como si fuera a explotar.

Fue un beso suave y breve, después ella me miró profundamente y volvió a besarme, y esta vez no fue tan suave, ni tampoco tan breve. Yo podía sentir su aroma y tocar su cabello, de inmediato supe que podía morir y sentirme feliz por ese instante.

—Nos vemos mañana —dijo otra vez, y empezó a caminar hacia la puerta. No pude decir ni una palabra. Sólo me quedé observándola con una sonrisa.

Nos graduamos y pasamos el verano nadando, paseando, pescando, recogiendo bayas y escuchando su música. Ella tenía de todo, desde rhythm and blues hasta rock pesado, y también clásicos como Vivaldi y Rachmaninoff. Me sentí vivo como nunca antes. Para mí era nuevo todo lo que veía, olía y tocaba.

Un día estábamos en el parque, acostados sobre una manta, observando las nubes y escuchando una vieja canción de jazz.

—Tendremos que dejar de vernos —me dijo—. Se acerca el día en que debamos ir a la universidad…

Ella se volteó para quedar recostada boca abajo, me miró y continuó:

—… ¿Me vas a extrañar? ¿Pensarás en mí alguna vez?

Por una fracción de segundo creí ver en sus ojos cierta duda, algo diferente a la seguridad en sí misma, usual en ella.

La besé y cerré los ojos para que ella fuera mi única sensación: su olor, su sabor, su contacto. Su cabello rozó mi mejilla movido por una de las últimas brisas del verano.

—Tú eres yo —le dije—. ¿Cómo puedo extrañarme a mí mismo?

Pero en mi interior era como si me estuvieran disecando las entrañas. Ella tenía razón: cada día que pasaba era un día menos que nos quedaba para estar juntos.

Preferimos esperar y actuar como si no fuera a pasar nada que cambiara nuestro mundo. Ella no habló sobre la ropa nueva que compró; yo no dije nada sobre el auto nuevo que me compró mi papá, en el cual iría a la universidad. Seguimos actuando como si el verano fuera a durar por siempre, como si nada pudiera cambiarnos a nosotros ni a nuestro amor. Y sé que ella me amó.

Ya casi es primavera. Pronto pasaré a segundo grado en la universidad. Rachel nunca escribe.

Ella dijo que debíamos dejar las cosas así: sea lo que sea que eso signifique. Sus padres compraron una casa en Virginia, así que sé que ella no regresará aquí.

Ahora escucho más música y siempre pongo atención cuando veo un convertible color turquesa, y percibo más cosas: como el color del cielo y la brisa que corre a través de los árboles.

Ella es yo y yo soy ella. Dondequiera que ella esté, lo sabe. Yo respiro su aliento y sueño sus sueños, ahora, cuando corro, le dedico el último kilómetro a Rachel.

T. J. Lacey