Lo correcto

La consejera estaba retrasada para nuestra cita. Me senté en una de las duras sillas de plástico que había en su oficina y que, a pesar de algunos intentos para acomodarme, continuaba siendo incómoda. Miré de reojo al chico sentado junto a mí, mi compañero de crimen. Se veía perturbado e inseguro, incómodo por la decisión que tuvimos que tomar, producto de la desesperación. Amigos por muchos años, ahora nos ofrecíamos poco apoyo mientras permanecíamos sentados, perdidos en nuestros propios pensamientos y dudas.

Un cosquilleo nervioso exaltaba mis sentidos y me hacía percibir lo que me rodeaba con mayor precisión. Desde el olor de los lápices recién afilados hasta la vista de un escritorio excesivamente ordenado; la habitación que exudaba el aura de una consejera de secundaria disciplinada, y volví a sentirme insegura por haber elegido a esta completa extraña para que nos ayudara a salvar a nuestra amiga.

Ella entró rodeada de una lluvia de sonrisas y disculpas por la tardanza. Se sentó frente a nosotros y nos observó expectante. Sentí como si ella esperara que le notificáramos que se había sacado la lotería, en lugar de que le contáramos el relato de dolor y frustración que habíamos vivido durante tanto tiempo.

Por un momento me dominó el temor que se había anidado en mi estómago. Era difícil imaginar cómo reaccionaría Suzie, mi mejor amiga, cuando descubriera que las dos personas en las que más confiaba la habían traicionado. Pero, con cierto egoísmo, también me preocupaba la forma en que esta traición podría afectarme. ¿Me va a odiar? ¿Volverá a hablar conmigo? Así como me preocupaba el dolor que ella sentiría, también reflexionaba sobre si el día de mañana ella seguiría considerándome su mejor amiga.

—¿Kelly, por qué no empiezan a contarme el motivo por el que están aquí? —sugirió la consejera.

Volví a mirar a mi compañero; sus ojos tristes me confirmaron que estábamos haciendo lo correcto.

Conforme empecé a narrar la historia de Suzie, mi inseguridad dio paso a una sensación de alivio. Llevar la carga emocional de que una amiga se quitaba la vida poco a poco era demasiado para una persona de catorce años, y mucho más de lo que podía ya soportar. Me sentía como un corredor exhausto que tenía que pasarle la estafeta a alguien más para que continuara. Mediante una narración conmovedora e interrumpida, la historia de Suzie finalmente salió a la luz. La forma en que nos reíamos de ella por su extraño hábito de desmenuzar la comida en trozos muy pequeños, sin comprender que lo hacía para tardarse más tiempo y comer menos. Cómo escuchábamos las bromas que hacía sobre su sobrepeso, sin entender tampoco que, en el fondo, ella no bromeaba.

La culpa emergió por mi garganta cuando relaté hecho tras hecho, al comprender que, hacía muchos meses, todas estas cosas deberían habernos puesto sobre aviso de que Suzie tenía problemas serios. No le habíamos dado importancia mientras ella se deterioraba poco a poco. No fue sino hasta que ya casi era demasiado tarde cuando entendimos en realidad lo que sucedía.

Expliqué que la depresión que frecuentemente va ligada a la anorexia se presentó en Suzie hacía algunas semanas. Me había sentado a su lado, evitando ver los círculos oscuros alrededor de sus ojos y sus pómulos demacrados mientras ella me decía que ya casi no comía nada y que, sin razón aparente, pasaba horas llorando.

En ese momento también yo empecé a llorar. No podía contener el llanto mientras explicaba que no supe cómo ayudar a mi amiga para que dejara de llorar. Ella había llegado a un estado que me aterrorizaba, y el terror en mi voz fue evidente cuando revelé la última cosa de la que me había enterado, algo que me había hecho decidirme a contárselo a alguien más: ella buscaba alguna forma para escapar del dolor, de la tristeza y de los sentimientos de impotencia que ahora la embargaban. Ella creía que quitarse la vida podría ser una forma de escapar.

Al concluir mi narración, con total escepticismo, volví a apoyar la espalda en la silla. Había revelado secreto tras secreto que ella me había confiado a sabiendas de que no se los contaría a nadie. Había quebrantado el aspecto más sagrado de nuestra amistad: la confianza. Una confianza que para construirse había requerido de tiempo, amor y experiencias buenas y malas, acababa de destruirse en diez minutos; la había roto por la impotencia, la desesperación y una carga que ya no podía soportar. Me sentí débil. En ese momento me odié.

Y Suzie también me odió.

No fue necesario que le explicaran nada cuando la llamaron a la oficina. Ella me vio, vio a su novio sentado junto a mí y observó la mirada de preocupación de la consejera. Las lágrimas de ira que brotaron de sus ojos nos hicieron saber que comprendía. Cuando empezó a llorar de rabia y alivio, la consejera nos envió amablemente de regreso a clases, cerrando la puerta detrás de nosotros.

Yo no regresé al salón de clases en ese momento, sino que caminé por los pasillos de la escuela intentando comprender las divagaciones emocionales que cruzaban por mi cabeza. Aunque era posible que acabara de salvarle la vida a mi amiga, yo me sentía todo menos heroína.

Aún puedo recordar la tristeza y el temor agobiantes que me rodeaban, porque estaba segura de que mis actos acababan de costarme una de las mejores amigas que jamás hubiera tenido. Una hora después Suzie salió de la oficina de la consejera y, con lágrimas en los ojos, fue directo hacia mí para abrazarme: un abrazo que tal vez yo necesitaba más que ella.

Fue en ese momento cuando comprendí que, sin importar lo molesta que ella estuviera conmigo, aún necesitaría a su mejor amiga para que la acompañara en el que sería un camino bastante difícil. Acababa de aprender una de mis primeras lecciones sobre madurar y ser una verdadera amiga: que hacer lo correcto puede ser difícil y hasta aterrador.

Un año más tarde, Suzie me dio una copia de su fotografía de la escuela. En ella se veía que tenía nuevamente color en sus mejillas, y ya se dibujaba otra vez en su rostro aquella sonrisa que yo había extrañado durante tanto tiempo. Detrás de la fotografía estaba escrito el siguiente mensaje:

Kel,

Siempre me apoyaste, sin importar si yo lo deseaba o no. Gracias. Ahora ya no podrás librarte de mí: ¡estamos unidas!

Te amo,

Suzie

Kelly Garnett