Mi amigo Charley
Mi primer año en la universidad estuvo lleno de experiencias nuevas y extrañas, como suele sucederle a una novata insegura y asustada. Aprendí rápidamente la difícil lección de que las cosas no siempre son lo que aparentan y que el amor puede encontrarse en los lugares más inesperados.
Mi primer enfrentamiento con el “mundo verdadero” empezó en el Campamento Virginia Jaycee, un sitio para personas discapacitadas o con retraso mental. Dos veces al año la universidad en que estoy da la oportunidad a los estudiantes para ofrecerse en forma voluntaria a donar un fin de semana de su tiempo. En el último minuto, y después de meditarlo mucho, tomé la decisión que pronto cambiaría mi vida. Me ofrecí de voluntaria para el campamento.
No tenía idea de lo que debía esperar, y ese desconocimiento total y absoluto era lo que más me asustaba. Conforme los participantes llegaban poco a poco, ruidos y sonidos poco familiares empezaron a inundar el ambiente. En la habitación observé rostros que no daban ningún indicio de lo diferentes que eran en realidad.
A cada estudiante voluntario se le asignaba una persona a la cual acompañaría el fin de semana. Como consejera debía ayudarla a comer, bañarse y caminar. Se esperaba que fuera su amiga.
El nombre de mi compañero era Charley. Tenía cuarenta años, un severo autismo y no había forma de establecer comunicación con él. Yo estaba asustada. Mis manos temblaban de miedo en el momento en que intenté presentarme. Su atención vagaba por todas partes, excepto en mí. Parecía totalmente desinteresado en cualquier cosa que yo pudiera decirle. Nos paramos afuera esperando para pasar a nuestra cabaña cuando, de repente, hizo sus necesidades fisiológicas frente a todos los presentes. Descubrí que estaba tan asustado como yo, sólo que teníamos diferentes formas de demostrarlo.
Charley no podía hablar, pero podía comer y caminar. Esa noche le enseñé cómo darse una ducha. Cuando me paré frente a la regadera y le dije lo que tenía que hacer, él lo hizo tal como le indiqué. Creo que, de alguna extraña manera, me entendió. La siguiente noche, cuando ya era hora de que Charley se diera un baño, sonrió y rió como si fuera un pequeño escolar. Orgullosa, esa noche lo arropé en su cama, pero cuando me disponía a retirarme, me tomó del brazo. Puso mi mano sobre su cabeza para que lo confortara. Fue muy abrumador que este hombre, un total desconocido, necesitara que le demostrara mi amor. Durante esos instantes Charley hizo que el mundo pareciera algo muy simple.
Cuando se clausuró el fin de semana y se acercaba la hora de marcharse, Charley buscó mi mano para sostenerla entre las suyas. Éramos dos seres humanos asustados, experimentando algo tan nuevo que resultaba aterrador. Me olvidé de fachadas y sonrisas fingidas, y en lugar de eso, desde el fondo de mi alma, sentí un auténtico amor por otro ser humano.
Robin Hyatt