Perder un enemigo

Si tu enemigo está hambriento, aliméntalo; si está sediento, dale algo de beber.

Romanos 12:20

Mis hermanos se inscribieron el año pasado en el Club de Pioneros, un programa semanal para niños de nuestra iglesia. Daniel tenía nueve años y Timothy siete. Mi hermana, mi papá y yo éramos maestros en el mismo programa de la iglesia. En algún momento durante el año, mis hermanos empezaron a quejarse de que un niño llamado John los molestaba.

John, un niño adoptivo de once años, estaba en la clase de mi papá. Era un niño que siempre parecía estar en problemas. Peor aún, no entendía que su comportamiento era el problema, así que había decidido que era mi papá quien lo molestaba. John solía desquitarse con mis hermanos quitándoles sus gorras, poniéndoles apodos y pateándolos para después echarse a correr. Incluso yo recibí algún comentario grosero de él. Todos sentíamos que era una verdadera molestia.

Cuando mi madre se enteró del problema, un día regresó del pueblo y trajo una bolsa con caramelos de mantequilla.

—Estos dulces son para John —le dijo a Daniel y a Timothy.

—¿Para quién?

—Para John.

Mamá nos explicó que a un enemigo se le puede vencer con amabilidad.

Era difícil que cualquiera de nosotros nos imagináramos siendo amables con John; era fastidioso. Sin embargo, la siguiente semana, mis hermanos fueron al Club de Pioneros con caramelos de mantequilla en sus bolsillos: uno para cada uno de ellos y uno para John.

Mientras me dirigía hacia la clase, escuché a Timothy que decía:

—Toma, John, este es para ti.

Cuando regresamos a casa le pregunté a Timothy qué le había respondido John.

Timothy se encogió de hombros y dijo:

—Se sorprendió, me dijo gracias y se lo comió.

La semana siguiente John se acercó corriendo, Tim se protegió la gorra y se preparó para un ataque. Pero John no lo tocó. Solamente le preguntó:

—Oye, Tim, ¿no tienes otro caramelo?

—Sí.

Un Timothy aliviado buscó en su bolsillo y le ofreció un caramelo a John. Después de esa ocasión, John lo buscaba cada semana y le pedía un caramelo, y la mayoría de las veces Timothy se había acordado de llevarlos: uno para él y otro para John.

Mientras tanto, yo “conquisté a mi enemigo” de otra forma. En una ocasión en que me crucé con él en el corredor, vi que surgía una sonrisa burlona en su rostro. Él abrió la boca para decir algo, pero en ese momento le dije:

—¡Hola, John! —y le regalé una gran sonrisa antes de que él pudiera hablar.

Sorprendido, él cerró la boca y yo seguí caminando. Desde ese momento, cada vez que lo veía lo saludaba con una sonrisa y decía, “¡hola, John!”, antes de que tuviera tiempo de decir algo desagradable. A cambio, él empezó a regresar el saludo.

Ya ha pasado mucho tiempo sin que John moleste a mis hermanos, y conmigo tampoco es mal educado. Incluso mi papá está impresionado con los cambios en John. Ahora es más agradable de lo que era hace un año: me imagino que se debe a que, finalmente, alguien le dio la oportunidad de serlo.

Él no fue el único en cambiar. Toda mi familia aprendió lo que significa amar al enemigo. Lo curioso fue que en el proceso perdimos un enemigo que fue “vencido” con amor.

Amor: nunca falla.

Patty Anne Sluys