Perder la esperanza
Adondequiera que vayas, ahí estarás.
Buckaroo Bonzai
“La esperanza es el perchero en el que cuelgo mis sueños.” ¡Por favor! Arrugo el papel y lo arrojo al otro extremo de mi recámara. No puedo creer que aún conserve mis intentos fallidos de escribir poesía, los que inicié cuando estaba en séptimo grado. Ese año pensé que era una poetisa. Obviamente, ni lo era ni lo seré nunca.
—Aquí están —murmuro mientras saco una pila de anuarios desde lo más profundo de mis repisas. Están todos desde que iba en primaria—. A Lauren le va a gustar este. Las mejores amigas desde primer grado, ahora ya no me habla, pero estoy segura de que le gustaría… después de…
“No tienes remedio, Carrie”, me gritó por teléfono la noche del viernes. Sólo porque no veo las cosas exactamente como ellas las ve, porque le digo cosas que ella no desea escuchar. Como la forma en que deberían ser las mejores amigas. Ahora, ni siquiera tengo una mejor amiga. Y no puedo soportar perder su amistad.
Sigo escudriñando en las repisas, ya sin anuarios, pero aún contienen los escombros de mi vida. Y, ¿qué es lo que Josh quiere de mí? Según él, nada.
—Ya no hay remedio, Carrie —me dijo aquella noche hace dos fines de semana.
La noche que él rompió nuestra relación, prácticamente me arrojó de su lado mientras yo suplicaba por otra oportunidad.
—No —y movió la cabeza—. No, ya todo acabó.
Ya no hay esperanza. No me ha llamado desde ese día. Tampoco puedo soportar perderlo a él.
Introduzco la mano en el bolsillo de mi bata y paso mi dedo sobre el pequeño envase de pildoras. Mi padrastro las toma para su espalda, y muchas veces lo he escuchado advertirle a mis hermanos pequeños que nunca las toquen, y sobre lo peligrosas que pueden ser. A mí nunca me hizo ninguna advertencia porque sabe que ya tengo edad suficiente para comprender asuntos como éste.
Llaman a la puerta y esto hace que mi mano salga disparada del bolsillo. Y claro, mi madre entra en mi cuarto antes de que yo pueda responder al llamado.
—Carrie —me dice con tono exasperado—, todos te estamos esperando junto al árbol. Ya sabes que no podemos abrir los regalos hasta que todos estemos juntos.
Una lejana melodía de villancicos navideños y el aroma de chocolate caliente se introducen en mi recámara a través de la puerta abierta.
—Por favor, Carrie, ¿no puedes arreglarte un poco para la Navidad? O al menos peinarte ese cabello que te cubre los ojos —continúa diciendo—. A veces pienso que no tienes remedio…
Ella suspira: fuerte, dramáticamente, como si de otra forma yo no comprendiera lo profundo y perdido de mi situación.
—… Bueno, apúrate.
Con eso, cierra la puerta y me deja gritándole en silencio: “Sí, mamá, sé que no tengo remedio, tú siempre me lo dices. Cada vez que se me olvida sacar los platos del lavaplatos o doblar la ropa limpia, o quitarme el cabello de los ojos, o lo que sea.”
Así que todos me están esperando. Mamá, mi padrastro Dave, Aaron y Mark. Esperando a que me reúna con ellos para cantar villancicos y abrir los regalos. Claro, voy a ir. Abriré algunos regalos.
No porque signifiquen algo para mí. Pero es Navidad. Se supone que debo estar feliz. Puedo fingirlo. Después de todo, tomé clases de drama el semestre pasado.
Ah, la escuela. Otro de los campos de batallas victoriosas en mi vida.
—Lo siento, Carrie, ya no hay remedio —me dijo la señora Boggio el último día antes de que empezara el invierno—. Tendrás que sacar puros dieces en todos los exámenes que quedan en el año para que puedas cambiar ese cinco en un seis.
Y me dejó sola en el laboratorio de biología, mirando fijamente mi último examen, el último ejemplo de mis fracasos.
Tiré el examen. “Ni siquiera tengo que enseñárselo a mamá”, pensé. “No tendré que escuchar nuevamente el sermón, ese de que estoy perdiendo la oportunidad de entrar en la universidad. Que no tendré ningún futuro si sigo por el mismo camino. En realidad, no tendré por qué escuchar ningún sermón nunca más. El problema se va a solucionar antes de que la escuela empiece en enero.”
¿Debería dejar una nota? ¿Les gustaría que hubiera una? Yo solía pensar que era una excelente escritora. Pasaba horas llenando cuaderno tras cuaderno con mis relatos y poemas, a veces sólo eran pensamientos e ideas. En esos momentos era cuando me sentía más viva: escribiendo y soñando que era buena para escribir, pensando que otras personas leerían mis escritos, y logrando que mis palabras significaran algo para los demás. Pero eso fue antes de que la desesperación de ser Carrie Brock me devorara.
“Una cochina nota”, me recuerdo a mí misma. Es todo lo que tengo que escribir ahora. Lo he perdido todo: mi mejor amiga y mi novio. Todo lo eché a perder, mis calificaciones y hasta mi cabello. No puedo hacer nada bien, y ya no puedo soportar más enfrentarme a los recordatorios de mis fracasos.
—Ya baja, Carrie —llama angustiada la voz de Aaron a través de mi puerta—. Ya quiero abrir mis regalos.
“Ah, está bien. Después escribiré la nota.” Me obligo a enderezarme y ajusto el cinturón de la bata. Mientras bajo hacia la estancia, las pildoras hacen un satisfactorio tintineo en mi bolsillo.
Me hundo en el sofá y miro a Mark, el más pequeño de mis hermanos, que arranca el papel de envoltura para abrir sus regalos, lanzándolo por todas partes. Entonces es el turno de Aaron. Así es la tradición en la familia. De chicos a grandes. Todo el mundo lanza exclamaciones con los regalos de Aaron.
—Te toca, Carrie —me informa Mark.
—¿Me los puedes traer? —le pregunto—. Estoy cansada.
Mark toma una caja rectangular. Ropa, de seguro. De mamá. Murmuré las adecuadas “gracias.” Son pocos mis regalos de este año. Claro, nada de Lauren ni de Josh. Y chucherías de parte de Aaron y Mark.
—Bueno, ya los abrí —dije.
—No, espera, aquí hay otro —dice Mark mientras me da un pequeño paquete.
—¿De quién es?
—De mi parte —dice mi padrastro.
Dave es el hombre que vive al fondo de mi vida. Un buen hombre, me trata bien. Nunca le reproché a mamá por haberse casado con él.
Rompo la envoltura y veo un libro. Pero al abrirlo, descubro que no tiene nada escrito en él.
—Está en blanco —digo mientras miro a Dave.
—Bueno, no todo. Hay una dedicatoria en el frente. Es un diario, Carrie, para que tú lo escribas.
Busco en el frente y encuentro la escritura de Dave en una esquina. Leo en silencio la inscripción.
Para Carrie:
No abandones tus sueños. Yo creo en ti.
Dave.
Miro nuevamente a Dave. Encoge los hombros ligeramente, como si estuviera apenado.
—Es que, sé que quieres ser escritora, Carrie —me explica—. Y sé que puedes lograrlo.
Estas últimas palabras casi se pierden entre el ruido que hacen mis hermanos mientras escarban bajo el árbol y sacan los regalos para mamá. Pero yo no ignoré las palabras de Dave.
Alguien cree en mí y en mis sueños, aun ahora que yo misma he dejado de creer en ellos. Ahora que yo pensaba que ya no tenía ninguna esperanza. Aprieto el diario contra mi pecho y regresa un sentimiento que hacía mucho tiempo no tenía. En verdad deseo convertirme en escritora. Pero sobre todo, quiero, simplemente ser.
Observo mientras se abren los demás regalos, pensando que había algo que debía hacer, pero no sabía qué era. Más tarde podría regresar las pildoras al botiquín, así es que no era eso. Entonces lo supe.
Tomo una pluma de la mesa del teléfono y abro mi diario. En aquella primera hoja en blanco escribo: “La esperanza es el perchero en el que cuelgo mis sueños.”
“Mmmm”, me pongo a pensar. “Me suena como a canción country. Tal vez no sea tan malo después de todo.” Levanto la mirada y le sonrío a Dave a pesar de que no me está mirando. Él acaba de darme el mejor regalo de Navidad que he recibido en mi vida. He recuperado mis sueños. Tal vez aún me queda algo de esperanza.
Heather Klassen
Enviado por Jordan Breal