Una llamada de auxilio
Mi querida amiga Lindsay: ella ha sido parte de mi vida desde el jardín de niños. Nos conocimos gracias a su paquete de noventa y seis crayolas, algo importante para niñas de cinco años. Siempre ha sido un elemento permanente en mi vida. Ella nació comediante, con gran talento, creatividad, risa, amor y una rizada cabellera pelirroja. Lo más importante en nuestra amistad era que nos comprendíamos muy bien. Siempre teníamos una sonrisa, una broma, un hombro o un oído para prestarnos mutuamente. A decir verdad, lo que más nos gustaba era que nuestros padres nos dejaran en un restaurante donde podíamos sostener aquellas interminables pláticas mientras tomábamos Mountain Dews, Coca Colas dietéticas, y los postres más caros que podíamos comprar con el dinero que obteníamos cuidando niños.
Fue en una de esas pláticas durante séptimo grado cuando surgió el tema del suicidio, nunca me imaginé que esto cambiaría nuestra relación para siempre. Hablamos sobre lo escalofriante que sería si alguna de nuestras amistades se suicidara. Especulábamos sobre cómo podrían sobreponerse las familias a tal tragedia. Platicamos de cómo serían nuestros funerales. Esa conversación fue, definitivamente, la más tenebrosa que tuvimos jamás, pero no le di mucha importancia. Supuse que, en algún momento o en otro, todos se preguntan quién llorará y qué se dirá en su propio funeral. Nunca llegó a mi mente que esta plática era un grito pidiendo auxilio de parte de mi querida amiga. Siempre que surgía este tema, yo tenía el mismo punto de vista de mi madre: no podíamos comprender cómo la vida de alguien podía volverse tan desesperada que la única alternativa fuera la muerte. Sin embargo, concluimos nuestra plática riendo sobre lo muy “unidas” que estábamos como para hacer jamás algo tan drástico, y nos despedimos con un abrazo y un “llámame si necesitas algo.”
No pensé en nuestra conversación sino hasta tres semanas después, cuando recibí una llamada de Lindsay. Supe que algo andaba mal porque ella no inició la conversación con un alegre hola y contando algo divertido. Me preguntó directamente si ella era importante en mi vida y si significaba algo para el mundo. Yo le respondí con un vigoroso:
—¡Por supuesto! ¡Yo no sé qué haría sin ti!
Después, Lindsay me dijo algo que me hizo sentir escalofrío en la espalda y la nuca. Me dijo que se sentía perdida, confundida, inútil, y que tenía un frasco de pildoras en la mano. Me dijo que estaba totalmente preparada para tomarlas y terminar con su vida. ¿Era ella la misma chica que se sentaba junto a mí en la clase de inglés y con quien me encantaba meterme en problemas? ¿Era la misma a quien le gustaban los colores brillantes, que reía y podía entablar conversaciones con cualquier persona del mundo? ¿Era mi maravillosa y simpática amiga, tan ligera y burbujeante que casi flotaba por la vida?
Fue entonces cuando mi realidad se puso en jaque y comprendí que sí era mi amiga y que, por esta razón, yo tenía que mantenerla al teléfono. Así fue como inició la conversación telefónica más larga de toda mi vida. Durante las siguientes tres horas y media Lindsay me contó sus problemas, y durante todo ese tiempo yo la escuché. Me contó sobre cómo se sentía perdida dentro de su gran familia (quince hijos y ella era la menor), sobre cómo se sentía insegura respecto a su apariencia (aunque yo pensaba que era bonita y maravillosa), sobre cómo había sufrido anorexia el verano anterior (yo estuve demasiado ocupada jugando softball para notarlo), sobre cómo se sentía confundida respecto a su futuro —si debería seguir sus sueños, o los deseos de sus padres—, y sobre cómo se sentía totalmente sola. Yo no me cansé de repetirle lo original, hermosos e importantes que sus sueños y su personalidad eran en nuestras vidas. Para este momento ambas estábamos llorando: ella estaba frustrada, yo imploraba por su vida.
Entonces llegó a mi mente lo que supuse que era mi última oportunidad para ayudar a Lindsay; le dije tres simples cosas. Primero, que todo el mundo tiene problemas. Son parte de la vida. Que la vida se trata precisamente de eso, de superar los problemas y alcanzar mayores alturas. Lo segundo que le dije fue que si la vida era tan mala como ella decía, entonces no habría forma de que empeorara. Ya no había posibilidad de que nada más saliera mal: todo tendría que mejorar. La última cosa que le dije fue que yo, o alguien cercano a ella, estaríamos siempre a su lado, sin importar cuáles fueran las pruebas que le pusiera la vida. Le expliqué que el hecho de que estuviéramos sosteniendo esta conversación, el que ella quisiera que yo supiera lo que estaba pasando, demostraba mi teoría de que en realidad quería vivir. Si hubiera deseado terminar con su vida, simplemente lo habría hecho. Pero ya que ella se dio tiempo para llamar, era porque su mente decía: “¡Ayúdenme! ¡Quiero conservar la vida!” Después de decir esto úl-timo, escuché el sonido más hermoso del mundo: Lindsay accionaba el inodoro para que el agua se llevara las pildoras.
Después fui a su casa, hablamos sobre cómo podría volver a poner su vida en orden. Conseguimos algo de ayuda y, con el tiempo, Lindsay superó sus problemas. Me siento orgullosa de decir que Lindsay y yo iniciaremos juntas el undécimo grado en otoño, ella está obteniendo excelentes calificaciones y ya es una adolescente feliz. El camino hasta aquí no ha sido sencillo, y ambas nos hemos tropezado un par de veces. Pero lo importante es que nos hemos levantado y hemos llegado.
Jill Maxbauer