Dime por qué lloras

Es como un lugar secreto, el país de las lágrimas.

Antoine de Saint-Exupéry

Se dice que todo el mundo tiene un relato que podría romperte el corazón. Mi hermanito Nicholas tenía cáncer. El cabello se le había caído y estaba tan débil que ya casi no podía caminar. Yo ya no podía soportar por más tiempo el dolor que se reflejaba en sus ojos. Los recuerdos de su infancia no eran de Navidades, campamentos y juguetes; sus recuerdos eran de visitas al hospital, transfusiones de sangre e inyecciones intravenosas.

Recuerdo cuando todo empezó, él sólo tenía tres años. Al principio, le aparecían moretones terribles y espantosos. Nadie se preocupó al respecto hasta que empezaron a aparecer en lugares en que no era lógico que estuvieran: como en las axilas y en el cuero cabelludo. Después empezó a sangrarle la nariz, sucedía con mucha frecuencia. Mi mamá siempre nos recordaba:

—No anden brincoteando con Nicholas, o su nariz empezará a sangrar.

El cáncer que él padecía era un caso de leucemia linfática aguda, que es curable. Setenta por ciento de los niños que lo padecen logran controlarlo en menos de un año, y de aquellos que lo logran, cincuenta por ciento no tiene recaídas. El pronóstico para Nicky era bastante alentador.

Empezó de inmediato con la quimioterapia para evitar que el cáncer empeorara. Mejoró, pero fue difícil. Permanecía en el hospital lunes, martes y miércoles, y después regresaba a casa por el resto de la semana: débil, enfermo y totalmente sin energía. No pudo entrar a preescolar ese año, pero en nueve meses ya estaba bajo control y todos nos sentíamos felices.

La vida volvió a la normalidad durante algún tiempo. Yo entré a secundaria y, un día, al regresar de la escuela, encontré a mis padres sentados en la sala; algo poco común porque ellos no solían estar en casa cuando yo regresaba. Pero en cuanto vi sus lágrimas, supe que el peor de mis temores se había hecho realidad. El cáncer había regresado.

Él tenía cinco años en esa época y había logrado controlar la enfermedad durante dos años. Todos pensábamos que había derrotado a la enfermedad, pero se encontró un tumor canceroso dentro de su pecho. Los médicos no estaban seguros de qué tan grande era, por lo que fijaron fecha para la cirugía. Pensaban hacer una pequeña incisión en su pecho para poder evaluar el tumor. Si era posible, lo extirparían ese mismo día.

El día de la cirugía nos levantamos temprano para acompañar a Nicholas al hospital. Nos sentamos en la austera y blanca sala de espera B-3, el “pabellón del cáncer.” Yo había estado ahí tanto que sentía que ya no lo podía soportar. En los últimos dos años había visto demasiado de este pabellón: cunas ocupadas por bebés cuyas madres los visitaban cada vez menos, niños que sabían que nunca saldrían de ahí. El nauseabundo olor de la muerte delineaba cada habitación, relatando historias pasadas de niños cuyas vidas fueron cortadas tempranamente por un asesino silencioso.

No sentamos y esperamos durante lo que nos pareció una eternidad. Finalmente, después de cuatro horas, el doctor McGuiness, especialista en cáncer que atendía a Nicky, salió por una puerta que tenía el letrero de “CIRUGÍA.” Aún llevaba puesta su bata de operación y nos pidió que lo siguiéramos: lo que significaba que necesitábamos hablar. Mientras tomábamos asiento, el miedo nos consumía.

El doctor McGuiness nos dijo:

—Nicholas ya salió de cirugía y pronto pasará el efecto de la anestesia. Sin embargo, lo lamento —continuó él—, el tumor está demasiado extendido, invadió todo un pulmón y llegó a un lado de su corazón. Ya no hay nada que podamos hacer.

En cuanto escuché esas palabras, mis ojos se llenaron de lágrimas. Las palabras del médico significaban que había llegado el momento de dejar de luchar porque no podríamos ganar. Miré a mi alrededor y supe que deseaba abandonar el lugar. Quería alejarme, correr hasta estar muy lejos, pero sabía que no era posible. Eso no me ayudaría en nada con el problema, ni tampoco haría que Nicky viviera.

El doctor abandonó la habitación durante unos diez minutos para que pudiéramos recuperar el control. Cuando regresó, nos preguntó dónde queríamos que Nicholas pasara sus últimos días. Dijimos que queríamos que Nicholas estuviera en casa.

Los siguientes meses fueron una tortura al tener que observar a Nicky ponerse cada vez más enfermo y débil. Conforme el tumor creció, su corazón dejó de bombear en forma regular y empezó a tener problemas de respi-ración.

El verano pasó mucho más rápido de lo que hubiéramos deseado. El estado de salud de Nicholas permaneció estable, aunque muy delicado. Hasta pudimos hacer un viaje a Disneylandia: el último deseo de Nicky. Sin embargo, fue muy difícil aparentar felicidad para él y, al mismo tiempo, saber que esa sería la última vez en que la familia estaría junta en unas vacaciones.

Al irse acabando el año, la bulla y el alboroto de la temporada festiva nos mantuvieron ocupados. La noche de brujas fue divertida y la cena del Día de Acción de Gracias estuvo deliciosa. Después, cuando empezábamos a prepararnos para Navidad, la salud de Nicky se deterioró.

Cierto día en que todos estaban decorando el árbol, yo fui a ver a Nicholas, que estaba sentado en una silla. Las luces navideñas iluminaban su rostro en una forma muy hermosa y le daban una chispa de inocencia que no habíamos visto en mucho tiempo.

Al irme acercando percibí que él estaba llorando. Me senté en la silla con él y lo sostuve en mis brazos en la misma forma en que lo hacía cuando era más pequeño.

—Nicky, dime por qué lloras —le pedí.

—Es que no es justo, Sissy —me dijo sollozando.

—¿Qué no es justo? —le pregunté.

—¿Por qué voy a morir?

—Tú sabes que todos vamos a morir algún día —le respondí, evadiendo el tema. Yo no quería que él lo supiera todo y, en el fondo, yo tampoco quería saber.

—Pero no como yo. ¿Por qué tengo que morir? ¿Por qué tan pronto?

En ese momento empezó a llorar. Él ocultó su cara en mi pecho y yo también empecé a llorar. Estuvimos sentados en esa forma durante un largo rato. Un rato largo, solitario y aterrador. Después de eso había un entendimiento entre nosotros. Él estaba listo y yo también. Ya podíamos manejar cualquier cosa.

En enero entró en estado de coma y supimos que lo estábamos perdiendo. Un día nos sentamos en su cuarto, sosteniendo su mano porque sabíamos que sería la última vez que estaría con nosotros. De repente, una especie de paz inundó la habitación, y en ese instante supe que Nicholas había dado su última respiración.

Miré hacia el exterior. La fresca nieve recién caída parecía más brillante. Me odié por hacerlo, pero de pronto me sentí mejor. Todo el dolor y el sufrimiento de estos últimos años habían terminado, y sabía que Nicholas ya estaba a salvo. Ya nunca más lo lastimarían ni se sentiría asustado, era mejor así.

Nicole Rose Patridge