Ya es perfecto
Otras personas pueden estar ahí para ayudarnos, para enseñarnos, para guiarnos a lo largo del camino. Pero la lección que se debe aprender es siempre nuestra.
Melody Beattie
Todo el mundo siente la necesidad de encajar. Todos luchamos en cierta medida por la autoestima y el sentir que somos importantes. Yo paso gran parte de mi tiempo luchando por alcanzar la perfección en todos y cada uno de los aspectos de mi vida. Lo que no comprendí fue que en mi desesperada búsqueda de la perfección sacrifiqué el cuerpo y la mente que me permiten vivir.
Fui una niña feliz, con muchos amigos y una familia que me apoyaba. Pero el proceso de madurar fue muy difícil y hasta atemorizante en algunos momentos.
Durante mi infancia siempre estuve involucrada en actividades que incluían una audiencia que observaba mis logros o mis fracasos. A los siete años estaba en la actuación, continué con entrenamientos y competencias de gimnasia, equitación y danza: actividades que requieren total dedicación, disciplina y fortaleza. Mi personalidad se enriquecía con la enorme energía requerida para seguir adelante. Yo deseaba que todo el mundo me alabara y aceptara, pero yo misma era mi crítica más severa.
Después de terminar la preparatoria y decidir vivir por mi cuenta, mi lucha por la autoestima y la felicidad se incrementó. Empecé a presionarme para tener éxito en el mundo de los adultos. Mientras tanto, me sentía fuera de lugar y fracasada. Empecé a creer que mis problemas y lo que consideraba que eran mis “fallas” en la vida estaban ocasionados por mi peso. Siempre he sido una persona más bien delgada. De pronto, estaba convencida de que tenía sobrepeso. Según yo, ¡estaba GORDA!
Poco a poco, mi incapacidad para ser “delgada” empezó a torturarme. Otra vez me sentía en una competencia. Pero en esta ocasión, competía contra mí misma. Empecé a controlar mis alimentos experimentando con dietas, pero nada parecía funcionar. Mi mente se obsesionó con ganarle la partida a mi cuerpo. En forma gradual, disminuía la cantidad de lo que comía cada día. Con cada porción que no terminaba o con cada comida que no hacía, me decía que lo estaba logrando y, por eso, me sentía bien conmigo misma.
Así empecé en una espiral descendente que me convirtió en anoréxica. El diccionario lo define como “ocasionar la pérdida del apetito o suprimirlo, resultando en un estado de anorexia.” En casos extremos la anorexia puede causar desnutrición y privar al organismo de importantes minerales y vitaminas que requiere para mantenerse saludable.
Al principio me sentía excelente: atractiva, fuerte, triunfadora, casi sobrehumana. Yo podía hacer algo que los demás no: estar sin alimentos. Esto me hacía sentir especial y que era mejor que todos los demás. Lo que no comprendí fue que me estaba matando lentamente.
Las personas a mi alrededor empezaron a notar mi pérdida de peso. Al principio no se alarmaron; tal vez algunas hasta sintieron envidia. Pero, después, los comentarios tomaron un tono de preocupación. “Estás bajando mucho de peso.” “Elisa, estás demasiado delgada.” “Te ves enferma.” “Te vas a morir si sigues con eso.” Todos sus comentarios sólo servían para reafirmarme que estaba en el camino correcto, que estaba acercándome a la “perfección.”
Por desgracia, convertí mi apariencia física en la prioridad más importante de mi vida, y creía que esa era la forma de lograr el éxito y la aceptación. Como actriz, siempre se me juzga por mi apariencia. Las cámaras hacen que las personas se vean con más peso del que tienen en rea-lidad. Así que estaba recibiendo mensajes mezclados como: “Elisa, estás muy flaca, pero retratas maravillosamente.”
Cada día disminuía más mis alimentos, hasta que un día típico llegó a consistir de café y media cucharadita de yogur descremado por la mañana, y una taza de uvas por la noche. Si comía sólo un mordisco más que las “migajas” del día, me odiaba a mí misma y tomaba un laxante para eliminar de mi cuerpo lo que hubiera comido.
Llegué al extremo de ya no salir con amigos y amigas. No podía: si iba a cenar, ¿qué cenaría? Evitaba sus llamadas telefónicas. Si ellos querían ir al cine o sólo quedarse en casa, no podía estar con ellos: ¿qué pasaría si había algo de comer? Tenía que permanecer sola en la casa para comer mi pequeña taza de uvas. En otra forma, pensaba que estaba fallando. Todo empezó a girar alrededor de mi estricto programa de alimentación. Me avergonzaba comer frente a alguien porque creía que pensarían que era glotona y fea.
Mi mala alimentación empezó a ocasionar que perdiera el sueño. Me resultaba difícil concentrarme en mi trabajo o en cualquier cosa que requiriera un poco de esfuerzo. Me esforzaba cada vez más en el gimnasio, luchando por quemar las calorías que ni siquiera había ingerido. Mis amistades intentaron ayudarme, pero yo no aceptaba que tenía un problema. No me quedaba nada de mi ropa y era difícil comprar algo porque ¡me había encogido tanto que la talla cero me quedaba grande!
Hasta que una noche, como muchas otras anteriores, en que no podía conciliar el sueño, sentí como si el corazón quisiera salírseme del pecho. Intenté relajarme, pero no pude.
Las palpitaciones se hicieron tan rápidas y fuertes que ya no podía respirar. La combinación de casi no comer nada y tomar píldoras para eliminar lo que hubiera comido casi me llevaron a tener un ataque cardiaco. Me levanté y de inmediato me caí. Estaba muy asustada y comprendí que necesitaba ayuda. Mi compañera de cuarto me llevó de inmediato al hospital, con lo que empezó el largo trayecto hacia la recuperación. Requerí de médicos, enfermeras, nutriólogos, terapeutas, medicinas, suplementos alimenticios… y, aún más importante, un nuevo sentido sobre cómo era yo en realidad para así volver a ubicarme en la realidad.
Recuperarme de lo que le hice a mi cuerpo y reprogramar la forma en que pienso de mí misma ha sido un proceso muy lento y en extremo doloroso. Aún lucho todos los días con los efectos de la anorexia. Aunque ya han pasado algunos años desde aquella visita al hospital, esto no quiere decir que ya haya terminado. Tengo que ser honesta conmigo misma y mantener mi compromiso de estar sana.
Había utilizado la anorexia como un medio de expresión y control. La usé para medir mi autoestima e importancia. Era mi identidad. Ahora comprendo que la forma de lograr el éxito reside en el corazón, en la mente y el alma, y no en la apariencia física.
Ahora utilizo mi inteligencia, mis talentos y actos de humanidad para expresarme. Esa es la verdadera belleza y no tiene nada que ver con la talla de mi cuerpo. Cuando experimenté intentar ser “perfecta” en el exterior, sacrifiqué lo que era internamente. Lo que ahora sé, sin lugar a duda, es que todos y cada uno de nosotros ya somos perfectos.
Elisa Donovan