Una noche de baile de graduación nada típica
Se supone que es la noche más feliz en la vida de una chica (aparte de su fiesta de quince años, claro). Es la noche en que todas las chicas del mundo pueden peinar su cabello tanto como requieran, pasar mucho más tiempo dedicadas a su rostro del que volverán a invertir durante toda su vida, y esperar a que el galán perfecto las transporte a una noche llena de emoción, música, amigos y diversión. ¡Ah, la noche de graduación!
Es curioso cómo las cosas siempre se ven bien en la teoría, pero en realidad nunca son como se esperaron. Cuando recuerdo la noche de mi graduación, veo todas esas cosas maravillosas que las otras chicas vieron: un bello vestido, la cita, el automóvil. Sin embargo, esa ocasión también presencié algo que una adolescente jamás debería ver: un hermano que muere lentamente de cáncer.
Esto no es tan tenebroso como suena. Mi hermano nunca fue del tipo siniestro. Todo estaba siempre “bien.” Cuando la noche de graduación se acercaba, él no podía ver nada que estuviera a más de diez centímetros de sus ojos, y tenía un uso limitado de brazos y piernas porque el cáncer le oprimía casi todos los nervios del cuerpo. Esto le ocasionaba un dolor insoportable cada vez que se le tocaba la piel, incluso con un abrazo.
Así es como lo encontré la noche de mi graduación. Cuando entré a su cuarto, mi padre ya estaba ahí sentado con él, comportándose como papá y viendo cualquier deporte que pasaran por televisión. Mi hermano hacía un débil intento por ver la tele; hasta podía hacernos creer que podía ver lo que estaba pasando. Ahora que recuerdo, nos tenía convencidos a todos (excepto a mi madre que pasaba veinticuatro horas al día con él) de que mejoraría. Esa noche creí realmente que él me había visto entrar en su cuarto.
—Hola, mi Dacy.
Me dijo con su tono usual de nene simpático con el que siempre me hablaba. Lo saludé con una sonrisa que hasta el día de hoy no estoy muy segura de que la haya visto. Deseaba darle un abrazo, pero el dolor para él hubiera sido demasiado grande. Así que, en lugar de eso, me incliné sobre él y le di un suave beso en la mejilla. Él escuchó el rozar de mi vestido cuando lo hice y pude ver que se esforzaba por poder verlo. Él siempre intentaba ocultarnos esta actitud pero no podíamos evitar darnos cuenta. Él tenía una forma curiosa de inclinar la cabeza hacia abajo porque, como él decía:
—Es como si hubieran cortado la parte de abajo de mi ojo y sólo pudiera ver lo que está encima de esta línea —levantaba su gran mano y dividía su ojo a la mitad en forma horizontal para intentar demostrarlo.
Mientras él inclinaba su cabeza e intentaba desesperadamente verme en todo mi esplendor en la noche de mi graduación, yo no pude evitar sollozar en silencio. Una lágrima cayó sobre mi vestido de satín rojo e intenté hacerla desaparecer por la absurda creencia de que él podía verme.
—Qué contrariedad, mamá —dijo con frustración—. Ni siquiera puedo ver el vestido elegante de mi hermana.
Tomé su mano y la pasé sobre el satín de mi vestido. Por ser un hermano tan protector como era, pasó la mano por donde debería de estar el escote, al notar que mi vestido era muy revelador empezó a sermonearme.
—No estoy muy seguro de este vestido, Dacy —me dijo en tono protector.
Después intentó ver alrededor, y llamó a mi acompañante para indicarle qué tan caballeroso debía ser esa noche. Yo me quedé unos pasos atrás y lo observé, este muchacho, más grande que el promedio, que no podía ver y que ni siquiera podía ya caminar por sí mismo, le indicaba a mi pareja EXACTAMENTE cómo debía tratar a su hermana. Empecé a llorar. No sólo por su débil intento de protección (en realidad, según me dijo mi acompañante de esa noche mucho tiempo después, mi hermano le inspiro cierto temor), sino que lloré por el hecho de que Dios, el destino o quien fuera le estaba haciendo esto a un chico que durante toda su vida sólo quiso ser normal y vivir.
En ese momento supe, mientas lo veía hablando, que muy pronto nos dejaría. Tal vez no quise aceptarlo en ese momento, pero lo supe; en alguna forma lo supe y lloré con más fuerza. Mi hermano me escuchó al otro lado de la habitación y me llamó.
—No llores, Stace no llores.
Había cambiado el tono al decírmelo. Era el tono del hermano responsable, el tono de “más te vale que escuches lo que estoy diciendo.”
—… Todo va a estar bien. Verás que mejorará. Sé que así será.
Empezó a llorar. Mamá intentó convencerme de que la medicina lo tenía deprimido; no me convenció. Esas lágrimas eran reales. Ál intentó abrazarme para que supiera que todo estaba bien; para que supiera que ya debía irme a mi primer baile y vivir mi vida. Le di a mi hermano un último beso y se marchó.
Stacy Bennett
Enviado por Diana Chapman