El héroe del barrio
Cuando se tiene que lidiar con muchos problemas, sólo tenemos dos opciones: o nadamos, o nos hundimos.
Tom Cruise
Según todos los pronósticos, Mike Powell no debería haber sobrevivido. Adicciones, venta de drogas, prisión o una muerte temprana suelen ser el destino de los chicos que crecen en la “jungla” de la parte entre el centro y sur de Los Ángeles: una violenta zona de combate llena de guerras de drogas, homicidios de pandillas, prostitución y crimen en general. Pero la joven vida de Mike tenía un propósito especial. Durante ocho años enfrentó el terror y la brutalidad para mantener unida a su familia de siete niños. Es increíble que durante ese tiempo nadie descubriera que el único padre real que tenía la familia era sólo otro chico.
Cuando nació Mike, su padre, Fonso, estaba en prisión por vender drogas. Cheryl, madre de Mike y con sólo quince años de edad, dejó la escuela para cuidar a su bebé. “Sin ti, mi vida hubiera sido diferente”, le repetiría a Mike una y otra vez posteriormente. Fue la culpa lo que lo mantuvo unido a ella durante los siguientes años de horror.
Fonso salió de prisión cuando Mike tenía cuatro años, pero, en lugar de seguridad, este hombre de un metro noventa y cinco de estatura, ciento treinta kilos de peso y veterano de Vietnam, introdujo un nuevo tipo de temor en la vida de Mike. Fonso tenía serios problemas psicológicos, y su método de disciplina era aterrador. Por descuidos menores, como azotar una puerta, obligaba a Mike a hacer lagartijas durante horas. Si el pequeño niño se desplomaba, su padre lo golpeaba. Era tan fanática la insistencia de que no faltara a la escuela, que Cheryl tenía que esconder al niño en un clóset cuando estaba enfermo.
Tal vez fue una especie de oscura premonición lo que llevó a Fonso a endurecer a su pequeño hijo y a fomentar su confianza en sí mismo, más allá de lo que correspondía a un niño de esa edad. Mike apenas tenía ocho años cuando su padre fue asesinado en un enfrentamiento con vendedores de droga. De la noche a la mañana, la protección y el ingreso que Fonso proporcionaba habían desaparecido. Esto significó que Cheryl tuviera que salir a la calle para buscar el sustento, ahora con veinticuatro años y tres hijos: Mike, Raf, de cuatro años, y Amber de uno. La vida era bastante difícil, y otro bebé venía en camino.
No pasó mucho tiempo antes de que Cheryl llevara a casa a Marcel, un adicto a la cocaína que aterrorizó a la familia aún más de lo que lo había hecho Fonso. Cuando Mike preguntó inocentemente qué había hecho Marcel con el dinero que Cheryl había ganado en su trabajo, Marcel le rompió la mandíbula al pequeño con tal brutalidad que tuvieron que fijarla con alambres.
En poco tiempo Marcel hizo que Cheryl se volviera adicta a la cocaína, y los dos se desaparecían en reuniones de drogadictos; al principio dejaban a los niños encerrados en el clóset, pero, con el tiempo, simplemente los dejaban solos durante semanas. Cheryl había convencido a Mike de que si alguien se enteraba de lo que pasaba, les quitarían a los niños y los enviarían a casas de adopción. Recordando la terrible advertencia de su padre sobre “ser un hombre”, el pequeño de ocho años se sintió obligado a mantener unida a su familia sin importar lo que pasara.
Para asegurarse de que nadie sospechara nada, Mike empezó a limpiar el departamento, a lavar la ropa a mano y a mantener a sus hermanas alimentadas, con pañales limpios e impecables. Buscaba en la basura de las tiendas para recoger cepillos de pelo, botellas, ropa y todo lo que pudiera servirle, y excusaba a su madre con una letanía interminable de pretextos. Muy pronto, Cheryl y Marcel empezaron a echar mano de todo lo que la familia tenía para poder comprar crack: incluso el dinero para la renta y para los alimentos de los pequeños. Cuando su situación económica se volvió desesperada, Mike, con nueve años, dejó la escuela primaria sin decir nada para mantener a la familia. Limpiaba patios, descargaba camiones y acomodaba mercancía en las tiendas; trabajaba siempre antes del amanecer o muy tarde en la noche para que los pequeños no estuvieran solos mientras estaban despiertos.
A la vez que las parrandas y ausencias de Cheryl y Marcel se volvieron más largas y frecuentes, sus breves estancias en la casa se volvieron más violentas. Al hundirse más en su adicción, Cheryl simplemente abandonaba a Marcel cuando se le acababa la droga y se involucraba con alguien que estuviera mejor abastecido. Entonces, un Marcel enloquecido revolvía todo el menesteroso departamento, torturando y amenazando a los niños para que le dijeran dónde había dinero escondido o dónde podría encontrar a su madre.
Una noche, Marcel puso a la hermana de Mike, de dos años, en una bolsa de plástico y la mantuvo cerrada. Sin aire, los ojos de la pequeña empezaron a hincharse y ella empezó a ponerse azul.
—¿Dónde está tu madre? —gritaba el adicto.
Sollozando, Mike y el pequeño Raf de cinco años se abalanzaban una y otra vez sobre Marcel golpeándolo con sus pequeños y poco efectivos puños. Finalmente, desesperado, Mike le clavó los dientes a Marcel en el cuello, con la esperanza de que el salvaje torturador soltara la bolsa de plástico y la emprendiera contra él. Funcionó. Marcel giró para deshacerse de Mike y lo aventó por la ventana, Mike se cortó con los trozos de vidrio y se rompió un brazo.
Los padres de Cheryl, Mabel y Otis Bradley, amaban profundamente a sus nietos, pero trabajaban todo el día y vivían tan retirados que debían tomar una complicada combinación de autobuses para reunirse, por lo que rara vez se frecuentaban. Cuando intuía que la familia tenía problemas económicos, Mabel enviaba juguetes, ropa y pañales; sin imaginar jamás que Cheryl vendía hasta los pañales para conseguir dinero para su droga. No obstante que las constantes llamadas telefónicas de Mabel y su amor incondicional se convirtieron en el único apoyo para Mike, él no se atrevió a decirle lo mal que estaba la situación; temía que su amable abuela tuviera un ataque cardiaco si se enteraba de la verdad o, peor aún, que tuviera un violento enfrentamiento con Marcel.
La familia de pequeños se vio obligada a mudarse constantemente, dormían en cines, autos abandonados y hasta en lugares en que acababan de cometerse crímenes. Mike lavaba la ropa en baños públicos y cocinaba en una pequeña parrilla de un solo quemador. A la larga, Cheryl y Marcel siempre los encontraban.
A pesar de su peregrinar, Mike insistía en que los pequeños asistieran a la escuela, sacaran buenas calificaciones y fueran ciudadanos ejemplares. Para los compañeros de escuela, maestros e incluso la abuela, los chicos parecían siempre normales: bien cuidados y felices. Nadie podría imaginar la forma en que vivían, o que los cuidaba otro pequeño. En alguna forma, Mike se las había arreglado para escoger las buenas intenciones de los brutales métodos de su padre y las había mezclado con el ejemplo amoroso de la abuela para formar un especial sistema de valores. Él amaba profundamente a su familia y, a cambio, los pequeños también lo amaban, confiaban y creían en él.
—No tienen que terminar en las calles —les decía—. ¿Ven lo que le pasa a mamá? ¡Aléjense de las drogas!
En el fondo, tenía temor de que su madre se drogara frente a los pequeños.
Durante los siguientes años Cheryl fue a prisión varias veces por posesión y venta de narcóticos y otros crímenes, y algunas veces llegó a ausentarse hasta por un año. Cuando salía de la cárcel seguía teniendo más hijos, lo que empeoraba cada vez más la crítica situación económica de la familia. Por más que lo intentara, para Mike se volvió imposible cuidar a tres nuevos bebés y, al mismo tiempo, mantener a una familia de siete niños. Una Navidad sólo tenían para comer una lata de maíz en grano y una caja de macarrón con queso. Los únicos juguetes que habían tenido durante todo el año eran unas figuritas de la “caja feliz” de McDonald’s: una para cada niño. Para que tuvieran regalos, Mike hizo que los niños envolvieran las figuritas con papel periódico y que las intercambiaran entre ellos. Fue una de sus Navidades más felices.
El joven adolescente vivía ahora en una ansiedad constante, pero aún se rehusaba a caer en el fácil mundo de la venta de drogas y el crimen. En lugar de eso, por las noches recorría valientemente las calles para vender nueces de macadamia medicinales, las que, para los adictos medio enloquecidos, parecían ser “rocas” de crack o cocaína con valor de treinta dólares cada una. Él sabía que arriesgaba la vida cada vez que hacía esto, pero sentía que no tenía otras opciones. Ante el nocturno acecho de las pandillas y la guerra de drogas, todas las posibilidades estaban en su contra. Cuando cumplió quince años ya lo habían herido ocho veces con armas de fuego.
Y lo que era peor, sus reservas de fuerza y esperanza estaban peligrosamente bajas. Desde que podía recordarlo había vivido siempre con implacables temores diarios: “¿Podremos comer algo hoy? ¿Estaremos todos en la calle esta noche? ¿Marcel se aparecerá mañana?”
Después de haberse cambiado más de cuarenta veces, parecía que, por fin, habían llegado al fondo. El “hogar” era por ahora el Frontier, un sucio hotelucho en Skid Row donde las prostitutas y los alcahuetes acechaban en los pasillos, y los vendedores de droga comerciaban en las escaleras. Los pequeños habían presenciado un asesinato en la recepción del hotel, y ahora Mike temía dejarlos solos o quedarse dormido. Durante las pocas noches que estuvieron ahí, Mike tuvo que mantenerse despierto con un bate de béisbol a la mano para matar a las ratas que intentaban entrar arrastrándose bajo la puerta.
Privado de sueño y agobiado por las presiones, Mike sintió que se derrumbaba ante las responsabilidades que le imponía la vida. Eran las dos de la mañana. Su hermano y hermanas estaban acurrucados todos juntos bajo una sola cobija en el suelo. Michelle, la bebé más pequeña, lloraba, pero él no tenía alimento para ella. El jovencito que por muchos años había llevado a cuestas su secreta carga, perdió de pronto la esperanza.
Arrastrando los pies, Mike se dirigió desesperado hacia la ventana, se paró en la orilla mientras buscaba el valor para saltar. En silencio le pidió perdón a su familia, cerró los ojos y respiró profundamente por última vez. Justo en ese momento una mujer al otro lado de la calle lo vio y empezó a gritar. Mike se alejó de la orilla y se desplomó sollozando en una esquina. Durante el resto de la noche se la pasó arrullando a la hambrienta bebé y rogando por ayuda.
El auxilio llegó pocos días después, en la víspera del Día de Acción de Gracias de 1993, poco antes de que Mike cumpliera dieciséis años. Un grupo perteneciente a la iglesia brindaba apoyo en las calles y había puesto una cocina en la acera para alimentar a los necesitados; Mike llevó ahí a los pequeños para obtener comida gratis. Los voluntarios de la iglesia quedaron tan impresionados con él y con lo bien educados que eran los niños, que comenzaron a hacerle algunas preguntas amigables. Finalmente, el dique en lo profundo de Mike se rompió y su historia salió desparramándose.
En pocos días el grupo de la iglesia trabajaba buscándole un refugio permanente a la familia, pero no había ningún hogar que aceptara siete niños en adopción. Cuando le informaron que la familia debía ser separada “por su propio beneficio”, Mike se rehusó rotundamente y amenazó con desaparecer llevándose a los pequeños. La única persona en la que confiaba para mantener junta a la familia era su abuela. Aunque renuente, por fin le relató la historia de sus vidas durante los últimos ocho años.
Impactada y horrorizada, Mabel Bradley accedió de inmediato a hacerse cargo de los niños, pero el sistema de segúridad social del condado de Los Ángeles se opuso. Mabel tenía sesenta y seis años, estaba retirada y el abuelo de los niños era diabético. ¿Cómo podría ser posible que los Bradley se hicieran cargo de siete jovencitos? Pero Mike sabía que era la mejor opción. Escondió a los niños y se negó a negociar ninguna alternativa que no fuera con sus abuelos. Por fin, los trabajadores sociales y los juzgados aceptaron, y a los fascinados Mabel y Otis Bradley se les otorgó de manera legal la custodia permanente de los pequeños. De alguna forma, todos los pequeños habían sobrevivido ilesos. Sólo podía ser un milagro —y la infatigable fuerza y amor de Mike— lo que los había mantenido juntos.
Desde ese momento, Mabel volvió a trabajar y ahora, con el gusto en el corazón, se transporta más de ciento sesenta kilómetros diarios mientras Otis se hace cargo de los niños. Mike trabaja en tantos empleos como le es posible para ayudar a mantener a su familia, pero, aunque es un chico inteligente, honrado y trabajador, sólo encuentra trabajos con sueldos bajos. Él, más que nadie, comprende la importancia de la educación y se esfuerza para obtener su certificado escolar de primaria.
Su sueño es iniciar algún día una pequeña empresa que pueda, al mismo tiempo, emplear y aconsejar a niños de la calle como él, que no pueden desempeñarse bien en el mundo laboral por no tener una educación tradicional ni las habilidades necesarias, pero que tampoco quieren verse obligados a regresar a las calles porque no pueden encontrar trabajo.
Por medio de su música, Mike se dedica también a contactar a otros niños que viven en las ciudades perdidas. Es un talentoso compositor y cantante que escribe canciones de rap para llevar su especial mensaje de esperanza. Al haber visto morir demasiados niños durante su infancia, desea desesperadamente ayudarles a vivir. “Las posibilidades están en contra de la supervivencia, pero se dan casos, y ese es el mensaje que tenemos que transmitir. Si me escuchan mil personas, y dos niños se libran de que les disparen, de vender droga, de morir, entonces valió la pena.”
Sin embargo, por el momento hay poco tiempo para cantar, ya que Mike y su familia aún tienen que luchar por sí mismos. Por ahora, Raf, Amber y Chloe comparten con orgullo las responsabilidades de Mike para aportar su apoyo al hogar. Ellos son los tres niños de mayor edad que él cuidó y enseñó a vivir con valor y esperanza.
Ellos recuerdan con claridad las palabras de Mike, palabras que les decía al oído una y otra vez durante los tiempos más difíciles, durante todos los cambios de lugar para vivir en los que, cada vez, tenían que abandonarlo todo: “Sea lo que sea que tengan, ¡den gracias por ello! Aun si no tienen nada, ¡den gracias por estar vivos! Tengan confianza en ustedes mismos. Nadie puede detenerlos. Tengan una meta en la vida. ¡Sobrevivan!”
Algún día Mike Powell tendrá su empresa para niños de la calle. Después, con el tiempo, también tendrá oportunidad para realizar el resto de sus sueños. A fin de cuentas, Mike sólo tiene diecinueve años.
Paula McDonald