La mamá que nunca tuve
Todavía recuerdo la primera vez que escuché que mamá tuvo que ser internada en el hospital por un problema ocasionado por las drogas. Yo estaba enojada, asustada, triste, confundida y me sentía traicionada. Muchas preguntas pasaban por mi mente. ¿Cómo había sido capaz de hacerme esto a mí? ¿Cómo pudo hacérselo a su familia? ¿Era mi culpa? Yo sentía que sí, que había hecho algo mal, tal vez había peleado demasiado con ella el día anterior o había sido demasiado rebelde y esto la había orillado a hacerlo.
Me acuerdo de cuando era más chica y no recuerdo que mamá haya estado a mi lado cuando la necesitaba. Nunca hablé con ella sobre los chicos que me gustaban, ni compartí mis sentimientos si me sentía molesta. A su vez, ella nunca confió en mí cuando estaba triste o cuando necesitaba alguien con quien hablar. Mi vida nunca fue “normal” como la de las otras chicas de mi salón. ¿Por qué mi mamá nunca me llevaba de compras? ¿Por qué mi mamá no me acompañaba a los partidos de basquetbol, a las juntas con los maestros o a las citas con el dentista? Entonces lo comprendí. Mi mamá, una enfermera titulada que trabajó durante muchos años en la sección de emergencias —una buena trabajadora y amiga de los demás— era adicta a las drogas. Mi papá intentó convencerme de que todo saldría bien, de que si ella se ausentaba una temporada, todos es-taríamos bien. Pero muy en el fondo de mi corazón yo sabía que necesitaba a mamá.
Los siguientes días, mientras mi mamá estaba en desintoxicación, fueron un infierno. Aún no lo comprendía todo. No tenía nadie con quien hablar y había demasiadas preguntas sin respuesta. Veía videos caseros de cuando era pequeña y deseaba que todo fuera “normal.” Ahora sé que mi vida nunca lo fue.
Fue entonces cuando mamá llamó desde el hospital. Recuerdo que su voz era muy suave y débil. Dijo que lamentaba lo que había pasado. Yo deseaba decirle que regresara a casa, que la amaba y que todo estaría bien de aquí en adelante. En lugar de eso, no dejaba de decirle que no era su culpa y, entre sollozos, le dije adiós. Verán, se supone que yo no debía llorar. Se suponía que yo era la fuerte.
El día siguiente fuimos a visitarla. Yo no quería quedarme a solas con ella. Tampoco quería hablar con ella por temor a lo que pudiera decirme. Era extraño tener esos sentimientos hacia mi propia madre. Sentía como si ella fuera una extraña, alguien a quien no conocía.
Ella regresó a casa un martes. Charlamos durante un rato y me dijo que quería que fuera con ella a las pláticas de rehabilitación. Dije que lo haría, sin saber qué clase de personas podría encontrar ahí ni cómo serían. Así que fui, y las reuniones me ayudaron a comprender realmente que lo que mi mamá estaba enfrentando era una enfermedad, y que no era culpa de nadie. También conocí a personas extraordinarias que me ayudaron a comprender mejor las cosas.
Sin embargo, aún me sentía insegura. Durante las reuniones escuchaba una serie de comentarios sobre las recaídas y cómo evitarlas. ¿Qué pasaría si mamá recaía? ¿Cómo podría enfrentarme a esto por segunda vez? Recuerdo que cuando mi madre consumía drogas, se quedaba en su recámara durante largos periodos. Una vez, cuando me di cuenta de que mi mamá no había bajado en mucho tiempo, me asusté. Intenté convencerme de que aun si ella tuviera un tropiezo podríamos salir adelante, pero en realidad no creía que pudiéramos. Me obligué a subir para ver qué era lo que estaba haciendo. Estaba asustada mientras abría la puerta de su recámara, tenía miedo de lo que pudiera ver. Pero me había equivocado. La encontré en su cama leyendo un libro de oraciones. ¡En ese momento supe que mamá sí iba a lograrlo!
Ella se esforzó mucho, gracias a eso pudimos iniciar la relación madre-hija que nunca habíamos tenido. Finalmente tenía a mi mamá.
Becka Allen