Hermosa, dijo ella
Nunca pensé que la comprendiera. Me pareció siempre que ella estaba muy alejada de mí. Por supuesto que la amaba. Compartíamos un amor mutuo desde el día en que nací.
Llegué a este mundo con la cabeza llena de golpes y un aspecto deformado ocasionados por el difícil trabajo de parto por el que pasó mi madre. Los amigos y los miembros de la familia fruncían la nariz ante mí porque era una bebé desfigurada. Todos comentaban lo mucho que me parecía a un futbolista lesionado. Pero ella no. Nana pensaba que yo era hermosa. Sus ojos brillaban con esplendor y felicidad ante la horrible bebé que tenía en brazos. Yo era su primera nieta. Hermosa, dijo ella.
Ella murió antes de que iniciaran mis exámenes finales de primer año de secundaria.
Siete años antes los médicos habían diagnosticado que Nana padecía el mal de Alzheimer. La familia se volvió experta en esa enfermedad mientras, poco a poco, la íbamos perdiendo.
Hablaba siempre con frases entrecortadas. Con el paso de los años cada vez eran menos las palabras que decía, hasta que, finalmente, dejó de hablar. Eramos afortunados si en alguna ocasión escuchábamos que ella pronunciaba alguna palabra. En ese momento fue que la familia comprendió que su fin ya estaba cerca.
Su cuerpo perdió toda capacidad de funcionar más o menos una semana antes de su muerte, y los médicos decidieron internarla en un asilo: ahí donde los que entran nunca llegan a salir.
Les dije a mis padres que deseaba verla. Tenía que hacerlo. Mi curiosidad era mayor que el temor que me encogía el estómago.
Mi madre me llevó al asilo dos días después. Mi abuelo y dos de mis tías también estaban ahí, pero se quedaron en el pasillo mientras yo entré a la habitación de Nana. Ella estaba sentada en una silla grande y acolchonada cerca de la cama, con la cabeza un poco inclinada hacia abajo, los ojos cerrados y la boca entreabierta. La morfina la mantenía dormida. Mis ojos recorrieron la habitación, las ventanas, las flores y la forma en que Nana se veía. Me esforzaba por recordar cada detalle, porque sabía que esta sería la última vez que la vería con vida.
Me senté lentamente frente a ella. Tomé su mano izquierda y la sostuve en la mía, le retiré un mechón de cabello dorado que estaba sobre su rostro. Sólo me senté frente a ella y la observaba, inmóvil, incapaz de tener sentimientos. Abrí la boca para decir algo pero no salió ninguna palabra. No podía recobrarme de lo horrible que se veía, sentada ahí desvalida.
Entonces sucedió. Su pequeña mano asió la mía con mayor fuerza cada vez. Su voz empezó a sonar con lo que al principio me pareció un suave lamento. Parecía que lloraba de dolor. Y entonces fue cuando habló.
—Jessica.
Claro como el día. Mi nombre. El mío. Entre cuatro hijos, dos yernos, una nuera y seis nietos, ella sabía que era yo.
En ese momento fue como si alguien proyectara en mi mente una película de la familia. Vi a Nana en mi bautizo. La vi en el recital en que participé cuando tenía catorce años. La vi cuando, llena de orgullo, me entregó unas rosas. La vi bailando tap en el piso de la cocina. La vi cuando señalaba sus arrugadas mejillas y me decía que yo había heredado de ella mis grandes hoyuelos. La vi jugando con nosotros, sus nietos, mientras los demás adultos disfrutaban de la cena de Acción de Gracias. La vi sentada junto a mí en la sala de mi casa en Navidad, admirando nuestro árbol lleno de luces y adornos.
Después la vi como estaba en ese momento… y lloré.
Sabía que ella nunca vería mi recital de último año ni me vería emocionada por otro juego de futbol. Nunca volvería a sentarse conmigo para admirar nuestro árbol de Navidad. Sabía que no me vería lista para salir al último baile de graduación de secundaria, ni al de la universidad, ni cuando me casara. Y sabía que no estaría conmigo el día que naciera mi primer hijo. Sobre mi rostro rodaron lágrima tras lágrima.
Pero, sobre todo, lloré porque al fin comprendí cómo se había sentido ella el día que yo nací, había visto a través de lo que podía verse en el exterior, miró hacia el interior y vio una vida.
Solté su mano lentamente de la mía y limpié las lágrimas que humedecían sus mejillas y las mías. Me puse de pie, me incliné hacia ella, la besé y le dije:
—Te ves hermosa.
Con una larga mirada, me volteé y salí del asilo.
Jessica Gardner